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La densidad ha sido uno de los indicadores más empleado para caracterizar los tejidos urbanos a lo largo del desarrollo de la disciplina urbanística. Sin embargo, los cambios en la realidd urbana y en la propia disciplina han implicado también profundos cambios en la concepción y el enfoque de la densidad (Clement & Guth, 1995). El resultado ha sido una multiplicación de definiciones y aplicaciones que oscurece las posibilidades y las limitaciones de este indicador. El primer paso debe consistir en desentrañar esta maraña conceptual y metodológica.
La urbanística moderna nace para gestionar los crecientes problemas de las grandes ciudades de la Europa del siglo XIX, entre los que destacan la congestión y la falta de higiene, ambos atribuidos a un exceso de densidad. Según el análisis de Lewis Mumford (1961), las altas densidades urbanas son un problema relativamente reciente, que no existía en las ciudades medievales y que aparece en la edad moderna alcanzando a su momento álgido durante el siglo XIX. Las ciudades de la antigüedad y la Edad Media solían contener todo tipo de espacios abiertos dedicados a huertas, pasto para ganado, etc. dentro de su recinto. La muralla medieval era fácil de ampliar, por lo que no suponía un mayor barrera para la extensión de la ciudad, en tanto que las fortificaciones modernas, debido a su complejidad y sofisticación, supusieron una barrera mucho más importante, que puede considerarse el origen de la creciente densificación urbana. Con la industrialización del siglo XIX las ciudades soportan un crecimiento demográfico muy intenso que desborda las capacidades existentes. Para hacer frente a las nuevas necesidades, la ciudad del XIX se va convirtiendo progresivamente en objeto de la intervención especializada de médicos e ingenieros, expertos en salud pública, transportes, alcantarillado, suministro de agua y otros servicios públicos.
En la segunda mitad del siglo XVIII empieza a tomar fuerza una nueva especialidad médica centrada en los efectos que tiene sobre la salud de las personas el ambiente en el que se desenvuelven y que terminará adoptando el nombre de "salud pública". La obra fundacional de esta nueva disciplina corresponde al médico austriaco Johann P. Frank: System einer vollständigen medicinischen Polizey [Sistema para un política médica integral], con nueve volúmenes publicados entre 1779 y 1827. Investigadores de diversos países, entre los que cabe destacar Louis René Villermé en Francia, o Charles Turner Thackrah y Edwin Chadwick en Inglaterra, estudian las enfermedades derivadas del entorno laboral, que se convierten en la base para la restricción del trabajo infantil en Francia (1841) o la Public Health Bill inglesa de 1848.
Sin embargo es en Francia donde este debate se asocia más tempranamente a las condiciones sanitarias del entorno urbano, antes y después de la Revolución de 1789. En 1776 la Société Royale de Médecine elabora un plano topográfico y médico, que contrasta la constitución y las enfermedades de los habitantes de las distintas provincias francesas en relación con la naturaleza y la exposición al sol. Inmediatamente tras la Revolución el funcionario parisino de sanidad Oudin-Rouvière relaciona la densidad con la promiscuidad y la persistencia de exhalaciones y miasmas perjudiciales para la salud (Dissertation sur les substances qui peuvent influer sur la santé des habitants de cette dité, 1794, citado en Fijalkow, 1995:85). En 1822 Claude Lachaiuse sugiere una relación directa entre mortalidad y densidad para ciertos barrios de París, y en 1829 la estadística parece confirmar las anteriores conjeturas (Fijalkow, 1995). Sin embargo en 1830 el propio Villermé interviene en el debate, rechazando que la variable significativa para explicar la mayor mortalidad sea la densidad, sino más bien la pobreza/miseria y la falta de condiciones higiénicas asociadas a la misma (Annales d'Hygiène Publique et de Médecine Légale, citado en Fijalkow, 1995:86).
Al margen del debate científico, son las epidemias de cólera que afectan las diferentes ciudades europeas, y especialmente las de 1829 y 1851, las que marcan el debate público. Las clases medias urbanas tienen la impresión de que las malas condiciones sanitarias pueden afectar a cualquiera, a pesar de que la mortalidad afectase principalmente a los pobres, lo que genera una opinión favorable a la intervención en la mejora de las condiciones sanitarias de las ciudades y el interés por estudiar las interrelaciones entre salud humana y condiciones ambientales (Dennis, 1985:235). Se genera una ciencia del diseño urbano a partir de criterios médicos que se basan en una combinación de neohipocratismo y teoría miasmática: para asegurar la salud hay que evitar los aires nocivos y los ambientes con exceso de humedad, es decir, facilitar a toda costa la circulación y la renovación de los fluidos, especialmente el agua y el aire, especialmente nocivos en el entorno urbano (Pinol & Walter, 2003:129-130).
La teoría miasmática imperante en Europa en la primera mitad del siglo XIX explicaba el origen de las enfermedades a partir de la existencia de aires viciados que emanaban desde lugares poco ventilados y malsanos. Para eliminar la enfermedad, por tanto, era preciso evitar la formación de dichas emanaciones malsanas fomentando y facilitando la correcta ventilación. Aplicada a la ciudad, la teoría indicaba la necesidad de ventilar los tejidos excesivamente densos abriendo vías en su seno por donde pudiese renovarse el aire.
La teoría miasmática se puso en cuestión en 1854, cuando John Snow fue capaz de localizar el origen de una epidemia en el Soho londinense en un pozo infectado, al tiempo que el bacteriólogo italiano Filippo Pacini conseguía aislar el bacilo de la enfermedad, aunque ambos descubrimientos fueron ignorados en su momento por el paradigma dominante. Entre 1860 y 1864 Louis Pasteur desarrolla los aspectos más formales de una nueva teoría microbiana para explicar la difusión de las enfermedades. En 1866 William Farr confirma los resultados de Snow a través del estudio estadístico de la epidemia de 1854, y finalmente en 1876 el descubrimiento del bacilo del ántrax por parte de Robert Koch termina por desacreditar definitivamente la teoría miasmática, al menos en el ámbito científico.
A lo largo de todo el siglo XIX se suceden los estudios epidemiológicos que intentan demostrar la correlación entre (alta) densidad urbana y mortalidad. Estudios sobre la mortalidad en Manchester en 1851, Liverpool en 1871, y Birmingham en 1885 muestran que variables como el tipo de vivienda o el nivel socio-económico de la población eran mucho más relevantes para la mortalidad que la densidad (Taylor, 1976; Woods, 1978; Pooley, 1974 y 1979; citados en Dennis, 1985:234-235), aunque en muchas oscasiones los contemporáneos no estuviesen dispuestos a interpretarlo así. El estudio de mayor alcance, sin embargo, se realiza en Barcelona a costa de un particular, Ildefonso Cerdá, que empeña la fortuna familiar para llevar a cabo un estudio exhaustivo que avale su proyecto de ensanche. Parte de la misma hipótesis que manejan sus contemporáneos: que la tasa de mortalidad está directamente relacionada con la densidad urbana. Sin embargo sus resultados indican, al igual que en los estudios ingleses, que el principal factor para explicar la mortalidad en la hiperdensa ciudad de Barcelona es el nivel socio-económico, y no la densidad de población. A pesar de ello, en la publicación de su Tratado General de la Urbanización (1867) mantiene la hipótesis inicial y para sostenerla señala exclusivamente los datos obtenidos en un subgrupo de los barrios analizados, aunque mantiene en los anexos el conjunto de los datos obtenidos, lo que permite rastrear esta incongruencia (Cabré & Muñoz, 1994).
Así pues, las grandes reformas urbanas se ponen en marcha cuando la teoría científica que las soporta ha sido ya descartada, e incluso cuando se están manejando datos que descartan la relación entre mortalidad y densidad. La reforma interior de París llevada a cabo por Haussmann a partir de 1870 consigue ventilar la ciudad con las nuevas avenidas, pero fracasa en reducir la densidad, pues la población expulsada de los barrios demolidos termina alojándose en barrios próximos y aumentando los problemas de hacinamiento. A pesar de ello cesan los brotes de cólera gracias a las mejoras en la red de alcantarillado.
El éxito frente al cólera traslada el protagonismo a otra enfermedad que había permanecido en segundo plano, la tuberculosis, que mantiene una gran prevalencia en las áreas de vivienda obrera de alta densidad, por lo que son los índices de mortalidad por tuberculosis los que pasan a considerarse como principal criterio para la delimitación de barrios insalubres (Sutcliffe, 1970:113-114). En 1905 se llega a la conclusión de que el virus de la tuberculosis prospera en aquellos lugares donde no llega directamente la luz solar, frente a hipótesis alternativas que planteaban que la tasa de mortalidad estaba asociada a jornadas laborales excesivamente largas. Sin embargo, los avances científicos no modifican en absoluto los planes urbanísticos: aunque está identificada claramente la causa arquitectónica de la prevalencia, se pretende continuar con la solución tradicional basada en la demolición de barrios enteros. Siguiendo el criterio de la tasa de mortalidad por tuberculosis, en París se delimitan entre 1894 y 1904 seis áreas insalubres, cuyo número se amplía hasta 17 en 1917 (un total de casi 190.000 viviendas y 257 Ha. de extensión). Sin embargo, sólo se llevó a cabo su renovación después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la propia evolución de estos barrios había hecho desaparecer las causas de la tuberculosis, pero sin embargo se había reactivado la demanda de suelo en el centro de la ciudad para nuevos usos terciarios (Gaja, 1996:31). Este proceso de renovación se repite con diversas variantes en otros países, pero siempre repitiendo el mismo esquema: la demolición de barrios enteros para su sustitución por usos más lucrativos empleando argumentos sanitarios y criterios médicos obsoletos.
Como complemento al saneamiento de los tejidos existentes se hace necesario definir también criterios para el diseño de los nuevos espacios urbanos. Desde un punto de vista integral, y teórico, tenemos la propuesta de Bejamin Richardson (1876), que diseña una ciudad totalmente adaptada a los supuesto higienicos del momento. Sin embargo, en la práctica no se persigue tanto idear un nuevo tipo de ciudad como definir unos estándares técnicos a aplicar en la creciente tecnificación de la gestión urbana. Incluso Ildefonso Cerdá, que analiza en profundidad la cuestión del transporte y la movilidad para su modelo de ensanche, a la hora de definir la densidad de la edificación simplemente recurre a un tratado de higiene pública (Levy, 1850) de tantos que circulan por Francia.
En los tratados de higiene de finales del siglo XIX la reglamentación del ancho de las calles debe favorecer la insolación y la circulación del aire. En los países templados, según algunos autores, las calles deberían medir más de 40 m de ancho si están orientadas norte sur, y aún más las que les son ortogonales. En el momento en que los higienistas pretenden ventilar y reducir las densidades, la especialización de los espacios urbanos se perfila también como un medio para racionalizar la ciudad.
Pinol & Walter, 2003:129
A parte de propuestas que apuestan por la disolución de la ciudad, como las de los desurbanistas soviéticos o la Broadacre City de Frank Lloyd Wright (1932), donde pesan más cuestionamientos sociales y políticos que higiénicos, la principal enmienda a la ciudad tradicional viene por parte del movimiento moderno a través de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM) y la Carta de Atenas. Los primeros CIAM (entre 1928 y 1933) centran sus debates sobre la forma de responder desde una arquitectura liberada de las tradiciones a los grandes problemas del momento, específicamente la dotación de una oferta de vivienda económica para las masas y su inserción en la ciudad. Los condicionantes higiénicos están muy presentes en todo el desarrollo; los principios racionales y funcionalistas de la nueva arquitectura deben incorporar los últimos descubrimientos en cuanto a higiene y calidad del ambiente. El plan de trabajo de los CIAM hace que se siga una secuencia lógica desde la construcción al edificio, y de la agrupación de edificios a la organización del conjunto de la ciudad. Entre todas las aportaciones de estos congresos, destaca la Carta de Atenas, aprobada en el IV CIAM, donde se propone un nuevo modelo de ciudad, opuesto en muchos sentidos a la ciudad tradicional, que se constituye en la base del urbanismo funcionalista que se aplicará en todo el mundo durante las siguientes décadas. Los principios higienistas de esta propuesta son evidentes:
La salud de cada uno depende, en gran parte, de su sumisión a las <<condiciones naturales>>. El sol, que preside todo proceso de crecimiento, debería penetrar en el interior de cada vivienda para esparcir en ella sus rayos, sin los cuales la vida se marchita. El aire, cuya calidad aegura la presencia de vegetación, debería ser puro, liberado de los gases nocivos y del polvo suspendidos en él. Habría, por último, que distribuir con largueza el espacio. No hay que olvidar que la sensación de espacio es de orden psicofisiológico, y que la estrechez de las calles o la estrangulación de las avenidas crean una atmósfera que es tan malsana para el cuerpo como deprimente para el espíritu.
Le Corbusier, 1942:42
La "largueza" del espacio es de compleja interpretación. Aunque la Carta de Atenas carga contra la alta densidad de la ciudad tradicional, las propuestas concretas que realiza su principal promotor, Le Corbusier, como la Ville Radieuse o la Ciudad para Tres Millones de Habitantes, presentan densidades incluso superiores a la de los tejidos que tanto se critican (Figura 7). Los criterios higiénicos aplicados suponen una redistribución de la densidad, concentrándola en la vertical de grandes edificios para obtener una mayor extensión de espacio libre. Estos aumentos de densidad también se llevan a la práctica en casos de renovación; por ejemplo, el programa realizado en París entre 1954 y 1974 supone un incremento medio del volumen edificado del 267% y una elevación de 12 metros de la altura media de cornisa (Gaja, 1996, con datos de Evenson, 1983).
En este sentido, las críticas hacia la alta densidad de las ciudades tradicionales (Sert, 1942, citado en Gaja, 1996) se pueden considerar más un elemento argumentativo y persuasivo, que se apoya en los prejuicios vigentes a lo largo del siglo XIX, que un elemento central del urbanismo funcionalista, como sí lo son la concentración de la edificación y la liberación de suelo, que no es más que una traslación al diseño del espacio urbano de todo un esquema de segregación y especialización funcional.
Los avances en epidemiología descartaron que la densidad urbana estuviera relacionada con la incidencia de enfermedades infecciosas, aunque sí identificó diversas condiciones de la edificación que las favorecían, como la falta de ventilación o insolación. Este nuevo conocimiento no provocó un desinterés por la densidad, sino tan sólo un desplazamiento de las hipótesis de investigación. Tras la Segunda Guerra Mundial y la definitiva generalización del automóvil privado en Estdos Unidos se produce un abandono masivo de los centros urbanos tradicionales hacia los suburbios de baja densidad. Aunque haya unas políticas fiscales y financieras que fomentan este desplazamiento, se sigue interpretando este movimiento como una decisión de huida de los males asociados a la ciudad y sus altas densidades; ya no se habla de enfermedades contagiosas, sino de epidemias de estrés, anomia, violencia y delincuencia. Es decir, se empieza a asociar la alta densidad no a males físicos, sino a malestares psicológicos y sociales. La densidad deja de ser un mero dato objetivo y comienza a ser analizado a través de la percepción de los individuos; empieza a distinguirse la densidad del hacinamiento, midiéndose este último a partir del espacio vital disponible por cada habitante, y valorándose en términos culturales y relativos más que absolutos (Rapoport, 1975; Moch et al., 1995).
La influencia del entorno en las relaciones interpersonales y sociales ya había formado parte de la reflexión sociológica desde su propio nacimiento como disciplina científica. El tamaño de las poblaciones y la densidad de las relaciones explicaban para Emile Durkheim (1893) la complejidad social y la diferenciación en el papel social de los individuos. Georg Simmel (1903) y Louis Wirth (1938) asumen que la alta densidad de población de las ciudades genera un tipo específicamente urbano de relaciones sociales. Aunque la Escuela de Chicago ya plantea los primeros estudios sobre la influencia del entorno sobre las patologías sociales (Faris & Dunham, 1939), es sobre todo a partir de la década de 1960 cuando empiezan a ponerse en cuestión los efectos positivos de la densidad en la organización social, especialmente a partir de los estudios realizados con roedores por Calhoun (1962), en los que demostraba cómo el hacinamiento podía provocar un estrés tal en los individuos que llegaba a disolver por completo los lazos y las estructuras sociales. Comienza entonces a plantearse si es posible trasladar los resultados de los experimentos con roedores a las sociedad humanas. En el plazo de poco más de una década se realizan estudios sobre la relación de la densidad con la mortalidad, la delincuencia juvenil, la tasa de delincuencia y la tasa de hospitalización por enfermedades mentales. También se investigan las condiciones de hacinamiento y el potencial de población (incluyendo no sólo la población residente, sino también la población flotante de un área).
En general, este intenso esfuerzo colectivo no logra demostrar la hipótesis de la relación densidad-patología social (Choldin, 1978). En todo caso, poco a poco se abandonan estos intentos, no sólo por lo infructuoso sino también porque empieza a abrirse una nueva época en que los esfuerzos ya no se dirigen tanto a explicar y justificar el proceso de suburbanización como a revertirlo mediante una nueva reivindicación de las bondades de la densidad (Newman & Hogan, 1981).
Conforme avanza el siglo XX se va consolidando la conciencia sobre los crecientes efectos de la civilización, y específicamente la urbanización sobre el conjunto del territorio y los recursos naturales (Thomas, 1956; Naredo y Gutiérrez, 2005). En términos de densidad, la expansión de la urbanización viene acompañada de un aumento paulatino de la superficie urbanizada por habitante (Figura 8). Aquí cabe señalar varias tendencias que actúan en paralelo para generar este efecto global. Por una parte, este aumento es resultado de una mejora de los estándares residenciales, aumento del tamaño de las viviendas, reducción del tamaño de los hogares, así como una mayor presencia de equipamientos y dotaciones asociadas (centros educativos, zonas verdes, etc.). Por otra parte, las ciudades acogen a lo largo de este periodo nuevas infraestructuras e instalaciones industriales, aumentando la superficie urbana total sin necesidad de modificar el entorno residencial de sus habitantes. El principal cambio, sin embargo, está asociado a una reconfiguración del espacio urbano en torno al uso del automóvil y la aparición de un estilo de vida suburbano asociado a un entorno residencial de baja densidad y una movilidad dependiente del automóvil.
Por supuesto, todos estos componentes se combinan en distintas proporciones en los distintos países, según el grado de penetración de la modernidad, el desarrollo industrial, el nivel de ingresos de sus habitantes o la tasa de motorización.
Las principales características de la suburbanización, la baja densidad y el automóvil, son publicitados como sus principales ventajas: el automóvil ofrece la libertad para acceder a un espacio residencial más próximo a la naturaleza, donde existe la posibilidad de tener una casa aislada dentro de un amplio jardín. Se trata de un ideal que combina dos elementos, amor a una naturaleza idealiza y proyecto individualista de vida, que son contradictorios con la forma tradicional de la ciudad. Pronto se hace evidentes las limitaciones de este modelo. El esquema de baja densidad se levanta sobre la destrucción de la naturaleza que tanto se alaba, mientras que el espacio residencial amplio e individualizado contrasta con la dependencia del empleo del centro urbano y las estrecheces de las autopistas necesarias para llegar al mismo. Los diferentes discursos críticos combinan en distintas proporciones el énfasis en los costes ambientales o los costes sociales, derivados bien de la baja densidad bien de la dependencia del automóvil. En todo caso, se trata de un debate amplio que sigue vigente y en permanente evolución (Ewing, 2008), que aquí sólo esbozaremos de manera superficial. (Tengamos en cuenta que el debate sobre la suburbanización surge, al igual que ella misma, en Estados Unidos y sólo posteriormente amplía su alcance al resto del mundo, por lo que debemos tener siempre presente el contexto tan específico en que se produce el debate.)
Las críticas más tempranas a la suburbanización se centran en las consecuencias sociales de la misma. Se construyen a partir de ciertos estereotipos sobre la vida suburbana (Reisman et al., 1950; Whyte, 1956) que ahondan en el individualismo y la despersonalización que resultan de la ruptura de los lazos tradicionales de sociabilidad urbana. Frente a estos estereotipos pronto llegan los primeros estudios sistemáticos que dibujan un panorama mucho más complejo de la vida suburbana (Berger, 1960; Gans, 1967). También surgen los primeros planteamientos macroscópicos, que no se centran tanto en el entorno residencial inmediato del habitante suburbano, como en las nuevas configuraciones espaciales y los estilos de vida asociados a las mismas (Vance, 1964; Riley, 1967) y comienza a construirse una nueva síntesis que asume que las nuevas tecnologías de la comunicación (principalmente el automóvil, pero también el teléfono, la radio y la televisión) permiten desligar comunidad de proximidad: el orden urbano estaba siendo reemplazado por un nuevo orden suburbano que no requería asociarse a un espacio preciso (Webber, 1963 y 1964). En todo caso, la suburbanización genera una creciente segregación espacial y una homogeneidad del espacio social (Sennet, 1974) que se asumen por sus protagonistas como beneficiosos, pero que terminan por socavar la tradición comunitaria que existía en los viejos barrios urbanos (Putnam, 1995). En este debate la baja densidad forma parte del paisaje donde se desenvuelve el drama social, junto a la segregación espacial o las infraestructuras automovilísticas.
Sin embargo, en paralelo a la crítica a la suburbanización se genera un nuevo discurso reivindicativo de la la tradición urbana (Whyte, 1958) y específicamente de la alta densidad. Vida y muerte de las grandes ciudades (Jacobs, 1961) es un intenso alegato en favor de los valores del estilo de vida urbano y hace de la densidad la principal variable de análisis. En realidad se trata de atacar el núcleo del discurso suburbano, centrado en los males de la congestión urbana, la falta de espacio y de salubridad, asociados todos ellos a la alta densidad. En esta línea ataca a todos aquellos que considera defienden la baja densidad del suburbio, a los promotores de la ciudad-jardín Ebenezer Howard y Lewis Mumford (a quienes erróneamente achaca la concepción del suburbio que se estaba imponiendo en Estados Unidos), y a los promotores del movimiento moderno que fomentan la destrucción de los tejidos urbanos tradicionales para sustituirlos por las nuevas propuestas de la Carta de Atenas. En cualquier caso las imprecisiones en el tema de la densidad no restan fuerza fuerza al alegato en su conjunto, que se convierte en la primera grieta del hasta entonces sólido discurso higienista que atacaba la alta densidad urbana como origen de todos los males de la ciudad.
En cualquier caso, estas críticas siguen la línea argumental tradicional, el impacto de la densidad en las personas, ya sean individuos o grupos, aunque sea en el sentido inverso: enfatizando los beneficios frente a los perjuicios de la alta densidad. Con el tiempo este frente de debate se estabilizará, y dejará de hablarse en términos absolutos de las ventajas y desventajas de la densidad para pasar a hablar de preferencias personales, o culturales, en favor de un estilo de vida u otro.
Desde el primer momento está claro que el modelo suburbano hace un uso más intensivo del transporte, forma parte de su propia naturaleza, pero sólo con el tiempo este aumento de los requerimientos de transporte empieza a considerarse una desventaja (Levinson & Wynn, 1963). No sólo se produce un aumento en los costes de transporte del habitante suburbano, sino que también crecen los costes de urbanización (consumo de suelo, necesidad de infraestructuras, provisión de servicios públicos) y los impactos negativos sobre el territorio y los recursos naturales de este esquema de crecimiento disperso y bajas densidades (RERC, 1974; contestado por Windsor, 1979; respaldado por Ladd, 1992). A pesar de una creciente concienciación sobre los costes ambientales de la suburbanización el modelo suburbano se expande Europa Occidental (Hall & Hay, 1980) justo en un momento en que el continente está realizando, en respuesta a las crisis del petróleo de la década de 1970, un importante esfuerzo por mejorar su eficiencia energética en el sector de la industria y el transporte. En ese sentido, puede más el atractivo individualista y segregador del suburbio que sus desventajas en términos de eficiencia energética (Sharpe, 1982).
Sin poner en cuestión que se trata de una «forma dispensiosa de crecimiento urbano» (Downs, 1994), el análisis de costes de la suburbanización termina encuadrándose en el marco económico general. El modelo suburbano de crecimiento genera grandes costes colectivos a medio y largo plazo, que afectan tanto a sus residentes como al conjunto de la sociedad, que debe asumir el coste de las infraestructuras, pero a cambio ofrece grandes beneficios a corto plazo a los promotores inmobiliarios (Myers & Kitsue, 1999). La expansión del modelo suburbano en Europa y otros continentes depende, por supuesto, de la penetración del automóvil privado, pero también de la existencia de un marco urbanístico liberal y desregulado que permita la promoción inmobiliaria a gran escala con el soporte implícito de las inversiones públicas en infraestructuras, tal como se había articulado en Estados Unidos a partir del New Deal. Así pues el alcance del discurso académico, por muy contundentes que sean sus conclusiones, termina por quedar limitado a su encaje con el discurso económico y político del momento.
En todo caso, la crítica ecológica y económica de la suburbanización supone un cambio importante en la línea argumental del debate sobre la densidad. Hay un cambio de escala, pues deja de tomarse como referencia el individuo y su entorno vital, para analizar los efectos sobre el conjunto de la sociedad o incluso del planeta. Además la densidad pasa a un segundo término, aunque sin duda influye en la destrucción del paisaje rural y de los ecosistemas naturales, su papel es claramente subsidiario frente al tamaño de las intervenciones o su dispersión por el territorio. De igual modo, el problema del transporte adquiere una doble faceta, los costes individuales del residente suburbano, pero también los costes colectivos de la infraestructura.
El automóvil no sólo es el protagonista del modelo suburbano sino también su símbolo. No podemos detenernos a analizar la construcción de este símbolo, pero resulta imprescindible analizar su creciente protagonismo en las críticas a la suburbanización y las bajas densidades. No se puede considerar el automóvil como un defecto, sino más bien como una característica que venía incluida en modelo suburbano y que formaba parte de su encanto. En ese sentido, el consumo de gasolina sería mayor en las áreas urbanas de menor densidad (Newman & Kenworthy, 1989 y 1999; confirmado por Naess, 1996 y Kenworthy & Laube, 1999; véase Figura 9). El habitante del suburbio aumenta su gasto en transporte a cambio de obtener unos mejores estándares de vida a un menor coste (Alonso, 1964). La distancia a la que puede llegar a trasladarse depende fundamentalmente de la velocidad que puede alcanzar, ya que el tiempo que está dispuesto a dedicar al desplazamiento diario se mueve en unos márgenes muy estrechos (Zahavi & Ryan, 1980; Levinson & Kumar, 1997). La baja densidad interviene en esta ecuación aumentando las distancias a recorrer, generando una dependencia respecto de la velocidad para evitar que el tiempo dedicado al desplazamiento aumente en exceso, aunque es la congestión la que más profundamente altera este equilibrio, al reducir la velocidad efectiva, y por ello es tan intensa la presión por la constante ampliación de las infraestructuras. En las últimas décadas, además, se ha unido el aumento del precio de la gasolina como factor que modifica las previsiones de los habitantes suburbanos. El problema es que frente a estas dificultades no existe alternativa al automóvil. Cuando se han intentado generar alternativas de transporte se ha descubierto que no resulta tan sencillo, ya que los nuevos territorios suburbanos están configurados específicamente para responder a las posibilidades y las demandas del automóvil (Dupuy, 1999).
La aprobación y construcción del Tren Ligero de San Francisco [Bay Area Rapid Transit, BART] a lo largo de la década de 1960 (el sistema fue inaugurado en 1972) iba a convertirse en un punto de inflexión en la tendencia favorable al automóvil privado y contra los sistemas de transporte público. Se planteó un sistema de altas prestaciones que pudiese competir en comodidad y velocidad con el automóvil, pero el resultado fue un contundente fracaso. El problema no consistía tanto en las prestaciones del modo de transporte como en las posibilidades de acceso de los usuarios desde sus residencias suburbanas (Webber, 1976; Falcke, 1978). Este fracaso en realidad dio paso a una investigación más concienzuda sobre las relaciones entre el transporte y los usos del suelo (Knight & Trygg, 1977; Attoe, 1988; Kelly, 1994; Ross & Dunning, 1997), los modelos de movilidad de las personas (Hillman et al., 1973; Guy & Wrigley, 1987) y los distintos grados de accesibilidad de los distintos territorios urbanos (Hanson & Schwab, 1987; Handy, 1992).
El suburbio es un territorio especialmente hostil para los sistemas de transporte colectivo debido a la baja densidad, que aumenta las distancias a recorrer entre las estaciones y los puntos de partida y destino de los usuarios, pero también a una dispersión espacial que dificulta una cobertura completa por parte de las rutas lineales de transporte. Un sistema eficiente de transporte público requiere una alta densidad de población concentrada en torno a las estaciones o paradas para asegurarse una masa crítica de usuarios a una distancia razonable. Es decir, no se trata de tener mayor o menor densidad, sino de tenerla situada adecuadamente (McLaren, 1992). Este principio se va incorporando progresivamente a la planificación del transporte. Por una parte la localización de las estaciones debe atender a la distribución de los futuros usuarios, pero también hay que pensar en el desarrollo urbano atendiendo a los requerimientos del transporte público (Pushkarev & Zupan, 1977; Pill, 1979). Por otra parte, bajo el concepto de "desarrollo conjunto" [Joint Development] se incorpora al diseño del sistema de transporte público el diseño del entorno más o menos inmediato de las estaciones o paradas (Skidmore et al., 1973; Urban Land Institute, 1979; Public Technology Inc., 1983; Keefer, 1984). Finalmente, este enfoque aplicado a territorios más amplios construye un "urbanismo orientado al transporte público" [Transit Oriented Development, TOD] con un creciente predicamento hasta el día de hoy (Cervero et al., 2002; Hess & Lombardi, 2004; Cervero & Sullivan, 2011; Suzuki et al., 2013).
Los espacios de alta densidad parecen constituir un espacio más proclive a la movilidad no basada en el automóvil: permiten viajes más cortos y una mayor diversidad de destinos, un transporte público más eficiente (Kenworthy & Laube, 1999) y un intercambio modal más fácil (Burton, 2000). Sin embargo, la existencia de alternativas no implica necesariamente un menor uso del automóvil (Pouyanne, 2005). Se ha planteado que la causalidad del uso del automóvil no resida tanto en la forma urbana como en el poder adquisitivo de la población (Gómez-Ibañez, 1991); de esta manera se podría explicar la prevalencia del uso del automóvil en diversos contextos, en tanto que la localización suburbana del domicilio sería la consecuencia, y no la causa, de una decisión previa de movilidad basada en el automóvil. Finalmente, otros estudios ponen en cuestión que el uso del automóvil dependa tanto del entorno urbano local como de la configuración metropolitana (Naess, 2011) o el tamaño de la ciudad (Breheny, 1995).
El uso del automóvil (y el consumo de gasolina asociado) se identifica como un problema ambiental en la medida en que su eficiencia energética es muy inferior a la de otras alternativas de transporte. Al igual que con el transporte público, la densidad y la forma urbana ejercen cierta influencia sobre este aspecto, pero también parecen jugar un importante factor las preferencias personales, hasta el punto de poner en cuestión el sentido de la causalidad: es posible que hábitat suburbano y uso del automóvil no tengan una relación tan directa, sino mediada por un proceso de auto-selección de los habitantes suburbanos (Krizec, 2003), que seleccionan una movilidad basada en el automóvil y a continuación, aunque no necesariamente, un estilo de vida suburbano. En este sentido, estudios recientes para evaluar la influencia de la densidad y el entorno construido en los hábitos de movilidad han llegado a la conclusión de que resultan más relevantes variables socio-económicas (Marquet & Miralles, 2015) o de género (Miralles et al., 2015).
El modelo suburbano, o urban sprawl (literalmente, "desparrame urbano") combina una serie de características (baja densidad, crecimiento desconectado, discontinuo o disperso) que no necesariamente aparecen con la misma intensidad (Peiser, 1989). Hemos visto cómo los argumentos críticos se han ido desplazando progresivamente desde la baja densidad y sus efectos sobre la convivencia comunitaria hacia los costes ecológicos y sociales del transporte. El transporte público se ha erigido en la fórmula para resolver o mitigar muchos de los problemas asociados a la baja densidad, sin embargo también se ha ido descubriendo que la eficacia de este modo no depende tanto de la densidad urbana como de la distribución de la misma en el territorio (McLaren, 1992). En ese sentido, la propuesta de síntesis frente al desarrollo suburbano no se ha articulado tanto en la densidad como en la compacidad, inspirándose tanto en las experiencias de planificación del transporte público, como en la reivindicación de la forma urbana de las ciudades tradicionales.
En las últimas dos décadas se ha producido un intenso debate, oponiendo no tanto baja y alta densidad como dispersión y compacidad, aunque en distintas circunstancias se ha recurrido también a argumentos basados en la densidad. En realidad se trata de una multitud de debates que se desarrollan en paralelo en función del contexto cultural, la tradición urbana y la penetración de la suburbanización.
En Estados Unidos la propuesta articulada en torno al New Urbanism recoge la tradicional preocupación por la vida comunitaria a través de la recuperación del espacio público, la densidad y la mezcla de usos (Katz et al., 1994; Ellis, 2002). Sus oponentes centran sus críticas en su programa social y comunitario, así como en predisposición hacia la recuperación de formas urbanas y arquitectónicas tradicionales (Talen, 1999). Posteriormente se ha articulado una nueva propuesta bajo la etiqueta de Smart Growth ("crecimiento inteligente") que deja a un lado los aspectos más culturalistas y sociales del anterior y se centra en los aspectos más técnicos asociados al transporte y la cualificación del espacio público urbano (Danielsen, 1999; Daniels, 2001; Handy, 2005; Downs, 2005).
En España, por el contrario, las propuestas se apoyan en la tradición de la ciudad mediterránea y nacen en respuesta a un proceso de metropolización caracterizado más por la dispersión que por la baja densidad (López de Lucio, 1979; Rueda, 1996; Monclús, 1999).
En el ámbito internacional (es decir, en inglés), se ha producido un intenso debate académico en torno a la definición y los efectos de la ciudad compacta, con partidarios (Breheny, 1995; Jenks et al., 1996; Burton, 2000; Bardhan, 2015) y detractores (Gordon & Richardson, 1997; Neuman, 2005) de la misma, donde se recurre en distinto grado a argumentos basados en la densidad, aunque también llegan a combinarse con el tamaño (Gordon & Richardon, 2010). En todo caso, todos estos planteamientos se basan en un cierto determinismo, cuando otros estudios ya ponen en cuestión que los hábitos de las residentes puedan explicarse a partir de la forma urbana (Van Diepen & Voogd, 2001; Pouyanne, 2005).
Aunque se emplee sistemáticamente el calificativo de compacta, el nuevo paradigma de ciudad se construye a partir de un conjunto de atributos más amplio: compacidad, movilidad sostenible, densidad, mezcla de usos, diversidad social, en tanto que el diseño bioclimático y la incorporación de elementos naturales la convierten en sostenible. Estos atributos se integran en diversas proporciones en las distintas escuelas y proyectos. La movilidad, o el transporte, cobra un protagonismo creciente, y conforme esto ocurre se traslada el énfasis desde la densidad, atributo del espacio vivido por el individuo, hacia la compacidad, expresión de la distribución de densidades (llenos y vacíos) dentro del conjunto del espacio urbano o metropolitano.
Tras el debate sobre la ciudad compacta se esconde un debate sobre la regulación de los usos del suelo y la planificación urbana. Mientras desde entidades multilaterales, con el soporte de todo el discurso académico, se intenta fomentar la ciudad compacta y una movilidad basada en modos colectivos de transporte, con el objetivo de reducir los costes que deben asumir las entidades gubernamentales a cuenta de la gestión de los servicios urbanos y las infraestructuras de transporte (por ejemplo: UN-Habitat, 2014), también se defiende desde otras muchas instancias la preminencia de la iniciativa privada y la necesidad de una desregulación que otorgue a los promotores privados la máxima libertad, fomentando una dispersión urbana que les beneficia principalmente a ellos (Myers & Kitsue, 1999). En esta confrontación, la densidad juega, sin lugar a dudas, un papel esencial, que se construye sobre una serie de imaginarios y va mucho más allá de su incidencia efectiva sobre la realidad urbana. Los promotores de la baja densidad son los defensores de la libertad de empresa y de la libertad de los individuos para elegir una residencia conforme a sus preferencias vitales. A su vez, los promotores de la alta densidad defienden los intereses colectivos y la conservación de los recursos naturales. En ambos casos puede haber más de retórica que de fondo argumental.
La literatura sobre densidad urbana es literalmente inabarcable y no cesa de expandirse. En realidad esta profusión de estudios, datos y conclusiones varias oculta una seria inconsistencia global. En una revisión reciente, Boyko & Cooper (2011) han analizado una muestra de 75 estudios sobre densidad urbana y han encontrado interesantes resultados. Por ejemplo, el extenso listado de variables y fenómenos que se han correlacionado con la densidad:
Fuente: Boyko & Cooper, 2011
Movilidad
Consumo de suelo
Equidad y diversidad social / Condiciones sociales y psicológicas
Economía
Zonas verdes
Energía
En el Cuadro 1 puede consultarse un listado de varias decenas de parámetros que parecen caracterizar en detalle todas las ventajas y desventajas de la alta densidad respecto a distintos problemas contemporáneos (transporte, energía, consumo de suelo, vida social). En realidad dicho listado está lleno de inconsistencias, contradicciones y anécdotas. Bajo la abundancia de datos y hechos comprobados sobre sobre la densidad urbana falta un soporte conceptual y metodológico, aunque quizá el problema más relevante sea el sesgo de los propios estudios: la densidad se estudia allí donde se considera problemática, por ello en el siglo XIX abundaban estudios sobre la densidad en ciudades de muy alta densidad (Manchester, Liverpool, París o Barcelona), mientras que en el siglo XXI abundan los estudios sobre las ciudades de más baja densidad, principalmente de Estados Unidos y Australia. El listado del Cuadro 1 también muestra un sesgo cultural: se mencionan problemas propios de una sociedad suburbana y dependiente del automóvil que resultan completamente ajenos a muchos otros contextos urbanos y culturales. Las muestras que se manejan en los distintos estudios son muy distintas entre sí, algunos comparan áreas de distinta densidad dentro de la misma ciudad, otras comparan distintas ciudades dentro del mismo país o región, otras hacen comparativas internacionales e incluso globales. De igual modo, también varían de unos estudios a otros el propio concepto de densidad y el método de calcularla.
El rigor metodológico que se les presume individualmente a cada uno de estos estudios científicos no debería permitir agregar conclusiones diversas, con distintos alcances y rangos de validez, en un corpus único. Es decir, cada una de las conclusiones arrojadas por estos estudios corresponden a una definición y un método de cálculo distinto de la densidad, comparan situaciones muy específicas y llegan a conclusiones por lo general bastante limitadas y acotadas dentro de los contextos donde se desenvuelven sus respectivas muestras de análisis. Todas estas diferencias de enfoque, que se convierten en inconsistencias al intentar agruparlas, son conocidas y han sido analizadas con relativo detalle (Berroir, 1996; Derycke, 1999; Churchman, 1999; Forsyth, 2003; Boyko & Cooper, 2011), sin embargo ello no ha evitado que gran parte del discurso contemporáneo sobre la ciudad compacta siga apoyándose sobre este heterogéneo corpus investigativo.
La densidad es un concepto procedente de la física y se define como la cantidad de materia que contiene un determinado espacio. La densidad junto a la forma nos permite una aproximación intuitiva para distinguir los estados de la materia: el estado sólido se caracteriza por una densidad y una forma estables (al menos en apariencia), el estado líquido mantiene su densidad pero su forma cambia con cierta facilidad (la viscosidad mediría la resistencia a tal cambio, relativizando la nitidez de la frontera entre estado sólido y líquido), y finalmente el estado gaseoso admite cambios considerables tanto de densidad como de forma. Por supuesto la densidad de sólidos y líquidos varía con la temperatura y la presión u otras acciones mecánicas, pero estos cambios son relativamente pequeños frente a las variaciones que presentan los gases. La densidad, por tanto, es un atributo significativo y manejado de forma habitual para caracterizar a los distintos materiales sólidos y líquidos.
La densidad urbana resulta de una analogía del concepto empleado en física, aunque introduce cambios significativos en las dos dimensiones que se toman como base de cálculo. La cantidad de materia es sustituida por el número de personas, de familias, de hogares, de viviendas, de negocios, o cualquier otra magnitud útil para cuantificar el tamaño o la dimensión de lo urbano; por su parte el volumen es sustituido por la superficie, ya que la altura de la ciudad resulta despreciable frente a su extensión sobre la superficie terrestre. La definición de ambas dimensiones es crítica, pues de ella depende la interpretación posterior del valor obtenido de densidad.
La ciudad constituye un espacio con atributos físicos (edificios, espacios libres) y sociales (lugar de reunión, centro de intercambio, mercado) no siempre fáciles de cuantificar:
El soporte físico de la ciudad puede cuantificarse a través de la edificación, por su volumen o la suma total de sus superficies utilizables, o a través de sus infraestructuras (longitud de las calles, superficie asfaltada, o número de elementos singulares). Sin embargo, al cuantificarse estos elementos de soporte en términos superficiales o volumétricos, también pueden convertirse en el denominador de la densidad, es decir, se puede calcular un valor de densidad referido a la superficie o el volumen edificado, a la extensión de las infraestructuras, etc.
Las actividades sociales que tienen lugar en la ciudad serían la principal dimensión cuantificable para el cálculo de la densidad. La más habitual es el número de personas con residencia en el área urbana, calculada en forma de individuos, y según el caso familias, hogares, etc. En la práctica cualquier variable demográfica sería susceptible de incorporarse a un cálculo de densidad, la ciudad no sólo sirve como lugar de residencia, sino también como lugar de trabajo, de consumo, de encuentro, etc. Las personas que trabajan o estudian en la ciudad no tienen por qué ser las mismas que residen en ella; y debido a la especialización de los tejidos urbanos tampoco tiene por qué utilizar los mismos espacios. Otra métrica de densidad consiste en medir el número de empleos (o la masa salarial), el número de empresas, negocios, servicios, etc. (o su volumen de negocio), así con cualquier otra actividad (número de universidad, o de estudiantes universitarios, número de hospitales, o de camas hospitalarias, etc.), incluyendo los indicadores macroeconómicos agregados (producto interior bruto, masa salarial, producción agregada, etc.)
Por otra parte, quizá el elemento más delicado sea la definición del ámbito espacial que sirve de marco a todos los elementos anteriores y respecto al cual se calcula la densidad. La densidad es un valor único que se adjudica al conjunto del ámbito de cálculo, y resulta más descriptivo cuanto más homogéneo es dicho ámbito. La densidad de población que se calcula sobre un país, una región o una provincia nos puede ayudar a comparar un determinado territorio con otros de la misma naturaleza, pero nos dice muy poco sobre las diferencias que hay en su interior (véase la Figura 10 como ilustración del problema, comparando los valores de la densidad de población en España calculada para distintos ámbitos administrativos).
Caracterizar un territorio heterogéneo, con componentes urbanos y rurales por ejemplo, requiere disponer de información no sólo sobre su densidad global, sino también sobre la densidad de cada uno de sus componentes, o la participación relativa de cada uno de ellos en el conjunto. Si la densidad de cada uno de los componentes es conocida, basta con conocer la proporción en que se combinan o la densidad global, para calcular el dato faltante. En el estudio de materiales porosos se habla de densidad aparente para referirse a la densidad calculada respecto del volumen total del material, incluyendo tanto la porción sólida como los huecos o poros interiores, que pueden estar rellenos de otros materiales (generalmente agua o aire). El cálculo resulta relativamente sencillo pues se conoce la densidad de cada uno de los componentes (sólido, agua y aire) y se busca fundamentalmente la proporción en la que aparecen en una muestra concreta de material. Cuando tratamos de densidad urbana no suele ser tan común conocer de antemano la densidad de cada componente.
En resumen, ante la diversidad de variables que pueden emplearse para calcular la densidad urbana, hay que empezar por definir claramente cuál es el fenómeno que se está estudiando y qué aspectos esperamos que nos aclare la densidad.
En la revisión histórica hemos visto cómo la densidad comenzó utilizándose como indicador de la prevalencia de ciertas enfermedades contagiosas en el ámbito urbano. Los primeros estudios calculaban la densidad a partir del número de habitantes residentes en un determinado sector urbano; conforme avanzaron los estudios epidemiológicos, se centraron en un ámbito mucho más reducido, el de la propia vivienda, Finalmente se llegó a la conclusión de que la variable fundamental para explicar las epidemias y la mortalidad reside en las condiciones de habitabilidad de los gérmenes causantes de cada enfermedad, normalmente temperatura, humedad ambiental e insolación. Así, la densidad sólo jugaría un papel secundario: la mayor presencia de personas, o animales, en una estancia implica que mayor ventilación para mantener un mismo nivel de temperatura y/o humedad ambiental.
El hacinamiento, que sería una medida de densidad acotada al interior del espacio residencial, en cambio sí jugaría un papel relevante en el caso de las afecciones psicológicas (Rapoport, 1975); en este sentido sería un efecto muy influido por cuestiones culturales, lo que introduce una variable muy significativa en el análisis de la densidad: los requerimientos y estándares convencionales de densidad pueden variar mucho de un país a otro, de una cultura a otra, en función de variables como la vida familiar, la separación entre espacio privado y público, los niveles de interacción social, la distribución del tiempo en la vida cotidiana, etc. Todo ello no hace más que dificultar las comparaciones de densidad entre distintos entornos culturales.
Por todo lo anterior, las comparaciones globales de densidad tienen también un carácter intercultural. Las Figuras 11 y 12 muestran la densidad de áreas urbanas de una docena de países de distintas regiones del mundo (de la muestra original se han seleccionado aquellos con mayor número de áreas urbanas, intentando mantener cierto equilibrio regional). Estos valores de densidad reflejan la relación entre población registrada, de precisión muy variable de unos países a otros, y superficie del área de urbanización continua, aplicando criterios homogéneos de fotointerpretación de imágenes de satélite (Demographica, 2012). A pesar de las limitaciones en cuanto a precisión, se pueden extraer dos conclusiones:
Fuente: Demographica, 2012 / Elaboración propia
Densidad promedio
Densidad mínima Densidad máxima
País (hab/Ha) (hab/Ha) (hab/Ha)
Colombia
151 80 210
India
138 47 309
Nigeria
90 39 157
China
78 34 270
México
62 36 104
Brasil
54 20 117
España 50 30 68
Reino Unido 40 29 53
Japón 39 17 65
Alemania 28 15 48
Francia 12 5 38
Estados Unidos 9 3 24
Australia 8 2 21
El carácter contextual de estos juicios sobre la densidad nos invitan a pensar que existen ciertas "convenciones urbanas" (Abramo, 1998) en torno a la densidad, y otras variables de la forma urbana, que condicionan la percepción y que deben incluirse en cualquier análisis. Para ilustrar las diferencias en los estándares de densidad al interior de un país y de una ciudad recurriremos al ejemplo de Bogotá, capital de Colombia, que cuenta con uno de los valores más altos de densidad de la muestra analizada (Demographica, 2012), sólo por detrás de ciudades como Hong Kong y Macao en China, o Calcuta en India.
Fuente: Catastro de Bogotá / DANE-DSP / Elaboración propia
Espacio residencial Densidad predial m2 contruido Propiedad
Estrato Población m2 construido/hab hab/Ha /m2 suelo horizontal
1 705.536 15,40 750,14 1,16 0,40%
2 2.938.962 18,73 762,71 1,43 17,95%
3 2.668.455 22,68 693,77 1,57 32,57%
4 706.191 34,00 478,24 1,63 75,33%
5 195.873 52,43 270,42 1,42 76,45%
6 130.261 82,66 145,69 1,20 88,24%
Aparte del contraste de los estándares residenciales en términos de densidad que podemos encontrar al interior de una sociedad tan desigual como la colombiana, es preciso señalar otro aspecto importante: el desacoplamiento entre densidad edificatoria y densidad de población. La densidad de población es máxima en los estratos inferiores (1 a 3), pero el volumen edificado alcanza sus máximos en los estratos intermedios (3 y 4). Finalmente, los barrios más pudientes (estratos 5 y 6) presentan una tipología característica de edificios en altura que se perciben como ámbitos de gran densidad edificada, aunque su volumen edificado en realidad igual o inferior a otras tipologías y sus valores de densidad poblacional sean mínimos. Este es un fenómeno que resulta fácilmente cuantificable en el caso colombiano, pero que se extiende por gran parte de América del Sur (véase Nobre, 2011 para el caso de São Paulo).
En un contexto urbano caracterizado por una alta interacción social, la disponibilidad de espacio para cada tipo de interacción (laboral, recreativa, social, familiar, íntima) resulta una cuestión crucial que se resuelve de distintas maneras. Los rituales sociales y los espacios en que tienen lugar se conforman mutuamente y por tanto resulta conflictivo aislar una variable como la densidad sin tomar en consideración el entorno social y cultural que la genera. No podemos profundizar en la dimensión antropológica que se abre con estas reflexiones, sino tan sólo mostrar dificultades específicas que atañen al cálculo de la densidad urbana en las ciudades actuales.
El espacio de la ciudad tradicional contenía un mayor diversidad social y funcional que el espacio que se ha definido desde la planificación urbana en las ciudades modernas. La segregación en el espacio urbano de las distintas funciones vitales del individuo, habitar, trabajar y recrearse, conforme a la limitada visión de la Carta de Atenas (Le Corbusier, 1942), ha sido un proceso consciente y voluntario para definir espacios diferenciados funcionalmente al interior de la ciudad. La almalgama de interacciones del espacio urbano tradicional se ha simplificado enormemente, y aunque tal simplificación no ha ido tan lejos como pretendía el urbanismo funcionalista, sí se han generado una serie de espacios de funcionalidad simplificada. Centros administrativos y de negocios, centros comerciales, áreas industriales, instalaciones deportivas, parques urbanos y metropolitanos, son espacios donde los individuos acuden con un propósito determinado durante un periodo de tiempo muy específico. De igual manera, los tejidos residenciales se han vaciado de gran parte de las funciones productivas y sociales que contenían tradicionalmente, e incluso al interior de la vivienda se han potenciado los espacios especializados y la intimidad de los individuos frente al grupo familiar. La vida cotidiana ya no está asociada a un único espacio sino que se distribuye en distintos espacios a lo largo del día, lo cual supone un problema a la hora de calcular la densidad, que se define como relación entre el espacio y su contenido.
La densidad de población se ha calculado tradicionalmente a partir del lugar de residencia de las personas, es decir, el lugar donde duermen y descansan, pero en las ciudades modernas, y especialmente en las grandes áreas metropolitanas este lugar cada vez nos dice menos de dónde pasan estas personas el resto del día (Bordreuil, 1995; Julien, 2000). La movilidad de las personas genera una multiplicidad de densidades, se puede hablar de una densidad asociada a la residencia, pero también a la actividad laboral, o a las actividades de ocio. Las personas se desplazan a lo largo del día o la semana por todo el espacio urbano o metropolitano generando densidades instantáneas y cambiantes, aspecto que se ha estudiado sobre todo desde el punto de vista de la congestión del tráfico (también dinámica) que generan todos estos desplazamientos.
Para cada tejido urbano se podrían calcular varios tipos de densidad. Sin salirnos de la cuantificación de personas (ya hemos visto que la edificación puede tener su propia densidad independiente incluso sin salirse de la misma función residencial), se pueden contabilizar el número de residentes, el número de empleados, o el número de visitantes de una determinada área. Son atributos independientes del área en cuestión y la forma como se combinen puede convertirse en un criterio de clasificación, por ejemplo, áreas con gran número de residentes pero pocos empleos, hasta áreas de gran concentración de empleos pero pocos residentes (Hernández et al., 1997), al tiempo que en otras áreas de la ciudad dedicadas al comercio o al ocio resulta más significativo el número de visitantes o usuarios de las instalaciones. En cualquier caso, resulta conflictivo intentar sumar todos estos elementos, de naturaleza diferente, bajo un mismo cálculo de densidad. Un centro de negocios puede presentar una baja densidad residencial que queda compensada por la gran afluencia de personas que acuden a trabajar o a hacer cualquier gestión en horario laboral. Sin embargo ambos atributos de densidad, son imprescindibles para entender el funcionamiento de dicho espacio: la alta concentración de personas en ciertos horarios, y su vaciamiento en otros, así como la distinta presión sobre la red de transporte que ocasionan estos flujos de personas con horarios tan semejantes.
Del mismo modo empieza a perfilarse el otro gran problema de las ciudades contemporáneas, no tanto la densidad de las distintas áreas particulares como la densidad de los flujos que se generan entre ellas. El debate actual en torno al transporte y la movilidad se articula menos en torno a las densidades que en torno a su distribución e interrelación al interior de la ciudad o del área metropolitana.
La ciudad se ha conceptualizado tradicionalmente como un elemento de alta densidad dentro del territorio rural menos denso que la rodea. En su proyecto de aprovechar el nuevo ensanche para reducir la densidad urbana, Ildefonso Cerdá hablaba de urbanizar el campo y ruralizar la ciudad (Soria, 1996), asociando la alta densidad a lo urbano y la baja densidad a lo rural, en tanto su propuesta contendría lo mejor de ambos mundos. El tratadista alemán Rudolph Eberstadt presta especial atención al tema de las distintas densidades dentro del recinto urbano (Eberstadt, 1893 y 1909, citado por Mancuso, 1978:77-78). Señalando el paralelismo entre densidad y rendimiento económico, y siguiendo el modelo concéntrico propuesto por Von Thünen (1876), propone una ley natural de la distribución de las densidades dentro de la ciudad, que sería máxima en el centro e iría decreciendo hacia la periferia. Sobre esta ley natural de carácter económico, se construye toda la teorización de la zonificación por densidad: en la regulación de la densidad edificatoria debe reconocerse y fomentarse una mayor intensidad de uso en el centro que vaya reduciéndose conforme nos alejamos del mismo. El esquema concéntrico también es planteado por Ernest W. Burgess (1925) como primer modelo teórico de la estructura social de la ciudad (Figura 13), donde la densidad sólo está presente de forma implícita a través de las distintas tipologías residenciales. Finalmente un estudio empírico sobre las densidades de población de diversas ciudades terminó dando soporte al esquema concéntrico (Clark, 1951), abriendo una línea de investigación que se prolonga hasta el presente (McDonald, 1986; Smith, 1997; Martori, 2010).
El estudio original de Colin Clark contenía un aspecto descriptivo y otro predictivo. Por una parte señalaba que la mayores densidades se encontraban en las inmediaciones del centro de negocios, aunque no en el propio centro, donde apenas había residentes, reduciéndose con la distancia; también añadía un aspecto temporal: con el tiempo y su expansión, las ciudades veían a reducirse las densidades interiores y aumentar las densidades exteriores. Por otra parte, los valores de densidad se podían adscribir a una función matemática sencilla (density function, función o gradiente de densidad), lo que permitía prever las densidades de áreas sin datos conocidos, o prever el comportamiento global de una ciudad a partir de datos incompletos. En realidad, su método había consistido en cruzar datos de población obtenidos de diversas fuentes con sus respectivas distancias al centro de negocio, para posteriormente asociar dichos datos discretos a una función continua, aprovechando las regularidades dentro de cada ciudad y del conjunto de ciudades analizadas. Los sucesivos estudios se han dedicado a confirmar y/o matizar las conclusiones de Clark, al tiempo que precisaban y consolidaban diversos aspectos metodológicos:
La utilización de más de una forma funcional y/o la comparación de resultados para diversas metrópolis se deben a McDonald & Bowman (1976), Kau & Lee, (1976a, 1976b), Zielinski (1979) y Anselin & Can (1986), Smith (1997), Wang y Zhou (1999), y Bunting, Filion & Priston (2002). McDonald y Bowman estiman diez formas funcionales con datos de dieciséis ciudades, y comparan los resultados con el error cuadrático medio, con el coeficiente de determinación, y con la predicción de la población total. Kau y Lee generalizan la forma funcional siguiendo la técnica de Box y Cox (1964), utilizando datos de cuarenta áreas metropolitanas. Zielinski utiliza el coeficiente de determinación para evaluar diez formas funcionales, estimadas para siete ciudades.
Martori, 2010
Esta frondosa rama de literatura científica no se asocia tanto a los estudios geográficos como a los económicos, es decir, son economistas quienes profundizan y perfeccionan este modelo de análisis conforme a los parámetros y las teorías de su disciplina. La principal característica de estos estudios es que manejan una concepción abstracta e idealizada del espacio, reducido a una sola variable, la distancia respecto al centro, que implica necesariamente un esquema concéntrico. Como consecuencia, el resultado de estos estudios se ajusta mejor a la teoría económica que a la realidad espacial urbana. Precisamente por ello resultan de gran interés para entender las dificultades metodológicas del cálculo de la densidad urbana y las consecuencia de un enfoque equivocado. Ilustraremos esta cuestión con dos ejemplos: las áreas urbanas de Madrid (España) y las tres principales ciudades de Colombia (Bogotá, Medellín y Cali).
El área urbana de Madrid responde al modelo clásico de expansión urbana a partir de un núcleo central. La Figura 14 muestra su análisis en términos de gradiente de densidad para los años 2001 y 2007 (Martori, 2010), confirmando en gran medida las previsiones de Clark. La densidad es máxima en el entorno inmediato al centro, y desciende hacia la periferia siguiendo una función logarítmica. Tan sólo se aparta en un aspecto menor: aunque el crecimiento urbano en el periodo estudiado ocasiona fundamentalmente un aumento de la densidad en el anillo más externo de la urbe, no se produce el previsto descenso de densidad del área más próxima al centro,[9] lo que provoca a su vez un cambio del tipo de función de densidad.
En la misma Figura 14 podemos observar la distribución más precisa de la densidad de población en cada sección censal, la misma unidad administrativa empleada en el anterior estudio. En ella tenemos un esquema mucho más complejo que el esquema concéntrico previo:
En el Cuadro 4 podemos observar los valores de densidad calculados para los principales municipios del área urbana (aquellos con población superior a 20.000 habitantes), ordenados en función de su densidad residencial (relación entre población total del municipio y superficie destinada a usos residenciales), que sería la mejor aproximación a un "estándar residencial". En estos datos podemos comprobar que los valores máximos de densidad no se dan en el municipio central, sino en municipios relativamente alejados del centro. Además, también se pueden caracterizar con mayor precisión los distintos ejes radiales que se identificaban visualmente en la Figura 14:
Elaboración propia a partir de Naredo & García Zaldívar, 2008
Distancia | Densidad* | ||||||
Municipio | Sector | (km) | Población | H/Smun | H/Surb | H/Sres | V/Sres |
Torrejón de Ardoz | E | 19,8 | 109.483 | 33,83 | 58,94 | 305,07 | 104,74 |
Alcorcón | S | 13,1 | 162.524 | 48,37 | 83,13 | 247,56 | 97,00 |
Fuenlabrada | S | 16,5 | 195.131 | 49,82 | 85,27 | 238,77 | 80,87 |
Madrid | -- | 0,0 | 3.155.359 | 52,19 | 86,66 | 226,66 | 104,00 |
Alcalá de Henares | E | 29,7 | 197.804 | 22,50 | 53,62 | 213,88 | 79,46 |
Móstoles | S | 17,4 | 204.463 | 45,50 | 102,83 | 206,62 | 76,11 |
S. Fernando/Henares | E | 14,6 | 39.966 | 10,29 | 25,05 | 204,47 | 78,92 |
Coslada | E | 11,8 | 82.894 | 68,79 | 73,28 | 194,62 | 72,75 |
Leganés | S | 10,9 | 181.248 | 41,94 | 61,88 | 178,43 | 69,98 |
Getafe | S | 12,3 | 157.397 | 20,03 | 41,68 | 161,88 | 62,90 |
Pinto | S | 20,0 | 37.559 | 6,06 | 30,36 | 157,04 | 65,95 |
Parla | S | 21,2 | 91.024 | 36,44 | 87,72 | 139,22 | 64,57 |
Valdemoro | S | 25,2 | 44.136 | 6,88 | 27,69 | 103,33 | 53,04 |
Tres Cantos | N | 20,5 | 39.198 | 10,33 | 38,00 | 97,56 | 35,05 |
Arganda del Rey | SE | 24,9 | 41.411 | 5,16 | 18,79 | 86,80 | 36,05 |
Majadahonda | NO | 15,3 | 61.788 | 16,06 | 38,98 | 83,52 | 31,35 |
Alcobendas | N | 14,6 | 103.149 | 22,81 | 29,30 | 76,04 | 26,93 |
S. Sebastián/Reyes | N | 17,1 | 65.767 | 11,11 | 24,31 | 66,68 | 30,78 |
Aranjuez | S | 43,8 | 43.926 | 2,32 | 20,57 | 61,75 | 31,43 |
Rivas-Vaciamadrid | SE | 16,0 | 49.696 | 7,39 | 16,38 | 54,29 | 22,71 |
Collado Villalba | NO | 34,9 | 52.445 | 20,81 | 42,89 | 53,62 | 25,81 |
Colmenar Viejo | N | 28,0 | 39.579 | 2,16 | 14,17 | 51,96 | 23,84 |
Mejorada del Campo | SE | 18,4 | 20.245 | 11,29 | 24,46 | 47,10 | 18,15 |
Pozuelo de Alarcón | NO | 9,4 | 78.083 | 18,11 | 21,17 | 37,89 | 13,45 |
Las Rozas de Madrid | NO | 16,9 | 71.937 | 12,35 | 23,07 | 31,72 | 15,23 |
Villaviciosa de Odón | O | 18,8 | 24.963 | 3,66 | 16,03 | 29,50 | 13,19 |
Boadilla del Monte | NO | 15,7 | 35.588 | 7,51 | 15,55 | 23,34 | 9,39 |
Galapagar | NO | 31,2 | 29.218 | 4,48 | 16,08 | 20,94 | 11,15 |
(*) Habitantes y Viviendas por Hectárea. | |||||||
Smun | Superficie municipal | ||||||
Surb | Superficie urbanizada | ||||||
Sres | Superficie de uso residencial |
En conclusión, las dos descripciones del área metropolitana de Madrid que se han contrastado definen claramente un centro y una periferia, pero el gradiente de densidad sólo puede responder, por su propia definición, al modelo concéntrico de Burgess, 1925, mientras que la lectura del plano y las estadísticas municipales nos aproxima más al modelo sectorial propuesto por Homer Hoyt, 1939, donde cada uno de los ejes radiales responde a una situación socio-económica y funcional distinta (Figura 13).[10]
¿Cómo es posible obtener resultados tan dispares para un mismo objeto de estudio?
En realidad, la primera cuestión a señalar es que no se trata del mismo objeto de estudio. El gradiente de densidad hace abstracción del espacio, su interés reside en la distribución de la población en torno a un punto singular que es el centro de negocios de una ciudad, y para ello emplea la variable distancia. Dada una determinada población a una distancia dada, no tiene interés por saber si tal población se encuentra dispersa en un continuo suburbano, o concentrada en una ciudad satélite. Aunque por lo general se toman los datos a nivel de sección censal, con variaciones de densidad más o menos amplias entre ellas, en el posterior procesamiento se hace abstracción de las mismas y se combinan todos los valores en función exclusivamente de la distancia,[11] única variable de análisis, mientras que para salvar las discontinuidades presentes en los datos discretos y construir la función continua (y derivable) que exigen los modelos se acude a diversas herramientas matemáticas:
La mayoría de las aproximaciones están basadas en las secciones censales utilizando la densidad bruta como variable a explicar. El área de las secciones se toma como variable proxy del suelo residencial ...l método de estimación de los modelos de densidad que hemos presentado es el de Mínimos Cuadrados Ordinarios (MCO) con alguna excepción. En general, los trabajos se limitan a mostrar el valor de los estimadores y los contrastes de significación individuales, pero los modelos no son validados mediante los estadísticos habituales de contraste de normalidad de los residuos y contraste de la heteroscedasticidad. Tampoco se presentan medidas de evaluación de la capacidad predictiva, ni pruebas de error de especificación.
Martori, 2010
En estas formulaciones, el espacio queda reducido a una única dimensión, la distancia, que en última instancia se pretende trasladar a una estructura de costes. La economía espacial en sus formulaciones ortodoxas no estudia el espacio real (el espacio euclidiano en torno a la superficie terrestre estudiado por geógrafos o urbanistas, entre otros) más bien genera un espacio propio, una abstracción construida a partir de un conjunto de distancias generadoras de costes, que pueden coincidir más o menos con las distancias existentes en el espacio real. Por el contrario, un análisis del área metropolitana de Madrid desde la geografía o el urbanismo, cuyo objeto de estudio es el propio espacio, comienza por la identificación de áreas de naturaleza distinta (urbanos frente a no urbanos, muy densos frente a poco densos, etc.) y por su distribución relativa dentro del minúsculo sector de la superficie terrestre en estudio; sólo cuando cuenta con esta caracterización inicial pasa a buscar posibles factores y modelos explicativos. La disparidad de los resultados tiene, por tanto, su origen en la metodología empleada, y ésta en los objetivos de cada investigación.
Reducir la descripción de un área urbana a un gradiente de densidad implica opacar muchos matices y mitigar muchas discontinuidades que constituyen precisamente el foco de interés de los estudios geográficos o urbanísticos, pero a cambio puede ofrecer un esquema explicativo útil. El hecho de que la densidad alcance sus valores máximos en las partes centrales del área urbana y vaya descendiendo hacia la periferia forma, en última instancia, surge de la propia definición de ciudad, esto es, un elemento de mayor densidad que el territorio rural que la rodea. El gradiente de densidad, al desdibujar los accidentes geográficos e históricos que matizan el comportamiento de cada área urbana concreta, saca a relucir que la ciudad es tal y como la hemos definido. Sin embargo, que la transición del centro urbano al territorio rural sea una función continua y derivable es producto de la conceptualización subyacente y del método empleado para el análisis de los datos. No es posible discernir a partir de este modelo si las menores densidades de la periferia se deben a que los tejidos urbanos son menos densos o a que haya mayor proporción de terrenos sin urbanizar. Sin embargo resulta de relativo interés un aspecto aparentemente secundario de estos análisis: la evolución en el tiempo del modelo. Según los datos de Clark (1951), posteriormente confirmados por diversos trabajos, incluyendo el que aquí usamos de referente para Madrid (Martori, 2010), el crecimiento de la ciudad conlleva una reducción de la densidad en las áreas centrales y una densificación de las áreas periféricas, con una expansión de su límite exterior. De nuevo hay varias explicaciones posibles para este fenómeno, que se pueden observar en diverso grado en distintas ciudades.
La reducción de la densidad puede producirse por una terciarización de las áreas centrales, por su abandono como espacio residencial por las clases medias y altas, por la expulsión de las clases bajas en un proceso elitización o gentrificación, o por una obsolescencia de la edificación o las infraestructuras. Es significativo que esta pauta sea recurrente a pesar de las grandes divergencias observables en los procesos individuales; aunque también hay que señalar que en el caso concreto de Madrid, entre 2001 y 2007, como se comentó más arriba, no se produce tal reducción.
El aumento de la densidad en la periferia puede producirse por un aumento en la densidad de los tejidos periféricos, pero parece más probable que se deba a la incorporación de tejidos no urbanizados previamente. En todo caso, nos ofrece una cierta confirmación de la dinámica descentralizadora que acompaña la madurez de las ciudades (Schnore, 1957; Ingram, 1998). En cierto modo, resulta lógico que la mayor actividad inmobiliaria tenga lugar en el borde urbano, donde aún quedan grandes espacios disponibles, y que el centro urbano asuma cada vez un papel más adaptado a las características específicas que ha heredado del proceso histórico, ya sea concentración de patrimonio, diversidad de usos, disponibilidad de infraestructuras, u obsolescencia edilicia.
Las ciudades colombianas son un ejemplo de una distribución alternativa de la densidad de población dentro de un área urbana, representativos de las ciudades de países en vías de desarrollo, aunque también con características específicas propias. En las tres principales ciudades de Colombia es posible observar una pauta muy específica de distribución de las densidades de población (Figura 15): los valores máximos de densidad aparecen en ciertos sectores del borde urbano, mientras que la porción central de la ciudad ofrece una amplia zona de bajas densidades.[12]
Podríamos forzar el esquema del gradiente de densidad para encajarlo en este contexto, con una zona central de baja densidad especialmente grande y un descenso de la densidad un tanto brusco en el borde exterior de la ciudad, pero de nuevo resulta mucho más clarificador acudir a un modelo sectorial, y a un modelo específicamente desarrollado para describir las especificidades de las ciudades del Tercer Mundo (Ford, 1966, véase Figura 13). Las ciudades de los países menos desarrollados presentan una espacialidad específica donde se superponen estructuras económicas, sociales y políticas más o menos modernas reflejo de las complejas sociedades que albergan. Estas peculiaridades tienen un reflejo en términos de densidades urbanas que se vienen estudiando desde hace tiempo (Amato, 1970), pero que han tenido un nuevo desarrollo en las últimas décadas. Hay numerosos factores que intervienen en la reciente e intensa densificación de la periferia de las ciudades colombianas, que van desde las (escasas) inversiones en infraestructuras hasta el desarrollo de nuevos productos inmobiliarios, sin embargo parece que las dificultades en el transporte serían la principal causa que ha desalentado la suburbanización de las clases medias, mientras que una relativa seguridad jurídica ha fomentado la densificación de los barrios informales periféricos (Jiménez & Torres, 2014), reforzando ambos procesos la creación de un cinturón perimetral de altas densidades que sólo se ve interrumpido en aquellos sectores ocupados por las residencias más elitistas, y que contrasta con un relativo vacío suburbano.
En cualquier caso, la alta densidad de los sectores periféricos es el resultado de procesos de densificación muy distintos (Rincón, 2004). Encontramos áreas que son el resultado del crecimiento orgánico de barrios informales consolidados, y nuevos productos inmobiliarios para las clases medias consistentes en condominios o torres de gran altura (especialmente en Bogotá y Medellín, donde la presión de los precios inmobiliarios es mayor), a veces en áreas específicas de la ciudad, a veces conviviendo muy próximos unos a otros. Los valores de densidad nos dicen muy poco de estas realidades que se comportan de forma muy distinta en relación con el resto de la ciudad, por ejemplo, en el índice de motorización y la dependencia respecto del automóvil privado (muy bajos en el caso de los barrios informales, muy altos en los condominios de clase media).
En definitiva, la densidad es un indicador extremadamente simplificador que es preciso manejar con suma cautela. Hay que tomar conciencia de sus posibilidades y limitaciones, y adecuar el método de cálculo, especialmente en cuanto a la elección de las unidades de medida, al objeto del análisis.
[8]: Con el tiempo se va consolidando la edificación y llega a
alcanzar 3 o incluso 4 alturas, pero en este largo proceso casi siempre
llegan los servicios urbanos y se asciende a estrato 2.
[9]: Para explicar este pequeño desvío
hay que atender a detalles específicos del periodo analizado, en que la
intensa actividad inmobiliaria daba lugar a dos fenómenos demográficos
superpuestos: mientras los habitantes autóctonos efectivamente se
desplazaban desde el centro hacia la periferia del área urbana, su
localización central era ocupada a su vez por población inmigrante
recién llegada que hacía un uso más intenso del mismo patrimonio
residencial.
[10]: En cualquier caso, la complejidad de una ciudad
tan convencional como Madrid deja en evidencia la enorme simplificación
que supone cualquiera de estos modelos. Los traemos a colación en este
análisis para mostrar que determinados enfoques aún los mantienen
implícitos en su seno, a pesar de su aparente obsolescencia.
[11]: Un ejemplo que escapa a esta generalización sería
la combinación de gradiente de densidad y anisotropía direccional
empleada por Martínez & Martínez (2002) para delimitar el área
metropolitana de Valencia.
[12]: Aunque sólo se muestran los datos del
municipio central, en Bogotá el desarrollo metropolitano es muy
limitado (frente al gran tamaño del municipio central), mientras que en
Cali y Medellín viene a reforzar los esquemas del municipio central. En
la cuarta ciudad en tamaño del país, Barranquilla, no se observa tan
claramente este patrón, mientras que las ciudades medias ofrecen una
gran diversidad de situaciones.
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