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Declaración, Europa 99.
Un capitalismo totalmente nuevo está a punto de surgir [...] un
capitalismo global que modificará profundamente el papel de los
Estados y naciones en el mundo. Un capitalismo impulsado por
fuerzas nuevas de donde emergerá una nueva élite y en donde serán
proletarizadas el conjunto de las clases tradicionales [...] pronto
no quedará en lugar de los asalariados sino un vasto proletariado
desclasado [...] una superclase triunfante flotará sobre las aguas
fangosas de la miseria y el precio del éxito de unos pocos se
pagará con la marginación de la mayoría y con la violencia de los
desclasados.
La Superclase, Jacques Attali, en Le Monde, 7-3-1996.
En el último medio siglo, se han producido una serie de cambios
espectaculares en la composición del empleo, en la estructura
social y en las variables demográficas españolas. Cambios que
corren paralelos a importantes modificaciones -se podría decir,
esquematizando, de ida y vuelta- en el papel y en las formas de
intervención del Estado. Estas transformaciones se han acelerado
indudablemente en los años más recientes, como resultado de la
profundización en los procesos de "europeización"-globalización. A
lo largo de todo este periodo se ha pasado, primero, de una
sociedad con un importante componente rural, a finales de los
cuarenta, en la que tenía un peso considerable la pequeña
propiedad, especialmente en el campo; a una sociedad en gran medida
urbanizada, a mediados de los setenta, en donde el volumen del
trabajo asalariado, con un considerable peso industrial, era
predominante. En ese periodo se van desarrollando, de forma
embrionaria, ciertos rasgos que definen lo que se ha venido a
denominar el Estado del Bienestar. Es una etapa también de fuerte
crecimiento demográfico en que el pleno empleo (masculino), en
general de carácter fijo, se alcanza a costa de enviar a un millón
de trabajadores hacia el espacio europeo occidental. Y en este
lapso de tiempo se asiste, asimismo, a una paulatina y lenta mejora
de las condiciones de la venta de la fuerza de trabajo, como
respuesta, desde las instancias de poder, a la elevada
conflictividad existente en el espacio de la producción.
En la fase más reciente, se contempla cómo baja sustancialmente el
crecimiento demográfico, al punto de que en la última década se
entra en un periodo de práctico estancamiento del volumen de
población. Una población que, como ya se ha mencionado, tiene una
distribución territorial cada vez más urbana. Al mismo tiempo,
irrumpe de forma brutal el problema del paro (ver figura 19), y se
dispara el empleo de índole temporal o precaria, retrayéndose en
paralelo el llamado empleo fijo. Ello se da al unísono de una
considerable disminución del peso de la actividad industrial y
agrícola -éste último de por sí ya muy mermado- en las cifras del
PIB (ver cuadros 3 -a y b- y 4), mientras que se amplía
sustancialmente la importancia económica del sector servicios,
especialmente en las metrópolis; ampliación que tiene un gran peso
precario[1]. En este periodo sigue encogiéndose el tamaño del empleo
no asalariado tradicional, o autónomo, primordialmente en el campo,
donde desaparece a un fuerte ritmo la pequeña propiedad campesina,
pero también en el ámbito de la pequeña actividad comercial y
hostelera independiente en los espacios altamente urbanizados. Al
tiempo que se desarrollan nuevas formas de actividad productiva
"autónoma", dependiente, o satélite, de la gran actividad
productiva.
Ello coincide con una fase en que se produce, durante unos años
-hasta finales de los ochenta-, un cierto desarrollo de la
cobertura asistencial del llamado Estado del Bienestar, que intenta
paliar los efectos negativos de la expansión del actual modelo
económico[2]. Hasta llegar a los noventa, cuando se empieza a activar
el progresivo adelgazamiento, y en algunos casos hasta
desmantelamiento, de la atención que presta el Estado a los
colectivos sociales más desfavorecidos. Lo cual se da en paralelo
con alteraciones profundas en el marco que rige el mercado laboral,
que incentivan una creciente precarización del mismo, y que suponen
un claro retroceso y deterioro de las condiciones en las que se
produce la venta de la fuerza de trabajo. Todo esto coloca a
sectores sociales cada día más amplios en una situación cada vez
más degradada, en especial en las grandes concentraciones urbanas,
donde crece la pobreza y la exclusión. En paralelo, aparece el
fenómeno de la inmigración de países periféricos, que se localiza
primordialmente en los espacios metropolitanos. Este marco general,
tan sólo esbozado en esta pequeña introducción, permite situar
mejor el análisis más pormenorizado de los distintos procesos y
cambios experimentados en los ámbitos del empleo, la estructura
social y las variables demográficas.
Las dinámicas que generan los procesos de
"europeización"-mundialización propician, como ya se ha señalado,
la extensión del área de influencia productiva y económica de la
gran producción y distribución. Este tipo de actividad, es cada día
más intensiva en tecnología y capital, así como en utilización de
recursos y energía, en especial en la actual etapa postfordista, y
tiende a ser crecientemente parca en el uso, relativo, de recursos
humanos. Máxime conforme se incrementa su tamaño. La productividad
en la gran actividad económica crece en detrimento del factor
trabajo que engloba en su seno. "El aumento de productividad
implica el máximo de producto con el mínimo de trabajo humano. Esta
regla es [...] una ley tanto más férrea cuanto más globalizada esté
la producción capitalista" [Morán , 1997]. Lo cual significa que
crecimiento e inversión, que se relacionan en general con la
expansión de la actividad que opera en los mercados europeos y
mundiales, hace ya algunos años que no son sinónimos de creación de
empleo, sino al contrario de destrucción y, sobre todo,
precarización del mismo. En paralelo, el desarrollo de la actividad
en gran escala, dominada en general por el capital transnacional,
se realiza en detrimento de la pequeña actividad productiva
tradicional -autónoma, artesanal, comunitaria...-, menos intensiva
en tecnología y capital, y por supuesto menos energívora, que
implica una utilización más amplia y diversificada del trabajo
humano.
Las nuevas tecnologías están haciendo factible una flexibilización
laboral creciente, lo que permite adaptar rápidamente la producción
a la evolución de la demanda, acrecentando los beneficios y
reduciendo los riesgos para el capital. Hecho que favorece el
subempleo, la subcontratación y el aumento del trabajo temporal y
a tiempo parcial, especialmente en toda la actividad económica
satélite del corazón de la gran actividad productiva, donde hasta
ahora permanece, con tendencia a la baja, el grueso del trabajo
fijo; aparte, por supuesto, de en la administración del Estado. El
progreso tecnológico está sirviendo para incrementar la
productividad, y ayudar al mismo tiempo a una nueva organización
del trabajo que permite la reducción adicional de los costes
laborales, más que a una reducción del tiempo de trabajo y de la
penosidad laboral. Pues en los trabajos precarios, temporales y a
tiempo parcial, la duración de las jornadas laborales y los ritmos
no suelen estar sometidos a ningún tipo de regulación.
Todo ello hace que el paro y la precarización se conviertan en
fenómenos no sólo masivos sino también en procesos irreversibles.
El paro en el Estado español es el más alto de toda la UE, y
prácticamente el doble que la media comunitaria (10,9% a finales de
1996) [SGPC , 1997], cuando a mediados de los setenta era similar;
esto es, del orden del 5% (ver figura 19). Ni siquiera en la
segunda mitad de los ochenta, durante el "quinquenio de la
euforia", cuando la economía española creció a un ritmo doble de la
media comunitaria, y se crearon un considerable número de empleos
precarios, el paro tan sólo se redujo al 16,1% de la población
activa, siendo incapaz de situarse por debajo de los 2,4 millones
de personas (ver cuadro 3). Para a continuación dispararse
rápidamente hasta el 24%, a finales de 1994, como resultado de la
caída del crecimiento económico. El desempleo no sólo no se
soluciona sino que tiende a agravarse, especialmente el paro de
larga duración[4]. Sin embargo, esto queda en cierta medida oculto,
en la actualidad, por la rotación que supone la existencia de un
abultado número de contratos eventuales, así como por el rápido
aumento de los contratos a tiempo parcial. Hecho que permite
maquillar, especialmente en los últimos tiempos, las cifras del
número real de desempleados existentes [Morán , 1997], aparte de por
las modificaciones habidas en el último periodo en cuanto a su
contabilidad.
Aún así, el paro en España adquiere una gravedad especial no sólo
por su volumen, sino por cómo afecta a determinados colectivos y
territorios, así como por la cada día más reducida cobertura social
(y cuantía) de prestaciones de desempleo. Nuestra tasa de paro
juvenil es la más alta de toda la UE, el 44% (en 1976 era del 11%),
cuando la respectiva media comunitaria es del 21,9% [EL PAIS
, 1998]. Y Andalucía y Extremadura, p.e., son las regiones de la UE
con más alto porcentaje de desempleados; 32% y 31%,
respectivamente; esto es, aproximadamente el triple de la tasa de
desempleo de la Unión. Dentro de ellas destaca la provincia de
Cádiz, con casi el 40%. Por otro lado, las regiones españolas con
menor índice de paro son Navarra (11%) y Baleares (12,7%). Las
grandes regiones metropolitanas tienen en la actualidad un
porcentaje de paro ligeramente inferior a la media estatal, si bien
gozan de un alto porcentaje de empleo precario. Asimismo, cerca de
un millón de hogares españoles tienen todos sus miembros adultos
desempleados. Por otro lado, el número de parados que recibían
subsidio de paro a finales de 1996 era tan sólo del 50%, del paro
registrado, habiendo caído de forma acusada en los últimos años (en
1993 era del 67%), debido al endurecimiento de las condiciones para
acceder a las prestaciones de desempleo. Estos índices se reducen
aún más si se consideran las tasas de paro de la EPA, bajando al
32,2% y al 49%, respectivamente. En números absolutos, 1,6 millones
de parados no reciben ningún tipo de subsidio [SGPC , 1997]; [INE
, 1997].
Pero no sólo se ha disparado el paro en los últimos veinte años.
Las sucesivas reformas laborales y sociales de los ochenta y
noventa[5] han llevado aparejadas un incremento sustancial de la
precariedad (del 15% en el 87 al 34% en el 97; la media comunitaria
es del 12%) [SGPC , 1997], con el desmontaje paralelo de los
derechos adquiridos. "Dicho de otra manera, más de seis de cada
diez asalariados (parados, trabajadores eventuales y trabajadores
a tiempo parcial) están fuera de una relación regular y suficiente.
Esto quiere decir que carecen de recursos y medios de vida
estables" (esta situación es aún más grave en el caso de los
jóvenes y las mujeres). Con la flexibilización del mercado de
trabajo se reparte el paro, aumenta la rotación de las personas
entre el paro, la ocupación y el trabajo (o paro) a tiempo parcial;
hecho que se ve facilitado por la legalización de las Empresas de
Trabajo Temporal (ETT's) desde la reforma laboral del 94. De esta
forma, disminuye artificialmente el número de parados, aumenta la
"población ocupada", pero lo que en definitiva se incrementa es la
precariedad a todos los niveles. Además, hoy en día "el empleo
secuencial y el paro recurrente impiden el acceso al sistema de
protección de desempleo, tal y como venía siendo habitual hace tan
sólo una década" [Morán , 1997]. Al tiempo que este volumen
creciente de trabajadores precarios va quedando progresivamente al
margen de la negociación colectiva, con unos niveles salariales y
unas condiciones de trabajo sustancialmente peores a los de los
trabajadores fijos.
Sin embargo, la gravedad del paro y la precariedad no es sufrida de
igual forma por los dos sexos (ver figura 19). Estos problemas
tienen un acusado sesgo de género, siendo las mujeres las que los
padecen aún con mayor intensidad. Las mujeres acceden al mercado
laboral especialmente a partir de mediados de los ochenta, al
tiempo que se incrementa el grado de precariedad del mercado de
trabajo y que se endurecen las condiciones de vida para sectores
considerables de población, en especial en las metrópolis. Hecho
que puede explicar, en parte, esa incorporación masiva de la mujer
al mercado de trabajo. Aún así, la tasa de actividad femenina en
España es tan sólo del 36% (el 30% en 1976), siendo más alta en los
espacios urbanos, lo que se relaciona con la mayor feminización del
sector terciario (preponderante en las grandes conurbaciones) y el
mayor acicate a buscar "trabajo" en dichos territorios. Este
porcentaje es relativamente bajo si se le compara con la media de
la UE, que se sitúa en el 56%, y mucho más si se contrasta con los
países nórdicos, donde la tasa de actividad femenina alcanza el
68%; reflejo del mayor desarrollo del Estado del Bienestar, pues el
empleo público es predominantemente femenino[6] [Navarro , 1997]. A
pesar de eso, las mujeres "activas" tienen un nivel de paro (el
29%) y una presencia en los empleos a tiempo parcial (mayor del
70%), que son sustancialmente más altos que los correspondientes a
sus compañeros masculinos (el paro en los varones alcanza "tan
sólo" el 17,5%). El paro femenino se distancia sensiblemente del
masculino a partir de mediados de los ochenta [SGPC , 1997]. Si a
eso se añade el que las mujeres ganan en general, como media, un
30% menos que los hombres, por el mismo trabajo realizado, se
constata que es un colectivo especialmente discriminado en el
mercado de trabajo [Pillinger , 1997].
De cualquier forma, no todo el trabajo humano que se ejecuta está
en el llamado mercado de trabajo. Trabajo no es lo mismo que
empleo. Dentro de él, por su enorme importancia, cabría destacar el
que efectúan especialmente las mujeres en tareas de reproducción y
cuidado, dentro del hogar. "Considerar trabajo sólo la actividad
humana que se realiza a cambio de una renta supone una reducción
que condena a la invisibilidad a casi seis millones de mujeres que
realizan trabajo doméstico en el Estado español". Asimismo, existen
multitud de actividades socialmente útiles que se desarrollan al
margen de una relación mercantil, motivadas por vínculos de
parentesco, amistad, solidaridad o amor. Por lo que asimilar
trabajo y empleo induce a ocultar todo ese vasto universo que es el
mundo del trabajo, entendido éste como todo gasto de energía humana
destinado a resolver necesidades vitales en general. "El trabajo es
una relación de mediación de los seres humanos tanto en la
naturaleza como en la sociedad" [Morán , 1997].
Visto desde esta perspectiva, la aseveración que se ha ido
imponiendo en los últimos años de que el "trabajo es un bien
escaso", se manifiesta como una gran falacia. El trabajo no es
escaso, es más, es sobreabundante. De hecho coexiste una población
trabajadora sometida, en muchos casos, a unos ritmos crecientemente
enloquecedores de trabajo, junto a una población activa excedente
en ascenso (de un fuerte componente juvenil) con muy pocas
perspectivas de integrarse plenamente en el mercado laboral. Es
decir, lo que en todo casos es escaso es el empleo asalariado, o
dependiente, que cada vez más se subordina a la dinámica de la gran
producción y distribución económica, que a su vez es cada día menos
generadora de empleo. Según la revista Fortune (1993), las 500
mayores empresas transnacionales del mundo generan casi el 25% del
PIB mundial, pero sólo ocupan al 1,25% de la población activa
global. En definitiva, no es el "fin del trabajo" [Rifkin , 1996] lo
que amenaza a nuestras sociedades. La verdadera amenaza es "que
tiende a acabarse (en el Norte) el empleo fijo, para toda la vida,
para los varones y con un salario que permita un alto consumo para
toda la familia, además de protección social y status estable [...]
El trabajo [pues] no se acaba, se mercantiliza, se precariza, se
hace transparante a la oferta y la demanda, se deshumaniza, se hace
calculable, racional" [Morán , 1997].
En los países del Norte tiende crecientemente a imponerse, de
acuerdo con las "recomendaciones" del FMI y la OCDE, lo que se
denomina el modelo estadounidense de mercado de trabajo,
fuertemente desregulado y precarizado y absolutamente escuálido en
cuanto a protección social. La argumentación que se esgrime es que
este tipo de marco laboral redunda en una mayor creación de empleo
-asalariado o dependiente- por unidad de crecimiento de PIB. Si
bien se oculta, al mismo tiempo, que dicho marco de relaciones
laborales ha sido el responsable en EEUU de la proliferación de los
"contratos basura" desde mediados de los setenta, que ha supuesto
la caída del 20% de los salarios medios y bajos de la economía
norteamericana [Thurow , 1994], así como de la extrema dualización
social y del incremento de la marginación, causas principales de
los agudos problemas sociales que aquejan a dicha sociedad,
fundamentalmente en sus territorios metropolitanos. El denominado
Libro Blanco de Delors [CE , 1993], intenta trasladar al continente
europeo esta filosofía, justificando la desregulación laboral, el
recorte de los gastos sociales y el desmantelamiento del Estado del
Bienestar, en base -de acuerdo con sus planteamientos- a la mayor
capacidad de generación de empleo que tendría el crecimiento que se
produzca. Y en orden a la necesidad de competir en igualdad de
condiciones con los otros dos grandes bloques económicos en el
libre mercado mundial. A nadie se le escapa que España, y
especialmente Gran Bretaña, son ya una avanzadilla en la aplicación
de esta filosofía en el espacio de la UE.
Además, tanto el incremento del paro como de la precariedad son un
problema crecientemente importante en nuestra sociedad por el hecho
de que se ha incrementado el grado de dependencia a todos los
niveles del mercado y la economía monetaria en general; y por la
circunstancia de que, al retraerse los niveles de protección social
del Estado del Bienestar[7], los individuos, cada día más atomizados,
tienen que hacer frente, crecientemente solos, a las necesidades de
supervivencia en un entorno cada vez más hostil. La consecución de
empleo, en las condiciones que sea, se convierte para sectores
sociales en aumento en una necesidad imperiosa simplemente para
vivir. El grado de dependencia de un trabajo remunerado se ha ido
incrementando paulatinamente, conforme ha ido disminuyendo, de
forma paralela, la capacidad de mantenimiento autónoma o
independiente, o la posibilidad de obtener una cobertura estatal
mínima para subsistir. La tasa de asalarización ha pasado del 62%
en 1970 al 75,4% en 1996, siendo mayor en el caso de las mujeres
(78,2%) que en el de los hombres (73,8%) [SGPC , 1997].
Se podría decir que con el desmantelamiento del Estado del
Bienestar, y en concreto con la desregulación laboral, se pretende
conseguir que importantes sectores de población se vean obligados
a aceptar unos puestos de trabajo y unas condiciones laborales que
de otra forma no aceptarían. Algunas reflexiones en el mundo
anglosajón caracterizan este paso como la transición del Estado del
"Welfare" al del "Workfare". Desde hace ya unos años se está
volviendo a incrementar la duración de la jornada laboral,
especialmente en el trabajo precario, donde la mayoría del trabajo
extra simplemente no se paga. En el caso británico, el 25% de los
trabajadores trabaja más de 48 horas a la semana [Jaúregui , 1997].
Se trabaja, pues, normalmente más que antes, por menos salario, en
un estado además de inseguridad permanente. Al tiempo que se
amplían las formas de lo que se denomina "autoempleo", que no es
sino un eufemismo de autoexplotación, que permite reducir los
costes laborales a costa de evadir las leyes de protección del
trabajo [Human , 1997].
Este proceso de desigualdad social creciente se ha visto acentuado,
en los años 90, por el retraimiento del "Estado del Bienestar" en
España. Un Estado del Bienestar bastante más débil que en la
mayoría de los países comunitarios. Así, mientras que el "nivel de
riqueza" (medida en PIB por habitante) español es de casi el 74%
del promedio de la UE, el gasto en protección social por habitante
es sólo del 62% [Navarro , 1997]. En porcentaje del PIB, nuestro
gasto social es del 24% del PIB, superando dentro de la UE tan sólo
a Irlanda, Portugal y Grecia; los máximos niveles en el espacio
comunitario lo ostentan Holanda y Alemania, cuyo gasto social se
sitúa en torno al 34% de su PIB. Además, una parte muy considerable
del gasto social en España se dedica a prestaciones de desempleo
(más del doble relativamente que en el resto de la UE), debido al
elevado nivel de paro existente, y eso a pesar de los recortes
habidos en los últimos años. Hecho que acentúa el déficit de gasto
social en otras áreas, especialmente en lo que se refiere a la
atención a ancianos y jardines de infancia públicos, sobre todo si
se observa el panorama comunitario [Bandrés et al , 1997].
En el mismo sentido inciden las distintas medidas de contrarreforma
fiscal que se han ido plasmando a lo largo de los últimos años, y
que todo indica que son sólo el inicio de modificaciones aún más
sustanciales. La Reforma Fiscal de 1978, significó un paso adelante
considerable en el avance de la recaudación sobre las rentas del
patrimonio y del capital (y posterior redistribución, en parte, a
través del Estado asistencial), siendo posible llevarla a efecto
por la situación de transición política de la época. En la
actualidad, se camina en una dirección en que las grandes empresas
y los sectores sociales más favorecidos pagan cada vez menos
(desfiscalización progresiva), y la pequeña actividad económica y
profesional, así como los sectores de rentas medias y bajas, pagan
relativamente más (especialmente los últimos, por el incremento
constante de los impuestos de carácter indirecto que gravan el
consumo, o por el incremento de las tarifas de determinados
servicios públicos), al tiempo que ven disminuir progresivamente
las prestaciones sociales que reciben, en concreto los sectores
sociales más desfavorecidos. La presión fiscal en España es sólo
del 35% del PIB, cuando la media comunitaria es del 44%, y algunos
países como Dinamarca y Suecia superan el 50% [Lozano et al , 1998].
Se podría decir que la menor redistribución existente en los
últimos años ha operado fundamentalmente en el seno de la propia
clase trabajadora, afectando cada vez menos a las rentas altas y
del capital, que se ven progresivamente liberadas de sus
obligaciones fiscales y que disponen de una amplia gama de
mecanismos para eludirlas crecientemente.
La brecha social, por tanto, no hace sino acentuarse, al tiempo que
va disminuyendo poco a poco el colchón de las llamadas "clases
medias". Estas sufren un tensionamiento en dos sentidos opuestos.
Unos, los menos, los que ocupan posiciones directivas o de
responsabilidad en el aparato productivo dominante ven cómo
progresan sus niveles salariales y beneficios de distinto tipo. Lo
que les permite ahorrar y participar en una posición de privilegio
en el reparto de la riqueza social. Otros, los más, ven cómo se
erosiona progresivamente su poder adquisitivo, siendo incapaces de
ahorrar y participar mínimamente en el reparto de las rentas del
capital. Este proceso, que aquí se apunta, no es privativo del
Estado español, y hace años que ha sido señalado para el caso de
EEUU [Thurow , 1994], [Danaher , 1996], y de una forma u otra, aunque
con distintos ritmos, se está produciendo en todos los países de la
OCDE; esto es, en lo que se considera como el Norte del planeta.
Aunque desde los años ochenta, procesos más o menos similares,
relacionados con la globalización económica y financiera, están
afectando también a los países del Sur [Korten , 1997] [10].
Todo lo cual está provocando importantes modificaciones en la
estructura social y en su distribución espacial. Se ha apuntado que
estamos en pleno proceso de transición de una "sociedad de clases"
a una de estratificación y exclusión [Alonso , 1995], en donde la
estructura familiar va perdiendo peso y en donde, en paralelo, se
incrementa el grado de atomización social. En el pasado,
especialmente durante la época fordista, la importancia numérica
del proletariado industrial, el sentimiento de pertenencia e
identidad colectiva que se daba entre sus miembros, la cultura
obrera que se desarrollaba en su seno, su cohesión y organización
interna, la existencia de pleno empleo, con carácter fijo, y la
reducida estratificación dentro de ella que auspiciaba la
estructura tecnológica existente, propiciaba la polarización
social. Polarización que se establecía primordialmente entre los
poseedores de los medios de producción, un conjunto bastante
limitado de la población, y aquellos que sólo disponían de la
fuerza de trabajo para vender en el mercado. Ello hacía que el
resto de sectores sociales, y en especial los pequeños
propietarios, se posicionasen más o menos cercanos de cada uno de
estos polos según la coyuntura histórica que se tratase.
Más tarde, la primera reestructuración postfordista (década de los
70 y gran parte de los 80), promovió el crecimiento de nuevas
"clases medias funcionales". Ello es resultado de la reorganización
de la actividad productiva -terciarización- y de la introducción de
una estructura tecnológica más compleja en la producción
industrial, que implicaba la estratificación y profesionalización
-cuadros medios- creciente, al tiempo que va desapareciendo el
componente de trabajo manual y disminuye el llamado proletariado
industrial. En paralelo se produce el progresivo declive de las
"clases medias patrimoniales" (relacionadas con la pequeña
actividad productiva), como resultado del incremento del peso de la
gran actividad económica. Este aumento de las "clases medias
funcionales" se da fundamentalmente en los espacios urbanizados, en
concreto en las principales concentraciones urbanas, y las "clases
medias patrimoniales" van menguando, con carácter general, y
quedando prioritariamente recluidas en los ambitos rurales o en el
sistema urbano inferior [Alonso , 1992], [Semav , 1996]. En el caso
español, se observa que este proceso, en especial en su componente
agraria, acontece principalmente en los espacios rurales de la
mitad norte peninsular, como resultado de la estructura de la
propiedad de la tierra (ver figura 20).
En los últimos años, se asiste a una progresiva descomposición y
dualización de la mítica sociedad de "clases medias", de estructura
en gran medida romboidal, que había caracterizado a las sociedades
del Norte de la posguerra. Y que en España se había consolidado,
con características propias, con un cierto retraso y más
debilitada. Hoy en día, las nuevas dinámicas de
"europeización"-globalización tienden a centrifugar esta
estructura, hacia arriba y especialmente hacia abajo, achatándola
en su dimensión horizontal, estratificándola al mismo tiempo de
forma más acusada en su dimensión vertical, y expulsando a sectores
crecientes hacia la base (en parte desconectada del resto) de una
nueva estructura con creciente forma piramidal, como resultado de
las dinámicas de precarización y exclusión. En esta nueva
estructura se descompone crecientemente el cemento unificador en el
interior de los diferentes estratos, debido a la cada día mayor
atomización social existente, a la pérdida de formas culturales
propias, en especial de la cultura popular y obrera, y a la
progresiva preponderancia de un sistema de valores dominantes,
impulsado desde los mass media, que es funcional con la lógica del
modelo imperante.
En este contexto, la cultura del trabajo ha dejado de tener una
función central en dotar de sentido vital e identidad a la
existencia individual y social. Paradójicamente entra en crisis la
mitología del trabajo que se había instaurado con la revolución
industrial. El trabajo -aunque cabría mejor decir la consecución de
empleo asalariado o dependiente- ha dejado de ser considerado como
un fin, para convertirse cada vez más en un medio, volátil, escaso
y constantemente cambiante, con el que conseguir dinero a fin de
poder acceder al consumo. Las identidades individuales y colectivas
que se generaban en torno al trabajo se difuminan, y pasan a girar
hoy en día en torno al consumo, modulando individualidades
abstractas y socialmente desconectadas [López Sánchez , 1997].
Dichas identidades individuales adquieren un carácter errante,
tornándose las subjetividades nómadas [Alonso , 1992]. Los sujetos
se sienten cada vez más solos, diluyéndose la sensación de
pertenencia a colectivos más amplios. El lugar de trabajo deja de
ser un espacio de solidaridad, para convertirse en uno de
competición. Al tiempo que los rescoldos de confrontación social,
o antagonismo, se van laminando, como resultado del triunfo de las
salidas individuales, del pragmatismo y del consenso en torno al
llamado "pensamiento único"[11]. Ello acentúa el énfasis en la
vivencia del presente, instalándose una especie de preponderencia
del presente continuo, por el miedo también a pensar el futuro.
"El actual sistema de bienestar familiar (en especial de la
población trabajadora) se basa en la prosperidad y ahorros 'del
pasado', la generación actual está viviendo de la prosperidad del
ayer de los padres. Puede que algunos hereden el piso en el futuro
y tengan un techo sobre sus cabezas. Pero las perspectivas se
vuelven peores, no mejores, a medida que nos acercamos al final de
siglo" [Petras , 1996]. De hecho, casi ocho de cada díez jóvenes
tienen una situación precaria [CAES , 1997]. Y ello es así a pesar
del, en general, cada día más alto nivel de "formación" de ésta; es
decir, de subjetividad técnica acorde con las necesidades del
modelo productivo. En concreto, el número de estudiantes ha pasado
de 700.000 en 1983 a 1.500.000 en la actualidad. Un salto
espectacular. En los últimos tiempos la universidad española ha
crecido a un ritmo de 50.000 estudiantes anuales, equivalentes a
dos universidades grandes a pleno rendimiento [Lamo de Espinosa
, 1997]. Los datos de Eurostat confirman que se trata del crecimiento
más importante en el conjunto de la UE en los últimos veinte años
[Blanco , 1997]. Lo que ha dado lugar a la proliferación de la
creación de centros universitarios por toda la geografía española,
si bien ésta se ha plasmado de manera más intensa en los espacios
más urbanizados. Hecho que induce a un mayor abandono aún de las
áreas rurales y semirrurales[12]. A lo que contribuye también la
concentración de la enseñanza secundaria que promueve la ESO,
especialmente en los núcleos rurales dispersos (en Galicia, p.e.).
Ello ha provocado un proceso de creciente desvalorización de los
títulos universitarios, en especial de aquellos provenientes de las
universidades públicas y periféricas, o asentadas en núcleos de
menor importancia. Al tiempo de que, en general, a los jóvenes se
les emplea a posteriori muy por debajo de su nivel educativo. "Nos
enfrentamos, por tanto, a una universidad pública que genera cada
vez más licenciados, más elementos baratos para la reproducción
mercantil en un entorno laboral precario, para una sociedad y una
economía de los servicios que precisa -para mantener altos niveles
de rentabilidad empresarial- personal altamente cualificado, pero
con elevados niveles de precarización, flexibilización laboral y
vulnerabilidad estructural" [Alonso , 1997]. En definitiva, la
universidad pública se está convirtiendo en una máquina de
preparación del nuevo "proletariado de servicios", que una
actividad productiva cada día más escorada hacia el sector
terciario necesita. Y está sirviendo también como lugar de
"aparcamiento" costoso (para las familias y el estado), con el
objetivo de que los jóvenes tarden más tiempo en engrosar las filas
del paro. Además, las reformas previstas apuntan a una mayor
participación del alumnado en la financiación del gasto
universitario (a través, p.e., de prestamos bancarios) [ASAS
, 1996].
Se podría decir, simplificando, que una vez que los hijos de la
llamada clase trabajadora acceden en gran medida a la universidad,
lo que supone un considerable sacrificio económico para los padres,
con el fin de obtener un título que les permitiera progresar en la
pirámide social, el valor de los mismos en el mercado simplemente
se ha desvanecido. Y es preciso recurrir a costosos títulos de
postgrado (Masters y similares), al objeto de poder estar mejor
situado en la parrilla de salida para conseguir un empleo mejor
remunerado, sin que ello sea ni mucho menos garantía de su
obtención o del carácter estable del mismo. En la última década, la
tasa de paro en licenciados universitarios se ha ido aproximando
sensiblemente a la media estatal. De hecho, la reproducción de las
élites de dirección de la actividad productiva y empresarial, o de
cargos de responsabilidad bien remunerados, se realiza (y se
realizará) cada vez más a través de los licenciados que generan las
universidades privadas, que empezaron a desarrollarse a finales de
los ochenta, y que hoy en día están en plena fase de expansión,
ayudadas también por un marco estatal de progresivo apoyo a estos
centros. Son los contactos y las relaciones sociales que propician
tales centros, y no tanto la calidad del conocimiento que imparten,
las razones que explican este fenómeno característico, hasta ahora,
del mundo anglosajón, y en especial de EEUU. Es curioso, que las
diez universidades privadas que existen en este momento se
concentren fundamentalmente en Madrid y Barcelona.
En definitiva, distintos estudios [Semav , 1996]; [Ayala , 1993] y
entidades -Cáritas- han venido situando la cifra de población
española afectada por la pobreza en torno a los ocho millones de
personas (aproximadamente el 20% de la población). Entre ellos, la
pobreza extrema y la exclusión (del orden de un 4% de la población
total) crece y se concentra fundamentalmente en las areas urbanas,
especialmente en los espacios metropolitanos; entre ellos, destacan
los casi 300.000 indigentes que habitan en la calle ("sin techo"),
la mayoría de los cuales se concentra en Madrid y Barcelona
[Cáritas , 1998] [13]. Un fenómeno hasta ahora residual y que en los
últimos años se está disparando, en las grandes regiones
metropolitanas, como resultado de una acumulación de procesos
(endurecimiento del mercado de la vivienda, intensificación de las
tendencias de precariedad y exclusión, desarticulación del tejido
social y de las redes de solidaridad...)
Entre los grupos de riesgo más afectados por la pobreza figura la
tercera edad (un 32% de los hogares bajo el umbral de pobreza)
[Ayala , 1993]. Asimismo, se constata una creciente tendencia hacia
la feminización de la pobreza. La tasa de pobreza es mayor en
hogares encabezados por mujeres que por hombres. Con lo cual si se
suma el factor edad, y la mayor longevidad de las mujeres, con la
variable de género, se observa un grupo especialmente vulnerable
que son las mujeres mayores que viven solas -muchas con las muy
reducidas pensiones no contributivas, y en algunos casos sin
ellas-. Sin embargo, empieza a constatarse también el crecimiento
de las tasas de pobreza en hogares encabezados por mujeres jóvenes,
en concreto de aquellas con cargas familiares, en gran medida
resultado de la paulatina quiebra familia nuclear. Este fenómeno
adquiere una especial relevancia en las metrópolis, no tanto por su
cuantía, pues su porcentaje (9,6%, sobre el conjunto de hogares)
es, por ahora, más o menos similar al del conjunto estatal, sino
por la especial dificultad de esta población femenina para acceder
al mercado de trabajo [Fdez Durán , 1993] [Alcázar et al , 1994].
De cualquier forma, todavía es pequeño, por ahora, el porcentaje de
hogares al frente del cual está una mujer si se compara con la
media comunitaria (16,9%). Aquí, la institución familiar todavía es
fuerte al igual que en Italia, Grecia, Portugal o Irlanda; sobre
todo si se le compara con el resto de los países de la UE, y en
especial con los países nórdicos[14]. El 83% de los hogares en España
corresponde a familias, mientras que la media en la UE es del 70%,
el porcentaje en Suecia es tan sólo del 56%, y en torno al 62% en
Dinamarca y Alemania [Eurostat , 1996b]. El aumento de la tasa de
pobreza en hogares monoparentales (femeninos) todavía es, pues,
menor que en otros países europeos, debido al más reducido número
de éstos, si bien aquí la situación de desprotección estatal es
mucho más acusada; y es muy inferior si se compara, p.e., con la
situación dramática que a este respecto se encuentran los EEUU
[Ayala , 1993], que empeora a pasos agigantados como resultado de
los recortes sociales aprobados recientemente. En toda Europa las
mujeres están sobrerrepresentadas en los grupos afectados por la
pobreza. En la UE, las mujeres representan el 55% del paro de larga
duración, el 85% de los hogares monoparentales, y el 80% de los
viejos dependientes de la seguridad social; en los hogares más
pobres de la UE dos de cada tres adultos son mujeres. Esta
situación se prevé que pueda fragilizarse y empeorar aún más, como
resultado de su posición en el mercado laboral y de las "reformas
estructurales" previstas, de recorte del gasto social, que
devolverán una parte importante del trabajo de cuidado otra vez al
hogar. Lo que tendrá dos consecuencias: fuerte aumento del paro
femenino (al afectar fundamentalmente al empleo del sector público,
con una fuerte presencia de mujeres), y aumento de las cargas y del
trabajo doméstico para las mujeres. Hechos que demuestran el
carácter precario de las conquistas alcanzadas por la mujer en las
últimas décadas [Pillinger , 1997], [Disilvestro , 1997].
Finalmente, un aspecto importante a resaltar en cuanto a la
estructura social ha sido la expansión en estos veinte últimos
años, y en concreto en la última década, de los inmigrantes de
otros países, en especial de fuera de la OCDE. Ya se comentó que
España en este periodo ha pasado de ser un país emisor de población
emigrante, a ser un territorio receptor de la misma. Y eso a pesar
de que España recrudece su política de inmigración a partir de 1985
(Ley de Extranjería), debido a su responsabilidad que como
estado-frontera tiene de cara a la contención, en el flanco sur, de
los flujos migratorios hacia la UE. Sobre todo desde el momento,
mediados de los setenta, en que el espacio comunitario deja de
necesitar la afluencia masiva de mano de obra del exterior, y se
inicia poco a poco la construcción de la llamada "Europa
Fortaleza". Restricciones que se recrudecen con la firma en 1990
por el gobierno español del Convenio Schengen, y del
establecimiento de cupos a partir de 1993.
Estas restricciones y normativas crean una situación anómala para
un colectivo que ascendía, en 1995, de acuerdo con las cifras
oficiales, a unos 230.000 inmigrantes "regularizados"[15]; los
residentes de los países del Norte (más del 90% proveniente de la
UE) alcanzaban, en esa fecha, del orden de 270.000 personas [INE
, 1996]. Si bien la cifra de "ilegales" (inmigrantes "no
regularizados") parece que alcanza una dimensión parecida, es
decir, otro cuarto de millón de personas [Sáez Valcarcel , 1997]. La
ausencia de ciudadanía española, y por supuesto comunitaria, de los
inmigrantes de fuera de la UE (y en especial de la OCDE), hace que
no sólo esta población periférica se vea sometida a los trabajos
más duros, los niveles salariales más bajos, y los trabajos más
precarios; sino que los mínimos derechos de que goza en general la
población española no les sean reconocidos (aún para los
"regularizados"), y se encuentre sometida a un constante acoso
administrativo y policial por parte del Estado. El extranjero pobre
sólo puede legitimar su estancia cuando su trabajo es considerado
necesario por el estado[16], no porque tenga ningún tipo de derechos.
Dentro de esa lógica un emigrante en paro es una anomalía. Cabe
resaltar la enorme dificultad que se plantea para estos inmigrantes
la posibilidad del reagrupamiento familiar.
Se está, pues, configurando poco a poco una sociedad multiétnica y
pluricultural sui generis, en especial en las metrópolis, o
espacios altamente urbanizados. La existencia de diversos
colectivos étnicos no quiere decir que las mismos se encuentren en
un plano de igualdad, como ya se ha comentado. Y lo mismo se podría
decir en cuanto a la pluralidad cultural, pues las diferentes
culturas de las poblaciones perifericas aquí presentes no tienen
posibilidad de expresarse abiertamente, ni encuentran espacios
donde desarrollarse adecuadamente, ni medios para no tener que
operar en inferioridad de condiciones.
España posee una de las tasas de fecundidad más bajas del mundo,
1,23 hijos por mujer -sólo superada por Hong Kong, con 1,21-
[Ordaz , 1997]; siendo necesaria una tasa del 2,1 para garantizar el
relevo generacional. En la UE dicha tasa es del 1,43, y sólo Italia
se aproxima a España con una tasa del 1,27. En el breve lapso de 20
años se ha pasado de tener una de las tasas de fecundidad más altas
de Europa occidental (prácticamente 3 hijos por mujer), a situarse
en el lugar más bajo del escalafón [Thurow , 1997]. Se ha apuntado
que "aquellas sociedades europeas que tienen mayor desarrollo de
los servicios del Estado del Bienestar y que tienen una mayor
participación de la mujer en el mercado laboral (tales como las
sociedades nórdicas de la UE) tienen unas tasas de fertilidad mucho
mayores que aquellas sociedades -como España e Italia- que tienen
escaso desarrollo de los servicios y una baja 8participación de la
mujer en el mercado laboral" [Navarro , 1997].
En el espacio europeo occidental la reducción de la natalidad se
produce a finales de los sesenta y primeros de los setenta. Más
tarde, se asiste a una cierta recuperación en algunos países. En
España el colapso en la natalidad se manifiesta en los ochenta
[Sánchez Mellado , 1997]. En la figura 21, donde se compara la
estructura de edad de la UE con la española, se puede observar
claramente este desfase en la caída de la natalidad, y su carácter
más rápido y abrupto en el caso español. Por lo que se podría
afirmar que en esta fuerte tendencia a la baja incide no sólo los
cambios de las pautas socioculturales -entre otros, el uso de
anticonceptivos y el nuevo papel de la mujer en la sociedad-, sino
también el paro y el miedo al futuro. Como afirma Leguina (1996),
las mujeres españolas quieren tener hijos, tal y como señalan las
encuestas, pero no se atreven.
La caída de la fecundidad se plasma en especial en las grandes
regiones metropolitanas: Barcelona, Madrid y triángulo vasco, todos
ellas por debajo de la media estatal, resaltando especialmente el
caso del país vasco (con 0,95 hijos por mujer). En las principales
conurbaciones, a pesar de la en general estructura de edad más
joven, se da un mayor retraimiento a tener hijos. En ello puede
influir la dureza de la vida en los espacios metropolitanos y la
consiguiente mayor tasa de actividad femenina. Lo cual ha hecho
que en los últimos tiempos se manifiesten actitudes por parte de
los responsables políticos de dichos territorios de impulsar la
natalidad[18]. El colapso de la fecundidad es particularmente grave
en los territorios más afectados por los procesos de
reestructuración (p.e., Asturias, con tan sólo 0,87 hijos por
mujer), o por el abandono y envejecimiento de la población
(Castilla-León con 1,05, o Aragón, con 1,11). Por el contrario el
índice de fecundidad es más alto que la media estatal en el arco
mediterráneo, en toda la mitad sur de la Península y en los
archipiélagos. En gran medida, allí hacia donde se ha orientado el
crecimiento en los últimos años [INE , 1996].
A pesar de los cambios socioculturales, tan sólo el 12% de los
hijos nacen fuera del matrimonio, cuando esta cifra es del 25% en
la UE y del 58% en Suecia. Aún así, el número de hijos habido fuera
del matrimonio se ha multiplicado por seis en veinte años [Leguina
, 1996]. Poco a poco se va configurando un universo familiar
caracterizado por menos niños, normalmente hijos únicos, nacidos de
padres cada vez más viejos. En los últimos años ha caído asimismo
de forma considerable la tasa de nupcialidad, en paralelo con lo
que ocurre en la UE. Por otro lado, a pesar del incremento en el
número de divorcios, el índice español todavía es la mitad que el
comunitario [De Vega , 1997], siendo más alto en los espacios
metropolitanos. De cualquier forma, debido a las dificultades
económicas que conlleva, el divorcio es una vía utilizada
fundamentalmente por los sectores de economía más saneada. Cabría
decir que, "si en el terreno reproductivo nuestra sociedad se ha
equiparado plenamente a las pautas de los países más desarrollados,
e incluso ha ido más lejos, en lo que se refiere a la cohabitación,
divorcialidad y fecundidad extramatrimonial exhibe claramente un
comportamiento sudeuropeo [...] Eso no significa que los fenómenos
del divorcio, la cohabitación o la fecundidad extramatrimonial no
hayan aumentado los últimos años entre nosotros" [Requena , 1994].
Mientras tanto, al otro lado del Estrecho, las sociedades del Norte
de Africa mantienen unas tasas de fecundidad superiores a tres
hijos por mujer, y las del Africa subsahariana unas tasas mucho más
altas, las más elevadas del mundo [FNUAP , 1990]. Ello hace que el
acusado crecimiento de población de dichos espacios, junto con la
desarticulación de sus economías locales, esté derivando en los
últimos tiempos en una intensificación de la presión de las
corrientes migratorias. Flujos que se llevan a cabo a pesar de las
políticas de contención que se intentan aplicar. El efecto
combinado de la reducción del crecimiento poblacional autóctono y
el aumento de la inmigración ha hecho que en el último quinquenio
la mitad del crecimiento demográfico total en España se deba a la
inmigración [Ordaz , 1997]. Este fenómeno se está produciendo en
toda la UE desde finales de los ochenta, donde los inmigrantes
apuntalan la caída de población propia en toda la Europa
comunitaria [Eurostat , 1996a]. De hecho estas dinámicas pueden
impedir la disminución de la población española, que como resultado
de la caída de la natalidad se augura ya para finales de este siglo
[Leguina , 1996].
En paralelo, se está produciendo un creciente envejecimiento de la
población. España es uno de los países del mundo con más alta
longevidad, situándose por encima de la media comunitaria. Y en
concreto, es el de mayor esperanza de vida en varones (75,4 años),
así como sólo las mujeres de Japón, Canadá y Francia tienen una
esperanza de vida superior a las españolas, que indudablemente son
más longevas (81 años) que sus compañeros varones [Leguina , 1996].
Sin embargo, las desigualdades en las tasas de mortalidad entre
clases sociales en España aumentaron en los ochenta, debido a que
las desigualdades en el estado de salud entre clases sociales se
han acrecentado. "Los más desfavorecidos pagan con su salud el
precio de la desigualdad social" [Benach , 1997]. Al tiempo que la
precariedad laboral en ascenso ha aumentado la accidentalidad y
mortalidad en el mundo del "trabajo". Esta situación puede verse
agravada en el futuro debido a la tendencia hacia la progresiva
desigualdad social que se va instalando, al hecho del incremento de
la pobreza y exclusión social de los sectores más desfavorecidos y
a los recortes del gasto social en sanidad (y privatización) que se
avecina. El previsible aumento del colectivo de los "sin techo"
agudizará probablemente este proceso, pues no en vano las Naciones
Unidas señalan que la esperanza de vida de las personas sin hogar
en Londres es inferior en más de 25 años al promedio nacional
respectivo [NNUU , 1996]. Y quizás puede que se produzca, en el
medio plazo, una inflexión en la esperanza de vida, en especial
para los sectores más desfavorecidos, similar a la que ha
acontecido en los países del Este, donde la degradación en las
condiciones de vida, y sanitarias, que está implicando la
transición hacia la sociedad de libre mercado, está derivando en un
fuerte incremento de la mortalidad.
En definitiva, los cambios demográficos de las últimas dos décadas
han alumbrado un panorama en el que cada vez hay menos niños, y por
lo tanto progresivamente habrá menos jóvenes, y cada día hay más
viejos. Lo cual incrementará la tasa de dependencia, por la acción
conjunta del descenso de jóvenes y el aumento de ancianos (pirámide
poblacional invertida). Es decir, que habrá menos jóvenes en el
futuro para mantener a una población crecientemente envejecida.
Estos hechos, junto con los cambios acontecidos en el ámbito
económico-productivo y en el mercado laboral, están provocando unas
transformaciones muy importantes en el seno de una unidad familiar
en constante mutación.
En el presente, se manifiesta un retraso progresivo en la edad de
emancipación. En la última década se ha elevado entre un 25% y un
30% el porcentaje de jóvenes empleados no emancipados, habiéndose
duplicado en los últimos veinte años. Si las cifras actuales se
comparan con las de países como Francia, Reino Unido o Alemania, en
el mejor de los casos España triplica el número de jóvenes
empleados sin independizarse. "Esto no se puede explicar por un
rasgo cultural arcaico y sí de poca estabilidad en el trabajo y
escasas perspectivas de solvencia económica. Ellos no se creen
estables y los que les pueden dar créditos tampoco les consideran
solventes" [Fdez Cordón , 1997]. Las familias, más permisivas que
antaño, actúan pues como la última red de solidaridad, permitiendo
además que los jóvenes puedan llegar a ahorrar, con el fin en
general de comprar una vivienda, para lograr emanciparse.
Emancipación que se da de forma prioritaria a través del
matrimonio. Ello retrasa, en el tiempo, la nupcialidad y la
fertilidad.
El logro de trabajo y vivienda son los requisitos fundamentales en
el proceso de emancipación juvenil. Pero cada vez son más los
jóvenes que habiendo accedido de una u otra forma al mercado de
trabajo, permanecen en situación de dependencia familiar, debido al
alto grado de precariedad existente en el mundo laboral. En las dos
últimas décadas se asiste primero a un fuerte incremento del
desempleo juvenil, hasta mediados de los ochenta, tendencia que
queda en cierta medida "paliada" con el acceso a empleos precarios
que se produce desde entonces. Si bien, a partir de esa fecha, es
cuando se dispara el mercado inmobiliario, lo que incide igualmente
en el retraso de la edad de emancipación [Requena , 1993].
Los hijos, que cada vez son menos, permanecen pues más tiempo en
casa, al tiempo que van desapareciendo progresivamente otros
parientes del círculo íntimo de convivencia doméstica (abuelos,
tíos u otros parientes), especialmente en los espacios altamente
urbanizados. Ello hace que tienda a disminuir el tamaño medio
familiar, al igual que en otros países del Norte, si bien quizás a
un ritmo inferior como resultado de los factores más arriba
reseñados. Por otro lado, los ancianos han incrementado su
inclinación a encabezar sus propios hogares, en algunos casos
obligados por circunstancias familiares [Requena , 1993]. Hasta
ahora han cambiado la dependencia familiar por la dependencia
estatal, pues la inmensa mayoría de ellos tienen derecho a
pensiones, si bien en general de una cuantía muy limitada, sobre
todo las no contributivas.
Hay pues un crecimiento lento, pero continuado, de los hogares más
simples (núcleos unipersonales o monoparentales), como consecuencia
también de la crisis de la familia nuclear, al tiempo que van
disminuyendo las estructuras familiares extensas o complejas
(varios núcleos familiares habitando bajo el mismo techo). En
especial van desapareciendo las formas "tradicionales" de
complejidad[19], en los ámbitos rurales o semirrurales, y apareciendo
-de forma más minoritaria- nuevas formas complejas "modernas",
fundamentalmente en las metrópolis. Ello acontece cuando se forman
nuevos núcleos familiares, a través del matrimonio, y ante la
dificultad de acceso al trabajo, o a la vivienda, la nueva pareja
permanece en casa de algunos de los progenitores. El aumento de
este tipo de hogares ha sido espectacular en Madrid, creciendo en
un 100% del 81 al 91, si bien su valor absoluto es bastante
limitado [Alcazar et al , 1994]. El balance general ha sido, a pesar
de todo, el de un fuerte aumento del número de nuevos hogares, que
ha superado con creces los dos millones en los últimos veinte años
(casi un 25% del total, cuando la población tan sólo se incrementó
en torno al 10%). Aumento que se ha plasmado, prioritariamente, en
los espacios altamente urbanizados [Requena , 1993] Lo que ha
derivado en un acusado descenso del tamaño medio familiar.
A pesar de todo, el tamaño medio familiar (o mejor cabría decir del
tamaño medio del hogar) en España se sitúa todavía en torno a 3,3,
bastante superior a la media comunitaria de 2,6. Dentro de la UE,
sin embargo, se dan contrastes acusados entre los países nórdicos,
como Suecia y Dinamarca, con 2,1 y 2,2 respectivamente, y los
países del sur como Portugal y Grecia, con un tamaño de 3,2 y 3,0
respectivamente. Aparte del caso atípico de una Irlanda, todavía
fuertemente católica y bastante menos urbana que la media de la UE,
con un 3,5 [Eurostat , 1996b]. En lo que se refiere a las
diferencias interterritoriales internas, el tamaño medio del hogar
es más alto que la media en Andalucía, Canarias, Cantabria, Galicia
y Murcia [INE , 1992].
En definitiva, el hecho de que la estructura familiar española sea,
todavía, más fuerte que en otros países del Norte, ha impedido,
hasta ahora, una mayor profundización de la crisis social. "La
familia se ha convertido [o reconvertido] en el eje de la nuevas
estrategias de supervivencia basadas en la endogamia [...] De la
mano del paro y la inseguridad, la familia ha vuelto por sus fueros
hasta convertirse en la columna vertebral de la solidaridad
intergeneracional" [Leguina , 1996]. Los recortes en las
prestaciones del Estado del Bienestar los está supliendo, hasta
ahora, la estructura familiar, que está actuando de colchón social.
El problema que se plantea es por cuanto tiempo podrá seguir
desempeñando este papel, cuando las perspectivas que se abren
apuntan a un endurecimiento del mercado laboral, y a un
adelgazamiento y progresivo tensionamiento de la familia nuclear,
que ahondará de forma previsible su crisis latente.
Dicho proceso ya está teniendo lugar desde hace años en otros
países del Norte, más avanzados en la senda del "desarrollo". En
especial en EEUU y Gran Bretaña, donde el endurecimiento del
mercado de trabajo, y la combinación de la desestructuración social
y familiar, junto con el desmontaje paralelo del Estado del
Bienestar, está derivando en la creación de un cóctel explosivo.
"En EEUU, el 32% de los hombres que tienen entre 25 y 34 años de
edad ganan menos de lo necesario para mantener una familia por
debajo del nivel de pobreza. Mientras los salarios masculinos están
disminuyendo, los costes de mantener una familia están en continuo
aumento. Los niños necesitan una educación cada vez más cara
durante periodos de tiempo cada vez más largos si quieren llegar a
alguna parte en la economía global actual [...] Los niños han
dejado de ser 'centros de beneficio' para ser 'centros de coste'
[...] La vía lineal patriarcal está económicamente acabada [...] El
propio sistema económico simplemente no permite que haya familias
al viejo estilo [...] La familia de clase media, con una sola
fuente de ingresos, se ha extinguido" [Thurow , 1997].
Todo ello está repercutiendo de una forma especialmente negativa,
a través de diferentes mecanismos, sobre las mujeres. Las tareas de
cuidado recaen especialmente sobre ellas, máxime ante las acusadas
insuficiencias del Estado del Bienestar en España, en especial en
relación a la familia. "España es el país de la UE que menos dinero
público dedica a la protección de la familia, con sólo un 0,72% del
gasto público corriente. Una minucia frente al 6,8% que dedica,
como media, el conjunto de la UE" [Sánchez Mellado , 1997]. La
mujer, en la práctica, es decir, la hija de los ancianos y la madre
de los niños, "es la que provee aquellos servicios de atención a
los ancianos, jóvenes e infantes, garantizados por el Estado del
Bienestar en otras sociedades europeas, y lo realiza a un enorme
coste personal, así como social y económico [...] [No por
casualidad] el sector de la población española que tiene mayor
número de enfermedades debidas al estrés son las mujeres de 35 a 55
años" [Navarro , 1997].
De esta forma, por todo lo apuntado, la regresión del Estado del
Bienestar, el endurecimiento y precarización del mercado de
trabajo, el debilitamiento del tejido social y la crisis de la
familia nuclear afectan de una manera especialmente intensa a las
mujeres, acentuando los procesos de feminización de la pobreza ya
señalados. Por lo que cabría señalar, que a los procesos de
desigualdad y estratificación social ya mencionados, que tienden a
agravarse en periodo actual, se suma, quizás por primera vez en la
historia, una peligrosa estratificación adicional en base al
género, que puede tener importantes implicaciones sociales a medio
plazo. Como, p.e., la posible aparición de un fenómeno nuevo en
nuestras metrópolis: los llamados meninos da rua (niños abandonados
en la calle), ante la dificultad de los hogares monoparentales
encabezados por mujeres de hacer frente a las responsabilidades de
cuidado infantil.
Fecha de referencia: 25-07-2000
Documentos > Globalización, territorio y población > http://habitat.aq.upm.es/gtp/arfer6.html |