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Al hablar del tamaño de una ciudad no solemos ser conscientes de las dificultades que entraña esta expresión. Intuitivamente calificamos las ciudades en las que vivimos o que conocemos como grandes o pequeñas a través de una serie de percepciones que, sin embargo, no fijan sus límites con una mínima precisión. ¿Hasta dónde llega la ciudad en la que vivimos? A pesar de que los límites legales y administrativos suelen estar definidos con precisión, nuestra propia percepción de lo urbano, de lo que es propio de la ciudad, nos indica que algunos espacios dentro de la ciudad carecen sin embargo de muchas de los atributos que caracterizan los espacios urbanos; al mismo tiempo, nos sorprendemos de los atributos urbanos que van adquiriendo espacios más allá de los límites administrativos de la ciudad.
Las dificultades que siente cualquier habitante de la ciudad contemporánea para distinguir con claridad lo que es urbano de lo que no lo es, ilustra perfectamente el reto que afrontamos al intentar delimitar con precisión las ciudades: hay criterios divergentes y a veces contradictorios entre sí. Además, como hemos visto anteriormente, el comportamiento de las periferias urbanas resulta crítico a la hora de realizar cualquier cálculo de densidad urbana, por lo que la inclusión o exclusión de las áreas de borde resulta una cuestión metodológica clave. En todo caso, para localizar los límites de un objeto resulta imprescindible tener claro, en primer lugar, su naturaleza, y gran parte de los problemas que encontramos al aplicar un método de delimitación residen en una inadecuada conceptualización de lo que denominamos ciudad o área urbana.
ciudad. (Del lat. civitas, -atis.)
- [f.] Conjunto de edificios y calles, regidos por un ayuntamiento, cuya población densa y numerosa se dedica por lo común a actividades no agrícolas.
- [f.] Lo urbano, en oposición a lo rural.
Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, 22a. edición
La definición que nos da el diccionario de uso corriente nos permite vislumbrar la diversidad de atributos que definen el concepto ingenuo de ciudad: una forma física («conjunto de edificios y calles»), una forma jurídica («regidos por un ayuntamiento») y una realidad demográfica («población numerosa»), geográfica («densa») y económica («actividades no agrícolas»), que además se opone a otra realidad («lo rural»). Todas estas cuestiones se podrían considerar de sentido común, es decir son compartidas por el común de las personas sin entrar a reflexionar en profundidad sobre su sentido último, incluso sus posibles contradicciones. El sentido común tiene un importante carácter pragmático, se adapta a la realidad inmediata y raras veces entra a analizar casos difusos, por el contrario sus esfuerzos se centran en definir arquetipos que permitan emitir juicios rápidos y útiles para las necesidades cotidianas. Sin embargo, para delimitar es imprescindible entrar a analizar los límites entre lo urbano y lo no urbano, especialmente allí donde sean menos claros; una delimitación precisa requiere definir los criterios de inclusión/exclusión en la categoría, y una delimitación que pretendamos extrapolable a otros contextos probablemente requiera un cierto grado de abstracción.
La necesidad de una delimitación precisa surge del ámbito administrativo. En nuestro contexto jurídico, la entidad urbana debe estar claramente definida espacialmente, pues hay normas distintas que aplicar según la naturaleza (urbana o no) de cada espacio. Las reglas a aplicar para la realización de esta delimitación pueden ser absolutamente contextuales, ya que se trata de resolver una problema muy concreto (por lo general las situaciones complejas se resuelven mediante mecanismos ad hoc), pero en ningún caso deberían ser ambiguas. En este sentido, Naciones Unidas, al presentar sus estadísticas sobre población urbana, define ésta como aquella que reside en áreas urbanas, y éstas a su vez se definen según los criterios de cada país (UNSTAT, 2003) que difieren, y mucho, tanto en sus aspectos cuantitativos como cualitativos (Capel, 1975; UNSTAT, 2010). Como consecuencia, se están agrupando como urbanas áreas muy diversas, al tiempo que dentro de estas áreas también se abstraen las diferencias que pueda haber entre las distintas poblaciones que la habitan. La precisión de la matemática, de la delimitación de las áreas y de la contabilidad de las personas, en este caso, se construye a partir de una imprecisión conceptual, calificando como blanco o negro toda una gama de grises (Jiménez, 2012a).
Desde un punto de vista académico, especialmente cuando hay pretensiones de generalidad, no es tan relevante el resultado mismo de la delimitación como el precedimiento para llevarla a cabo, es decir, bajo qué criterios definimos lo urbano y cómo se aplican dichos criterios en todo tipo de contextos. En este caso resulta imprescindible partir de una claridad conceptual: ¿cuáles son los atributos de lo urbano? ¿son todos ellos imprescindibles para definir un espacio como urbano? ¿cómo calificar los espacios que cuentan sólo con algunos de estos atributos? Y, en definitiva, ¿qué nos dice esta posible calificación/clasificación sobre las características concretas de cada espacio?
No sólo no pensamos en las reglas de utilización --definiciones, etc.-- mientras estamos usando el lenguaje, sino que, cuando se nos pide que indiquemos tales reglas, en la mayoría de los casos no somos capaces de hacerlo. Somos incapaces de delimitar claramente los conceptos que utilizamos; y no porque no conozcamos su verdadera definición, sino porque no hay definición verdadera en ellos.
Wittgenstein, 1934:55
El primer problema que nos encontramos al intentar dar con una definición universal de ciudad es la propia diversidad de ciudades, pues nuestra definición ha de abarcar no sólo el conjunto de las ciudades actuales, sino también todas las ciudades del pasado. Desde un punto de vista histórico, es evidente que los cambios culturales, sociales, políticos, económicos y técnicos han influido notablemente en la naturaleza de las ciudades. El recorrido que realiza Lewis Mumford (1961) por la historia de las ciudades occidentales nos muestra algunos de estos cambios, y las dificultades que plantea abarcarlas todas ellas bajo una misma definición. Mumford se encuentra muy temprano con una aparente paradoja: al tiempo que considera ciudad y civilización como dos realidades inseparables, observa la ausencia de ciudades en una de las primeras civilizaciones, el antiguo Egipto. Para mantener su hipótesis debe plantear una forma peculiar de urbanización, una ciudad continua a lo largo de las orillas del Nilo, dispersa y de baja densidad, pero que cuenta con el desierto como muralla defensiva. También la Atenas clásica presenta dificultades: desde una perspectiva contemporánea, su arquitectura y urbanismo se corresponderían más con un precario caserío semi-rural que con la poderosa ciudad que fundó un imperio marítimo y las bases de la democracia y la filosofía europeas. Incluso los casos más prototípicos de las ciudades de la antigüedad helenística (incluyendo la Roma imperial) o de las ciudad medievales, difieren considerablemente entre sí en cuanto a su organización política y económica. Para salvar esta diversidad, Mumford debe acudir a una definición que se abstrae de la forma y se centra en la función:
Más que una masa de estructuras, la ciudad es un complejo de funciones interrelacionadas y en constante interacción; no sólo una concentración de poder sino una polarización de la cultura.
Mumford, 1961:109
Este ejemplo nos ilustra sobre las dificultades que nos encontramos igualmente al intentar conceptualizar la realidad urbana contemporánea. Nuestras ciudades tienen, cada una, su propia historia y han cambiado en mayor o menor medida también en función de su exposición a las tendencias globales. Nos encontramos con pequeñas ciudades de provincia que siguen ejerciendo el papel de cabeza administrátiva y comercial de comarcas netamente rurales, otras que han crecido hasta tamaños descomunales, mutando a nuevas formas de urbanización, y otras que sin crecer tanto, se han visto envueltas o absorbidas por el crecimiento de ciudades vecinas. Ciudades que se han subido a cada nueva ola de innovación técnica, otras que se han hiper-especializado, otras que parecen haberse quedado estancadas bajo una lenta e inexorable decadencia. Y todo ello dejando huella en términos de patrimonio urbano o arquitectónico, tradiciones culturales, estructuras políticas y sociales, que han llegado al presente en mayor o menor medida, conviviendo con las transformaciones más recientes.
La ciudad como tal no existe más que por contraste con una vida inferior a la suya; es una regla que no admite excepciones, ningún privilegio puede sustituirla. No hay una ciudad, por pequeña que sea, que no tenga sus pueblos, su parte de vida rural anexionada, que no imponga a su «campiña» las comodidades de su mercado, el uso de sus tiendas, de sus pesos y medidas, de sus prestamistas, de sus juristas, e incluso de sus distracciones. Para ser, necesita dominar un espacio, aunque sea minúsculo.
Braudel, 1979a:420-421
La ciudad existe en tanto que hay una no ciudad que la rodea, creada por ella misma con tanta o más precisión que el espacio central, la ciudad negada, periferia, borde, alfoz, suburbano, arrabal o extramuros. La línea que separa estos dos espacios señalando el «hasta dónde» y «desde dónde» de sus normas, leyes y ordenanzas, resume mejor que ningún otro elemento la idea de ciudad deseada, al excluir o rechazar de forma expresa lo que en cada momento ...se considera como no ciudad.
Gavira, 1996:44
La dualidad campo/ciudad estaba asociada, como toda formación espacial, a determinadas estructuras sociales y a coyunturas históricas concretas. Aquellas coyunturas han desaparecido y continuar utilizando esta dualidad como categoría de descripción y análisis es un anacronismo.
Nel·lo, 1998:48
La ciudad surge como una realidad distinta y con características específicas que la diferencian del entorno, que pasa a englobarse, por oposición, en una nueva categoría: lo rural. (Si resulta complicado definir lo urbano, mucho más lo es intentar definir lo rural, con toda su diversidad.) Es normal que una civilización tan marcada, incluso definida, por la urbanización enfatice esta distinción entre lo urbano y lo que no lo es. Sin embargo, esta oposición tan nítida oscurece una realidad mucho más diversa al interior de cada categoría. Lo urbano se define por un conjunto de atributos diversos (como vimos arriba) que incluyen aspectos materiales, sociales, políticos y económicos; automáticamente lo rural se define por la ausencia de estas propiedades. Sin embargo, al ser un conjunto heterogéneo de atributos, resulta posible, cuando no habitual, que determinados espacios presenten sólo algunos de ellos, y que además lo hagan con intensidades variables. Más que dos realidades concretas, lo rural y lo urbano se corresponden con dos estados ideales (en el sentido de Max Weber) que tal vez sirvan para describir dos polos extremos, pero difícilmente las situaciones intermedias, que mostrarían en mayor o menor medida atributos de ambos, formando un continuum urbano-rural (Sorokin & Zimmerman, 1929) donde la frontera entre lo urbano y lo rural sólo puede esbozarse de forma borrosa, o delinearse de forma arbitraria.
Al intentar formalizar una definición de lo urbano nos vemos obligados a partir de un conjunto de entidades reconocidas como tales y seleccionar los atributos específicos que las hacen urbanas (o las distinguen de lo rural). Sin embargo, como vimos en el caso de la revisión histórica de Mumford, o como veremos a continuación con una revisión de las formas urbanas contemporáneas, es posible que no haya ningún atributo que por sí mismo permita acotar con precisión el concepto (por estar presente en todos los ejemplares de lo urbano), sino un conjunto de atributos compartidos y combinados de distinta forma en cada ejemplar (una semejanza de familia en la denominación de Wittgenstein). En este sentido podemos definir el grado de urbanidad de un espacio en función del número de atributos presentes, o jerarquizar dichos atributos y decidir que algunos de ellos son imprescindibles para definir lo urbano y obtener una delimitación precisa.
En cualquier caso, estas dificultades definitorias se han hecho patentes recientemente. En el pasado, se podía discutir sobre el carácter más o menos urbano de una aglomeración (o sobre las características específicas de su urbanidad), pero casi nunca sobre sus límites espaciales. Las ciudades eran espacios de proximidad y con frecuencia tenían una delimitación clara y precisa, a través de una muralla o de un recinto donde era de aplicación una normativa específica (legal, fiscal, política). Sin embargo las transformaciones que ha sufrido la forma urbana han desbordado sus límites espaciales, expandiéndose de forma controlada y, lo que es más conflictivo en nuestro caso, contaminando de urbanidad las áreas rurales.
Las familias crean sus propias "ciudades" a partir de los destinos que realizan ... ... nueva ciudad es una ciudad a la carta. Está compuesta por tres tipos de redes superpuestas ... red de los hogares se compone de los lugares que forman parte de la vida familiar y personal ... red de consumo comprende los centros comerciales, hipermercados, lugares de ocio y quizás segunda residencia ... red de producción incluye los lugares de empleo de uno o ambos cónyuges y los ofertantes que esas empresas relacionan ...da una de esas redes tiene su propia lógica espacial.
Fishman, 1990, citado en Roca, 2003:18
Aquello que llamamos ciudad, tanto en la vida cotidiana como en el marco de las disciplinas académicas que se ocupan de la realidad urbana, se ha visto transformado profundamente, no sólo en los últimos siglos (a raíz de la Revolución Industrial), sino también en las últimas décadas. Primeramente rompió el recinto que solía separarla del territorio circundante y creció hasta una escala pocas veces imaginada; aún así, durante muchas décadas siguió teniendo una continuidad física que, sin embargo, parece haber perdido en las últimas décadas del siglo XX. ¿Hasta dónde llega la ciudad? No es fácil decirlo, entre otras cosas, porque su tradicional definición parece haber dejado de hacer referencia a la realidad que seguimos llamando (tal vez con obstinación) ciudad:
Pienso que es importante reconceptualizar la cuestión urbana no como un problema de estudiar unas entidades casi naturales, llámense ciudades, suburbios, zonas rurales o lo que sea, sino como algo de esencial importancia en el estudio de procesos sociales que producen y reproducen espaciotemporalidades que son a menudo de tipo radicalmente nuevo y distinto.
Harvey, 1996:53
Patrick Geddes (1915) fue uno de los primeros en señalar que las tradicionales ciudades habían sido transformadas de forma profunda por la revolución industrial. Su crecimiento no sólo había desbordado sus límites tradicionales, sino que había provocado la fusión de ciudades en una nueva realidad, que denominó conurbación, donde desaparecía cualquier separación rural entre ciudades bajo la apariencia de un continuo urbano. Esta nueva forma no tenía nada que ver con las ciudades clásicas nacidas de la unión de asentamientos agrícolas (como la propia Roma), que generaban un nuevo recinto incorporando los recintos de cado uno de los asentamientos previos, pues lo característico del caso era precisamente la ausencia de recinto, de límites reconocibles entre las antiguas ciudades, y entre la conurbación y el espacio circundante, así como la ausencia, en la mayoría de los casos, de una entidad jurídica encargada de la gobernanza de la nueva realidad urbana. Lewis Mumford (1938) siguió el camino delineado por su maestro Geddes y procedió a describir los mecanismos que hacían posible este crecimiento que él consideraba monstruoso: una organización burocrática capitalista que permitía la captación de recursos del resto del mundo para alimentar a la megalópolis y que un severo autoritarismo para mantener el orden interno. Ambos autores toman claro partido contra estas nuevas formas urbanas y sus consecuencias negativas, ecológicas y sociales, sin embargo poco a poco se irá asumiendo el contenido descriptivo despojándolo de la crítica. Jean Gottman (1957) habla de megalópolis en términos completamente neutros para describir el continuo urbano generado en la región nororiental de Estados Unidos, que va desde Boston al note, hasta Washington al sur, incluyendo Nueva York y Filadelfia entre otras numerosas metrópolis menores, una conurbación con una longitud total de unos mil kilómetros y una población total de 30 millones (con cifras de 1950). Desde entonces se ha popularizado la denominación para referirse a grandes extensiones urbanizadas donde las ciudades originales se desdibujan dentro de una gran mancha urbana.
En la década de 1970 se constató un cambio en los patrones de crecimiento demográfico de las grandes áreas urbanas de los Estados Unidos, por el que el mayor crecimiento se había desplazado desde las grandes áreas metropolitanas hacia otras áreas periféricas, lo que se denominó proceso de contraurbanización (Berry, 1976). Hubo a partir de ese momento cierta controversia sobre el significado exacto del concepto y el alcance real del proceso que ese estaba dando (Arroyo, 2001). ¿En qué medida este crecimiento suponía un nuevo tipo de urbanización, o el simple crecimiento de las tradicionales áreas metropolitanas más allá de los límites reconocidos? En paralelo en Francia empezaba a hablarse de "rururbanización" (Bauer & Roux, 1976) para describir la progresiva incorporación de atributos y habitantes urbanos a las áreas rurales, dificultando más aún la diferenciación y delimitación de los nuevos suburbios, que no sólo se construyen sobre los territorios rurales, sino que cada vez más se integran en los mismos. Finalmente, a la descentralización de las personas también le ha seguido la descentralización de los empleos, los equipamientos y otros elementos típicamente urbanos. Esta ciudad periférica (que podría ser la edge city de Garreau, 1991 la hyperville de Corboz, 1994 o la metápolis de Ascher, 1995) no se constituye como un nuevo centro en la periferia, sino como una oferta dispersa de servicios, accesibles a través de la red de autopistas, que permiten al habitante del suburbio evitar por completo los centros urbanos. Se trata de una ciudad reticular (Dematteis, 1991), que no se organiza tanto en torno a un centro como en forma de red, ya sea jerárquica, multipolar o incluso equipotencial, conduciendo a una creciente indiferencia locacional.
Estas nuevas realidades urbanas presentan diferencias significativas respecto de las ciudades tradicionales. Se ha hablado de una ciudad dispersa (Monclús, 1998; Font, 2007), pues los elementos que antes se concentraban en un único espacio acotado ahora se distribuyen de forma discontinua por un territorio mayor; o de una ciudad difusa (Indovina, 1990), pues los atributos de lo urbano ya no se encuentran concentrados sino difuminados (no por ello ausentes) en el conjunto del territorio; o de una ciudad de baja densidad (Indovina, 2007), en contraste con la alta densidad de las ciudades tradicionales.
También se habla de regiones urbanas o de ciudades-región para referirse a estos territorios que, más que situarse bajo el influjo de un potente foco de urbanidad, han incorporado la urbanidad como característica propia, aunque sigan existiendo espacios naturales o agrarios en su seno. Esta nueva realidad no implica tan sólo un cambio cuantitativo, sino cualitativo, que Ramón Margalef (2005:218) describe como una «inversión de la topología de la naturaleza humana», por la que los espacios altamente antropizados (urbanizados) adquieren la forma de una red continua, quedando convertidas el resto de las áreas (rurales, naturales) en meros residuos intersticiales. Este proceso también se ha descrito como proceso cancerígeno, caracterizado por «el crecimiento rápido e incontrolado, la indiferenciación de las células malignas, la metástasis en diferentes lugares, y la invasión y destrucción de los tejidos adyacentes» (Naredo, 2004). En estos nuevos espacios resulta más difícil identificar y acotar las áreas urbanas que aquellas que no lo son (y constituyen una anomalía), lo que añade dificultades a nuestro objetivo de delimitación.
Los flujos siempre han estado presentes en las ciudades, de hecho forman parte de su naturaleza. Ya sea como lugar de encuentro, de intercambio, de comercio a larga distancia o de control político sobre otros territorios, las ciudades siempre se han construido sobre una serie de flujos y unas redes que los hacían posibles. El crecimiento desbordado de las ciudades industriales sólo puede sustentarse sobre un eficaz sistema de transporte que traslada mercancías y personas desde y hacia lugares cada vez más lejanos con un coste relativo cada vez menor (Mumford, 1938). Estas son las redes que conectan las ciudades con el exterior y que permiten una acumulación en éstas de personas y riquezas cada vez mayores gracias al control de territorios también crecientes. En todo caso, a pesar de su perfeccionamiento técnico, estas redes no constituyen ninguna novedad cualitativa a la ciudad, al margen de facilitar su crecimiento. El cambio cualitativo lo constituyen las redes técnicas urbanas que se hacen necesarias para el funcionamiento de áreas urbanas tan extensas; temas como la distribución de agua, energía, mercancías y personas en el interior de las ciudades, así como la evacuación de todo tipo de residuos hacia el exterior, se convierten en enormes problemas que sólo pueden resolverse con soluciones técnicas cada vez más complejas. La red viaria debe adaptarse a un tráfico creciente en volumen y velocidad, es preciso crear infraestructuras específicas para la distribución de agua y energía, así como para la evacuación de residuos, especialmente las aguas residuales. Todo ello se realiza con un enorme costo, pero da como resultado una serie de servicios y elementos de confort que pasan a caracterizar la vida urbana y a convertirse en referente de las aspiraciones de toda la población, no sólo urbana. Este cambio es transcendental porque lo urbano deja de identificarse con el aire de libertad para pasar a hacerlo con el agua corriente y la electricidad.
De esta forma, el estallido de las ciudades está íntimamente ligado a la extensión de las redes urbanas:
Aparece así el carácter absolutamente inédito del acceso generalizado a las redes. ¿Hay que decir todavía redes urbanas? La electricidad, el gas, el automóvil, el teléfono, a los que hay que añadir la televisión, hicieron estallar los límites, en principio urbanos, de las redes técnicas, al acentuar la impresión de servicio para todos.La significación social del fenómeno es de un orden distinto al del suministro técnico de un simple servicio local. La significación territorial es, también, profundamente diferente, a causa de la generalización fuera del perímetro urbano tradicional. Las redes técnicas urbanas se han convertido en redes que participan de nuevas implicaciones sociales y de nuevas territorialidades.
Dupuy, 1991:53
Lo urbano, liberado de las restricciones jurídicas por el Estado liberal y de la proximidad impuesta por las limitaciones técnicas, puede crecer en cualquier lugar del territorio, con la única condición de cumplir unos mínimos requisitos de habitabilidad, o de urbanización. Esta nueva urbanidad reticular presenta dificultades claras a efectos de delimitación: cualquier punto del territorio puede convertirse fácilmente en urbano simplemente con conectarse a las redes, que suelen tener una huella territorial, pero no necesariamente proporcional a su relevancia. En cualquier caso, aunque todos los espacios del territorio conectado cuenten con el potencial de convertirse en urbanos, ¿cuántos de ellos realmente lo son? ¿qué criterios podemos utilizar? ¿estos criterios deben referirse a los atributos de las redes o a los de las áreas a las que sirven?
Otro problema derivado de la urbanidad reticular reside en la discontinuidad de las áreas urbanas, unidas tan sólo por la infraestructura de la red, dando lugar a bolsas urbanas aparentemente asiladas, aunque conectadas a través de redes invisibles. De esta forma cada vez es más difícil identificar el territorio urbano a partir de la exploración visual de un mapa, pues aunque puedan reconocerse las áreas casi nunca son visibles los flujos que las conectan.
Sin embargo, con este nuevo concepto de lo urbano, asociado a las infraestructuras físicas más que a una realidad social o jurídica, surgen nuevas dificultades: al igual que pueden surgir espacios conectados en cualquier lugar del territorio, también quedan espacios desconectados y, sobre todo, poblaciones desconectadas (Illich, 1973). Hay un aspecto fundamental que se ha dejado a menudo de lado, generalmente por una excesiva fe en el progreso: los elevados costes de estas infraestructuras. Las soluciones técnicas complejas suelen requerir altas inversiones en energía y capital tanto para su construcción como para su funcionamiento; estos costes son tales que la generalización de las redes urbanas sólo ha podido realizarse a través de los subsidios públicos, y esto sólo en aquellos países que contaban con cierta holgura financiera. De esta forma, el acceso a la urbanización y a la renta quedan asociados, y de igual manera la distribución geográfica de ambas.
Estos elevados costes son la causa de que las grandes urbes del Tercer Mundo presenten un despliegue bastante limitado de estes redes técnicas. La urbanización en estos países produce una gran concentración de población en áreas que llamamos urbanas pero que comparten pocas similitudes con las áreas urbanas de los países centrales que hemos descrito anteriormente. Si habíamos establecido el acceso a las redes técnicas urbanas como criterio básico de adscripción a la urbanización, en las ciudades del sur la mayor parte de la población urbana quedaría fuera. Si queremos considerar como urbanas a estas ciudades es preciso buscar otro criterio.
Así pues, lo urbano es una forma pura: el punto de encuentro, el lugar de una congregación, la simultaneidad. Esta forma no tiene ningún contenido específico, sin embargo, todo se acomoda y vive en ella. Es una abstracción, pero contrariamente a una entidad metafísica, es una abstracción concreta, ligada a la práctica.
Lefebvre, 1970:124-125
Durante mucho tiempo lo urbano fue meramente lo propio de la ciudad, y ésta se definía por oposición al resto del territorio, ya fuese en términos políticos, económicos, sociales o culturales. Era, por supuesto, una cuestión abierta, una indefinición que requería una respuesta en positivo. ¿Por qué se caracteriza la vida urbana? En el último siglo ha habido numerosos intentos de definición desde lo social (Simmel, 1903; Wirth, 1938, Jacobs, 1961; Lefebvre, 1968 y 1970; Sennet, 1974); aunque con diversos matices y divergencias, todas estas definiciones tienen una semejanza de familia, una serie de aspectos compartidos: lo urbano como espacio de encuentro, de diversidad, de conflicto y negociación entre el individuo y la sociedad, un espacio que combina la socialización con la individualidad. Si observamos las ciudades del tercer mundo podremos ver muchas de estas características en espacios que, por otra parte, apenas cuentan con ninguna de las comodidades de la vida urbana (y sí muchos de sus inconvenientes). Los desplazados acuden a las ciudades, pero allí les esperan unas condiciones de vida en ocasiones más duras que las que dejan atrás; lo que buscan es esperanza, expectativas de mejorar su situación, si no de forma inmediata, al menos a medio plazo. Desde luego en la dinámica económica en que se desenvuelven sus territorios, hay más oportunidades en las áreas centrales que en las periféricas; incluso en éstas puede ser mayor la posibilidad de dar un salto más hacia el centro, hacia los países centrales. Aún así, en la mayoría de los casos la situación material es pésima y para sobrevivir y prosperar en este entorno hostil resultan fundamentales los contactos, las redes sociales informales que cada individuo teje sobre la base de la familia y los paisanos, pero que se extienden más allá:
Las relaciones sociales resultan cruciales para la supervivencia en estas ciudades. La obtención de vivienda y de trabajo depende del desarrollo de una red social eficaz. De hecho, la característica más sorprendente del pobre urbano es el activismo que manifiesta ante condiciones que aparentemente son desesperanzadoras.
Roberts, 1978:240
Paradójicamente, la ausencia de urbanización y la escasez de oportunidades económicas convierte en imprescindibles los aspectos más genuinos de la sociabilidad urbana. De esta forma, mientras en los países ricos se trasluce una preocupación por la desaparición de la sociabilidad (Sennet, 1970; Putnam, 1995), los países pobres, y específicamente las áreas más vulnerables de sus ciudades, exhiben una riqueza en iniciativas comunitarias y participativas que pocas veces son bienvenidas por las instituciones a cargo de la gestión de la ciudad. Como indica David Harvey (1973), los ricos tienen un control sobre el espacio, a través de los recursos que controlan y de las instituciones que manejan, del que carecen por completo los más pobres; el control sobre sus condiciones materiales de vida lo realizan mediante diversos tipos de controles institucionalizados que van desde la zonificación (Mancuso, 1978) hasta la implantación de las redes urbanas, de las que son sus principales clientes (Dupuy, 1991). Las clases medias solventes, con un menor control sobre el espacio que habitan, al menos pueden trasladarse hacia otras áreas cuando ven degradarse las condiciones de su entorno. Los pobres, por el contrario, se encuentran atrapados en aquellos espacios que quedan disponibles, y no les queda otra opción para mejorar sus condiciones que buscar respuestas imaginativas que no requieran los costosos recursos que implican las soluciones normalizadas de las instituciones.
Cuando existe capacidad de compra y/o capacidad de influencia política, es posible pensar en soluciones individuales para los conflictos urbanos. La opción por la segregación, ya sea por medio de la zonificación o por medio del acceso diferencial a las redes, supone una ruptura del espacio de encuentro, de lo urbano. Aunque Dupuy (1991) insista en el antagonismo existente entre el urbanismo areolar de la zonificación funcionalista y el urbanismo reticular de las redes técnicas, queda patente que ambos mecanismos se complementan para imponer una segregación social, un desmantelamiento del espacio público y, como consecuencia, una descomposición de lo urbano. La sustitución de la proximidad por la conectividad que permiten las redes se lleva a cabo, al menos en parte, mediante una degradación del espacio público, que pierde sus propiedades como lugar de encuentro para convertirse en mero lugar de paso para el tráfico motorizado, hostil a cualquier otro uso. Hoy en día no sólo es posible sino habitual, residir en la ciudad sin pisar la calle, recorriendo en automóvil las distancias que van de un espacio privado a otro, reduciendo el contacto humano directo a aquellos que frecuentan los mismos espacios privados, a aquellos que son iguales. Internet y las redes sociales virtuales, que prometen reinstaurar la sociabilidad perdida en el espacio real y físico, no hacen más que seguir este mismo esquema, poniendo en contacto a personas iguales, con los mismos intereses, al margen de su localización geográfica; del mismo modo que la televisión o la radio, se convierten en un medio de hacer innecesario el espacio público como lugar de encuentro y sociabilidad, eliminando toda posibilidad de sorpresa y ofreciendo una seguridad basada en el aislamiento, igual que las denostadas áreas suburbanas (Sennet, 1970). El territorio percibido desde la lógica de las redes se conforma a través de una sucesión de no-lugares (Augé, 1992) caracterizados por un único uso posible, perfectamente normalizado en el correspondiente contrato, que no puede ser apropiado por el individuo, pero que ofrece una gran seguridad: basta con seguir las instrucciones para obtener el producto deseado.
El barrio no ha desaparecido como territorio para todas las actividades y para todas las personas que habitan en él. Encuestas y trabajos hechos en el marco de operaciones de desarrollo social muestran que existen cautivos del barrio (inmigrados, personas sin coche, ldots) para los que el pequeño centro comercial y los lugares que lo rodean constituyen el único espacio social, el único verdadero territorio más allá de la vivienda.
Dupuy, 1991:69
Lo urbano, en su sentido social y político, ha quedado limitado a sustitutivo de la urbanización para aquellos que no pueden permitírsela, igual que la economía informal es el sustitutivo de un empleo en el mercado laboral formal con sus seguros y demás servicios asistenciales asociados. Los campesinos aspiran a trasladarse a la ciudad igual que los habitantes de las favelas sueñan con las comodidades de los barrios ricos. Las ventajas materiales del despilfarrador estilo de vida de los ricos son incontestables; el único problema es que están basadas en la miseria ajena y, por su propia naturaleza, no pueden llegar más que a una minoría. Desde un punto de vista espacial, no resulta sorprendente que, a pesar del papel de las ciudades como nodos de poder y de acumulación imprescindibles para el funcionamiento del capitalismo global (Veltz, 1996; Storper, 1997), y su indiscutible poder de atracción, los ideales que mueven a la mayoría de la población son anti-urbanos, basados en un aislamiento hiper-tecnificado respecto del conflicto que necesariamente constituye el espacio público urbano (lugar de encuentro de lo diverso) en una sociedad tan desigual.
Esta ausencia de frontera determina que el ecosistema urbano tan sólo pueda ser definido, delimitado, en función de un gradiente de urbanización. Gradiente de intensidad de edificación, de extensión e influjo de las infraestructras de comunicación; gradiente de actividad y estructura económica, de movilidad de mercancías y de personas; gradiente, en suma, de artificialización del medio, así como de impacto ecológico.
Roca, 2003:30
La transformación de las formas tradicionales, tanto urbanas como rurales, y la creciente dificultad para trazar una frontera nítida entre ellas ha llevado a plantear la existencia de un gradiente que permita redibujar la frontera, aunque sea de forma borrosa, sin tener que renunciar a ambos conceptos. Sin embargo, las contradicciones existentes al interior de cada categoría dificultan el éxito de este planteamiento. En este sentido, el hecho de que ambos conceptos sean, en última instancia, atributos aplicables a un espacio o territorio, añade complejidad al análisis. Cuando encontramos un territorio que muestra características tanto urbanas como rurales, ¿nos encontramos simplemente ante una interfase entre territorios urbanos y territorios rurales puros, o ante una realidad distinta y nueva?
Siguiendo la teoría de los prototipos, enunciada en su forma clásica por Eleanor Rosch (1975 y 1978), podemos observar que las categorías urbano y rural no se definen a partir de una frontera nítida, sino a partir de un elemento focal que reúne un conjunto de propiedades que responden al ideal de la categoría. La adscripción del resto de elementos a una categoría se realiza por su semejanza a estos ejemplos ideales o prototipos. En ocasiones contamos con un elemento prototípico que sirve como ejemplo vivo de la categoría, aunque es más común que el prototipo resulte de un sumatorio de atributos que ningún elemento individual contiene en su totalidad.
Al intentar definir la categoría urbana acudimos a ejemplos históricos y contemporáneos y tratamos de extraer los elementos esenciales que cumplen todas las ciudades reconocidas como tales. Sin embargo, nos encontramos con serias dificultades: por una parte, la ciudad viene definida por un conjunto muy heterogéneo de atributos sociales, económicos, políticos, espaciales y físicos; por otra parte, de forma quizá más conflictiva, los distintos ejemplos parecen no cumplir estos requisitos de la misma forma. Son evidentes las enormes diferencias entre las grandes ciudades globales y las pequeñas ciudades agrícolas del Tercer Mundo, en términos económicos, sociales, políticos, espaciales, etc. al tiempo que también somos capaces de reconocer ciertas similitudes muy básicas y abstractas. Para incluir en la misma categoría a Nueva York y una ciudad anónima de la frontera agrícola de la Amazonía probablemente haya que recurrir a la definición funcional que proponía Lewis Mumford (1961): la ciudad como lugar de encuentro, ya sea de la élite financiera global, o de un puñado de colonos y aventureros del Amazonas. Sin embargo, la ciudad va más allá del ágora, para reconocer la extensión y los límites de la ciudad nos ayuda en muy poco conocer el foco central, necesitamos además definir las reglas de semejanza que deben cumplir los ámbitos periféricos para poder ser considerados parte de la ciudad.
Para definir el foco central de la categoría de lo urbano no disponemos de un prototipo, sino al menos dos: un prototipo socio-económico y otro fisico-espacial.
En origen, la ciudad se caracteriza, más que por sus edificios o sus calles, por las actividades que se realizan en su seno; ya sea centro religioso, mercado agrícola, o bolsa financiera, en torno a estas actividades atractoras surge una economía dedicada a proveer de productos y servicios especializados. La economía urbana se define como una economía especializada y enfocada hacia el mercado, frente a una economía rural generalista y sólo marginalmente interesada en el mercado. Este foco económico en la especialización otorga una creciente importancia al oficio y la habilidad individual; frente a la economía doméstica y comunal del mundo rural, los oficios especializados generan una nueva forma de organización social. La combinación de estos factores debilita la estructura del grupo familiar, que en el mundo rural tiende a organizarse de forma autárquica aprovechando las complementariedades de sus miembros, fomentando al creación de grupos sociales que basan su éxito económico en la especialización dentro de un mercado de mayor alcance. La sociedad urbana ofrece mayor margen de maniobra al individuo al generar una multiplicidad de redes sociales y económicas que compiten y se complementan entre sí, frente al totalitarismo de la sociedad rural y los grupos familiares. Finalmente, esta nueva sociedad genera nuevas formas de gobernarse a sí misma y, sobre todo, de relacionarse con su entorno, añadiendo una capa política a todo el entramado económico y social.
Las necesidades funcionales de la ciudad recién creada generan un espacio específico, que podríamos describir como denso y bullicioso, especialmente desde el punto de vista del habitante rural. Partiendo de la necesidad de poner en contacto a un gran número de personas y actividades, la forma urbana se ha caracterizado históricamente por la densidad. La estrecha calle-corredor parece la forma mínima de garantizar la circulación en tejidos cada vez más densos en edificación y en actividad, mientras que la plaza es la infraestructura necesaria para acoger a un flujo siempre cambiante de mercaderes, clientes o simples curiosos. De igual modo, las sucesivas transformaciones de estos espacios deben tener en cuenta el patrimonio previamente consolidado para ir adaptándolo a los nuevos usos y necesidades, incluyendo los requerimientos surgidos del propio crecimiento en tamaño y densidad de la ciudad.
Estas dos descripciones, que pueden parecer algo bucólicas y sin duda lo son, no responden tanto a la realidad de las ciudades como a la imagen idealizada que tenemos de ellas. Tanto la sociedad como el espacio urbano han cambiado sustancialmente en las últimas décadas, y en gran medida ya no los reconocemos en estas descripciones, sin embargo el principal problema es que ambos prototipos se han dislocado: la sociedad urbana ya no vive necesariamente en un espacio urbano, los espacios urbanos ya no acogen necesariamente a una sociedad urbana. Estos dos conjuntos de atributos, que originalmente tendían a coincidir en un único objeto fisico-espacial claramente delimitable, se han desdoblado en dos prototipos independientes, reclamando ambos la herencia de nuestra antigua percepción de lo urbano.
La fragmentación del espacio urbano y la especialización funcional de sus partes ha generado nuevos territorios que apenas tienen de urbano sus orígenes. Desde un punto de vista social y económico, los polígonos industriales de las periferias urbanas se parecen más a las tierras de labor que a los talleres de las ciudades pre-industriales: son espacios donde se acude a trabajar cada jornada, sin apenas vínculo alguno con el resto de la vida cotidiana y urbana de las personas. Sólo el grado de antropización del espacio físico y la tecnificación de los procesos productivos emparenta estos espacios con la ciudad y los separa de las tierras de cultivo que siempre existieron en la proximidad e incluso en el interior de la ciudad (Mumford, 1961). En cuanto a las zonas residenciales suburbanas, de nuevo podemos observar cambios profundos en la sociología de estos espacios (Sennet, 1974); en cierta medida la pérdida de la heterogeneidad social propia de los espacios urbanos retrotrae al espacio social rural, homogéneo y opresor, aunque no se pierda del todo el anonimato urbano, ni se recupere tampoco la tradicional solidaridad rural. El espacio suburbano también carece de ciertos atributos del espacio urbano, especialmente en lo que concierne a la densidad, la heterogeneidad de usos o la intensidad del uso del espacio público. ¿Podemos considerar el suburbio una forma degradada de espacio y sociedad urbana, o sería una realidad espacial y social nueva?
En cualquier caso, hay un argumento de peso para considerar que estos y otros espacios especializados siguen siendo urbanos. Aunque cada uno de ellos por separado conforma un espacio muy poco urbano, gracias a la movilidad de las personas todos ellos terminan integrándose en un único espacio vivencial que, en su conjunto, sí reúne todas las características tradicionales del espacio urbano. Sin embargo, hay que señalar que este argumento traslada los criterios desde los espacios hacia las personas: un espacio ya no será urbano tanto en función de sus propias características como del uso que hagan del mismo las personas. Este argumento, además, genera un nuevo conflicto: ¿cómo debemos catalogar los espacios rurales que forman parte de la vida cotidiana urbana de las personas?
Plantear la coexistencia de dos prototipos independientes asociados a lo urbano y sólo parcialmente solapados en el espacio, permite dotar de sentido a la plétora de conceptos y denominaciones de nuevos territorios urbanos y procesos de urbanización (urbanización dispersa, difusa, de baja densidad, suburbanización, contraurbanización, periurbanización, rururbanización, etc.) que se han multiplicado en la literatura (Vicente, 2003), en un esfuerzo clasificatorio que no necesariamente ha venido acompañado de la suficiente clarificación conceptual. Aceptar que forma urbana (el soporte o la infraestructura) y función urbana (el conjunto de actividades soportadas) se han independizado, al menos en parte, dificulta seguir aplicando la vieja dicotomía rural-urbano, pero a cambio permite entender las nuevas configuraciones territoriales como una combinatoria de distintos grados de urbanización y urbanidad, como podríamos denominar, siguiendo a Jean-Pierre Garnier (2014), a estos dos atributos ahora emancipados de la ciudad tradicional.
Por contra, la nueva naturaleza de lo urbano ha supuesto la pérdida de unos contornos precisos y unívocos, dificultando e incluso imposibilitando la delimitación de las áreas urbanas.
Resulta evidente que este cambio en la geometría de las áreas urbanas dificulta enormemente su delimitación, reduciendo al mínimo la utilidad de las tradicionales fronteras administrativas (Nel·lo, 1998). No se trata, en cualquier caso, de un problema sobrevenido por sorpresa, sino que ya se viene abordando desde la década de 1950 en aquellos países en que la suburbanización fue más precoz, específicamente Estados Unidos.
Josep Roca Cladera (2003) hace una revisión de los distintos criterios empleados para determinar los límites de las áreas urbanas, desde los más sencillos a los más sofisticados, con sus ventajas e inconvenientes. Sus conclusiones son en cierta medida desalentadoras: ninguno de los métodos o criterios disponibles es capaz de delimitar unívocamente las nuevas áreas urbanas, cualquier decisión al respecto resulta siempre convencional y presenta sus inconvenientes e imprecisiones, aunque apuesta decididamente por metodologías que asuman y valoren la nueva naturaleza del funcionamiento de las ciudades: la creciente importancia de los flujos y las redes frente a los lugares. A continuación analizaremos la evolución histórica de estos métodos, así como las reflexiones y trabajos en torno a esta cuestión, siguiendo el esquema planteado por este autor, para terminar con una revisión de los actuales procedimientos estandarizados a nivel internacional.
En la tradición occidental, ya sea la Antigüedad Clásica, la Edad Media o la Edad Moderna, la ciudad se definió principalmente a partir de un recinto que establecía los límites de un ámbito con significado religioso, simbólico, jurídico, fiscal o defensivo. Esta definición a partir de los límites convivía con una realidad urbana en términos de centro focal, atractor o irradiador, con un ámbito de extensión más o menos indefinida. Aunque el poder económico, político o religioso de una ciudad fuese mucho más allá de sus murallas, éstas seguían definiendo un estatuto jurídico, y dicho estatuto se situaba en el centro del concepto de ciudad y adscripción a la misma, esto es, ciudadanía.
Los cambios políticos y jurídicos surgidos de la Revolución Francesa hace tiempo que disolvieron gran parte de esta definición a partir del recinto, aunque aún encontramos remanentes en ciertos lugares, como por ejemplo en el planeamiento urbanístico. La pérdida de un estatuto jurídico propio, no ha implicado un debilitamiento de su papel como centro económico y cultural, más bien al contrario, pero ha supuesto una reconfiguración del papel de la delimitación administrativa. Además, las transformaciones físicas y espaciales (expansión, conurbación, suburbanización, etc.) ha dejado en gran medida obsoletas las divisiones administrativas del pasado.
La aplicación de nuevos criterios de delimitación responde a la necesidad de definir ámbitos espaciales más adaptados a las nuevas necesidades de análisis y gestión del territorio. Estas necesidades están relacionadas con la gestión y coordinación de infraestructuras y redes urbanas, cuyo alcance excede con frecuencia los límites administrativos tradicionales, o con el diseño de políticas específicas a la realidad de los distintos territorios. Y estas nuevas necesidades surgen con especial fuerza allí donde el esquema tradicional de urbanización se ha visto modificado más profundamente.
La delimitación tiene un carácter eminentemente práctico, por ello los criterios y procedimientos empleados para la misma se relacionan fundamentalmente con los objetivos perseguidos y con las herramientas y datos disponibles. Conforme van mejorándose la calidad de los datos y los instrumentos de análisis se van abriendo nuevos criterios y métodos más sofisticados.
Los criterios morfológicos son los más inmediatos, los más antiguos y también los más utilizados en la actualidad. Se basan en la tradición de definir la ciudad a partir del recinto dibujado sobre el terreno o sobre un mapa, aunque cambiando el sentido: ahora el recinto se traza no como proyección en el terreno de la ciudad planeada sino como constatación de lo que ya se reconoce como espacio urbano, a través de sus edificios e infraestructuras. Resultan adecuados allí donde la formas urbanas mantienen cierta similitud con las formas tradicionales, especialmente en términos de continuidad, y comenzaron a emplearse explícitamente en la definición de los Distritos Metropolitanos de Estados Unidos (1910) o de las Conurbaciones en Reino Unido (1951). También forman parte de las recomendaciones de Naciones Unidas, dirigidas especialmente a aquellos países que cuentan con una baja capacidad de producción de información estadística, y a nivel europeo se incorporaron a las metodologías empleadas por Eurostat a través del proyecto NUREC, 1994, y posteriormente se han adaptado para la definición de las Áreas Urbanas Morfológicas, de las que se hablará más adelante.
La demografía siempre ha sido una variable esencial para identificar las ciudades a partir del tamaño de los asentamientos, pero sólo ha podido emplearse para la delimitación de éstas cuando se ha perfeccionado la recogida de datos y, sobre todo, su referenciación geográfica. En Estados Unidos, a partir de los datos de densidad de población del Censo de 1940 se definieron los Distritos Metropolitanos, conformados por un núcleo central de alta población y densidad más aquellas divisiones contiguas que también cumplieran unos valores mínimos de población y densidad. Esta definición sólo se mantuvo vigente en Estados Unidos durante un periodo censal, pero ha tenido cierta proyección en Europa (Hall & Hay, 1980; Cheshire & Hay, 1986), donde se ha incorporado en varios proyectos continentales, como GEMACA (1996) o Urban Audit, y en la definición de las Áreas Urbanas Morfológicas.
A partir del Censo de 1950, Estados Unidos comienza a emplear variables socio-económicas para la definición de las Standard Metropolitan Areas (SMA), concretamente la composición del empleo, definiendo como urbanos aquellos distritos donde el empleo agrícola fuera inferior a un cierto umbral. Esta nueva definición permitió trazar un mapa completamente nuevo de la urbanización en Estados Unidos (Gibbs & Schnore, 1961) y el mundo (Hall, 1966), pero su periodo de vigencia fue muy corto por la crecientes dificultades para distinguir entre los distintos sectores productivos (por la creciente industrialización de la agricultura o la expansión de la industria agroalimentaria, entre otros) y la continua necesidad de recalcular los umbrales de la definición. En 1964 deja de emplearse como criterio único de definición de las áreas metropolitanas y en 1990 se abandona definitivamente.
La definición de las Standard Metropolitan Statistical Areas (SMSA) a partir de 1964, con datos del Censo de 1960, supone la incorporación de criterios funcionales, medidos a través de los flujos laborales de la población, sin abandonar totalmente los criterios previos. Previamente se había planteado la distancia al centro urbano como medida del grado de integración metropolitana (Bogue, 1949; Hawley, 1956), y tras la nueva definición propuesta por la Oficina del Censo de Estados Unidos sigue un intenso trabajo de conceptualización del espacio urbano definido a través, no de los elementos fijos en el territorio (edificios, infraestructuras), sino de los traslados de las personas.
Fox & Kumar (1965) proponen las Functional Economic Areas [Áreas Económicas Funcionales] definidas a partir de la extensión del mercado laboral de las ciudades centrales; Friedman & Miller (1965) hablan de campo urbano como aquel que se encuentra a una distancia de hasta 35 millas de la ciudad central, mientras que posteriormente se relativiza la distancia en función del tiempo de conducción (Friedman, 1968). Berry et al. (1968) realizan un análisis de los desplazamientos pendulares del censo 1960, observando que mientras que 66% de la población de Estados Unidos residía en áreas metropolitanas, esta cifra se elevaba hasta el 87% si se incluía su commuting area. Todas estas aproximaciones están conceptualizando el área urbana a partir del mercado laboral y de los desplazamientos diarios (Berry, 1973), o la auto-contención en un ámbito espacial de la oferta y la demanda de empleo (Smart, 1974; Hall & Hay, 1980), y en tales términos comienza a analizarse la metropolitanización y suburbanización del Europa Occidental (Hall & Hay, 1980; Chesire & Hay, 1986; Chesire, 1995). También Eurostat incorpora el concepto a través de las employment zones [zonas laborales] para las estadísticas urbanas a nivel de la Unión Europea.
Este recorrido implica una sofisticación conceptual, pero sobre todo una sofisticación de los instrumentos de medición, debido a la creciente importancia de las variables más difíciles de medir, las asociadas a la movilidad de la personas. En paralelo se realiza un intenso esfuerzo de coordinación y homologación metodológica en la recopilación y el procesamiento de los datos estadísticos, sobre todo en Europa a través de Eurostat, la entidad encargada de la información estadística de la Unión Europea, que se prolonga hasta la OCDE para incluir al conjunto de los países desarrollados. Sin embargo, las dificultades para obtener el mismo nivel de información en otros países implica que gran parte de los trabajos comparativos a nivel global tengan que realizarse con metodologías mucho más simples, acudiendo a fuentes de datos más homogéneas aunque sea a costa de la precisión, como las imágenes por satélite.
Al margen de las diferencias en los criterios específicos, la mayoría de los métodos descritos en la literatura se basan en los datos estadísticos disponibles (más o menos desagregados) y aplican un esquema común:
Nótese que este procedimiento encaja perfectamente con la definición de lo urbano en términos de semántica de prototipos que habíamos propuesto en el apartado anterior. La delimitación consiste en la aplicación de un procedimiento para evaluar el alcance espacial de ciertos atributos a partir de un foco central de referencia. Por supuesto, con cada método y con cada variable se suele obtener un resultado diferente, especialmente en el caso de las áreas urbanas más extensas y complejas. Esto no invalida el interés de las delimitaciones, más bien nos permite observar una realidad compleja desde distintas ópticas.
En todo caso hay que distinguir dos tipos de delimitaciones claramente diferenciadas: las de carácter más académico ofrecen un discurso teórico y metodológico más elaborado en tanto que una menor preocupación por los resultados concretos obtenidos, mientras que las realizadas desde las distintas administraciones centran sus preocupaciones por obtener unos resultados concretos y operativos subordinando a este fin pragmático la solidez metodológica.
Roca (2003) propone la ecología urbana como nuevo paradigma capaz de acabar con esta multiplicidad de resultados contradictorios, pero su propuesta no viene acompañada de una metodología para su aplicación. Una metodología realmente abarcadora de la dimensión ecológica de la ciudad es posible que nos llevara, en el contexto actual, a una respuesta inesperada por obvia: que el territorio ecológico de todas las ciudades del mundo termina solapándose y abarcando la práctica totalidad del planeta. Esta vía de investigación puede resultar muy atractiva desde el punto de vista intelectual, pero se desvía en exceso de los objetivos pragmáticos de la delimitación.
Desde 1950, la Oficina del Censo de Estados Unidos [US Bureau of the Census] viene proponiendo distintas metodologías para dar cuenta de la cambiante realidad urbana norteamericana. Con cada nuevo Censo se han venido proponiendo un conjunto de definiciones y procedimientos para agrupar de forma coherente las distintas unidades territoriales (US Bureau of the Census, 2010), sobre la presunción de que estas agrupaciones pueden servir para enfocar más adecuadamente las políticas públicas. Sus propuestas tienen un sentido fundamentalmente empírico y pragmático, aunque sus presupuestos conceptuales y metodológicos han alimentado gran parte de la reflexión académica de las últimas décadas en torno a la cuestión. En primer lugar hay que señalar que las propuestas de la Oficina del Censo se dirigen específicamente a la realidad territorial y administrativa de Estados Unidos, considerablemente homogénea, y que cuando se incumple dicha homogeneidad, como en el caso de Nueva Inglaterra, con un sistema de asentamientos mucho más jerarquizado herencia de la época colonial, no tiene ningún reparo en proponer un método alternativo adaptado a dicha realidad territorial.
La Oficina del Censo plantea métodos diferenciados para distinguir áreas rurales y urbanas (US Bureau of the Census, 2012a), por una parte, y para definir las áreas metropolitanas (US Bureau of the Census, 2012b). Así un área metropolitana puede incluir áreas tanto urbanas como rurales (US Office of Management and Budget, 2010), mientras que un área urbana puede no pertener a ningún área metropolitana. La distinción entre lo urbano y lo rural se realiza mediante criterios demográficos y morfológicos mientras que la definición de área metropolitana tiene una base fundamentalmente funcional, aunque se define siempre a partir de un núcleo urbano. Finalmente se definen las áreas "micropolitanas" como aquellas que cumplen todos los requisitos para ser áreas metropolitanas excepto el tamaño demográfico.
La realidad urbana en Europa en mucho más diversa que en Estados Unidos, y también lo es la organización administrativa territorial y política, así como la recopilación de datos estadísticos. En este caso, el agente clave es Eurostat, la oficina estadística de la Unión Europea, que forma parte de la Comisión Europea, y cuya tarea consiste en proporcionar estadísticas armonizadas para todo el territorio europeo que permitan la comparación entre países y regiones. A lo largo de las últimas décadas se han sucedido diversos proyectos de investigación coordinados desde Eurostat con la finalidad de fijar una metodología de delimitación de áreas urbanas, entre los que cabe destacar NUREC (1994) y GEMACA (1996) como antecedentes directos de los enfoques actuales. El programa ESPON [European Observation Network for Territorial Development and Cohesion] se encarga en la actualidad de coordinar los trabajos en este ámbito (en 2015 se ha aprobado el programa ESPON 2020 como continuación de los anteriores programas ESPON 2006 y 2013).
Entre las distintas unidades territoriales que maneja ESPON (2014), podemos distinguir dos tipos de unidades morfológicas y otros dos tipos funcionales relacionados con las anteriores.
La áreas urbanas morfológicas [Morphological Urban Areas, MUA] se definen a partir de criterios demográficos (población y densidad de población) a partir de las unidades administrativas existentes, con diversas correcciones. A partir de ellas se definen la áreas urbanas funcionales [Functional Urban Areas, FUA], incorporando aquellos municipios que tengan más de un 10% de trabajadores empleados en el núcleo central. Ambos conceptos son propuestas del Institut de Gestion de l'Environnement et d'Aménagement du Territoire (IGEAT) de la Université Libre de Bruxelles.
Por su parte, las zonas de morfología urbana [Urban Morphological Zones, UMZ] son una propuesta de la Agencia Ambiental Europea y se definen a partir de los datos de cobertura del proyecto Corine Land Cover, como aquellas áreas continuas de tejidos urbanos (además de otros tipos muy específicos; para más detalles véase Milego, 2007) con separaciones inferiores de 200 metros.
Por último, un trabajo coordinado entre Eurostat, el programa Urban Audit y la OCDE ha llegado a una definición armonizada para el conjunto de los países desarrollados: las zonas urbanas ampliadas (Larger Urban Zones, LUZ), que se corresponde en gran medida con el concepto tradicional de Áreas Metropolitanas. Su delimitación sigue un procedimiento similar al de las áreas urbanas funcionales, aunque su núcleo inicial no se define a partir de los valores de densidad y población de las unidades administrativas, sino de las celdas de una malla ortogonal de 1 kilómetro de lado.
En definitiva, al igual que la Oficina del Censo de Estados Unidos, Eurostat maneja un doble concepto de lo urbano, morfológico y funcional. Sin embargo, no es tan clara la distinción conceptual entre urbano y rural. Mientras en Estados Unidos las definiciones de lo urbano y de lo metropolitano son independientes (demográfica, morfológica y socio-económica la primera; estrictamente funcional la segunda), en Europa no existe tal separación conceptual, ni tampoco queda claro qué categoría cabe otorgarle a territorios que cumplen algunos criterios y no otros.
Finalmente, hay que señalar que las definiciones que se manejan tienen más de procedimental que de conceptual (Brezzi et al., 2012; Dijkstra & Poelman, 2014). En última instancia la vaga base conceptual apenas es una justificación del preciso procedimiento por el que los distintos territorios se incorporan al núcleo o foco inicial, donde el elemento principal es el movimiento pendular de los trabajadores. Ante todo hay un esfuerzo sistemático por homogenerizar y facilitar la automatización del proceso.
Las áreas metropolitanas en España se formalizan durante el Franquismo a través de organismos de gobierno y gestión de las principales áreas urbanas del país. Sin embargo la Constitución de 1978, que distribuyó las competencias urbanísticas entre municipios y comunidades autónomas, desincentivó su continuidad, al menos en la fórmula integral en la que se habían organizado durante la dictadura. El resultado es que, pese a contar con cobertura en la Ley de Regulación de Bases de Régimen Local, es una figura que prácticamente ha desaparecido, aunque a cambio han surgido diversos organismos especializados en la gestión de diversos servicios de escala metropolitana, especialmente los transportes.
Tras un paréntesis de casi dos décadas, en los últimos años se ha reactivado el interés por el tema y se han multiplicado los trabajos académicos y las iniciativas institucionales, impulsadas principalmente por las demandas llegadas desde Europa para la homologación del sistema estadístico.
Fuente: Fernández et al., 2012 / Elaboración propia
Delimitación | Criterios | Definición inicial | Incorporación | Corrección | Fuente de datos |
Ministerio de la Vivienda, 1964 | Demográfico Socio-económico | Población | Población Relación económica | ||
Ministerio de Vivienda, 2010 | Demográfico Morfológico Socio-económico | Población | Población, vivienda, usos del suelo, redes de transporte. Empleo en sector servicios | Límites administrativos |
CENSO 2001 Padrón 2010 |
Serrano, 2006 | Demográfico Morfológico | Población Delimitación administrativa |
Distancia al núcleo principal Población | CENSO 2001 | |
Método CPSV | Demográfico Funcional | Población |
Mercado laboral [interacción > 15%] 4 iteraciones | Continuidad espacial | CENSO 2001 |
Feria, 2008 | Demográfico Funcional | Población |
Mercado laboral [interacción > 20%] 3 iteraciones | Población Continuidad espacial | CENSO 2001 |
Proyecto AUDES | Demográfico Morfológico Funcional |
Población Cobertura urbana |
Mercado laboral [interacción > 15%, traslados > 200] 3 iteraciones | Continuidad espacial |
CENSO 2001 Padrón 2010 CLC 2006 |
Roca et al., 2012 | Demográfico Funcional |
Población Mercado laboral [autocontención > 50%] |
Mercado laboral [interacción > 1/1000] | CENSO 2001 | |
LUZ, Larger Urban Zones | Demográfico Morfológico Funcional |
Población Densidad Malla 1 km2 |
Mercado laboral [interacción > 15%] | Continuidad espacial |
Estadísticas Oficiales Países OCDE |
La Caixa, 2011 | Funcional | Superficie de venta |
Distancia/tiempo de desplazamiento | Distribución Actualidad Anuario de la Distribución | |
Salom & Albertos, 2010 | Morfológico | Densidad de nodos en la red viaria | Espacio urbano construido |
Multinet Spain 2007 CLC 2000 |
En cierto sentido en España existe un pequeño ecosistema de investigaciones metodológicas que adopta las tendencias existentes en Europa, o participa en ellas, o asume enfoques originales. El Cuadro 5 presenta un breve resumen de estos trabajos, señalando específicamente las similitudes y diferencias metodológicas. Los dos primeros trabajos se refieren a delimitaciones realizadas desde la administración pública, y aunque hacen explícitos una serie de criterios de delimitación, en realidad no existe una metodología precisa, sino que se basa en gran medida en la opinión de expertos, sin descartar criterios de oportunidad política. El resto de delimitaciones corresponden con trabajos de carácter académico basados en métodos explicitados de forma detallada. Entre ellos, más de la mitad desarrollan distintas variantes de delimitación funcional basada en el mercado laboral.
Cada uno de estos trabajos difiere en cuanto a sus resultados, de modo que se podrían calificar las distintas metodologías como más o menos conservadoras en función de la extensión y el número de áreas metropolitanas obtenidas. Resultan especialmente significativas las diferencias que podemos observar en las distintas delimitaciones funcionales (Figuras 16 y 17), que no se deben tanto a diferencias en la base conceptual como en los distintos parámetros empleados en la metodología. Al tratarse de métodos básicamente empíricos, el contraste nos permite evaluar en qué medida afecta cada parámetro a los resultados finales.
En primer lugar, cabe señalar que todas las delimitaciones funcionales referidas se basan en los datos del Censo 2001 de desplazamiento domicilio-trabajo, que detallan el municipio de origen y destino de estos desplazamientos. Sobre esta base común, cada trabajo emplea una definición diferente del núcleo que sirve de punto de partida, emplea umbrales diferentes de interacción para incorporar nuevos municipios y aplica el proceso en una o varias iteraciones.
El punto de partida es un municipio de gran tamaño (Roca et al., 2005; Feria, 2008), o un conjunto de municipios, definido por la continuidad del tejido urbano (Ruiz, 2011) o por la autocontención del mercado laboral (Roca et al., 2012). El procedimiento de incorporación es el parámetro más importante para definir la extensión del área metropolitana. El criterio más flexible, aplicado de forma iterativa ofrece las mayores extensiones (Roca et al., 2005), mientras que criterios más estrictos, junto a una iteración más restringida, reducen al mínimo la extensión (Ruiz, 2011).
El empleo de métodos automáticos ciegos tiene el potencial para ofrecer una visión novedosa del territorio (Figura 16):
La metodología que ofrece áreas más extensas (Roca et al., 2005) se basa en la persecución de la máxima auto-contención de la cuenca laboral. Este enfoque termina ofreciendo los resultados más inquietantes, al presentar grandes extensiones teóricamente rurales como integradas en grandes áreas metropolitanas, especialmente en Madrid, Zaragoza y Castilla y León (a lo largo del eje Salamanca-Burgos). Paradójicamente la baja población de estos territorios los hace más dependientes de los empleos disponibles en las ciudades, de forma que un territorio netamente rural alberga una población que tiene mucho de urbano.
En el extremo opuesto, el proyecto AUDES (Ruiz, 2011), sin renunciar a una conceptualización funcional del área metropolitana, aplica restricciones morfológicas mucho más estrictas con lo que ofrece un panorama mucho más conservador.
Al contrastar los resultados de ambos sistemas podemos observar que presentan dos realidades urbano-metropolitanas contrapuestas entre norte-noroeste y sur-sudeste de la península. La primera delimitación dibuja un norte prácticamente colmatado de extensas áreas integradas funcionalmente y un sur donde la influencia de las grandes capitales queda mucho más acotada. La segunda, por el contrario, muestra la alta densidad de centros urbanos medios y pequeños en el sur y el levante peninsular, mientras dibuja un panorama mucho más rural en el norte.
La contemplación de estos resultados, en apariencia tan divergentes, nos permite tomar conciencia de la compleja integración que se está produciendo entre el mundo rural y el urbano, así como las ventajas que aporta complementar enfoques funcionales y morfológicos.
En los procedimientos de delimitación funcional, casi siempre basados en los datos de movilidad laboral, resulta crítico el umbral de interacción (número de personas que viajan de un municipio a otro por motivos laborales) que se aplican para incorporar un municipio al área metropolitana. Estos umbrales pueden fijarse en términos absolutos o relativos a la población activa o la población total. El valor tradicional (procedente de la experiencia norteamericana, estadounidense o canadiense) se sitúa en el 15% de la población activa, pero se trata de un valor puramente empírico, fijado para obtener delimitaciones compatibles con las observaciones de los expertos, en otros casos se ha decidido emplear umbrales más altos:
Otra constatación, más que conclusión, es la del aumento en valores absolutos y relativos de la movilidad obligada. Este incremento nos ha llevado, como siguiente paso de la investigación, a ensayar otros umbrales superiores al del 15%, al entender que dicho valor podría haber perdido significación y como resultado, la proliferación de teóricas áreas de cohesión que poco podían tener que ver con la idea de `ciudades reales'.
Castañer et al., 2000
Los resultados que se obtienen con los distintos umbrales (Figura 18) son los esperables: elevar los umbrales reduce el número y la extensión de las áreas integradas funcionalmente (en ocasiones un umbral superior lleva a la desagregación de un área en varias más reducidas). El mantenimiento del umbral tradicional del 15% ofrecía un panorama de una región completamente metropolitanizada, es decir, integrada funcionalmente a través de movimientos laborales inter-municipales. Elevar el umbral hasta el 25% nos retrotrae a un nivel de integración mucho más familiar, que no pone en cuestión las jerarquías urbanas tradicionales no la pervivencia del mundo rural.
Los cambios en los hábitos de movilidad de las personas ponen en riesgo, por supuesto, la noción tradicional de ciudad, o de lo urbano y lo rural, pero no debería tratarse tanto de proteger estas nociones tradicionales como de valorar qué umbrales pueden ser realmente significativos. Aquí podemos observar una laguna significativa en los estudios analizados. Generalmente se definen los umbrales pensando en los resultados que proporcionarán al incorporarlos a un método de delimitación, y se aceptan umbrales empíricamente probados en otras latitudes siempre y cuando ofrezcan resultados razonables. Sin embargo sería mucho más interesante comparar dichos valores con los que se obtienen al interior de los ámbitos urbanos tradicionales. ¿Hay mayor movilidad intra-municipal que inter-municipal? ¿Se desplazan más al centro de la gran ciudad los vecinos de los barrios periféricos que los residentes en municipios aledaños? ¿Son dichas cifras realmente comparables? Parece que sería pertinente intentar responder a estas preguntas, pero el foco de la investigación parece mantener ambos ámbitos, el intra-municipal y el inter-municipal, en esferas separadas.
Una manera de esquivar la conflictividad del umbral de interacción consiste en trasladar el foco hacia la autocontención, que en realidad es el concepto en el que descansa todo el método de delimitación funcional. Tener domicilio y empleo en municipios distintos implica que el espacio cotidiano se configura necesariamente en la suma de ambos ámbitos; un número suficiente de personas en estas condiciones, con empleo, domicilio y posiblemente ocio distribuidos por áreas dispersas, justifica que se engloben todas ellas y se defina un conjunto que contenga la totalidad de funciones interrelacionadas.
Mientras que el umbral de interacción se asocia al número de individuos que se trasladan entre un ámbito y otro (que quedaría por tanto asociados), el nivel de autocontención se refiere al número total de individuos que desarrollan su vida cotidiana dentro del ámbito definido.
En términos prácticos, un municipio muy interconectado tendrá un bajo nivel de autocontención: muchos de sus vecinos acudirán a otros municipios a trabajar, mientras que residentes de otros municipios harán el recorrido inverso, en tanto que los municipios aislados presentarán un mayor nivel de autocontención.
Sobre esta base, se pueden integrar los distintos municipios siguiendo un criterio de máxima interacción, o de máxima autocontención.
Los dos métodos de delimitación desarrollados por el Centre de Política de Sòl i Valoracions, CPSV (Roca et al., 2005 y Roca et al., 2012) adoptan enfoques complementarios respecto a la autocontención. En el primer caso (Figura 16) se plantea un método iterativo para definir ámbitos de la máxima autocontención (100%); en el segundo (Figura 17), se delimitan todos aquellos ámbitos que tienen una autocontención mínima del 50%, que después son integrados en áreas metropolitanas en función de cierto umbral de interacción.
Este segundo esquema saca a la luz dos fenómenos interesantes:
En el caso de Madrid y Barcelona se obtienen dos estructuras funcionales muy diferentes, estando la primera muy centralizada mientras la segunda presenta una estructura mucho más policéntrica (Cuadro 6, Figura 19). Todos los datos están basados en movilidad inter-municipal, por lo que el enorme tamaño del municipio de Madrid puede haber sesgado algo los resultados, pero el método arroja resultados similares en la comparación entre los casos de Sevilla y Valencia, donde el tamaño municipal está mucho más equilibrado.
Población y empleos, según Censo 2001
Fuente: Roca et al., 2012
Área | Municipios | Población | Empleos | Autocontención |
Madrid | ||||
Madrid | 75 | 4.851.250 | 2.198.392 | 95,9% |
Alcalá | 21 | 310.042 | 118.601 | 59,7% |
Guadalajara | 42 | 113.123 | 44.470 | 73,7% |
Arganda | 10 | 53.521 | 27.213 | 66,9% |
Illescas | 12 | 36.586 | 16.127 | 55,2% |
San Lorenzo | 8 | 49.807 | 15.617 | 52,2% |
Añover de T. | 5 | 14.586 | 4.318 | 60,8% |
Lominchar | 7 | 10.673 | 3.626 | 64,4% |
Barcelona | ||||
Barcelona | 18 | 2.450.517 | 1.064.543 | 87,2% |
Sabadell | 11 | 383.721 | 157.173 | 69,0% |
Terrassa | 6 | 192.483 | 74.292 | 73,0% |
Mataró | 13 | 202.973 | 71.112 | 70,1% |
Sant Boi | 8 | 236.664 | 68.998 | 50,4% |
Granollers | 10 | 123.086 | 61.170 | 68,0% |
Mollet | 9 | 120.717 | 60.651 | 54,4% |
Martorell | 13 | 98.282 | 55.801 | 68,5% |
Rubí | 2 | 116.128 | 54.828 | 54,0% |
Sant Andreu | 9 | 94.287 | 40.893 | 50,6% |
Vilanova | 5 | 105.704 | 35.284 | 69,8% |
Vilafranca | 18 | 54.241 | 25.056 | 79,4% |
Blanes | 3 | 57.438 | 21.778 | 81,9% |
Vendrell (el) | 10 | 54.983 | 18.464 | 65,4% |
Palau | 4 | 28.831 | 15.747 | 56,6% |
Pineda | 4 | 40.410 | 14.053 | 68,0% |
Malgrat | 4 | 31.985 | 12.279 | 65,3% |
Sant Celoni | 10 | 29.618 | 11.216 | 70,7% |
Cardedeu | 6 | 28.628 | 9.882 | 52,1% |
Arenys | 4 | 30.810 | 9.297 | 58,3% |
Garriga (la) | 2 | 17.863 | 7.717 | 53,5% |
Sant Sadurní | 7 | 17.451 | 7.680 | 72,1% |
Arboç (l') | 4 | 8.537 | 2.971 | 55,1% |
Hostalric | 4 | 4.897 | 2.910 | 58,2% |
Documentos > Tamaño y densidad urbana > http://habitat.aq.upm.es/tydu/atydu_3.html |