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Documentos > Globalización, territorio y población > http://habitat.aq.upm.es/gtp/arfer2.html

De la revolución industrial a la integración en la UE


Cuando las aptitudes del territorio son forzadas y se le exige más de lo que puede dar, los resultados saltan a la vista. Los ecosistemas pueden permitir según su especificidad unos aprovechamientos y no otros.

Una Tierra Abierta, Jesús Alonso Millán.



Los cambios acontecidos hasta el Plan de Estabilización de 1959


Es a partir del siglo XIX, cuando se activa el proceso urbanizador ligado al desarrollo de la industrialización, si bien con un sustancial retraso e intensidad en relación con otros países europeos. La población urbana, a pesar de lo comentado, se situaba tan sólo en torno al 10% de la población total a principios del siglo XIX, que alcanzaba los doce millones de personas por esas fechas, manifestando por tanto un muy fuerte componente rural [López de Lucio , 1995]. Y las principales ciudades, ya por entonces Madrid y Barcelona, no alcanzaban a principios del XIX los 200.000 habitantes [Terán , 1992]. La razón de este hecho habría que buscarla en el carácter tardío y dependiente de la industrialización española, respecto de los países del viejo continente que habían sido la cuna del capitalismo industrial. Esta relación, de "Periferia del Centro", en esta etapa, se mantendrá hasta nuestros días, y no se puede entender ni analizar la evolución del modelo productivo y territorial español sin tenerla en cuenta.

A lo largo del siglo XIX, el Antiguo Régimen va siendo progresivamente arrinconado y la burguesía periférica -en un principio de carácter comercial- impulsa el desarrollo industrial que se concentra de forma prioritaria, pero no exclusiva, en algunas ciudades; principalmente Barcelona -con el textil- y Bilbao -con la siderurgía y la industria básica-, lo que hace que se acelere su crecimiento urbano. Madrid, por aquel entonces, ejerce su hegemonía pero sólo en el plano político, como sede de la Corte y la burocracia del Estado, siendo su base industrial muy reducida y ligada, en general, a las necesidades de la Corte. Será a partir de mediados del siglo pasado, con la construcción de los ferrocarriles y la acentuación del proceso industrial que ello conlleva, así como la paralela entrada de capital extranjero que demandaban estas actuaciones, cuando se consolida el papel de Madrid como centro de dirección económica. De esta forma, se localizan principalmente en la capital del Estado las primeras Sociedades de Crédito, germen del sistema bancario español. Estas instituciones financieras empiezan a canalizar, también, los excedentes del capitalismo agrario español de cara a los proyectos de expansión industrial [Tuñón de Lara , 1974].

El ferrocarril cumpliría, asimismo, un papel importante como elemento unificador del mercado nacional, posibilitando el consumo lejano de bienes perecederos, y activando -a través de su construcción- los flujos migratorios campo-ciudad. Al tiempo que promovería un progresivo incremento de la escala de producción, al hacer factible abarcar un mercado nacional bastante más amplio que los mercados locales o regionales, en los que antes se veía obligado a operar la actividad manufacturera por las dificultades de transporte. De igual modo, la función de Madrid como centro de este mercado estatal quedaría realzada por su posición estratégica como corazón de la red principal de comunicaciones -viaria y ferroviaria-. La otra cara de la moneda fue que el desarrollo de los caminos de hierro, y el de la paralela industrialización de la economía española, provocó una fuerte demanda de carbón que tuvo que ser satisfecha, durante un considerable periodo de tiempo, importando este combustible fósil principalmente de Inglaterra, ante la práctica inexistencia por aquél entonces de la minería de carbón en el Estado español. Asimismo, hubo que importar los carriles y el material móvil de los ferrocarriles que se construían, lo que claramente beneficiaba a las potencias industriales de la época [Fernández Durán , 1974].

De cualquier forma, la economía española seguiría teniendo un fuerte componente agrario-rural hasta la primera mitad del siglo XX, debido tanto a su carácter subordinado o dependiente, como al pacto que se produce tras la Restauración entre el capitalismo agrario e industrial, que desarrolla un modelo productivo de rasgos en gran medida autárquicos en base a una política de sustitución de importaciones. La concentración urbana es pues limitada, a pesar de las dos desamortizaciones -la de bienes de la Iglesia y Comunales, acometidas a lo largo del siglo, en 1837 y 1855, por Mendizábal y Madoz respectivamente-, que contribuyeron al despoblamiento del campo y a la proletarización del campesinado.

Entre un 15% y un 20% del territorio español pasó del régimen de "manos muertas" a propiedad privada. Este proceso tuvo una incidencia especial en la llamada "España interior", y apenas tuvo un impacto significativo en la denominada "España húmeda". En concreto, casi la tercera parte de Extremadura cambió de estructura de propiedad. Lo cual contribuyó a profundizar aún más el carácter latifundista manchego, andaluz y extremeño, que contrastaba con la estructura en general minifundista de la Cornisa Cantábrica [Alonso Millán , 1995]. Todo ello permitió la progresiva conversión en mercancía de la tierra y el trabajo, y el paralelo cercenamiento de las formas comunales de vida en dicho ámbito, hecho que sentaba las bases para una progresiva expansión del mercado y la economía monetaria.

El impacto ambiental del proceso desamortizador fue muy considerable, pues estos cambios indujeron una "explotación rápida y comercial sobre unos ecosistemas (los del interior, de carácter frágil) muy poco adecuados para ello. No es casualidad que el final del proceso desamortizador coincidiera con el comienzo de la producción e importación masiva de fertilizantes" [Alonso Millán , 1995]. Es de resaltar que las explotaciones comunales tenían un marcado carácter conservacionista, pues se veían obligadas a depender de los recursos locales para subsistir. En paralelo, gran parte del espacio desamortizado se deforestó, permitiendo el enriquecimiento rápido de sus nuevos propietarios, o la amortización de los créditos contraídos para pagar los títulos de la deuda pública del Estado. La Desamortización fue una vía para reducir el alto nivel de endeudamiento en que había ido incurriendo el Estado a lo largo de todo el siglo XIX, que se había acelerado a resultas de la sangría económica provocada en el exterior por las guerras y pérdidas coloniales, y en el interior por las guerras carlistas.

El crecimiento poblacional a lo largo del siglo XIX fue considerable. La población pasó de 12 a más de 18 millones de habitantes, lo cual acentuó la presión humana sobre el entorno ecológico. A lo largo de este periodo, más de siete millones de hectáreas se pusieron en cultivo, especialmente de cereal. En la segunda mitad del siglo, los regeneracionistas impulsan la política agrícola de regadío para incrementar la productividad agraria. Estos hechos derivaron en que quedase poco espacio para el ganado, iniciándose un proceso de derrumbe paulatino del sistema ganadero trashumante que había alcanzado su cota máxima durante el siglo XVIII, y que se acelera con el fin de la Mesta (una institución del Antiguo Régimen) en 1836. De cualquier forma, y a pesar del crecimiento urbano que se da durante el siglo XIX, todavía un 70% de la población tenía un carácter rural o semirrural al final del mismo (ver cuadro 2). Con lo que se puede afirmar que, hasta entonces, la mayoría del territorio y la población del país estaban sujetos a un modelo de explotación basado casi exclusivamente en la energía solar [Alonso Millán , 1995].

Cuadro 2: Evolución de la población española a lo largo del siglo XX (y distribución por tamaño de nucleos)

1900 1910 1920 1930 1940 1950 1960 1970 1981 1991 199 6
Rural (0-2000 hab) 512533 3 509410 7 496334 8 485381 5 477659 6 470771 2 44408 68 37340 79 32460 09 3079 079 302 889 4
Semir rural (2000 -10000 hab) 749585 2 790065 1 814953 5 867382 1 853917 8 876735 9 87782 78 76460 01 68687 25 6581 871 670 826 2
Urban o (1000 0-50000 hab) 346237 4 400678 0 444455 5 535936 3 621421 2 601824 7 64384 16 76169 68 82467 85 9082 003 972 079 1
Urban o-metro polit ano (5000 0-50000 0) 146023 6 180215 3 236988 2 283169 9 431447 0 521686 6 66025 14 88660 24 11941 976 1328 5846 131 730 68
Urban o-metro polit ano (>500 000) 107283 5 118721 8 146123 1 195839 7 216982 2 340768 9 43228 60 60929 75 74427 65 7405 143 694 972 2
Total pobla ción 186206 30 199909 09 213885 51 236770 95 260142 78 281178 73 30582 936 33956 047 37746 260 3943 3942 395 807 37
Fuente INE y elaboración propia

Ver también gráfico 2.

Así pues, era la población y la actividad económica que progresivamente se iba concentrando en las ciudades, la que demandaba una mayor cantidad de recursos de todo tipo (combustibles, alimentos, materiales, agua...). Lo que acentuaba de forma paulatina la presión humana sobre el territorio, contribuyendo a la artificialización, especialización y simplificación de los ecosistemas, y a la consiguiente pérdida de biodiversidad. La "huella ecológica" de las ciudades se iba extendiendo sobre el territorio nacional (y fuera del mismo) conforme la concentración urbana crecía. Por otro lado, medidas como la nueva ordenación administrativa provincial de la primera mitad del XIX, contribuyen también a impulsar un paulatino incremento poblacional en las capitales de provincia, por la concentración de los servicios administrativos que ello supone.

Este progresivo crecimiento urbano, en especial en las grandes ciudades, rompe hacia mediados de siglo los límites precisos de los recintos amurallados de la ciudad medieval (Madrid derriba en 1869 la cerca levantada por Felipe IV) [Terán , 1992]. La necesidad de expansión, junto con las nuevas necesidades de movilidad, interna y externa, el interés de regular la actividad de construcción inmobiliaria, y las exigencias sanitarias, hacen que la nueva ciudad del XIX presente una morfología urbana totalmente distinta de la ciudad tradicional. Las mallas ortogonales de los nuevos Ensanches, y las amplias y largas avenidas, marcan una clara ruptura con la estructura laberíntica y angosta de los cascos medievales. Lo cual, a su vez, acentúa la demanda de materiales de todo tipo que su construcción exige.

A pesar de todo, el impacto espacial del modelo productivo y de poblamiento español era, y aún hoy en día todavía es, considerablemente inferior al que se daba, y se da, en los territorios cuna de la revolución industrial, Gran Bretaña y Centro Europa. Y eso que los ecosistemas peninsulares son sustancialmente más frágiles que los centroeuropeos. Las razones cabría hallarlas en el menor desarrollo económico español (y menor grado de urbanización) respecto del núcleo central europeo, máxime en ese periodo, y en la mucho menor densidad de población existente en nuestro territorio; especialmente en amplias extensiones del mismo, como se verá con mayor detalle más adelante.

De hecho la "huella ecológica" del crecimiento urbano-industrial británico y centroeuropeo alcanzaba claramente en el siglo XIX a diversos lugares del territorio español. Dentro del continuo agrario-rural español, al margen de los núcleos urbanos existentes, fueron surgiendo islas minero-industriales, impulsadas en la gran mayoría de los casos por capital y tecnología extranjera, y desconectadas del resto del tejido productivo, cuyo destino era satisfacer la demanda de materias primas de las potencias europeas. Entre ellas destacan los yacimientos de piritas de Río Tinto (los mayores del mundo por aquella época), o los de mineral de hierro de enclaves de Murcia y Vizcaya. Paulatinamente esa "huella ecológica" se fue ampliando alcanzando a áreas cada vez más amplias del planeta.

Conforme avanza el proceso industrializador-urbanizador en el Estado español, se acentúan también las demandas de materias primas (en especial, pero no exclusivamente, recursos energéticos) de territorios de la Periferia, ante la incapacidad de encontrar parte de los mismos dentro del territorio español. Ello implica que cuando, a finales del pasado siglo (1898), España pierde los prácticamente últimos retazos (Cuba, Filipinas...) de su otrora amplísimo imperio colonial, se vea "impelida" a embarcarse en la creación de un pequeño imperio de "segunda generación" (Marruecos, Sahara, Ifni, Guinea...), para obtener mineral de hierro, fosfatos... [Alonso Millán , 1995]. Proceso que implicó conflictos bélicos prolongados e importantes tensiones sociales internas.

A principios de este siglo se activan los flujos migratorios hacia las grandes urbes, debido al impulso industrial que significó el auge económico provocado por la demanda de los países implicados en la Primera Guerra Mundial [Viñas , 1972]. Además, la nueva producción de energía eléctrica mediante corriente alterna, permite su transporte a largas distancias, incentivando la concentración urbana de la industria. Todo ello promueve un paulatino abandono del interior peninsular, exceptuando sus principales ciudades, y en especial Madrid (que superaba el medio millón de habitantes en 1900), y supone un importante crecimiento poblacional de la Cornisa Cantábrica y Cataluña, donde se concentra gran parte de la industria; en algunos de cuyos sectores tiene una importante presencia el capital extranjero. De esta forma, Barcelona también sobrepasa los 500.000 habitantes con el cambio de siglo. Más tarde, durante la Dictadura de Primo de Rivera, se asiste a lo que se ha llegado a calificar como el verdadero ensayo general de la Gran Intensificación de los sesenta, sobre todo en lo que a construcción de obras hidráulicas (incluido el desarrollo de regadíos)[1] y carreteras se refiere. En esa época se crean las Confederaciones Hidrográficas, a propuesta de Lorenzo Pardo. Finalmente, durante la Segunda República (cuando Madrid alcanza el millón de personas)[2] se publica, en 1933, bajo la inspiración también de Lorenzo Pardo, el ambicioso Plan Nacional de Obras Hidráulicas, en donde por primera vez figura el trasvase Tajo-Segura. El crecimiento demográfico sigue siendo intenso en la primera mitad de este siglo (casi diez millones de incremento de población entre 1900 y 1950; ver cuadro 2).

Pero no sería hasta después de la Guerra Civil, una vez que se sofoca la revuelta popular con el advenimiento del Franquismo, cuando se inicia un fuerte proceso industrializador que tendría su reflejo en el crecimiento de las principales aglomeraciones urbanas. En un primer momento, durante la etapa de la autarquía, este nuevo empuje industrial procedería primordialmente del Estado, a través del INI, orientándose gran parte de sus inversiones, por decisión política, hacia Madrid. Ciudad que pasa a convertirse en el tercer núcleo industrial de importancia, detrás de Barcelona y Bilbao. El Estado, pues, se convierte en esta etapa en el principal agente industrializador, ante la debilidad de la burguesía industrial española.



La apertura a la Economía Mundo y el acercamiento a "Europa"


A finales de los cincuenta, ante el progresivo agotamiento del periodo autárquico, la necesidad de garantizar el aprovisionamiento energético[3], la vinculación de España a las instituciones internacionales[4], y la presión exterior para impulsar una apertura de la economía española, se aborda el llamado Plan de Estabilización. Este plan auspiciado desde el FMI, el BM y la OCDE, intentaba situar a la economía española en línea con las políticas que se estaban aplicando en otros países del mundo occidental, tal y como rezaba su exposición de motivos. E iba a conectar la economía española, de forma subordinada -como "Periferia del Centro"-, con la Economía Mundo (occidental), en proceso de acelerada gestación tras la creación a finales de la segunda guerra mundial de las llamadas instituciones de Bretton Woods (FMI, BM y GATT). Instituciones en gran medida hegemonizadas, especialmente durante la primera etapa, por los EEUU. Al mismo tiempo, la creación de la CEE, en 1957, a través del Tratado de Roma, establecía un amplio mercado en gran parte de la Europa occidental, que atraía hacia su esfera de influencia al espacio español.

El Plan de Estabilización abría las puertas, con ciertas restricciones, a la inversión extranjera, a la que daba garantías de todo tipo y se le reconocía el derecho a la repatriación de beneficios. Igualmente, el plan suponía un paso considerable en la liberalización y desregulación económica, estableciendo importantes mecanismos de libre cambio con el exterior. Esta apertura al exterior posibilitó un crecimiento espectacular de la economía española, que entre 1961 y 1973 creció a un ritmo medio de más del 7% anual acumulativo, lo cual permitió acuñar el término de "milagro español" [Montes , 1993]. La apertura permitió beneficiarse de la fuerte expansión en esos años de las economías del Norte. Se podría decir que España cumplió en ese periodo, en cierta medida y salvando las distancias, el papel que han desempeñado en los últimos años los denominados Nuevos Países Industrializados. La inversión que impulsó este crecimiento se concentró fundamentalmente en el sector industrial, en lo que se conocen como sectores básicos tradicionales -siderurgia, construcción naval, cemento, automoción, química de base, línea blanca, textil, fertilizantes, papeleras...-; la mayoría de ellos muy intensivos en energía y altamente contaminantes. En paralelo, se produjo una importantísima mecanización de la actividad agraria, un incremento del tamaño medio de las explotaciones, y una progresiva introducción de las técnicas de la llamada "revolución verde"[5]. Lo cual permitió el auge de la productividad agrícola y ganadera, a expensas del aumento de la dependencia de los insumos externos y de la profundización del impacto ambiental.

Este marco económico primaba claramente la actividad industrial y urbana, en detrimento de las áreas rurales. De hecho, el campo servía desde la posguerra para bombear capitales hacia las principales concentraciones urbanas, donde tenía lugar la inversión y el crecimiento, y en las que se podían obtener unas mayores tasas de rentabilidad. Todo ello generó unas fuertes corrientes migratorias campo-ciudad, que ya se habían iniciado en los cincuenta tras el periodo de estancamiento económico de los años cuarenta. En los sesenta más de tres millones de personas emigraron de las áreas rurales a las principales aglomeraciones urbanas. La población no urbana cayó del 50% aproximadamente en 1950, al 33,5% en 1970 (ver cuadro 2). La emigración agraria adquirió tal dimensión, sobre todo en lo que al pequeño campesinado se refiere -aunque también había jornaleros de Andalucía y Extremadura-, que la creación de empleo asalariado en el ámbito de la producción industrial, la correspondiente en el sector de la construcción -que operaba a toda máquina en las principales ciudades y en la costa, como resultado del boom del turismo-, y la mucho menor en el sector terciario, eran incapaces de absorber toda la población activa (fundamentalmente no asalariada) que el mercado hacía salir del campo. De esta forma, en la década de los sesenta, un millón de trabajadores tuvieron que emigrar, orientándose de forma prioritaria a los principales países de la Europa occidental, y especialmente a la CEE [Fdez Durán , 1993].

Es preciso recordar que en los sesenta se produce un crecimiento poblacional muy intenso, quizás la tasa de crecimiento más rápida de toda la historia (ver cuadro 2), sobre todo si se tiene en cuenta la dimensión de la migración externa. Esta explosión demográfica se había iniciado ya en los cincuenta, aunque venía siendo alta desde los años veinte, y se prolonga en los setenta, cayendo bruscamente a partir de entonces, como se señalará más adelante. Cabría quizás correlacionar esta expansión poblacional con la mejora del poder adquisitivo, la situación de "pleno empleo", facilitada asimismo por la migración externa, y los valores culturales de la época. Al mismo tiempo, la esperanza de vida experimenta un salto muy considerable, superando los 72 años en 1970 (cuando en 1940 tan sólo era de 50,1 años, y a principios de siglo no llegaba a los 40 años) [INE , 1996].

Por otro lado, el tipo de crecimiento económico generaba una creciente dependencia de la economía española del exterior, en términos de recursos, especialmente energéticos, pues el modelo productivo que se instauraba demandaba, para su funcionamiento, una cantidad creciente de energía[6] y materias primas de todo tipo. Así como también en cuestión de bienes de equipo, es decir, de la estructura básica, de gran componente tecnológico, de los principales procesos productivos, ya que éstos se importaban fundamentalmente del exterior. Lo cual hace que, a pesar de la progresión que experimenta la exportación de bienes manufacturados, la balanza comercial española pase a tener un importante déficit comercial a primeros de los setenta, cuando en 1960 manifestaba un superávit. Déficit que se podía compensar por la fuerte entrada de divisas que proporcionaba la expansión del turismo, y por las remesas que los emigrantes enviaban prioritariamente desde los países de la Europa occidental.

Las inversiones industriales de capital extranjero se localizan, en general, en los centros urbanos más importantes y, en concreto, en sus tres núcleos principales: Madrid, Barcelona y Bilbao[7]. Así, en los sesenta, se asiste a un intenso proceso urbanizador de los grandes núcleos urbanos, consolidándose la creación de las primeras áreas metropolitanas, que amplían su función de dominio sobre espacios cada vez más amplios del conjunto estatal. Tras las tres principales áreas metropolitanas ya mencionadas (dos de las cuales, Madrid y Barcelona, superan los tres millones de personas a lo largo de los sesenta), se sitúan, de lejos, Sevilla y Valencia, quedando más descolgadas, tanto por su volumen de población como por su potencia económica: Málaga, Zaragoza y Valladolid, por lo que sólo cabe hablar en estos casos, y en esa época, de incipiente metropolitanización. El sistema urbano no metropolitano crece ligeramente, en términos de población absoluta, primordialmente debido al crecimiento vegetativo, siendo los principales flujos migratorios procedentes de núcleos rurales o semirrurales [López Groh , 1988] (ver también cuadro 2). Ello conlleva un amplio abandono de extensas áreas del territorio interior: vastas zonas de las dos Castillas, del sur de Aragón y, en menor medida, Extremadura, con lo que esto supone de deterioro y destrucción de un patrimonio edificado rural construido con un enorme esfuerzo humano durante generaciones. Andalucía, sin embargo, expulsa importantes contingentes de población, pero su alto índice de natalidad hace que no pierda población total, es más, ésta crece ligeramente en el periodo.

Esta intensa concentración urbana, con una acusada macrocefalia, acentúa los desequilibrios regionales y ocasiona una fuerte demanda de inversión pública en infraestructura -de transporte, hidráulica...- y vivienda; con el fin de hacer frente a las necesidades del nuevo modelo productivo y a los graves problemas que se generan en las grandes concentraciones urbanas, ante una avalancha humana que se produce en tan corto periodo de tiempo. Entre estas necesidades destaca, en especial, la creciente demanda de transporte motorizado que ocasiona el nuevo modelo productivo y territorial que se va configurando (figuras 3 y 4).

La inversión pública en infraestructuras de transportes se orienta, en un primer momento, a reforzar las redes interurbanas, favoreciendo las actuaciones en red viaria sobre el ferrocarril; el transporte por carretera de viajeros y mercancías supera al ferrocarril a mediados de los sesenta (figura 4). De acuerdo con las directrices del Informe del Banco Mundial sobre la economía española de 1962, que afirmaba: "insistimos en que se conceda la máxima prioridad a las rutas de gran tráfico y a los medios de transporte que circulan por ellas" [EDT , 1977]. Esta política respondía a dos razones. Por una parte, favorecer las conexiones de los puntos fuertes del territorio, las grandes concentraciones urbanas, de acuerdo con la lógica del capital privado que se orientaba hacia las mismas, y con el fin de dar respuesta a la fuerte expansión de la movilidad motorizada interurbana. Y, por otra parte, garantizar los intereses de la industria del automóvil y del transporte por carretera en general -petróleo, neumáticos...- pilar fundamental del ciclo de crecimiento fordista[8] de la posguerra mundial. A finales de los sesenta, y ante la incapacidad del Estado -debido a la baja presión fiscal existente- para hacer frente a las fuertes necesidades de inversión en infraestructuras de transporte interurbano, se acude al capital privado en unas condiciones enormemente favorables para éste -pues se permite recurrir en parte al endeudamiento exterior con el aval del Estado-, para la construcción de la red viaria de gran capacidad: las autopistas de peaje. Además, en esos años el Estado tiene que abordar igualmente una importante inversión en infraestructura de transporte urbano, imprescindible para hacer viable el funcionamiento interno de las metrópolis [Fdez Durán , 1980].

La actuación del Estado se dirige, asimismo, entre finales de los 50 y primeros de los 60, a la creación -directa o indirecta- de vivienda pública que permitiera hacer frente al descontento social que generaba el desarrollo de barrios de chabolas en los suburbios de las grandes ciudades, y en general a dar respuesta a las agudas necesidades de vivienda que existían en esos años. Esto contribuyó, asimismo, a la consolidación de las empresas privadas del sector de la construcción y al desarrollo del sector inmobiliario. Lo cual hace posible que, desde mediados de los sesenta, y ante el incremento del poder adquisitivo de la clase trabajadora, propiciado por el boom económico en dicha época, se asista a un importante crecimiento del mercado libre de vivienda en las periferias metropolitanas, al ofrecer un producto "asequible" para los bolsillos populares aprovechando el menor precio del suelo. Si bien, a costa de una pérdida importante de accesibilidad a los centros urbanos, y por consiguiente con la "obligación" paralela de compra de vehículo privado ante la pésima calidad, en aquella época, de la oferta de los transportes colectivos periurbanos y la cada día mayor necesidad de transporte urbano motorizado, como resultado de la creciente especialización del espacio y del incremento de la distancia de los viajes a realizar.

Más tarde, las relaciones comerciales de la economía española con la CEE se intensifican desde primeros de los setenta, como consecuencia de la firma del llamado Acuerdo Preferencial en 1970[9]. Ello incentiva la afluencia de una considerable inversión industrial exterior, especialmente de capital estadounidense y japonés, con vistas fundamentalmente a la exportación, ante las posibles ventajas que se podrían derivar de la previsible futura incorporación del Estado español a la CEE. Se utilizaba una vía indirecta, para sortear las dificultades que levantaba la estructura comunitaria a su presencia, con el fin de penetrar en el gran mercado europeo, aprovechando paralelamente unos costes laborales sustancialmente inferiores. El sector estrella de esta actividad inversora fue la industria del automóvil -Ford, General Motors, Nissan, Suzuki...-, que convertiría al Estado español, en pocos años, en el quinto productor mundial de automóviles.

La petición formal de ingreso en la CEE se realiza por el gobierno de UCD en 1979, con el apoyo de todas las fuerzas económicas y políticas. Desde Bruselas, se plantean una serie de demandas previas al ingreso, entre las que destaca la necesidad de una profunda reconversión industrial para adecuar el aparato productivo español de la gran industria básica a los requerimientos de la "nueva división internacional del trabajo"[10]; en línea con las políticas que se estaban instrumentando desde hacía años en la CEE, en los sectores industriales en los que precisamente se condensaba el grueso de la actividad industrial española. Redimensionando a la baja, o directamente suprimiendo, en algunos casos, su capacidad productiva, con el objetivo paralelo de no sustraer cuota de mercado a lo que quedaba, tras la reestructuración, de la industria básica comunitaria. Además, la productividad de la industria básica comunitaria era muy superior a la española, y ello hacía preciso una fuerte inversión paralela en capital para poder competir en una mayor igualdad de condiciones. Lo que ocasionaba, a su vez, un mayor desplazamiento de factor trabajo, pues esas inversiones intensificaban la productividad a costa de suprimir mano de obra.

Cuadro 3a: Evolución de la población, el empleo y el paro (en miles)

19641 19762 1985 1990 1996
1. Población ocupada total 11452,3 12653,5 10420,0 12619,8 12601,8
Población asalariada 6937,1 8867,3 7306,5 9372,5 9479,8
Agricultura 1156,6 796,8 538,4 470,2 366,1
Industria 2499,5 3088,2 2285,2 2620,7 2199,2
Construcción 770,7 1038,3 550,4 980,7 924,6
Servicios 2510,3 3944,1 3932,4 5300,9 5989,9
Población no asalariada3 4515,2 3786,2 3123,6 3247,3 3120,0
Agricultura 2788,6 1923,5 1227,9 950,3 693,8
Industria 564,5 360,6 282,4 340,2 331,0
Construcción 94,9 189,4 218,3 267,2 374,7
Servicios 1067,2 1331,5 1382,0 1689,6 1792,6
2. Parados 230,0 704,2 2934,0 2424,3 3495,4
3. Población activa (1+2) 11682,3 13357,7 13345,5 15044,1 16097,2
4. Tasa de paro (2/1+2+) 2,0% 5,3% 22,0% 16,1% 21,7%
5. Población total 30636 36155 38586 384264 39037
1 Primer año con datos de la EPA
2 No ha sido posible conseguir datos desagregados del año 1975
3 En la población ocupada no asalariada se contabilizan también las "ayudas familiares"
4 Dato del censo de 1991
Fuente INE y Anuarios de la EPA -datos del cuarto trimestre de cada año-.

Cuadro 3b: Evolución de la población ocupada por sectores

Población ocupada 1964 1964 1976 1976 1985 1985 1990 1990 1996 1996 UE 1996
cantida d % cantida d % cantidad % cantidad % cantida d % %
Agricultura 3945,2 34,5 2720,3 21,5 1766,3 17,0 1420,5 11,3 1059,9 8,4 5,2
Industria 3064,0 26,7 3448,8 27,2 2567,6 24,6 2960,9 23,5 2530,2 20,1 30,3*
Construcción 865,6 7,6 1227,7 9,7 768,7 7,4 1247,9 9,8 1299,3 10,3
Servicios 3577,5 31,2 5275,6 41,6 5314,4 51,0 6990,5 55,4 7782,5 61,2 64,5
Total 11452,3 100,0 12653,5 100,0 10420,0 100,0 12619,8 100,0 12601,8 100,0 100,0
*Agrupados por sector Industria+Construcción
Fuente INE, Anuarios de la EPA -datos del 4. trimestre del año- y Eurostat

De 1976 a 1985 se destruyeron más de 2,2 millones de puestos de trabajo, la gran mayoría en la primera mitad de los ochenta, lo que llevó el número de parados a los tres millones de personas, situándose la tasa de paro por encima del 22%; cabe recordar que el paro era del 5,3% en 1976 y de tan sólo 1,5% en 1971 (ver cuadro 3) [Fernández Durán , 1993]. Dicha tasa de paro del 22%, más del doble de la media comunitaria en esas fechas, resalta la especificidad del caso español, destacando su carácter periférico respecto del centro europeo, situándose su tasa de desempleo más cerca, en general, de los países de la Periferia que del Centro[11]. Lo cual es una muestra clara de la debilidad del tejido productivo español, sobre todo ante las fuertes acometidas modernizadoras.

De los puestos de trabajo destruidos, un millón aproximadamente lo fueron en la industria, a pesar de la inversión no comunitaria más arriba apuntada que se produce en este periodo. Y otro millón aproximadamente se perdió en el campo, en donde continúa la expansión de la gran actividad agropecuaria (agrobusiness) a costa en general de la producción agraria tradicional. En la construcción se pierde del orden de medio millón de empleos, debido al fuerte descenso de las corrientes migratorias hacia las ciudades, resultado de la crisis, al menor crecimiento económico, al estancamiento del turismo y a la menor inversión pública que se da en esos años [Fernández Durán , 1993].

En este periodo destaca, aparte de la reconversión industrial determinada por la "nueva división internacional del trabajo", lo que se ha venido a denominar la reestructuración postfordista de la gran actividad industrial que permanece en territorio español. Esta pasa por una intensificación de la inversión en capital -incorporación a las cadenas de producción de la robotización y la microelectrónica-, que permite incrementar enormemente la productividad, a costa de amortizar factor trabajo e incrementar el consumo de energía; en paralelo con una descentralización hacia otras unidades productivas -en el plano regional o estatal-, de mucho menor tamaño, de aquellas fases más intensivas en mano de obra o menos cualificadas[12]. Lo cual iba a suponer una reducción muy fuerte de la mano de obra empleada en el espacio central de la producción industrial, una redefinición de su estructura y composición, y una reubicación espacial importante del empleo industrial. Este se destruye en las localizaciones previas de la Gran Fábrica fordista -de carácter más central-, y se desparrama por las periferias metropolitanas, o por pequeños núcleos urbanos, y hasta semirrurales en algunos casos, dando lugar a la aparición del fenómeno de la "Fábrica Difusa" sobre el territorio.

Todo lo cual supone una mayor intensidad energética, un cambio en la estructura de la demanda de la energía y una reestructuración de las fuentes de energía primaria, como resultado, esto último, de la crisis energética que se da en dicho periodo. Y ello a pesar de la reducción de la capacidad de producción de la industria básica y del débil crecimiento económico de esos años. Por un lado, se produce un fuerte incremento de la demanda de energía eléctrica -a resultas principalmente de la reestructuración postfordista-, y un cambio en las fuentes de energía primaria que se utilizan para su generación, sustituyendo fuel por energía nuclear. En ese periodo se acomete una fortísima inversión en equipamiento nuclear. Y, por otro lado, se observa un notable incremento del volumen de mercancías transportado, resultado de la intensificación de las relaciones económicas con el exterior y de la reubicación espacial del tejido productivo [Fernández Durán , 1993].

El bajo ritmo de crecimiento durante esta década (1% aproximado de media) [Montes , 1993], supone un freno a las tendencias de concentración urbana. La destrucción de empleo se concentra fundamentalmente en las grandes áreas urbano industriales, es decir las áreas metropolitanas, en especial en lo que a la industria y a la construcción se refiere. Las tasas de paro más altas (por encima de la media estatal), en esos años, se dan en las cinco provincias donde se sitúan las principales áreas metropolitanas (Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia y Sevilla). Los espacios metropolitanos, que habían sido los lugares centrales de la producción industrial durante el modelo de crecimiento fordista, y en donde se había concentrado este tipo de empleo durante el boom económico de los 60 y primeros años 70, pasan, durante la crisis y la reestructuración, a transformarse en los espacios "privilegiados" donde se concentra el paro [López Groh , 1988].

Este hecho supone, junto con la carestía de vida en las áreas metropolitanas, un freno para los movimientos migratorios de las áreas rurales o semirrurales hacia el sistema urbano superior, y un cambio de signo de éstos en algunos casos. Al no actuar estas grandes concentraciones urbanas como imanes, por la ausencia de oportunidades de empleo, para los excedentes de población que es desalojada del campo por el proceso de modernización agraria. Barcelona y Bilbao, p.e., crecen por debajo de su crecimiento vegetativo, es decir expulsan población. En estas dos metrópolis es donde se ceba principalmente la destrucción de empleo industrial, pues son los espacios más afectados por la reconversión -textil, siderurgia, naval...-. Madrid, Valencia y Zaragoza, mantienen cierto nivel de crecimiento, pero muy inferior al del periodo 60-75. La industria en estas áreas, aunque con un fuerte retroceso de empleo, resiste mejor la crisis, por no ser una industria básica o de cabecera, y tener un carácter más moderno y diversificado. Sólo Sevilla y Málaga aumentan su ritmo de crecimiento, pero influenciado esto por ser polos de atracción del elevado paro agrario que se manifiesta en Andalucía, especialmente en el caso de Sevilla, o ser foco de desarrollo del turismo, circunstancias que concurren en el área de influencia de Málaga, y también por el crecimiento vegetativo, al tener unas tasas de natalidad por encima de la media estatal [López Groh , 1988] [Castells , 1990 a].

A ello se añade la falta de capacidad inversora del Estado[13], que hasta entonces se había orientado primordialmente hacia las grandes áreas metropolitanas, lo que implica otro elemento desacelerador de los procesos de concentración urbana. Además, el Estado interviene también activamente para frenar el aluvión potencial de la población excedente agraria hacia el sistema urbano superior, con el fin de no agudizar las tensiones sociales. Estableciendo subsidios para que estos excedentes agrarios permanezcan en sus lugares de origen, en especial en Andalucía y Extremadura. De esta forma, se instituyen transferencias billonarias de rentas hacia el mundo rural, a través del Régimen Especial Agrario de la S.S.: "Las ciudades están pagando billones para evitar que les crezcan suburbios de inmigrados sin trabajo al modo latinoamericano" [López Groh , 1988].

Al mismo tiempo, se produce un "crecimiento hacia abajo" [López Groh , 1988], ligado a todos estos hechos y a otro factor adicional: la descentralización -o deslocalización- productiva, relacionada con la reestructuración postfordista de la Gran Fábrica. Una parte se implanta en las periferias metropolitanas, generando tejidos industriales de pequeña empresa satélites de la nueva Gran Fábrica postfordista, aprovechando la existencia de un mercado de trabajo paralelo (o degradado), debido a los mayores índices de paro en estas zonas (bastante por encima de las medias metropolitanas, ya de por sí altas), en donde se presentan diferentes grados de subterraneidad. Y otra, pasa a localizarse fuera de las zonas de influencia de las metrópolis, en núcleos urbanos medianos o pequeños, y en algunos casos hasta semirrurales, aprovechando los bajos costes laborales en estas áreas y la existencia de una fuerza de trabajo -en su mayor parte femenina- barata y no conflictiva; un ejemplo de este proceso es el textil[14]. Como consecuencia de todas estas tendencias, las ciudades medianas y pequeñas, en general, aumentan de población en esos años.

Por otro lado, y como ya se ha apuntado, en este periodo se asiste a una cierta implantación de algunas grandes unidades productivas, ligadas al capital transnacional, especialmente no europeo. Estas grandes plantas industriales no se localizan, en general, en los espacios metropolitanos, sino que se orientan hacia núcleos intermedios, o semirrurales, si bien a una cierta distancia de centros urbanos importantes; es el caso de la Ford, en Almusafes, la General Motors en Figueruelas... De cualquier forma, las sedes centrales de estas localizaciones industriales, se asientan en los espacios metropolitanos y, en concreto, en Madrid.

Mientras tanto, en las áreas metropolitanas, especialmente en aquellas de mayor tamaño: Madrid y Barcelona, se inician los procesos para su transformación en regiones metropolitanas. Hecho que es incentivado por: la expansión de la Fábrica Difusa por el territorio, ya comentada; la aparición de nuevas formas de distribución comercial -"grandes superficies"-, dominadas prioritariamente por el capital europeo, y en concreto francés, que en esa época empiezan a desarrollarse, si bien todavía tímidamente, y que adoptan una clara tendencia hacia la localización suburbana, conectada a las grandes infraestructuras viarias; la irrupción, aún bastante limitada, de nuevas tipologías de crecimiento residencial -viviendas unifamiliares y chalés adosados- en las periferias metropolitanas, orientadas hacia los sectores de rentas más altas; y el inicio del salto -que más tarde se consolidará con mucha más fuerza- hacia una mayor terciarización de las áreas centrales. El empleo terciario es el único que crece, muy tenuemente, en el periodo 1976-1985 (ver cuadro 3).

El crecimiento urbano periférico, en especial en las metrópolis, es enormemente dependiente -y en algunos casos absolutamente cautivo- del transporte por carretera en general, y del transporte privado en particular; lo que provoca un mayor consumo de derivados del petróleo en el sector transporte, y eso aún a pesar de los precios comparativamente más altos de éstos durante el período. Paralelamente, en estos años irrumpe un fenómeno nuevo: se disparan los déficits de los transportes colectivos de las grandes ciudades; especialmente de las grandes áreas metropolitanas -Madrid y Barcelona- donde existen redes de Metro[15]. Estos déficits llegan a alcanzar un volumen muy considerable -al igual que ya venía ocurriendo en otras regiones metropolitanas de los países de Centro-, y tienen que ser sufragados por el Estado, que destina cuantiosos recursos relativos para enjugar sus pérdidas.



La repercusión del ingreso en la CE (actual UE) y de la globalización económica


La entrada de España en el proyecto europeo, en 1986, tiene lugar cuando éste estaba procediendo a un profundo cambio interno: la creación del llamado Mercado Unico (MU), para mercancías, capitales, servicios y personas, que debería ser plenamente operativo para 1993. Este MU se consideraba un paso absolutamente necesario para proceder, posteriormente, a lo largo de los 90, a la implantación de la llamada moneda única. En este sentido, al impacto importante que ya hubiese supuesto, de cualquier modo, el ingreso en la anterior CEE, se sumaba, en nuestro caso, la repercusión adicional, de gran trascendencia, que iba a implicar el establecimiento del Mercado Unico.

El proyecto europeo, a partir de entonces, se va adentrando, cada vez de una manera más manifiesta, en ámbitos que exceden el puro marco económico-comercial, de ahí su cambio de denominación a partir de entonces, pues pasa a llamarse simplemente Comunidad Europea (CE). Estos cambios culminarían posteriormente con las transformaciones político-institucionales que se deciden acometer en Maastricht (1991), cuando se aborda la creación de la actual Unión Europea (UE), en donde además de concretar de manera detallada el camino a seguir para el acceso a la moneda única (primer pilar, o Unión Económica y Monetaria -UEM-), se esboza el contenido del proyecto europeo en áreas que desbordan ya claramente el ámbito económico. De esta forma, se define lo que debe llegar a ser la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), segundo pilar, y la Política de Justicia e Interior Común, o tercer pilar.

En lo que se refiere al marco global, en este último periodo se procede también a una importantísima transformación, la firma de los llamados acuerdos de la Ronda Uruguay del GATT (1994), y la creación consiguiente de la llamada Organización Mundial del Comercio (OMC), que funciona plenamente desde enero de 1995. La tercera pata de Bretton Woods, que había quedado recortada en su día, al no haber adquirido rango institucional propio, de acuerdo al derecho internacional, quedaba ahora ya ultimada, y dispuesta a impulsar una desregulación sin precedentes del comercio mundial. El nuevo GATT-OMC, aparte de promover una aún mayor liberalización del comercio de productos manufacturados, iba a eliminar crecientemente las restricciones al libre comercio mundial en nuevos ámbitos: agroalimentario, servicios (incluyendo capitales), y textil. Al tiempo que reglamentaba de una manera expresa los derechos de propiedad intelectual a escala planetaria.

En paralelo, asimismo, en estos años se asiste a la configuración de distintos mercados regionales planetarios de ámbito supraestatal: Tratado de Libre Comercio -entre Canadá, EEUU y México-; APEC -American-Pacific Economic Community-; Mercosur; Pacto Andino... Estos mercados supraestatales impulsan una lógica similar en ámbitos más limitados, y se puede afirmar que ambos procesos son como las dos caras de una misma moneda: la globalización económica.

Todo lo cual va a tener una enorme importancia de cara a la reestructuración del aparato productivo y el sistema territorial mundial, europeo y por supuesto español. A escala global porque se crea, ayudado también por las nuevas tecnologías de la información y comunicación, un entorno progresivamente idóneo[16] para que el capital financiero, así como la producción y distribución a gran escala, de carácter transnacional, operen de forma creciente al margen y por encima de las estructuras estatales, reduciendo las restricciones y reglamentaciones impuestas por los Estados-nación. Hecho que ocasiona que la producción "local" se oriente cada vez más hacia los mercados supraestatales y mundiales, lo que provoca una especialización de territorios y hasta de países en la división internacional del trabajo. Esta globalización económica incide adicionalmente en la aceleración de los procesos de urbanización en todo el mundo, especialmente en los países del llamado Tercer Mundo, donde ya se venía intensificando sustancialmente desde los años setenta, como resultado de su integración cada vez más profunda en la lógica de la Economía Mundo [Fdez Durán , 1993].

A nivel europeo, se consolida un terreno de juego -cada día más amplio por las sucesivas incorporaciones de estados miembros y la extensión del área abarcada por el MU y de su zona de influencia más directa[17]- favorable para que prospere la gran actividad económica transnacionalizada europea, con el objetivo adicional de proyectarse con más fuerza a escala planetaria. Al tiempo que amplía sustancialmente los ámbitos en los que puede actuar el capital privado continental, y restringe paralelamente las áreas sometidas a la acción del estado. Ello está suponiendo la progresiva desestructuración de los mercados locales, regionales y estatales, y por consiguiente de la actividad productiva que aún operaba de cara a dichos ámbitos, y su sometimiento creciente a la lógica del MU europeo y del libre mercado mundial. Estos procesos están provocando, paralelamente, una profunda reconversión del sistema de ciudades y de la estructura territorial, que se habían ido consolidando históricamente respondiendo a otras lógicas previas.

En lo que se refiere al Estado español, ahora más que nunca, lo que aquí acontece está sobredeterminado por la lógica del proyecto europeo y la dinámica de la Economía Global. Los últimos diez años han significado un verdadero salto cualitativo en la integración y supeditación del aparato productivo y el sistema territorial español a las dinámicas supraestatales, y no se pueden analizar ni comprender los cambios experimentados en ellos sin situarlos dentro de esas dinámicas más generales.

El establecimiento del MU está propiciando los procesos de concentración -fusiones y adquisiciones de empresas- y globalización, al tiempo que promueve una creciente división y reparto del trabajo en el plano europeo. Y, en paralelo, fomenta la desregulación económica y social, para intentar impulsar el crecimiento económico. Este es por otro lado el camino, de corte neoliberal, que se está siguiendo, con distintos ritmos, en diferentes lugares del planeta. En la UE, este marco pretende adicionalmente mejorar la competitividad de las grandes empresas europeas frente a los otros dos grandes bloques económicos -EEUU y Japón-.

El MU está significando, asimismo, el desmantelamiento industrial y agrícola de las regiones menos productivas, y aumentando las desigualdades existentes entre los países y especialmente regiones de la Europa comunitaria. La concentración de la producción y los avances tecnológicos, más que propiciar la convergencia real entre países y regiones y un desarrollo económico homogéneo, tienden a separarlos y a hacer más acusados los contrastes entre las zonas "ricas" y "pobres". De hecho, desde la propia administracción se aceptaba, desde sus inicios, que "la puesta en funcionamiento del MU en 1993, cuyos efectos globales para la economía de la CE se espera que sean positivos, puede generar una dinámica de concentración de actividades económicas en las zonas más prósperas de la CE (en la llamada Golden Banana, o "plátano dorado"[18]), aumentando los desequilibrios y desajustes". y se resaltaba, asimismo, que "las regiones y Estados periféricos serán los más afectados por estos efectos no deseados" [SEH , 1989]. De hecho, las desigualdades regionales que se han ensanchado a lo largo de los últimos 40 años se han polarizado entre espacios "centrales y periféricos" desde principios de los 80 [Delgado y Sánchez , 1998].

Los beneficios de estos procesos no están repercutiendo pues por igual en todas las empresas ni en todos los ciudadanos, y por supuesto no se reparten de forma isótropa por el territorio comunitario. Se destruye empleo en las pequeñas y medianas empresas tradicionales, al desaparecer los mercados locales y regionales donde éstas están más protegidas. Por otro lado, la propia creación de grandes consorcios conlleva, en general, una considerable eliminación de puestos de trabajo. Las economías de escala favorecen a los más grandes, que se benefician del incremento de la producción, al ser los que pueden conseguir unos costes de elaboración, distribución y comercialización más bajos. Claro que esta mayor "eficacia" de los más grandes es así porque no se internalizan los crecientes "costes externos" económicos, sociales y ambientales que este modelo productivo implica.

Especialmente el incremento imparable de movilidad motorizada que promueve, con la consiguiente demanda de nuevas infraestructuras que ello supone. Infraestructuras de elevado coste de ejecución y mantenimiento -sufragado por el conjunto de la sociedad-, y alto impacto ambiental. Desde la propia CE ya se había señalado que "todo crecimiento económico conduce a un acelerado crecimiento de intercambios y del tráfico" [GT 2000 Plus , 1991]. Lo cual no es sino el reflejo espacial de la expansión de la producción y distribución a gran escala, que acaba con los mercados locales y concentra la producción, al tiempo que amplía el área de mercado cubierta por la misma. Incrementando, por consiguiente, los desplazamientos motorizados de todo tipo (y en especial el transporte por carretera y aéreo), y alejando progresivamente la distancia entre el productor y el consumidor.

La llamada Acta Unica (1986) que instituía el MU, refuerza toda la batería de lo que se conoce como fondos estructurales -FEOGA, FEDER, FSE-, cuyo objetivo era fomentar el "desarrollo y ajuste estructural" de las zonas de "bajo desarrollo" o afectadas por la reconversión industrial, duplicando la cuantía de los fondos destinados a esta finalidad. Una parte importante de los cuales se dedica a la construcción de infraestructuras. El objeto de estos fondos es crear las condiciones para que pueda prosperar un mercado supranacional, incorporando, de forma subordinada, aquellas áreas "menos desarrolladas", es decir, más autónomas o autosuficientes, con una economía más local y menos monetarizada, a las demandas que impone la consolidación del MU. O bien, garantizar la reestructuración y la formación profesional de la fuerza de trabajo excedentaria, a los nuevos requerimientos productivos en las zonas en proceso de reconversión industrial [Aedenat , 1994].

Por otro lado, el MU al propiciar la libre circulación de servicios (de telecomunicaciones, transportes, correos, bancarios, seguros...), genera la exigencia de liberalización y/o privatización de estas actividades, que en muchos casos tienen, o tenían, un carácter público. Especialmente de aquellos ámbitos de estos servicios que presentan perspectivas de rentabilidad. Además, al instituirse un mercado más amplio, por el hecho de suprimir las barreras estatales, se generan las condiciones para que los principales grupos económicos comunitarios puedan crear grandes empresas, que les permitan enfrentarse en mejores condiciones a los grandes consorcios estadounidenses y japoneses que operan en el sector servicios. Sin embargo, la creación de estos grandes grupos privados está llevando normalmente aparejada la reducción y precarización de importantes volúmenes de empleo.

El crecimiento que genera todo este tipo de procesos ha llegado a ser calificado por las propias Naciones Unidas como "crecimiento sin empleo" [PNUD , 1993]. Hoy en día, crecimiento e inversión (orientada al incremento de la productividad) no son sinónimo de creación de empleo (asalariado o "autónomo" dependiente). Es más, si el crecimiento no alcanza una determinada tasa, que cada vez el componente tecnológico eleva más hacia arriba, el crecimiento y la inversión no sólo no generan empleo neto, sino que en muchos casos lo destruyen y precarizan. Y esta destrucción no sólo alcanza, como hasta hace poco, a otras formas de producción autónomas o de pequeña escala, sino que en los últimos tiempos se produce cada vez más en el seno del propio ámbito del trabajo asalariado (fijo), especialmente dentro de la gran actividad económica y su ámbito de influencia. En paralelo, se asiste a la proliferación de nuevas formas de relaciones laborales de carácter precario: empleos temporales, trabajo a tiempo parcial, subcontrataciones, autoempleo..., que se relacionan directa o indirectamente con la dinámica de la gran actividad productiva, cuya expansión no logra saldar la destrucción global de empleo estable que se produce.

Todas estas dinámicas afectan de una manera especial al Estado español. Por un lado, por las malas condiciones en que se produce la integración en la CE en 1986[19]. La CE, y en concreto los principales países y grupos económicos que operan dentro de la misma, consiguen un acuerdo ampliamente favorable para sus intereses. Pero para los sectores hegemónicos españoles la incorporación, como ya se ha apuntado, era un elemento clave para la defensa de sus intereses, al lograr una mejor articulación con la Economía Mundo, ya que se pasaba a formar parte de uno de los bloques dominantes, aunque fuera jugando un papel subalterno en éste. En el curso de pocos años tuvo que desmantelarse toda la protección frente a los países comunitarios y reducirse, al mismo tiempo, frente al resto del mundo, pues el proteccionismo de la CE respecto del mercado mundial era más bajo que el español [Montes , 1993]. En un momento, además, en que la desregulación se aceleraba en todos estos ámbitos. El desarme arancelario favorecía especialmente a la industria de la CE, de mayor componente tecnológico, productividad y escala. Amén de que los procesos de concentración que iba a estimular el MU, iban a orientar la localización (concentración) de parte de las grandes instalaciones industriales hacia el corazón de la Europa comunitaria, ya que ello redundaría en una reducción de los costes de transporte para abarcar un mercado más amplio.

Por otro lado, el marco de integración resultaba también muy beneficioso para la agricultura de la CE, pues el acuerdo de adhesión no sólo imponía duras condiciones para la agricultura española de tipo continental, redundante con aquella comunitaria del mismo carácter, donde se producían fuertes excedentes, sino que demoraba en principio en el tiempo la penetración sin restricciones de los productos agrícolas mediterráneos, los únicos competitivos del agro español. Además, la propia agricultura continental española se encontraba en una situación de clara inferioridad respecto de la comunitaria, por el escaso tamaño medio de sus explotaciones y menor productividad, derivada tanto de su menor componente tecnológico, como de las precipitaciones más reducidas y menor calidad de muchos de sus suelos.

Todo ello hace que la balanza comercial experimente rápidamente un acusado deterioro[20], situándose en pocos años el déficit comercial español en el primero del mundo en términos per cápita; y eso a pesar de la mejora que experimenta la balanza energética, como consecuencia de la caída de los precios del petróleo. Este descalabro se produce a causa del brusco cambio de los flujos de comercio con la CE, que pasan de tener un componente favorable para el Estado español en 1985 (en una importante medida debido a la exportación de automóviles alcanzada durante el periodo anterior), a manifestar un desequilibrio bastante superior al billón de pesetas en 1990. Lo que ha hecho exclamar que más que entrar el Estado español en la CE, fue la CE la que irrumpió en éste [Lamarca , 1995]. Esto significa que se fomenta la producción, y en menor medida el empleo, en los principales países de la CE, a costa de la producción y el empleo propios. Ello permitiría explicar en parte por qué el paro en España es el doble que la media comunitaria. Además, el PIB industrial español, p.e., cae de una forma más acusada que la media comunitaria [Fdez Durán , 1996].

Al mismo tiempo se asiste a una importante inversión industrial y comercial comunitaria que pasa a comprar o controlar muchas de las principales empresas españolas, para integrarlas en sus estructuras productivas, o cerrarlas con el fin de disminuir la competencia interna, aprovechando sus redes de distribución y comercialización para acceder más fácilmente al mercado español y dar salida a sus propios productos. Lo cual acentúa la dependencia del capital foráneo y el control del aparato productivo por parte de éste, agudizando el carácter periférico de la economía española.

Pero aparte de esta inversión directa en la compra o control de empresas, que no en inversiones de nueva planta, en el periodo de 1986 a 1991, que se llegó a conocer como el "quinquenio de la euforia", se produce una avalancha de capitales externos que tiene como destino la especulación en Bolsa, aprovechando su fuerte revalorización en esos años, y la compra masiva de patrimonio inmobiliario -edificios, terrenos...-. Esto último desata la espiral de los precios de los productos inmobiliarios -viviendas, oficinas, suelo...-, que ven dispararse su valor monetario en dicho periodo. Incentivado todo ello también por la repentina masa de capital español que, liberado de su vinculación a la actividad productiva (como resultado de la venta de sus empresas), se orientó hacia el sector bursátil e inmobiliario, donde se daban las condiciones para ganancias más sustanciosas, reforzando el carácter especulativo de la "reactivación" económica en esos años [Naredo , 1993a]. Y es en esa importantísima inyección de capital foráneo, que poseía un fuerte componente especulativo, donde se puede encontrar en gran medida la explicación del intenso crecimiento de la economía española en dicho periodo, que crece sustancialmente por encima de la media comunitaria, inmersa por otro lado en el miniboom de la segunda mitad de los ochenta.

Todo ello induce a unas fuertes transferencias de riqueza de los sectores no propietarios de bienes inmobiliarios hacia los propietarios de los mismos, abriendo un brecha de enormes consecuencias sociales. Y produce una fuerte propensión al consumo de los sectores favorecidos, que se manifiesta en una intensa demanda de bienes de consumo de lujo -p.e. coches de gran cilindrada de origen comunitario o vehículos cuatroxcuatro-. Factor que agrava adicionalmente el déficit comercial. Al tiempo que provoca un fuerte endeudamiento de los sectores no propietarios si quieren acceder, por ejemplo, a la compra de un bien básico como la vivienda; y eso para los sectores "privilegiados" que disponen de empleo fijo y una nómina considerable.

Sobre este escenario influye, adicionalmente, el ingreso de la peseta en el Sistema Monetario Europeo -SME-. Por un lado, porque el tipo de cambio adoptado (sobrevalorando el valor de la divisa) resulta contraproducente para la evolución del comercio exterior. Y, por otro, porque los altos tipos de interés existentes y las fuertes ganancias especulativas que experimentaban las inversiones extranjeras, provocaban intensas entradas de capital (de alta volatilidad) que presionaban al alza a la peseta. Dándose la paradoja de que en dicho periodo la peseta se sitúa en la banda superior del SME, apreciándose respecto de las monedas comunitarias. Igualmente, las altas tasas de interés agravan los problemas de endeudamiento de la pequeña actividad productiva, familias y Estado.

Más tarde, entre 1992 y 1994, se produce una cascada de devaluciones de la peseta, en paralelo con los ataques de los mercados financieros sobre las divisas europeas, que hacen prácticamente saltar por los aires el SME, al menos tal y como estaba concebido entonces. En este periodo queda patente la debilidad de nuestra divisa, que se devalúa del orden de un 25%. Hecho que provoca fuertes alteraciones económicas, pues se pierde, en ese porcentaje, capacidad de compra con respecto al resto del mundo. El crecimiento económico cae bruscamente y el porcentaje de paro, que había bajado ligeramente durante los años de la euforia (del 22% al 16%, al tiempo que se incrementaba el paro de larga duración y la eventualidad), se vuelve a disparar alcanzando el 24% en 1994. Sin embargo, la brusca alteración en el tipo de cambio permite frenar la progresión del déficit comercial, e incluso reducir en cierta medida su cuantía, al encarecerse considerablemente las importaciones y facilitar una mejor salida a las exportaciones. Lo que junto con la llegada de los Fondos de Cohesión contemplados en el Tratado de Maastricht y el fuerte incremento del volumen de turismo, propiciado por la devaluación de la peseta y la perdida de atractivo de otros destinos turísticos[21], permite, por el momento, volver a recomponer el equilibrio de la balanza por cuenta corriente. El turismo se ha más que duplicado en los últimos veinte años, superando los 43 millones de visitantes anuales y el 10% del conjunto del PIB, convirtiéndose España en la tercera potencia turística mundial (por detrás de Francia y EEUU) [EL PAIS , 28-1-1998].

Desde entonces, la política económica, fuertemente condicionada por la necesidad de cumplir con los criterios de convergencia de Maastricht para acceder a la moneda única, y vigilada cada vez más de cerca por los mercados financieros, no ha hecho sino profundizar en su deriva por la senda neoliberal. Especialmente desde que en 1992 se instaura la libre circulación de capitales, y en 1994 se aprueba la independencia del funcionamiento del Banco de España respecto del poder político. Maastricht define una Europa fundamentalmente monetaria, más que económica, con un enorme poder del Banco Central Europeo, y los diferentes países se ven obligados a caminar, como pueden, hacia el horizonte de la UEM.

La Europa monetaria definida en Maastricht, en paralelo con la creciente preponderancia a escala planetaria de los llamados mercados financieros[22], que condicionan cada día de una manera más palpable las políticas económicas de los diferentes estados, junto con las recomendaciones de las instituciones financieras y económicas internacionales (FMI, BM, OMC y OCDE, principalmente), están obligando a la implantación de una política económica neoliberal. Esta política vendría definida por los siguientes ejes: desregulación, flexibilización y precarización de los mercados laborales; privatización creciente del sector público; recortes de los gastos sociales; orientación del gasto público hacia la creación de infraestructuras; reformas fiscales que favorecen a las rentas del capital y gravan las rentas del trabajo; apertura del abanico salarial y reducción de la gran mayoría de los salarios; privatización de los sistemas públicos de pensiones; desregulación ambiental para impulsar el crecimiento... En definitiva, una política económica que está en consonancia con el creciente predominio, a escala estatal, europea y planetaria, de la gran actividad económica, europea y global, y que está sometida a los dictados del capital especulativo internacional a través del funcionamiento de unos mercados financieros cada vez más globalizados.

Las transformaciones sobre la estructura del empleo y de la actividad económica de este periodo (1985-1996) quedan sumariamente recogidas en los cuadros 3 -a y b- y 4. Aunque más adelante se incidirá con más detalle sobre estas transformaciones, conviene resaltar los siguientes aspectos: creciente pérdida de importancia económica de la actividad agrícola y fuerte caída del empleo en el sector (más de 700.000 puestos de trabajo, fundamentalmente no asalariados); pérdida de peso de la actividad industrial y del empleo industrial, con ligera pérdida absoluta del mismo en el periodo, siendo considerable la destrucción de empleo asalariado industrial tras el repunte que se dio en torno al cambio de década; importante incremento de la actividad y el empleo en el sector de la construcción; acusada progresión de la actividad y el empleo en el sector servicios (una parte importante, en la segunda mitad de los ochenta, en el sector público); y considerable aumento del empleo asalariado, en concreto hasta principios de los noventa, prioritariamente también en el sector servicios, con un fuerte componente temporal y precario (especialmente, entre otros, en el subsector turístico). El paro, pues, manifiesta una acusada resistencia a reducirse como resultado de la dificultad de generar empleo en la década de los noventa, y del aumento de la población activa, a pesar de que el PIB se incrementa casi un 40% (en pts constantes) a lo largo de la década [SGPC , 1997].

Cuadro 4: Estructura del PIB por sectores (en %)
Años Agricultura Industria Construcción Servicios Total
1964 17,1 33,4 7,8 41,7 100
1976 9,3 33,1 9,5 48,1 100
1985 6,2 30,2 6,7 56,9 100
1990 4,9 27,5 9,7 57,8 100
1996 3,7 24,9 8,3 63,1 100
UE 2,4 31,9* 65,7 100
*Agrupados sector Industria+Construcción
Fuente: SGP, M. Economía y Hacienda y Eurostat

Todo lo apuntado es pues el marco general en el que insertar el análisis de las transformaciones recientes acontecidas en los aspectos relativos al modelo territorial y a la estructura social y demográfica española, y el elemento de referencia para contrastar cómo estos procesos están afectando, también en estos ámbitos, a escala europea y mundial. Indudablemente teniendo en consideración que esas transformaciones se producen sobre estructuras previamente conformadas, en proceso constante de mutación y cuya configuración concreta está íntimamente relacionada con las carácterísticas de los territorios sobre los que se despliegan estos procesos.

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Ramón Fernández Durán

Fecha de referencia: 25-07-2000


1: Estas actuaciones se derivan del Plan de Obras Hidráulicas de 1902 -Plan Gasset- que, complementado con la Ley de Colonización y Repoblación Interior y la Ley de Fincas Regables de principios de siglo, impulsa la extensión de la superficie de regadíos [Ortega , 1978].
2: Las principales urbes europeas habían alcanzado esta cifra en el siglo XVlll (Londres) o a lo largo del XlX (París o Berlín) [Fdez Durán , 1993].
3: A finales de los cincuenta no había suficiente reserva de divisas para pagar la factura de petróleo.
4: En 1953 se firman los acuerdos con EEUU y se entra en la ONU, en 1958 se ingresa en el FMI y en el Banco Mundial, en 1959 el Estado español pasa a formar parte de la OCDE, y en 1962 se produce la solicitud por parte del régimen de Franco de iniciar las negociaciones para asociarse a la CEE.
5: Se conoce como "revolución verde" a todo un modelo productivo y tecnológico que permitió un incremento muy elevado de la productividad agraria. Dicho modelo está basado en:
6: Entre 1960 y 1975, el consumo de energía en el Estado español se multiplica por tres veces y media. Las razones que explican este brusco incremento del consumo energético cabría buscarlas: en el creciente predominio de la gran actividad industrial -en especial de la industria básica-, fuertemente devoradora de energía; en la progresiva mecanización de la actividad agraria, y en la introducción de las técnicas de la "revolución verde" en el campo, gran demandante de inputs energéticos de todo tipo, especialmente fertilizantes químicos y sintéticos provenientes de los derivados del petróleo; en la expansión de la movilidad motorizada que se produce en dicho periodo, en concreto del transporte por carretera; y en la consolidación de un modelo territorial, con una cada día más intensa componente urbana, o mejor dicho, metropolitana, que se revelaba asimismo crecientemente energívoro [Fdez Durán , 1993].
7: Aunque también se destinan a otros núcleos de menor dimensión como Vigo, Avilés, Gijón, Cádiz, Cartagena..., y a polos industriales como el de Huelva o Tarragona.

8: El término "fordista" se refiere a una determinada forma de organización del trabajo y de la producción en general, que se desarrolla en los países del Norte fundamentalmente con posterioridad a la segunda guerra mundial, coincidiendo con el desarrollo del Estado del Bienestar. Ello va acompañado de una importante creación de empleo asalariado en el ámbito de la producción industrial, unos salarios que progresan en general por encima de la productividad, unas condiciones de fijeza y de pleno empleo de los trabajadores, un reconocimiento de las representación sindical de los mismos, y una institucionalización de la negociación de las condiciones de trabajo.
9: Lo que implicó reducciones arancelarias mutuas y supresión de ciertas restricciones cuantitativas al comercio exterior.
10: Se denomina "nueva división internacional del trabajo" al proceso que se inicia a partir de los años setenta, como reacción al agotamiento del modelo fordista en los países del Centro, y a la caída del crecimiento que se experimenta en los mismos como resultado de las crisis energéticas. Este proceso consiste en una creciente deslocalización productiva hacia ciertos países de la Periferia, con el objetivo de abaratar los costes de producción, aprovechando los bajos costes laborales existentes en dichas áreas, la ausencia de regulación de sus mercados de trabajo y los prácticamente inexistentes costes laborales indirectos (cotizaciones sociales).

11: Algunos países que se podrían considerar también como Periferia del Centro, como Portugal o Grecia, presentan unas menores tasas de desempleo, pero la razón es su débil grado de industrialización previa y su alto nivel de ruralización, siendo el impacto del ingreso en el proyecto europeo, en términos de empleo, menor. Al menos por el momento, en el corto plazo.
12: Con la finalidad principal de disminuir los costes de producción, especialmente a través de costes laborales más reducidos.
13: Que tiene que hacer frente a múltiples gastos en ese periodo: reconversión industrial, crisis del sistema bancario, fuerte incremento del desempleo, establecimiento del PER...; y eso que se incrementa sustancialmente la capacidad de gasto público como resultado de la reforma fiscal de 1978.
14: Es de destacar también la importancia que tiene la pequeña y mediana industria (del calzado, juguete...) en la zona del sur de Valencia y la provincia de Alicante.
15: El Metro de Madrid, p.e., pierde una tercera parte de sus viajeros entre el 75 y el 85, y eso que en el mismo periodo la longitud de la red salta de algo más de 60 kms a 105 kms, es decir casi se duplica, pasando el balance económico de una situación de superávit en el 75 (cuando todavía existía explotación privada), a 14000 millones de pérdidas en el 85 [Fernández Durán , 1988].
16: En la actualidad se está procediendo a ultimar las reformas necesarias (Acuerdo Multilateral de Inversiones -AMI-, nueva ronda de negociación en la OMC, reformas en el FMI y BM...) para completar un marco global que permita ya operar sin ningún tipo de trabas al capital transnacional y financiero a escala mundial.
17: En 1972 se incorporan a la CEE Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca. En 1981 ingresa Grecia. Más tarde, en 1986, lo hacen España y Portugal. Y en 1995 se adhieren a la UE Austria, Finlandia y Suecia. Pero también, en 1989, los antiguos países de la EFTA deciden acometer la integración al llamado MU. A todo ello habría que sumar, a otro nivel, los diferentes acuerdos de asociación que mantiene la UE con países limítrofes del Este y del Sur, que permiten extiender el ámbito de influencia de la gran actividad económica europea. Y la ampliación al Este recientemente acordada en la Cumbre de Luxemburgo y el objetivo de crear un área de libre comercio en todo el Mediterráneo para el año 2010.
18: Esta Golden Banana es una extensa región que discurre desde el sudeste británico hasta el norte de Italia, pasando por el norte de Francia, Bélgica, Holanda y el oeste y sur de Alemania. Es en estos territorios donde se concentra el grueso de la población, la actividad económica y la riqueza monetaria de la UE.
19: El gobierno español se ve acuciado a suscribir un acuerdo a cualquier precio con el fin de poder ofrecer una baza a la sociedad española, de fuerte sentimiento neutralista en esa fecha, de cara a conseguir su voto afirmativo en el referéndum sobre la OTAN.
20: El déficit comercial pasó de representar el 3,6% del PIB en 1985 al 7,2% en 1989, saltando del billón de pesetas en 1986 a más de tres billones en 1989 [Montes , 1993].
21: Como consecuencia de la Guerra del Golfo -mundo árabe- y de la guerra en la ex-Yugoslavia.

22: La libre circulación de capitales que se va instalando progresivamente en todo el mundo a partir de mediados de los 80, y la enorme cuantía del volumen de éstos (a finales de 1995, el 97,5% de los capitales que se movían diariamente en todo el mundo correspondían a flujos especulativos, y sólo el 2,5% estaban vinculados a la llamada economía real: intercambios de bienes y servicios, e inversiones directas; esta relación era del 20% y el 80% respectivamente en 1975; además, los capitales especulativos suponen hoy en día más del doble de las reservas de divisas de todos los bancos centrales de los países de la OCDE), hace que sean los mercados financieros, con su enorme capacidad de amenaza y reacción, los verdaderos artifices de las políticas económicas de los gobiernos [Lietaer , 1997]. George Soros, uno de los principales especuladores mundiales, ha dicho, muy gráficamente, que los ciudadanos votan cada cuatro años, pero que los mercados financieros lo hacen todos los días.

Documentos > Globalización, territorio y población > http://habitat.aq.upm.es/gtp/arfer2.html
 
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