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Una Tierra Abierta, Jesús Alonso Millán.
A lo largo del siglo XIX, el Antiguo Régimen va siendo
progresivamente arrinconado y la burguesía periférica -en un
principio de carácter comercial- impulsa el desarrollo industrial
que se concentra de forma prioritaria, pero no exclusiva, en
algunas ciudades; principalmente Barcelona -con el textil- y Bilbao
-con la siderurgía y la industria básica-, lo que hace que se
acelere su crecimiento urbano. Madrid, por aquel entonces, ejerce
su hegemonía pero sólo en el plano político, como sede de la Corte
y la burocracia del Estado, siendo su base industrial muy reducida
y ligada, en general, a las necesidades de la Corte. Será a partir
de mediados del siglo pasado, con la construcción de los
ferrocarriles y la acentuación del proceso industrial que ello
conlleva, así como la paralela entrada de capital extranjero que
demandaban estas actuaciones, cuando se consolida el papel de
Madrid como centro de dirección económica. De esta forma, se
localizan principalmente en la capital del Estado las primeras
Sociedades de Crédito, germen del sistema bancario español. Estas
instituciones financieras empiezan a canalizar, también, los
excedentes del capitalismo agrario español de cara a los proyectos
de expansión industrial [Tuñón de Lara , 1974].
El ferrocarril cumpliría, asimismo, un papel importante como
elemento unificador del mercado nacional, posibilitando el consumo
lejano de bienes perecederos, y activando -a través de su
construcción- los flujos migratorios campo-ciudad. Al tiempo que
promovería un progresivo incremento de la escala de producción, al
hacer factible abarcar un mercado nacional bastante más amplio que
los mercados locales o regionales, en los que antes se veía
obligado a operar la actividad manufacturera por las dificultades
de transporte. De igual modo, la función de Madrid como centro de
este mercado estatal quedaría realzada por su posición estratégica
como corazón de la red principal de comunicaciones -viaria y
ferroviaria-. La otra cara de la moneda fue que el desarrollo de
los caminos de hierro, y el de la paralela industrialización de la
economía española, provocó una fuerte demanda de carbón que tuvo
que ser satisfecha, durante un considerable periodo de tiempo,
importando este combustible fósil principalmente de Inglaterra,
ante la práctica inexistencia por aquél entonces de la minería de
carbón en el Estado español. Asimismo, hubo que importar los
carriles y el material móvil de los ferrocarriles que se
construían, lo que claramente beneficiaba a las potencias
industriales de la época [Fernández Durán , 1974].
De cualquier forma, la economía española seguiría teniendo un
fuerte componente agrario-rural hasta la primera mitad del siglo
XX, debido tanto a su carácter subordinado o dependiente, como al
pacto que se produce tras la Restauración entre el capitalismo
agrario e industrial, que desarrolla un modelo productivo de rasgos
en gran medida autárquicos en base a una política de sustitución de
importaciones. La concentración urbana es pues limitada, a pesar de
las dos desamortizaciones -la de bienes de la Iglesia y Comunales,
acometidas a lo largo del siglo, en 1837 y 1855, por Mendizábal y
Madoz respectivamente-, que contribuyeron al despoblamiento del
campo y a la proletarización del campesinado.
Entre un 15% y un 20% del territorio español pasó del régimen de
"manos muertas" a propiedad privada. Este proceso tuvo una
incidencia especial en la llamada "España interior", y apenas tuvo
un impacto significativo en la denominada "España húmeda". En
concreto, casi la tercera parte de Extremadura cambió de estructura
de propiedad. Lo cual contribuyó a profundizar aún más el carácter
latifundista manchego, andaluz y extremeño, que contrastaba con la
estructura en general minifundista de la Cornisa Cantábrica [Alonso
Millán , 1995]. Todo ello permitió la progresiva conversión en
mercancía de la tierra y el trabajo, y el paralelo cercenamiento de
las formas comunales de vida en dicho ámbito, hecho que sentaba las
bases para una progresiva expansión del mercado y la economía
monetaria.
El impacto ambiental del proceso desamortizador fue muy
considerable, pues estos cambios indujeron una "explotación rápida
y comercial sobre unos ecosistemas (los del interior, de carácter
frágil) muy poco adecuados para ello. No es casualidad que el final
del proceso desamortizador coincidiera con el comienzo de la
producción e importación masiva de fertilizantes" [Alonso Millán
, 1995]. Es de resaltar que las explotaciones comunales tenían un
marcado carácter conservacionista, pues se veían obligadas a
depender de los recursos locales para subsistir. En paralelo, gran
parte del espacio desamortizado se deforestó, permitiendo el
enriquecimiento rápido de sus nuevos propietarios, o la
amortización de los créditos contraídos para pagar los títulos de
la deuda pública del Estado. La Desamortización fue una vía para
reducir el alto nivel de endeudamiento en que había ido incurriendo
el Estado a lo largo de todo el siglo XIX, que se había acelerado
a resultas de la sangría económica provocada en el exterior por las
guerras y pérdidas coloniales, y en el interior por las guerras
carlistas.
El crecimiento poblacional a lo largo del siglo XIX fue
considerable. La población pasó de 12 a más de 18 millones de
habitantes, lo cual acentuó la presión humana sobre el entorno
ecológico. A lo largo de este periodo, más de siete millones de
hectáreas se pusieron en cultivo, especialmente de cereal. En la
segunda mitad del siglo, los regeneracionistas impulsan la política
agrícola de regadío para incrementar la productividad agraria.
Estos hechos derivaron en que quedase poco espacio para el ganado,
iniciándose un proceso de derrumbe paulatino del sistema ganadero
trashumante que había alcanzado su cota máxima durante el siglo
XVIII, y que se acelera con el fin de la Mesta (una institución del
Antiguo Régimen) en 1836. De cualquier forma, y a pesar del
crecimiento urbano que se da durante el siglo XIX, todavía un 70%
de la población tenía un carácter rural o semirrural al final del
mismo (ver cuadro 2). Con lo que se puede afirmar que, hasta
entonces, la mayoría del territorio y la población del país estaban
sujetos a un modelo de explotación basado casi exclusivamente en la
energía solar [Alonso Millán , 1995].
Cuadro 2: Evolución de la población española a lo largo del siglo XX (y distribución por tamaño de
nucleos)
1900 | 1910 | 1920 | 1930 | 1940 | 1950 | 1960 | 1970 | 1981 | 1991 | 199 6 | |
Rural (0-2000 hab) | 512533 3 | 509410 7 | 496334 8 | 485381 5 | 477659 6 | 470771 2 | 44408 68 | 37340 79 | 32460 09 | 3079 079 | 302 889 4 |
Semir rural (2000 -10000 hab) | 749585 2 | 790065 1 | 814953 5 | 867382 1 | 853917 8 | 876735 9 | 87782 78 | 76460 01 | 68687 25 | 6581 871 | 670 826 2 |
Urban o (1000 0-50000 hab) | 346237 4 | 400678 0 | 444455 5 | 535936 3 | 621421 2 | 601824 7 | 64384 16 | 76169 68 | 82467 85 | 9082 003 | 972 079 1 |
Urban o-metro polit ano (5000 0-50000 0) | 146023 6 | 180215 3 | 236988 2 | 283169 9 | 431447 0 | 521686 6 | 66025 14 | 88660 24 | 11941 976 | 1328 5846 | 131 730 68 |
Urban o-metro polit ano (>500 000) | 107283 5 | 118721 8 | 146123 1 | 195839 7 | 216982 2 | 340768 9 | 43228 60 | 60929 75 | 74427 65 | 7405 143 | 694 972 2 |
Total pobla ción | 186206 30 | 199909 09 | 213885 51 | 236770 95 | 260142 78 | 281178 73 | 30582 936 | 33956 047 | 37746 260 | 3943 3942 | 395 807 37 |
Ver también gráfico 2.
Así pues, era la población y la actividad económica que
progresivamente se iba concentrando en las ciudades, la que
demandaba una mayor cantidad de recursos de todo tipo
(combustibles, alimentos, materiales, agua...). Lo que acentuaba
de forma paulatina la presión humana sobre el territorio,
contribuyendo a la artificialización, especialización y
simplificación de los ecosistemas, y a la consiguiente pérdida
de biodiversidad. La "huella ecológica" de las ciudades se iba
extendiendo sobre el territorio nacional (y fuera del mismo)
conforme la concentración urbana crecía. Por otro lado, medidas
como la nueva ordenación administrativa provincial de la primera
mitad del XIX, contribuyen también a impulsar un paulatino
incremento poblacional en las capitales de provincia, por la
concentración de los servicios administrativos que ello supone.
Este progresivo crecimiento urbano, en especial en las grandes
ciudades, rompe hacia mediados de siglo los límites precisos de
los recintos amurallados de la ciudad medieval (Madrid derriba
en 1869 la cerca levantada por Felipe IV) [Terán , 1992]. La
necesidad de expansión, junto con las nuevas necesidades de
movilidad, interna y externa, el interés de regular la actividad
de construcción inmobiliaria, y las exigencias sanitarias, hacen
que la nueva ciudad del XIX presente una morfología urbana
totalmente distinta de la ciudad tradicional. Las mallas
ortogonales de los nuevos Ensanches, y las amplias y largas
avenidas, marcan una clara ruptura con la estructura laberíntica
y angosta de los cascos medievales. Lo cual, a su vez, acentúa
la demanda de materiales de todo tipo que su construcción exige.
A pesar de todo, el impacto espacial del modelo productivo y de
poblamiento español era, y aún hoy en día todavía es,
considerablemente inferior al que se daba, y se da, en los
territorios cuna de la revolución industrial, Gran Bretaña y
Centro Europa. Y eso que los ecosistemas peninsulares son
sustancialmente más frágiles que los centroeuropeos. Las razones
cabría hallarlas en el menor desarrollo económico español (y
menor grado de urbanización) respecto del núcleo central europeo,
máxime en ese periodo, y en la mucho menor densidad de población
existente en nuestro territorio; especialmente en amplias
extensiones del mismo, como se verá con mayor detalle más
adelante.
De hecho la "huella ecológica" del crecimiento urbano-industrial
británico y centroeuropeo alcanzaba claramente en el siglo XIX
a diversos lugares del territorio español. Dentro del continuo
agrario-rural español, al margen de los núcleos urbanos
existentes, fueron surgiendo islas minero-industriales,
impulsadas en la gran mayoría de los casos por capital y
tecnología extranjera, y desconectadas del resto del tejido
productivo, cuyo destino era satisfacer la demanda de materias
primas de las potencias europeas. Entre ellas destacan los
yacimientos de piritas de Río Tinto (los mayores del mundo por
aquella época), o los de mineral de hierro de enclaves de Murcia
y Vizcaya. Paulatinamente esa "huella ecológica" se fue ampliando
alcanzando a áreas cada vez más amplias del planeta.
Conforme avanza el proceso industrializador-urbanizador en el
Estado español, se acentúan también las demandas de materias
primas (en especial, pero no exclusivamente, recursos
energéticos) de territorios de la Periferia, ante la incapacidad
de encontrar parte de los mismos dentro del territorio español.
Ello implica que cuando, a finales del pasado siglo (1898),
España pierde los prácticamente últimos retazos (Cuba,
Filipinas...) de su otrora amplísimo imperio colonial, se vea
"impelida" a embarcarse en la creación de un pequeño imperio de
"segunda generación" (Marruecos, Sahara, Ifni, Guinea...), para
obtener mineral de hierro, fosfatos... [Alonso Millán , 1995].
Proceso que implicó conflictos bélicos prolongados e importantes
tensiones sociales internas.
A principios de este siglo se activan los flujos migratorios
hacia las grandes urbes, debido al impulso industrial que
significó el auge económico provocado por la demanda de los
países implicados en la Primera Guerra Mundial [Viñas , 1972].
Además, la nueva producción de energía eléctrica mediante
corriente alterna, permite su transporte a largas distancias,
incentivando la concentración urbana de la industria. Todo ello
promueve un paulatino abandono del interior peninsular,
exceptuando sus principales ciudades, y en especial Madrid (que
superaba el medio millón de habitantes en 1900), y supone un
importante crecimiento poblacional de la Cornisa Cantábrica y
Cataluña, donde se concentra gran parte de la industria; en
algunos de cuyos sectores tiene una importante presencia el
capital extranjero. De esta forma, Barcelona también sobrepasa
los 500.000 habitantes con el cambio de siglo. Más tarde, durante
la Dictadura de Primo de Rivera, se asiste a lo que se ha llegado
a calificar como el verdadero ensayo general de la Gran
Intensificación de los sesenta, sobre todo en lo que a
construcción de obras hidráulicas (incluido el desarrollo de
regadíos)[1] y carreteras se refiere. En esa época se crean las
Confederaciones Hidrográficas, a propuesta de Lorenzo Pardo.
Finalmente, durante la Segunda República (cuando Madrid alcanza
el millón de personas)[2] se publica, en 1933, bajo la inspiración
también de Lorenzo Pardo, el ambicioso Plan Nacional de Obras
Hidráulicas, en donde por primera vez figura el trasvase
Tajo-Segura. El crecimiento demográfico sigue siendo intenso en
la primera mitad de este siglo (casi diez millones de incremento
de población entre 1900 y 1950; ver cuadro 2).
Pero no sería hasta después de la Guerra Civil, una vez que se
sofoca la revuelta popular con el advenimiento del Franquismo,
cuando se inicia un fuerte proceso industrializador que tendría
su reflejo en el crecimiento de las principales aglomeraciones
urbanas. En un primer momento, durante la etapa de la autarquía,
este nuevo empuje industrial procedería primordialmente del
Estado, a través del INI, orientándose gran parte de sus
inversiones, por decisión política, hacia Madrid. Ciudad que pasa
a convertirse en el tercer núcleo industrial de importancia,
detrás de Barcelona y Bilbao. El Estado, pues, se convierte en
esta etapa en el principal agente industrializador, ante la
debilidad de la burguesía industrial española.
El Plan de Estabilización abría las puertas, con ciertas
restricciones, a la inversión extranjera, a la que daba garantías
de todo tipo y se le reconocía el derecho a la repatriación de
beneficios. Igualmente, el plan suponía un paso considerable en
la liberalización y desregulación económica, estableciendo
importantes mecanismos de libre cambio con el exterior. Esta
apertura al exterior posibilitó un crecimiento espectacular de
la economía española, que entre 1961 y 1973 creció a un ritmo
medio de más del 7% anual acumulativo, lo cual permitió acuñar
el término de "milagro español" [Montes , 1993]. La apertura
permitió beneficiarse de la fuerte expansión en esos años de las
economías del Norte. Se podría decir que España cumplió en ese
periodo, en cierta medida y salvando las distancias, el papel que
han desempeñado en los últimos años los denominados Nuevos Países
Industrializados. La inversión que impulsó este crecimiento se
concentró fundamentalmente en el sector industrial, en lo que se
conocen como sectores básicos tradicionales -siderurgia,
construcción naval, cemento, automoción, química de base, línea
blanca, textil, fertilizantes, papeleras...-; la mayoría de ellos
muy intensivos en energía y altamente contaminantes. En paralelo,
se produjo una importantísima mecanización de la actividad
agraria, un incremento del tamaño medio de las explotaciones, y
una progresiva introducción de las técnicas de la llamada
"revolución verde"[5]. Lo cual permitió el auge de la
productividad agrícola y ganadera, a expensas del aumento de la
dependencia de los insumos externos y de la profundización del
impacto ambiental.
Este marco económico primaba claramente la actividad industrial
y urbana, en detrimento de las áreas rurales. De hecho, el campo
servía desde la posguerra para bombear capitales hacia las
principales concentraciones urbanas, donde tenía lugar la
inversión y el crecimiento, y en las que se podían obtener unas
mayores tasas de rentabilidad. Todo ello generó unas fuertes
corrientes migratorias campo-ciudad, que ya se habían iniciado
en los cincuenta tras el periodo de estancamiento económico de
los años cuarenta. En los sesenta más de tres millones de
personas emigraron de las áreas rurales a las principales
aglomeraciones urbanas. La población no urbana cayó del 50%
aproximadamente en 1950, al 33,5% en 1970 (ver cuadro 2). La
emigración agraria adquirió tal dimensión, sobre todo en lo que
al pequeño campesinado se refiere -aunque también había
jornaleros de Andalucía y Extremadura-, que la creación de empleo
asalariado en el ámbito de la producción industrial, la
correspondiente en el sector de la construcción -que operaba a
toda máquina en las principales ciudades y en la costa, como
resultado del boom del turismo-, y la mucho menor en el sector
terciario, eran incapaces de absorber toda la población activa
(fundamentalmente no asalariada) que el mercado hacía salir del
campo. De esta forma, en la década de los sesenta, un millón de
trabajadores tuvieron que emigrar, orientándose de forma
prioritaria a los principales países de la Europa occidental, y
especialmente a la CEE [Fdez Durán , 1993].
Es preciso recordar que en los sesenta se produce un crecimiento
poblacional muy intenso, quizás la tasa de crecimiento más rápida
de toda la historia (ver cuadro 2), sobre todo si se tiene en
cuenta la dimensión de la migración externa. Esta explosión
demográfica se había iniciado ya en los cincuenta, aunque venía
siendo alta desde los años veinte, y se prolonga en los setenta,
cayendo bruscamente a partir de entonces, como se señalará más
adelante. Cabría quizás correlacionar esta expansión poblacional
con la mejora del poder adquisitivo, la situación de "pleno
empleo", facilitada asimismo por la migración externa, y los
valores culturales de la época. Al mismo tiempo, la esperanza de
vida experimenta un salto muy considerable, superando los 72 años
en 1970 (cuando en 1940 tan sólo era de 50,1 años, y a principios
de siglo no llegaba a los 40 años) [INE , 1996].
Por otro lado, el tipo de crecimiento económico generaba una
creciente dependencia de la economía española del exterior, en
términos de recursos, especialmente energéticos, pues el modelo
productivo que se instauraba demandaba, para su funcionamiento,
una cantidad creciente de energía[6] y materias primas de todo
tipo. Así como también en cuestión de bienes de equipo, es decir,
de la estructura básica, de gran componente tecnológico, de los
principales procesos productivos, ya que éstos se importaban
fundamentalmente del exterior. Lo cual hace que, a pesar de la
progresión que experimenta la exportación de bienes
manufacturados, la balanza comercial española pase a tener un
importante déficit comercial a primeros de los setenta, cuando
en 1960 manifestaba un superávit. Déficit que se podía compensar
por la fuerte entrada de divisas que proporcionaba la expansión
del turismo, y por las remesas que los emigrantes enviaban
prioritariamente desde los países de la Europa occidental.
Las inversiones industriales de capital extranjero se localizan,
en general, en los centros urbanos más importantes y, en
concreto, en sus tres núcleos principales: Madrid, Barcelona y
Bilbao[7]. Así, en los sesenta, se asiste a un intenso proceso
urbanizador de los grandes núcleos urbanos, consolidándose la
creación de las primeras áreas metropolitanas, que amplían su
función de dominio sobre espacios cada vez más amplios del
conjunto estatal. Tras las tres principales áreas metropolitanas
ya mencionadas (dos de las cuales, Madrid y Barcelona, superan
los tres millones de personas a lo largo de los sesenta), se
sitúan, de lejos, Sevilla y Valencia, quedando más descolgadas,
tanto por su volumen de población como por su potencia económica:
Málaga, Zaragoza y Valladolid, por lo que sólo cabe hablar en
estos casos, y en esa época, de incipiente metropolitanización.
El sistema urbano no metropolitano crece ligeramente, en términos
de población absoluta, primordialmente debido al crecimiento
vegetativo, siendo los principales flujos migratorios procedentes
de núcleos rurales o semirrurales [López Groh , 1988] (ver también
cuadro 2). Ello conlleva un amplio abandono de extensas áreas del
territorio interior: vastas zonas de las dos Castillas, del sur
de Aragón y, en menor medida, Extremadura, con lo que esto supone
de deterioro y destrucción de un patrimonio edificado rural
construido con un enorme esfuerzo humano durante generaciones.
Andalucía, sin embargo, expulsa importantes contingentes de
población, pero su alto índice de natalidad hace que no pierda
población total, es más, ésta crece ligeramente en el periodo.
Esta intensa concentración urbana, con una acusada macrocefalia,
acentúa los desequilibrios regionales y ocasiona una fuerte
demanda de inversión pública en infraestructura -de transporte,
hidráulica...- y vivienda; con el fin de hacer frente a las
necesidades del nuevo modelo productivo y a los graves problemas
que se generan en las grandes concentraciones urbanas, ante una
avalancha humana que se produce en tan corto periodo de tiempo.
Entre estas necesidades destaca, en especial, la creciente
demanda de transporte motorizado que ocasiona el nuevo modelo
productivo y territorial que se va configurando (figuras 3 y 4).
La inversión pública en infraestructuras de transportes se
orienta, en un primer momento, a reforzar las redes interurbanas,
favoreciendo las actuaciones en red viaria sobre el ferrocarril;
el transporte por carretera de viajeros y mercancías supera al
ferrocarril a mediados de los sesenta (figura 4). De acuerdo con
las directrices del Informe del Banco Mundial sobre la economía
española de 1962, que afirmaba: "insistimos en que se conceda la
máxima prioridad a las rutas de gran tráfico y a los medios de
transporte que circulan por ellas" [EDT , 1977]. Esta política
respondía a dos razones. Por una parte, favorecer las conexiones
de los puntos fuertes del territorio, las grandes concentraciones
urbanas, de acuerdo con la lógica del capital privado que se
orientaba hacia las mismas, y con el fin de dar respuesta a la
fuerte expansión de la movilidad motorizada interurbana. Y, por
otra parte, garantizar los intereses de la industria del
automóvil y del transporte por carretera en general -petróleo,
neumáticos...- pilar fundamental del ciclo de crecimiento
fordista[8] de la posguerra mundial. A finales de los sesenta, y
ante la incapacidad del Estado -debido a la baja presión fiscal
existente- para hacer frente a las fuertes necesidades de
inversión en infraestructuras de transporte interurbano, se acude
al capital privado en unas condiciones enormemente favorables
para éste -pues se permite recurrir en parte al endeudamiento
exterior con el aval del Estado-, para la construcción de la red
viaria de gran capacidad: las autopistas de peaje. Además, en
esos años el Estado tiene que abordar igualmente una importante
inversión en infraestructura de transporte urbano, imprescindible
para hacer viable el funcionamiento interno de las metrópolis
[Fdez Durán , 1980].
La actuación del Estado se dirige, asimismo, entre finales de los
50 y primeros de los 60, a la creación -directa o indirecta- de
vivienda pública que permitiera hacer frente al descontento
social que generaba el desarrollo de barrios de chabolas en los
suburbios de las grandes ciudades, y en general a dar respuesta
a las agudas necesidades de vivienda que existían en esos años.
Esto contribuyó, asimismo, a la consolidación de las empresas
privadas del sector de la construcción y al desarrollo del sector
inmobiliario. Lo cual hace posible que, desde mediados de los
sesenta, y ante el incremento del poder adquisitivo de la clase
trabajadora, propiciado por el boom económico en dicha época, se
asista a un importante crecimiento del mercado libre de vivienda
en las periferias metropolitanas, al ofrecer un producto
"asequible" para los bolsillos populares aprovechando el menor
precio del suelo. Si bien, a costa de una pérdida importante de
accesibilidad a los centros urbanos, y por consiguiente con la
"obligación" paralela de compra de vehículo privado ante la
pésima calidad, en aquella época, de la oferta de los transportes
colectivos periurbanos y la cada día mayor necesidad de
transporte urbano motorizado, como resultado de la creciente
especialización del espacio y del incremento de la distancia de
los viajes a realizar.
Más tarde, las relaciones comerciales de la economía española con
la CEE se intensifican desde primeros de los setenta, como
consecuencia de la firma del llamado Acuerdo Preferencial en
1970[9]. Ello incentiva la afluencia de una considerable inversión
industrial exterior, especialmente de capital estadounidense y
japonés, con vistas fundamentalmente a la exportación, ante las
posibles ventajas que se podrían derivar de la previsible futura
incorporación del Estado español a la CEE. Se utilizaba una vía
indirecta, para sortear las dificultades que levantaba la
estructura comunitaria a su presencia, con el fin de penetrar en
el gran mercado europeo, aprovechando paralelamente unos costes
laborales sustancialmente inferiores. El sector estrella de esta
actividad inversora fue la industria del automóvil -Ford, General
Motors, Nissan, Suzuki...-, que convertiría al Estado español,
en pocos años, en el quinto productor mundial de automóviles.
La petición formal de ingreso en la CEE se realiza por el
gobierno de UCD en 1979, con el apoyo de todas las fuerzas
económicas y políticas. Desde Bruselas, se plantean una serie de
demandas previas al ingreso, entre las que destaca la necesidad
de una profunda reconversión industrial para adecuar el aparato
productivo español de la gran industria básica a los
requerimientos de la "nueva división internacional del
trabajo"[10]; en línea con las políticas que se estaban
instrumentando desde hacía años en la CEE, en los sectores
industriales en los que precisamente se condensaba el grueso de
la actividad industrial española. Redimensionando a la baja, o
directamente suprimiendo, en algunos casos, su capacidad
productiva, con el objetivo paralelo de no sustraer cuota de
mercado a lo que quedaba, tras la reestructuración, de la
industria básica comunitaria. Además, la productividad de la
industria básica comunitaria era muy superior a la española, y
ello hacía preciso una fuerte inversión paralela en capital para
poder competir en una mayor igualdad de condiciones. Lo que
ocasionaba, a su vez, un mayor desplazamiento de factor trabajo,
pues esas inversiones intensificaban la productividad a costa de
suprimir mano de obra.
Cuadro 3a: Evolución de la población, el empleo y el paro (en
miles)
19641 | 19762 | 1985 | 1990 | 1996 | |
1. Población ocupada total | 11452,3 | 12653,5 | 10420,0 | 12619,8 | 12601,8 |
Población asalariada | 6937,1 | 8867,3 | 7306,5 | 9372,5 | 9479,8 |
Agricultura | 1156,6 | 796,8 | 538,4 | 470,2 | 366,1 |
Industria | 2499,5 | 3088,2 | 2285,2 | 2620,7 | 2199,2 |
Construcción | 770,7 | 1038,3 | 550,4 | 980,7 | 924,6 |
Servicios | 2510,3 | 3944,1 | 3932,4 | 5300,9 | 5989,9 |
Población no asalariada3 | 4515,2 | 3786,2 | 3123,6 | 3247,3 | 3120,0 |
Agricultura | 2788,6 | 1923,5 | 1227,9 | 950,3 | 693,8 |
Industria | 564,5 | 360,6 | 282,4 | 340,2 | 331,0 |
Construcción | 94,9 | 189,4 | 218,3 | 267,2 | 374,7 |
Servicios | 1067,2 | 1331,5 | 1382,0 | 1689,6 | 1792,6 |
2. Parados | 230,0 | 704,2 | 2934,0 | 2424,3 | 3495,4 |
3. Población activa (1+2) | 11682,3 | 13357,7 | 13345,5 | 15044,1 | 16097,2 |
4. Tasa de paro (2/1+2+) | 2,0% | 5,3% | 22,0% | 16,1% | 21,7% |
5. Población total | 30636 | 36155 | 38586 | 384264 | 39037 |
Cuadro 3b: Evolución de la población ocupada por sectores
Población ocupada | 1964 | 1964 | 1976 | 1976 | 1985 | 1985 | 1990 | 1990 | 1996 | 1996 | UE 1996 |
cantida d | % | cantida d | % | cantidad | % | cantidad | % | cantida d | % | % | |
Agricultura | 3945,2 | 34,5 | 2720,3 | 21,5 | 1766,3 | 17,0 | 1420,5 | 11,3 | 1059,9 | 8,4 | 5,2 |
Industria | 3064,0 | 26,7 | 3448,8 | 27,2 | 2567,6 | 24,6 | 2960,9 | 23,5 | 2530,2 | 20,1 | 30,3* |
Construcción | 865,6 | 7,6 | 1227,7 | 9,7 | 768,7 | 7,4 | 1247,9 | 9,8 | 1299,3 | 10,3 | |
Servicios | 3577,5 | 31,2 | 5275,6 | 41,6 | 5314,4 | 51,0 | 6990,5 | 55,4 | 7782,5 | 61,2 | 64,5 |
Total | 11452,3 | 100,0 | 12653,5 | 100,0 | 10420,0 | 100,0 | 12619,8 | 100,0 | 12601,8 | 100,0 | 100,0 |
De 1976 a 1985 se destruyeron más de 2,2 millones de puestos de trabajo, la gran mayoría en la
primera mitad de los ochenta, lo que llevó el número de parados a los tres millones de personas,
situándose la tasa de paro por encima del 22%; cabe recordar que el paro era del 5,3% en 1976 y de
tan sólo 1,5% en 1971 (ver cuadro 3) [Fernández Durán , 1993]. Dicha tasa de paro del 22%, más del
doble de la media comunitaria en esas fechas, resalta la especificidad del caso español, destacando
su carácter periférico respecto del centro europeo, situándose su tasa de desempleo más cerca, en
general, de los países de la Periferia que del Centro[11]. Lo cual es una muestra clara de la
debilidad del tejido productivo español, sobre todo ante las fuertes acometidas modernizadoras.
De los puestos de trabajo destruidos, un millón aproximadamente lo fueron en la industria, a pesar
de la inversión no comunitaria más arriba apuntada que se produce en este periodo. Y otro millón
aproximadamente se perdió en el campo, en donde continúa la expansión de la gran actividad
agropecuaria (agrobusiness) a costa en general de la producción agraria tradicional. En la
construcción se pierde del orden de medio millón de empleos, debido al fuerte descenso de las
corrientes migratorias hacia las ciudades, resultado de la crisis, al menor crecimiento económico,
al estancamiento del turismo y a la menor inversión pública que se da en esos años [Fernández Durán
, 1993].
En este periodo destaca, aparte de la reconversión industrial determinada por la "nueva división
internacional del trabajo", lo que se ha venido a denominar la reestructuración postfordista de la
gran actividad industrial que permanece en territorio español. Esta pasa por una intensificación
de la inversión en capital -incorporación a las cadenas de producción de la robotización y la
microelectrónica-, que permite incrementar enormemente la productividad, a costa de amortizar factor
trabajo e incrementar el consumo de energía; en paralelo con una descentralización hacia otras
unidades productivas -en el plano regional o estatal-, de mucho menor tamaño, de aquellas fases más
intensivas en mano de obra o menos cualificadas[12]. Lo cual iba a suponer una reducción muy fuerte
de la mano de obra empleada en el espacio central de la producción industrial, una redefinición de
su estructura y composición, y una reubicación espacial importante del empleo industrial. Este se
destruye en las localizaciones previas de la Gran Fábrica fordista -de carácter más central-, y se
desparrama por las periferias metropolitanas, o por pequeños núcleos urbanos, y hasta semirrurales
en algunos casos, dando lugar a la aparición del fenómeno de la "Fábrica Difusa" sobre el
territorio.
Todo lo cual supone una mayor intensidad energética, un cambio en la estructura de la demanda de
la energía y una reestructuración de las fuentes de energía primaria, como resultado, esto último,
de la crisis energética que se da en dicho periodo. Y ello a pesar de la reducción de la capacidad
de producción de la industria básica y del débil crecimiento económico de esos años. Por un lado,
se produce un fuerte incremento de la demanda de energía eléctrica -a resultas principalmente de
la reestructuración postfordista-, y un cambio en las fuentes de energía primaria que se utilizan
para su generación, sustituyendo fuel por energía nuclear. En ese periodo se acomete una fortísima
inversión en equipamiento nuclear. Y, por otro lado, se observa un notable incremento del volumen
de mercancías transportado, resultado de la intensificación de las relaciones económicas con el
exterior y de la reubicación espacial del tejido productivo [Fernández Durán , 1993].
El bajo ritmo de crecimiento durante esta década (1% aproximado de media) [Montes , 1993], supone
un freno a las tendencias de concentración urbana. La destrucción de empleo se concentra
fundamentalmente en las grandes áreas urbano industriales, es decir las áreas metropolitanas, en
especial en lo que a la industria y a la construcción se refiere. Las tasas de paro más altas (por
encima de la media estatal), en esos años, se dan en las cinco provincias donde se sitúan las
principales áreas metropolitanas (Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia y Sevilla). Los espacios
metropolitanos, que habían sido los lugares centrales de la producción industrial durante el modelo
de crecimiento fordista, y en donde se había concentrado este tipo de empleo durante el boom
económico de los 60 y primeros años 70, pasan, durante la crisis y la reestructuración, a
transformarse en los espacios "privilegiados" donde se concentra el paro [López Groh , 1988].
Este hecho supone, junto con la carestía de vida en las áreas metropolitanas, un freno para los
movimientos migratorios de las áreas rurales o semirrurales hacia el sistema urbano superior, y un
cambio de signo de éstos en algunos casos. Al no actuar estas grandes concentraciones urbanas como
imanes, por la ausencia de oportunidades de empleo, para los excedentes de población que es
desalojada del campo por el proceso de modernización agraria. Barcelona y Bilbao, p.e., crecen por
debajo de su crecimiento vegetativo, es decir expulsan población. En estas dos metrópolis es donde
se ceba principalmente la destrucción de empleo industrial, pues son los espacios más afectados por
la reconversión -textil, siderurgia, naval...-. Madrid, Valencia y Zaragoza, mantienen cierto nivel
de crecimiento, pero muy inferior al del periodo 60-75. La industria en estas áreas, aunque con un
fuerte retroceso de empleo, resiste mejor la crisis, por no ser una industria básica o de cabecera,
y tener un carácter más moderno y diversificado. Sólo Sevilla y Málaga aumentan su ritmo de
crecimiento, pero influenciado esto por ser polos de atracción del elevado paro agrario que se
manifiesta en Andalucía, especialmente en el caso de Sevilla, o ser foco de desarrollo del turismo,
circunstancias que concurren en el área de influencia de Málaga, y también por el crecimiento
vegetativo, al tener unas tasas de natalidad por encima de la media estatal [López Groh , 1988]
[Castells , 1990 a].
A ello se añade la falta de capacidad inversora del Estado[13], que hasta entonces se había orientado
primordialmente hacia las grandes áreas metropolitanas, lo que implica otro elemento desacelerador
de los procesos de concentración urbana. Además, el Estado interviene también activamente para
frenar el aluvión potencial de la población excedente agraria hacia el sistema urbano superior, con
el fin de no agudizar las tensiones sociales. Estableciendo subsidios para que estos excedentes
agrarios permanezcan en sus lugares de origen, en especial en Andalucía y Extremadura. De esta
forma, se instituyen transferencias billonarias de rentas hacia el mundo rural, a través del Régimen
Especial Agrario de la S.S.: "Las ciudades están pagando billones para evitar que les crezcan
suburbios de inmigrados sin trabajo al modo latinoamericano" [López Groh , 1988].
Al mismo tiempo, se produce un "crecimiento hacia abajo" [López Groh , 1988], ligado a todos estos
hechos y a otro factor adicional: la descentralización -o deslocalización- productiva, relacionada
con la reestructuración postfordista de la Gran Fábrica. Una parte se implanta en las periferias
metropolitanas, generando tejidos industriales de pequeña empresa satélites de la nueva Gran Fábrica
postfordista, aprovechando la existencia de un mercado de trabajo paralelo (o degradado), debido
a los mayores índices de paro en estas zonas (bastante por encima de las medias metropolitanas, ya
de por sí altas), en donde se presentan diferentes grados de subterraneidad. Y otra, pasa a
localizarse fuera de las zonas de influencia de las metrópolis, en núcleos urbanos medianos o
pequeños, y en algunos casos hasta semirrurales, aprovechando los bajos costes laborales en estas
áreas y la existencia de una fuerza de trabajo -en su mayor parte femenina- barata y no conflictiva;
un ejemplo de este proceso es el textil[14]. Como consecuencia de todas estas tendencias, las ciudades
medianas y pequeñas, en general, aumentan de población en esos años.
Por otro lado, y como ya se ha apuntado, en este periodo se asiste a una cierta implantación de
algunas grandes unidades productivas, ligadas al capital transnacional, especialmente no europeo.
Estas grandes plantas industriales no se localizan, en general, en los espacios metropolitanos, sino
que se orientan hacia núcleos intermedios, o semirrurales, si bien a una cierta distancia de centros
urbanos importantes; es el caso de la Ford, en Almusafes, la General Motors en Figueruelas... De
cualquier forma, las sedes centrales de estas localizaciones industriales, se asientan en los
espacios metropolitanos y, en concreto, en Madrid.
Mientras tanto, en las áreas metropolitanas, especialmente en aquellas de mayor tamaño: Madrid y
Barcelona, se inician los procesos para su transformación en regiones metropolitanas. Hecho que es
incentivado por: la expansión de la Fábrica Difusa por el territorio, ya comentada; la aparición
de nuevas formas de distribución comercial -"grandes superficies"-, dominadas prioritariamente por
el capital europeo, y en concreto francés, que en esa época empiezan a desarrollarse, si bien
todavía tímidamente, y que adoptan una clara tendencia hacia la localización suburbana, conectada
a las grandes infraestructuras viarias; la irrupción, aún bastante limitada, de nuevas tipologías
de crecimiento residencial -viviendas unifamiliares y chalés adosados- en las periferias
metropolitanas, orientadas hacia los sectores de rentas más altas; y el inicio del salto -que más
tarde se consolidará con mucha más fuerza- hacia una mayor terciarización de las áreas centrales.
El empleo terciario es el único que crece, muy tenuemente, en el periodo 1976-1985 (ver cuadro 3).
El crecimiento urbano periférico, en especial en las metrópolis, es enormemente dependiente -y en
algunos casos absolutamente cautivo- del transporte por carretera en general, y del transporte
privado en particular; lo que provoca un mayor consumo de derivados del petróleo en el sector
transporte, y eso aún a pesar de los precios comparativamente más altos de éstos durante el período.
Paralelamente, en estos años irrumpe un fenómeno nuevo: se disparan los déficits de los transportes
colectivos de las grandes ciudades; especialmente de las grandes áreas metropolitanas -Madrid y
Barcelona- donde existen redes de Metro[15]. Estos déficits llegan a alcanzar un volumen muy
considerable -al igual que ya venía ocurriendo en otras regiones metropolitanas de los países de
Centro-, y tienen que ser sufragados por el Estado, que destina cuantiosos recursos relativos para
enjugar sus pérdidas.
El proyecto europeo, a partir de entonces, se va adentrando, cada vez de una manera más manifiesta,
en ámbitos que exceden el puro marco económico-comercial, de ahí su cambio de denominación a partir
de entonces, pues pasa a llamarse simplemente Comunidad Europea (CE). Estos cambios culminarían
posteriormente con las transformaciones político-institucionales que se deciden acometer en
Maastricht (1991), cuando se aborda la creación de la actual Unión Europea (UE), en donde además
de concretar de manera detallada el camino a seguir para el acceso a la moneda única (primer pilar,
o Unión Económica y Monetaria -UEM-), se esboza el contenido del proyecto europeo en áreas que
desbordan ya claramente el ámbito económico. De esta forma, se define lo que debe llegar a ser la
Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), segundo pilar, y la Política de Justicia e Interior
Común, o tercer pilar.
En lo que se refiere al marco global, en este último periodo se procede también a una importantísima
transformación, la firma de los llamados acuerdos de la Ronda Uruguay del GATT (1994), y la creación
consiguiente de la llamada Organización Mundial del Comercio (OMC), que funciona plenamente desde
enero de 1995. La tercera pata de Bretton Woods, que había quedado recortada en su día, al no haber
adquirido rango institucional propio, de acuerdo al derecho internacional, quedaba ahora ya
ultimada, y dispuesta a impulsar una desregulación sin precedentes del comercio mundial. El nuevo
GATT-OMC, aparte de promover una aún mayor liberalización del comercio de productos manufacturados,
iba a eliminar crecientemente las restricciones al libre comercio mundial en nuevos ámbitos:
agroalimentario, servicios (incluyendo capitales), y textil. Al tiempo que reglamentaba de una
manera expresa los derechos de propiedad intelectual a escala planetaria.
En paralelo, asimismo, en estos años se asiste a la configuración de distintos mercados regionales
planetarios de ámbito supraestatal: Tratado de Libre Comercio -entre Canadá, EEUU y México-; APEC
-American-Pacific Economic Community-; Mercosur; Pacto Andino... Estos mercados supraestatales
impulsan una lógica similar en ámbitos más limitados, y se puede afirmar que ambos procesos son como
las dos caras de una misma moneda: la globalización económica.
Todo lo cual va a tener una enorme importancia de cara a la reestructuración del aparato productivo
y el sistema territorial mundial, europeo y por supuesto español. A escala global porque se crea,
ayudado también por las nuevas tecnologías de la información y comunicación, un entorno
progresivamente idóneo[16] para que el capital financiero, así como la producción y distribución a
gran escala, de carácter transnacional, operen de forma creciente al margen y por encima de las
estructuras estatales, reduciendo las restricciones y reglamentaciones impuestas por los
Estados-nación. Hecho que ocasiona que la producción "local" se oriente cada vez más hacia los
mercados supraestatales y mundiales, lo que provoca una especialización de territorios y hasta de
países en la división internacional del trabajo. Esta globalización económica incide adicionalmente
en la aceleración de los procesos de urbanización en todo el mundo, especialmente en los países del
llamado Tercer Mundo, donde ya se venía intensificando sustancialmente desde los años setenta, como
resultado de su integración cada vez más profunda en la lógica de la Economía Mundo [Fdez Durán
, 1993].
A nivel europeo, se consolida un terreno de juego -cada día más amplio por las sucesivas
incorporaciones de estados miembros y la extensión del área abarcada por el MU y de su zona de
influencia más directa[17]- favorable para que prospere la gran actividad económica transnacionalizada
europea, con el objetivo adicional de proyectarse con más fuerza a escala planetaria. Al tiempo que
amplía sustancialmente los ámbitos en los que puede actuar el capital privado continental, y
restringe paralelamente las áreas sometidas a la acción del estado. Ello está suponiendo la
progresiva desestructuración de los mercados locales, regionales y estatales, y por consiguiente
de la actividad productiva que aún operaba de cara a dichos ámbitos, y su sometimiento creciente
a la lógica del MU europeo y del libre mercado mundial. Estos procesos están provocando,
paralelamente, una profunda reconversión del sistema de ciudades y de la estructura territorial,
que se habían ido consolidando históricamente respondiendo a otras lógicas previas.
En lo que se refiere al Estado español, ahora más que nunca, lo que aquí acontece está
sobredeterminado por la lógica del proyecto europeo y la dinámica de la Economía Global. Los últimos
diez años han significado un verdadero salto cualitativo en la integración y supeditación del
aparato productivo y el sistema territorial español a las dinámicas supraestatales, y no se pueden
analizar ni comprender los cambios experimentados en ellos sin situarlos dentro de esas dinámicas
más generales.
El establecimiento del MU está propiciando los procesos de concentración -fusiones y adquisiciones
de empresas- y globalización, al tiempo que promueve una creciente división y reparto del trabajo
en el plano europeo. Y, en paralelo, fomenta la desregulación económica y social, para intentar
impulsar el crecimiento económico. Este es por otro lado el camino, de corte neoliberal, que se está
siguiendo, con distintos ritmos, en diferentes lugares del planeta. En la UE, este marco pretende
adicionalmente mejorar la competitividad de las grandes empresas europeas frente a los otros dos
grandes bloques económicos -EEUU y Japón-.
El MU está significando, asimismo, el desmantelamiento industrial y agrícola de las regiones menos
productivas, y aumentando las desigualdades existentes entre los países y especialmente regiones
de la Europa comunitaria. La concentración de la producción y los avances tecnológicos, más que
propiciar la convergencia real entre países y regiones y un desarrollo económico homogéneo, tienden
a separarlos y a hacer más acusados los contrastes entre las zonas "ricas" y "pobres". De hecho,
desde la propia administracción se aceptaba, desde sus inicios, que "la puesta en funcionamiento
del MU en 1993, cuyos efectos globales para la economía de la CE se espera que sean positivos, puede
generar una dinámica de concentración de actividades económicas en las zonas más prósperas de la
CE (en la llamada Golden Banana, o "plátano dorado"[18]), aumentando los desequilibrios y desajustes".
y se resaltaba, asimismo, que "las regiones y Estados periféricos serán los más afectados por estos
efectos no deseados" [SEH , 1989]. De hecho, las desigualdades regionales que se han ensanchado a
lo largo de los últimos 40 años se han polarizado entre espacios "centrales y periféricos" desde
principios de los 80 [Delgado y Sánchez , 1998].
Los beneficios de estos procesos no están repercutiendo pues por igual en todas las empresas ni en
todos los ciudadanos, y por supuesto no se reparten de forma isótropa por el territorio comunitario.
Se destruye empleo en las pequeñas y medianas empresas tradicionales, al desaparecer los mercados
locales y regionales donde éstas están más protegidas. Por otro lado, la propia creación de grandes
consorcios conlleva, en general, una considerable eliminación de puestos de trabajo. Las economías
de escala favorecen a los más grandes, que se benefician del incremento de la producción, al ser
los que pueden conseguir unos costes de elaboración, distribución y comercialización más bajos.
Claro que esta mayor "eficacia" de los más grandes es así porque no se internalizan los crecientes
"costes externos" económicos, sociales y ambientales que este modelo productivo implica.
Especialmente el incremento imparable de movilidad motorizada que promueve, con la consiguiente
demanda de nuevas infraestructuras que ello supone. Infraestructuras de elevado coste de ejecución
y mantenimiento -sufragado por el conjunto de la sociedad-, y alto impacto ambiental. Desde la
propia CE ya se había señalado que "todo crecimiento económico conduce a un acelerado crecimiento
de intercambios y del tráfico" [GT 2000 Plus , 1991]. Lo cual no es sino el reflejo espacial de la
expansión de la producción y distribución a gran escala, que acaba con los mercados locales y
concentra la producción, al tiempo que amplía el área de mercado cubierta por la misma.
Incrementando, por consiguiente, los desplazamientos motorizados de todo tipo (y en especial el
transporte por carretera y aéreo), y alejando progresivamente la distancia entre el productor y el
consumidor.
La llamada Acta Unica (1986) que instituía el MU, refuerza toda la batería de lo que se conoce como
fondos estructurales -FEOGA, FEDER, FSE-, cuyo objetivo era fomentar el "desarrollo y ajuste
estructural" de las zonas de "bajo desarrollo" o afectadas por la reconversión industrial,
duplicando la cuantía de los fondos destinados a esta finalidad. Una parte importante de los cuales
se dedica a la construcción de infraestructuras. El objeto de estos fondos es crear las condiciones
para que pueda prosperar un mercado supranacional, incorporando, de forma subordinada, aquellas
áreas "menos desarrolladas", es decir, más autónomas o autosuficientes, con una economía más local
y menos monetarizada, a las demandas que impone la consolidación del MU. O bien, garantizar la
reestructuración y la formación profesional de la fuerza de trabajo excedentaria, a los nuevos
requerimientos productivos en las zonas en proceso de reconversión industrial [Aedenat , 1994].
Por otro lado, el MU al propiciar la libre circulación de servicios (de telecomunicaciones,
transportes, correos, bancarios, seguros...), genera la exigencia de liberalización y/o
privatización de estas actividades, que en muchos casos tienen, o tenían, un carácter público.
Especialmente de aquellos ámbitos de estos servicios que presentan perspectivas de rentabilidad.
Además, al instituirse un mercado más amplio, por el hecho de suprimir las barreras estatales, se
generan las condiciones para que los principales grupos económicos comunitarios puedan crear grandes
empresas, que les permitan enfrentarse en mejores condiciones a los grandes consorcios
estadounidenses y japoneses que operan en el sector servicios. Sin embargo, la creación de estos
grandes grupos privados está llevando normalmente aparejada la reducción y precarización de
importantes volúmenes de empleo.
El crecimiento que genera todo este tipo de procesos ha llegado a ser calificado por las propias
Naciones Unidas como "crecimiento sin empleo" [PNUD , 1993]. Hoy en día, crecimiento e inversión
(orientada al incremento de la productividad) no son sinónimo de creación de empleo (asalariado o
"autónomo" dependiente). Es más, si el crecimiento no alcanza una determinada tasa, que cada vez
el componente tecnológico eleva más hacia arriba, el crecimiento y la inversión no sólo no generan
empleo neto, sino que en muchos casos lo destruyen y precarizan. Y esta destrucción no sólo alcanza,
como hasta hace poco, a otras formas de producción autónomas o de pequeña escala, sino que en los
últimos tiempos se produce cada vez más en el seno del propio ámbito del trabajo asalariado (fijo),
especialmente dentro de la gran actividad económica y su ámbito de influencia. En paralelo, se
asiste a la proliferación de nuevas formas de relaciones laborales de carácter precario: empleos
temporales, trabajo a tiempo parcial, subcontrataciones, autoempleo..., que se relacionan directa
o indirectamente con la dinámica de la gran actividad productiva, cuya expansión no logra saldar
la destrucción global de empleo estable que se produce.
Todas estas dinámicas afectan de una manera especial al Estado español. Por un lado, por las malas
condiciones en que se produce la integración en la CE en 1986[19]. La CE, y en concreto los
principales países y grupos económicos que operan dentro de la misma, consiguen un acuerdo
ampliamente favorable para sus intereses. Pero para los sectores hegemónicos españoles la
incorporación, como ya se ha apuntado, era un elemento clave para la defensa de sus intereses, al
lograr una mejor articulación con la Economía Mundo, ya que se pasaba a formar parte de uno de los
bloques dominantes, aunque fuera jugando un papel subalterno en éste. En el curso de pocos años tuvo
que desmantelarse toda la protección frente a los países comunitarios y reducirse, al mismo tiempo,
frente al resto del mundo, pues el proteccionismo de la CE respecto del mercado mundial era más bajo
que el español [Montes , 1993]. En un momento, además, en que la desregulación se aceleraba en todos
estos ámbitos. El desarme arancelario favorecía especialmente a la industria de la CE, de mayor
componente tecnológico, productividad y escala. Amén de que los procesos de concentración que iba
a estimular el MU, iban a orientar la localización (concentración) de parte de las grandes
instalaciones industriales hacia el corazón de la Europa comunitaria, ya que ello redundaría en una
reducción de los costes de transporte para abarcar un mercado más amplio.
Por otro lado, el marco de integración resultaba también muy beneficioso para la agricultura de la
CE, pues el acuerdo de adhesión no sólo imponía duras condiciones para la agricultura española de
tipo continental, redundante con aquella comunitaria del mismo carácter, donde se producían fuertes
excedentes, sino que demoraba en principio en el tiempo la penetración sin restricciones de los
productos agrícolas mediterráneos, los únicos competitivos del agro español. Además, la propia
agricultura continental española se encontraba en una situación de clara inferioridad respecto de
la comunitaria, por el escaso tamaño medio de sus explotaciones y menor productividad, derivada
tanto de su menor componente tecnológico, como de las precipitaciones más reducidas y menor calidad
de muchos de sus suelos.
Todo ello hace que la balanza comercial experimente rápidamente un acusado deterioro[20], situándose
en pocos años el déficit comercial español en el primero del mundo en términos per cápita; y eso
a pesar de la mejora que experimenta la balanza energética, como consecuencia de la caída de los
precios del petróleo. Este descalabro se produce a causa del brusco cambio de los flujos de comercio
con la CE, que pasan de tener un componente favorable para el Estado español en 1985 (en una
importante medida debido a la exportación de automóviles alcanzada durante el periodo anterior),
a manifestar un desequilibrio bastante superior al billón de pesetas en 1990. Lo que ha hecho
exclamar que más que entrar el Estado español en la CE, fue la CE la que irrumpió en éste [Lamarca
, 1995]. Esto significa que se fomenta la producción, y en menor medida el empleo, en los principales
países de la CE, a costa de la producción y el empleo propios. Ello permitiría explicar en parte
por qué el paro en España es el doble que la media comunitaria. Además, el PIB industrial español,
p.e., cae de una forma más acusada que la media comunitaria [Fdez Durán , 1996].
Al mismo tiempo se asiste a una importante inversión industrial y comercial comunitaria que pasa
a comprar o controlar muchas de las principales empresas españolas, para integrarlas en sus
estructuras productivas, o cerrarlas con el fin de disminuir la competencia interna, aprovechando
sus redes de distribución y comercialización para acceder más fácilmente al mercado español y dar
salida a sus propios productos. Lo cual acentúa la dependencia del capital foráneo y el control del
aparato productivo por parte de éste, agudizando el carácter periférico de la economía española.
Pero aparte de esta inversión directa en la compra o control de empresas, que no en inversiones de
nueva planta, en el periodo de 1986 a 1991, que se llegó a conocer como el "quinquenio de la
euforia", se produce una avalancha de capitales externos que tiene como destino la especulación en
Bolsa, aprovechando su fuerte revalorización en esos años, y la compra masiva de patrimonio
inmobiliario -edificios, terrenos...-. Esto último desata la espiral de los precios de los productos
inmobiliarios -viviendas, oficinas, suelo...-, que ven dispararse su valor monetario en dicho
periodo. Incentivado todo ello también por la repentina masa de capital español que, liberado de
su vinculación a la actividad productiva (como resultado de la venta de sus empresas), se orientó
hacia el sector bursátil e inmobiliario, donde se daban las condiciones para ganancias más
sustanciosas, reforzando el carácter especulativo de la "reactivación" económica en esos años
[Naredo , 1993a]. Y es en esa importantísima inyección de capital foráneo, que poseía un fuerte
componente especulativo, donde se puede encontrar en gran medida la explicación del intenso
crecimiento de la economía española en dicho periodo, que crece sustancialmente por encima de la
media comunitaria, inmersa por otro lado en el miniboom de la segunda mitad de los ochenta.
Todo ello induce a unas fuertes transferencias de riqueza de los sectores no propietarios de bienes
inmobiliarios hacia los propietarios de los mismos, abriendo un brecha de enormes consecuencias
sociales. Y produce una fuerte propensión al consumo de los sectores favorecidos, que se manifiesta
en una intensa demanda de bienes de consumo de lujo -p.e. coches de gran cilindrada de origen
comunitario o vehículos cuatroxcuatro-. Factor que agrava adicionalmente el déficit comercial. Al
tiempo que provoca un fuerte endeudamiento de los sectores no propietarios si quieren acceder, por
ejemplo, a la compra de un bien básico como la vivienda; y eso para los sectores "privilegiados"
que disponen de empleo fijo y una nómina considerable.
Sobre este escenario influye, adicionalmente, el ingreso de la peseta en el Sistema Monetario
Europeo -SME-. Por un lado, porque el tipo de cambio adoptado (sobrevalorando el valor de la divisa)
resulta contraproducente para la evolución del comercio exterior. Y, por otro, porque los altos
tipos de interés existentes y las fuertes ganancias especulativas que experimentaban las inversiones
extranjeras, provocaban intensas entradas de capital (de alta volatilidad) que presionaban al alza
a la peseta. Dándose la paradoja de que en dicho periodo la peseta se sitúa en la banda superior
del SME, apreciándose respecto de las monedas comunitarias. Igualmente, las altas tasas de interés
agravan los problemas de endeudamiento de la pequeña actividad productiva, familias y Estado.
Más tarde, entre 1992 y 1994, se produce una cascada de devaluciones de la peseta, en paralelo con
los ataques de los mercados financieros sobre las divisas europeas, que hacen prácticamente saltar
por los aires el SME, al menos tal y como estaba concebido entonces. En este periodo queda patente
la debilidad de nuestra divisa, que se devalúa del orden de un 25%. Hecho que provoca fuertes
alteraciones económicas, pues se pierde, en ese porcentaje, capacidad de compra con respecto al
resto del mundo. El crecimiento económico cae bruscamente y el porcentaje de paro, que había bajado
ligeramente durante los años de la euforia (del 22% al 16%, al tiempo que se incrementaba el paro
de larga duración y la eventualidad), se vuelve a disparar alcanzando el 24% en 1994. Sin embargo,
la brusca alteración en el tipo de cambio permite frenar la progresión del déficit comercial, e
incluso reducir en cierta medida su cuantía, al encarecerse considerablemente las importaciones y
facilitar una mejor salida a las exportaciones. Lo que junto con la llegada de los Fondos de
Cohesión contemplados en el Tratado de Maastricht y el fuerte incremento del volumen de turismo,
propiciado por la devaluación de la peseta y la perdida de atractivo de otros destinos turísticos[21],
permite, por el momento, volver a recomponer el equilibrio de la balanza por cuenta corriente. El
turismo se ha más que duplicado en los últimos veinte años, superando los 43 millones de visitantes
anuales y el 10% del conjunto del PIB, convirtiéndose España en la tercera potencia turística
mundial (por detrás de Francia y EEUU) [EL PAIS , 28-1-1998].
Desde entonces, la política económica, fuertemente condicionada por la necesidad de cumplir con los
criterios de convergencia de Maastricht para acceder a la moneda única, y vigilada cada vez más de
cerca por los mercados financieros, no ha hecho sino profundizar en su deriva por la senda
neoliberal. Especialmente desde que en 1992 se instaura la libre circulación de capitales, y en 1994
se aprueba la independencia del funcionamiento del Banco de España respecto del poder político.
Maastricht define una Europa fundamentalmente monetaria, más que económica, con un enorme poder del
Banco Central Europeo, y los diferentes países se ven obligados a caminar, como pueden, hacia el
horizonte de la UEM.
La Europa monetaria definida en Maastricht, en paralelo con la creciente preponderancia a escala
planetaria de los llamados mercados financieros[22], que condicionan cada día de una manera más
palpable las políticas económicas de los diferentes estados, junto con las recomendaciones de las
instituciones financieras y económicas internacionales (FMI, BM, OMC y OCDE, principalmente), están
obligando a la implantación de una política económica neoliberal. Esta política vendría definida
por los siguientes ejes: desregulación, flexibilización y precarización de los mercados laborales;
privatización creciente del sector público; recortes de los gastos sociales; orientación del gasto
público hacia la creación de infraestructuras; reformas fiscales que favorecen a las rentas del
capital y gravan las rentas del trabajo; apertura del abanico salarial y reducción de la gran
mayoría de los salarios; privatización de los sistemas públicos de pensiones; desregulación
ambiental para impulsar el crecimiento... En definitiva, una política económica que está en
consonancia con el creciente predominio, a escala estatal, europea y planetaria, de la gran
actividad económica, europea y global, y que está sometida a los dictados del capital especulativo
internacional a través del funcionamiento de unos mercados financieros cada vez más globalizados.
Las transformaciones sobre la estructura del empleo y de la actividad económica de este periodo
(1985-1996) quedan sumariamente recogidas en los cuadros 3 -a y b- y 4. Aunque más adelante se
incidirá con más detalle sobre estas transformaciones, conviene resaltar los siguientes aspectos:
creciente pérdida de importancia económica de la actividad agrícola y fuerte caída del empleo en
el sector (más de 700.000 puestos de trabajo, fundamentalmente no asalariados); pérdida de peso de
la actividad industrial y del empleo industrial, con ligera pérdida absoluta del mismo en el
periodo, siendo considerable la destrucción de empleo asalariado industrial tras el repunte que se
dio en torno al cambio de década; importante incremento de la actividad y el empleo en el sector
de la construcción; acusada progresión de la actividad y el empleo en el sector servicios (una parte
importante, en la segunda mitad de los ochenta, en el sector público); y considerable aumento del
empleo asalariado, en concreto hasta principios de los noventa, prioritariamente también en el
sector servicios, con un fuerte componente temporal y precario (especialmente, entre otros, en el
subsector turístico). El paro, pues, manifiesta una acusada resistencia a reducirse como resultado
de la dificultad de generar empleo en la década de los noventa, y del aumento de la población
activa, a pesar de que el PIB se incrementa casi un 40% (en pts constantes) a lo largo de la década
[SGPC , 1997].
Cuadro 4: Estructura del PIB por sectores (en %)
Años | Agricultura | Industria | Construcción | Servicios | Total |
1964 | 17,1 | 33,4 | 7,8 | 41,7 | 100 |
1976 | 9,3 | 33,1 | 9,5 | 48,1 | 100 |
1985 | 6,2 | 30,2 | 6,7 | 56,9 | 100 |
1990 | 4,9 | 27,5 | 9,7 | 57,8 | 100 |
1996 | 3,7 | 24,9 | 8,3 | 63,1 | 100 |
UE | 2,4 | 31,9* | 65,7 | 100 |
Todo lo apuntado es pues el marco general en el que insertar el análisis de las transformaciones
recientes acontecidas en los aspectos relativos al modelo territorial y a la estructura social y
demográfica española, y el elemento de referencia para contrastar cómo estos procesos están
afectando, también en estos ámbitos, a escala europea y mundial. Indudablemente teniendo en
consideración que esas transformaciones se producen sobre estructuras previamente conformadas, en
proceso constante de mutación y cuya configuración concreta está íntimamente relacionada con las
carácterísticas de los territorios sobre los que se despliegan estos procesos.
Fecha de referencia: 25-07-2000
Documentos > Globalización, territorio y población > http://habitat.aq.upm.es/gtp/arfer2.html |