Ciudades para un Futuro más Sostenible
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Calidad de Vida y Praxis Urbana
Julio Alguacil Gómez| Madrid (España), julio de 1998.
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6. Metrópoli versus ciudad

Introducción: Volver a la Teoría de la Ciudad

La ciudad siempre fue una síntesis de los valores humanos en donde se hacían compatibles y complementarios la norma y la libertad, la individualidad y la comunidad, la identidad y la diversidad, es decir, donde se produce una organización destinada fundamentalmente a maximizar la interacción y la integración social, lo que podríamos denominar como «la coexistencia» (Schoonbrodt, 1994). La ciudad siempre ha sido el lugar, es decir, el espacio físico construido desde y para la dimensión de lo social, sitio del encuentro y del intercambio para el desarrollo de las actividades humanas. La ciudad ha sido y es el soporte que mejor ha sido capaz de dar satisfacción a las necesidades del hombre, permitiendo el desarrollo de las capacidades humanas, mediante el acceso directo a la innovación, el conocimiento y la diversidad, y por tanto, el acceso inmediato a los otros, a lo diferente. La ciudad significa densidad, pero ello no cobra sentido pleno si no lo aparejamos a la idea de proximidad; la ciudad es diversidad pero sólo será vivible y habitable si las interacciones entre sus elementos implican procesos de negociación y de consenso, en la ciudad se pone de manifiesto la diferencia pero ésta sólo será un valor humano cuando lleve a la alteridad (reconocimiento y aceptación del otro y de la diferencia); la ciudad simboliza y expresa la igualdad pero ello no será posible sin la solidaridad y la sociabilidad; la ciudad sólo será tal si procura la organización física de la coexistencia, y si es capaz de significar el desarrollo de «la responsabilidad social» (Hernández Aja et al., 1997). La implicación responsable del sujeto en la construcción de un espacio social complejo (funciones solapadas e interdependientes) es consustancial a la idea de ciudad.

Es decir, no podemos dejar de situar a la ciudad en el ámbito de lo social y de entenderla no simplemente como un mecanismo físico y artificial sino como una parte de los procesos sociales: lo urbano reproduce en un espacio determinado el nivel de complejidad de la propia sociedad, reclama Raymond Ledrut (1974). Pero ello además nos conduce a no dejar de considerar que también la ciudad es un resultado de las estructuras sociales de cada una de las circunstancias, como un producto de las contradicciones y conflictos sociales de cada momento histórico. Nos ubicamos, por tanto, permanentemente en la dialéctica entre el ser y el deber ser de lo urbano, como realidad, y como soporte referente para la optimización de la satisfacción de las necesidades humanas. «Lo urbano --lo define Lefebvre (1980: 102)-- como lugar en el que las diferencias se conocen y al reconocerse se aprueban; por lo tanto, se confirman o se invalidan». Ya Lefebvre hace casi tres décadas señalaba los efectos y las potencialidades de la globalización y su traslación al hecho urbano. Lefebvre diserta sobre la revolución urbana[92] y propone una transducción[93] (reflexividad sobre el objeto posible, sobre el modelo urbano posible) sobre la idea de que «la sociedad actual se sitúa y se comprende en la transición» que permite «la formación consciente de una praxis urbana que, con su racionalidad propia reemplace la praxis industrial ya realizada». Precisamente es esa reflexividad o pensamiento crítico, que prepara la teoría de la sociedad urbana, la que pone de manifiesto la emergencia y también la urgencia de una nueva práctica social. Paradójicamente, es a través de lo que Lefebvre denomina como «sociedad burocrática de consumo dirigido» desde donde se está gestando la propia sociedad urbana que lleva implícita una nueva praxis urbana, y todo ello porque la producción del espacio y la de la ciudad como su más fiel exponente, sigue siendo entendida como producto de un proceso dialéctico, de unidad de las contradicciones, de síntesis, donde lo novedoso no es la producción del espacio sino «la producción global y total del espacio social» (Lefebvre, 1980: 143-145).

Cinco lustros después, un relevante pensador del hecho urbano como es Peter Hall vuelve a poner de manifiesto cómo en un contexto de globalización y división del hecho urbano sigue siendo necesaria una Teoría de la Ciudad, llegando a plantear como una de sus tesis centrales en su obra Ciudades del Mañana (1996) la necesidad de volver a aproximar la Teoría de la Ciudad y la realidad de la ciudad, porque en definitiva, «al final de casi un siglo de urbanismo moderno, las ciudades se parecen bastante a lo que eran al principio», sus problemas siguen siendo los mismos, aunque con otras formas y otras características que apuntan a la necesidad de afrontar una visión integrada que incluya las dimensiones social, económica y política, pero también que fundamentalmente sea capaz de combinar la prioridad de defender la calidad del entorno con la equidad social a nivel planetario (Hall, 1996: 428-429). Ambos aspectos se sintetizan en la idea de sostenibilidad, sin duda un concepto que, sin explicitarse así, podemos situar entre los aspectos centrales del concepto de transducción que propone Lefebvre.

La nueva problemática urbana entendida como conjunto de problemas autoimplicados que deviene cada vez más aguda y profunda se traduce en esbozos de praxis urbana que comienzan como serios intentos de aproximar la Teoría de la Ciudad y la cruda realidad de la ciudad existente[94] . Ese interés reciente por recuperar la ciudad tiene un doble sentido en la búsqueda de la articulación de lo global y lo local, y también en la búsqueda de la articulación de la sostenibilidad ambiental y social. Así, en el primer documento español aportado a Habitat II se dice que «las ciudades y otros ecosistemas han de considerarse en su relación, e impactos a escala planetaria, para comprobar la sostenibilidad de aspectos globales...» (Agenda Habitat España, 1996: 7), mientras que anteriormente en el Libro Verde del Medio Ambiente Urbano se insiste en que la ciudad «ofrece densidad y variedad; una combinación eficaz de funciones sociales y económicas que ahorra tiempo y energía... las zonas urbanas constituyen un concepto estadístico. Las ciudades, en cambio, son proyectos de un nuevo estilo de vida y de trabajo. El término ciudad es la palabra adecuada para referirse a la ecología urbana» (Comisión de las Comunidades Europeas, 1990: 7).

Los retos, como siempre, se encuentran en la resolución de las contradicciones principales, en una búsqueda de la síntesis susceptible de encontrarse en los procesos dialécticos y dialógicos. ¿Cuáles son esas contradicciones sobre las que hay que construir la reflexividad que propone Lefebvre, o la coexistencia que propone Schoonbrodt? La contradicción es a la vez una y diversa porque tiene sus orígenes y efectos desde una perspectiva pluridimensional. Las contradicciones se muestran en la incapacidad del sistema global de dejar de reproducirse a sí mismo sin dejar de devorarse, y sin tener además conciencia de ello. La contradicción se expresa en el pensamiento único que paradójicamente se alimenta de esa cada vez mayor segmentación social; la contradicción se expresa en la expansión de una sociedad informacional con la potencialidad tecnológica para imprimir la acción comunicativa y la democracia participativa, pero incapaz de desarrollarlas por la propia inercia del predominio de unas estructuras políticas y económicas que imposibilitan la difusión y descentralización del poder; la contradicción se manifiesta en el dominio de lo global sobre lo local, que supone de facto la destrucción de escalas intermedias que en lo más profundo suponen la ignorancia y marginación de las especificidades grupales y territoriales, a la vez que como respuesta, se produce la excesiva exaltación de los valores particulares. En expresión de Paul Virilio (1992: 46) «las tendencias a la globalización y el fraccionamiento van a la par».

No parece que la globalización se pueda eludir, sin embargo parece aceptado que los valores universalistas y las culturas locales necesitan encontrar un punto de equilibrio. Se ha hablado de la necesidad de «una nueva urbanidad» (Baigorri, 1995), o de «una nueva identidad urbana» (Levy, 1995), o de la necesidad de establecer una «primacía de lo urbano y prioridad del habitar» (Lefebvre, 1980), o de contar con una brújula (conocimiento tanto a nivel individual como colectivo) junto con un ancla (identidades, saber quiénes somos y de dónde venimos para no perdernos a dónde vamos) (Castells, 1997a); pero de todo ello nos queremos quedar con la idea que refleja el primer documento español de Habitat II:

Ya no es suficiente «pensar globalmente y actuar localmente», también es necesario «pensar localmente y actuar globalmente» para construir desde lo local los valores de la globalización... La articulación global-local se ha de producir básicamente en cada comunidad, a través de la sociedad civil y las instituciones, y se ha de aplicar en los ámbitos locales a la economía, la cultura y la política. Son especialmente importantes en este sentido las políticas que pueden instrumentarse a nivel de barrio y de ciudad.
Agenda Habitat España II, 1996:5

Precisamente la naturaleza de la articulación reside en que en el desorden se encuentra la semilla del nuevo orden, la paradoja es permanente y recurrente; y los procesos son dialógicos. Los valores universales a los que se accede a través de la difusión de la sociedad informacional procuran también el reconocimiento de la diferencia, tienen el efecto de promover valores solidarios respecto a las agresiones que la propia globalización pueda cometer contra los espacios y las culturas locales. Por otro lado, el imprescindible desarrollo de redes extensas en el que se basa una estructura cuyo fin es la propia reproducción de la globalización, conforma una paradójica capacidad de reconstrucción de las especificidades y una búsqueda de posiciones propias frente al hecho global[95]. La globalización lleva implícita la doble condición de pertenecer al lugar (arraigo), y a la misma vez, permitiendo la inter-accesibilidad de todos los lugares, al no-lugar (desarraigo). Al respecto es interesante el razonamiento de Enrique del Acebo (1993: 223) cuando afirma «... que toda forma de desarraigo (...) tiende a restablecer el orden buscando nuevas formas de arraigo, ya perdidas pero añoradas en tanto constitutivos formales del fenómeno urbano y humano».

Sin embargo, como hemos visto, ese sentido de la paradoja necesita de una reflexividad que emerge de una crítica sobre el conocimiento tradicional. Nos interesa ahora la aplicación del pensamiento crítico al fenómeno urbano y al de la urbanización.

El sistema urbano en el contexto socio-cultural en el que nos desenvolvemos representa un conjunto de espacios geográficos múltiples y diversificados que han sido convenientemente clasificados, primero por la praxis industrial (Lefebvre, 1980), y después por el orden institucional globalizado. Pero estos espacios, son también espacios sociales y están interrelacionados entre sí, siendo cada uno de ellos parte integrada en un todo, siendo el todo un conjunto de espacios en interacción, solapados y complementados. El orden institucional globalizado es totalizador, imprime un modelo total que llamamos metropolitano, de naturaleza global, donde pierden parte de su esencia los elementos que lo conforman. El orden institucional es un orden lógico que se fundamenta, produce y reproduce una organización del conocimiento de orden positivista que, recordando el pensamiento de Edgard Morin, al segregar (disciplinas, sectores, colectivos, espacios...) desintegra; y que al anexar centraliza, subordina, jerarquiza, prioriza (unas disciplinas sobre otras, unos colectivos sobre otros, unos sectores sobre otros, unos espacios sobre otros...) jerarquiza (lo principal, lo secundario) y centraliza (en función de un núcleo de nociones maestras). «Estas operaciones --en palabras de Morin (1994: 28)-- que utilizan la lógica, son de hecho comandadas por principios ``supralógicos'' de organización del pensamiento o paradigmas, principios ocultos que gobiernan nuestra visión de las cosas y del mundo sin que tengamos conciencia de ello».

La configuración del conocimiento asentado en una segmentación de la información en compartimentos estancos establece de facto una separación entre la conciencia del yo y la cosmología sistémica, o lo que es lo mismo, se simplifica y se crean escisiones en la concepción del mundo. La consiguiente jerarquización de las distintas categorías del conocimiento supone la prevalencia de unas ideas, de unos razonamientos, de unas disciplinas sobre otras que quedan sometidas a la tradición y centralidad imperativa de las primeras. Ese aprendizaje no sólo rechazará la estructura integral de los procesos, la interdependencia de las variables y de las diferentes disciplinas, sino que con ello provocará intervenciones humanas lineales y filtradas que, dando la espalda a otras lógicas y a otras variables, provocarán efectos perversos y disfunciones en el sistema.

Esa parcelación del conocimiento tiene su correlato en las estrategias del orden institucional globalizado, y lo que más interesa aquí, en las intervenciones humanas sobre el territorio. Las distintas disciplinas que intervienen sobre el territorio sufren igualmente de la jerarquía de las estructuras dominantes. Mientras se complejizan (complican) las escalas mayores, se simplifican las escalas menores, mientras se apuesta por las lógicas extensas se destruyen las lógicas internas. Así, paradójicamente, el pensamiento globalizador es un pensamiento simple, el pensamiento total viene acompañado por un tratamiento (análisis, actuación, acción) sectorial, estratégicamente aislado, que pierde el sentido de su integración en un sistema más amplio al que aporta esencia. Siguiendo a García Bellido1994: 265 y ss. en su propuesta de convergencia transdisciplinar del conocimiento de las ciencias del territorio aparece como reto la reconfiguración de los conocimientos fraccionados para hacerlos más aptos para su aplicación técnico-política «con la finalidad de satisfacer necesidades y aumentar el bienestar social y la eficiencia de la utilización de los recursos escasos».

El sistema urbano, es eso, un sistema, es decir una asociación combinatoria de elementos diferentes afectados y relacionados entre sí. O mejor aún, aceptando la tesis de Salvador Rueda (1994: 251 y ss.): la ciudad es un ecosistema según lo cual

Los ecosistemas urbanos pueden describirse en términos de variables interconectadas de suerte que, para una variable dada exista un nivel superior o inferior de tolerancia, más allá de las cuales se produce necesariamente la incomodidad, la patología y la disfunción del sistema.

Cada uno de esos elementos que conforman el ecosistema urbano cumple sus funciones complejas y no deben entenderse exclusivamente como meros elementos cuyo sumatorio es igual al todo. La disyunción de los elementos, la separación de los espacios en ámbitos monofuncionales, el zoning urbano hasta sus más extremas expresiones, representan una victoria de la simplicidad urbana sobre la complejidad de la ciudad, proclamando un nuevo orden (desorden) de lo sectorial frente al caos (orden) de lo integral. Esa traslación de la complejidad de los ámbitos urbanos de rango local a la complejización (complicación) de la metrópoli supone de facto la separación de la acción urbana de los contextos y/o ámbitos concretos. Lo micro, lo especifico, lo local, se hace más dependiente de modelos totalizadores, la esencia se diluye en un sistema urbano reconvertido en modelo, en una ideología justificada y apoyada por una gestión del desarrollo tecnológico y en unos usos energéticos que orientados en determinadas direcciones unívocas favorecen la movilidad, la difusión de las actividades y la segregación de las funciones urbanas.

Este modelo totalizador se hace posible por el desbordamiento de la urbanización en donde el concepto de ciudad pierde su propiedad más genuina para expresar una realidad territorial y demográfica que constituyen nebulosas multinucleares caracterizadas por la discontinuidad del modelo de ocupación del territorio. Aparecen así nuevas acepciones sustitutivas del concepto de ciudad y de desarrollo urbano para definir una urbanización cada vez más indefinida e imprecisa: conurbación, aglomeración urbana, área metropolitana, megalópolis... Es incuestionable que el avance del modelo de la urbanización (metropolitano) va aparejado al retroceso de lo urbano (la ciudad) lo que lleva inevitablemente a una expansión en el terreno ideológico del pensamiento simple: entre los ámbitos extremos del alojamiento y la metrópoli apenas hay posibilidad de supervivencia para los ámbitos intermedios, tildados inadecuadamente de preindustriales, y como consecuencia de ello no hay lugar para la sociodiversidad, para las subculturas, para las identidades diferenciadas, para la coexistencia.

Ese pensamiento simple es una lógica, que como tal es una dialógica. El principio de la dialógica mantiene la existencia de la dualidad en cualquier razonamiento lógico, dualidad que, por tanto, en última instancia podría ser reforzada por la propia lógica. Morin (1994: 106) haciendo referencia al antagonismo entre orden y desorden define la dialógica:

Uno suprime al otro pero, al mismo tiempo, en ciertos casos, colaboran y producen la organización y la complejidad. El principio dialógico nos permite mantener la dualidad en el seno de la unidad. Asocia dos términos a la vez complementarios y antagonistas.

La negación de algo posibilita su potencial existencia cuando (en términos dialécticos) suponga que podamos comprender la tesis, descubrir la antítesis y llegar a la reformular la síntesis. Si bien parece que en la medida en que el sistema urbano se encuentre tensionado, aumentando la escasez de recursos, los conflictos y la insostenibilidad, se hará patente la obligación de --en palabras de Salvador Rueda (1994: 259)-- «cambiar el modelo teleológico actual por otro sistémico (holístico) que sustente la organización y la complejidad de los sistemas urbanos». Precisamente un sistema tensionado y crecientemente entrópico es lo que da sentido pleno a los procesos dialógicos.

En esa dialógica y en la oposición entre lo local y lo cosmopolita M. Castells pone de relieve, haciendo recapitulación de los descubrimientos de la Sociología Urbana, que:

el polo local se desdobla en un tipo de comportamiento moderno y un comportamiento tradicional, siendo el segundo constituido por el repliegue de una comunidad residencial sobre sí misma, con gran consenso interno y fuerte diferenciación respecto al exterior, mientras que el primero se caracteriza por una sociabilidad abierta, aunque limitada en su compromiso, ya que coexiste con una multiplicidad de relaciones fuera de la comunidad residencial.
Castells, 1979:120

Esta ambivalencia de repliegue y resistencia, de recomposición y de afirmación de lo local, se revela también en distintos autores ya clásicos, como Ledrut o Lefebvre, que no muestran con ello sino la continua readaptación de esos espacios sociales intermedios, y que en expresión de H. Lefebvre, significa que «este reparto está determinado, por una parte, por la sociedad en su conjunto, y por otra parte, por las exigencias de la vida inmediata y cotidiana». Estos espacios intermedios (el barrio) «no son más que una ínfima malla del tejido urbano y de la red que constituye los espacios sociales de la ciudad. Esta malla puede saltar sin que el tejido sufra daños irreparables. Otras instancias pueden entrar en acción y suplir sus funciones y sin embargo, es en este nivel donde el espacio y el tiempo de los habitantes toman forma y sentido en el espacio urbano» (Lefebvre, 1971: 202). Lefebvre advierte así una pérdida de calidad ciudadana ¿tolerable, hasta cuando, hasta dónde? En todo caso, tal y como sugiere Paolo Perulli permanece una tendencia a la autoconservación de la ciudad, ya que la metrópoli precisa de estructurar subunidades y conservar --aunque transformados-- puntos de referencias válidos para subconjuntos de su población (Perulli, 1995: 74).

Hemos, por tanto, de partir del ámbito local como una comunidad de conciencia universal (en gran medida determinada globalmente), pero con base local y con algún nivel de vertebración social propia. Indagar en las direcciones de esa readaptación de las unidades urbanas (vecindario, barrio, ciudad), de escala menor a la metrópolis, así como la regulación que sobre ello interviene a través de la acción humana[96] (sujeto-en- proceso), es el reto que nos encontramos a partir de ahora. «Si lo global quiere dirigir lo local, si la generalidad pretende absorber las particularidades, el nivel medio (mixto, M) [97] puede servir de terreno de defensa y de ataque, de lucha» (Lefebvre, 1980: 95), de síntesis, diríamos aquí.

Así pues nuevamente el pensamiento sobre el habitar urbano, las interacciones sociales y ambientales en el interior de la ciudad, y sus repercusiones en el sistema global resurgen desde la Teoría de la Ciudad y la Teoría Sociológica para combinarse con la Teoría Urbanística y construir el deber ser del hecho urbano. Pero descendamos de lo abstracto y vayámonos encaminando hacía el sentido de lo concreto.

La metrópoli: culmen de la evolución de la ciudad

La evolución de la ciudad, o lo que es lo mismo la evolución de las estructuras sociales que ha ido produciendo el espacio social, ha puesto de manifiesto una continuada separación entre la Teoría de la Ciudad y la práctica urbana en la ciudad real. Esta evolución se ha expresado en una aceleración cada vez mayor de los cambios sociales y nos ha llevado a lo que hoy conocemos como grandes conurbaciones o metrópolis.

No se trata aquí de hacer un recorrido exhaustivo por la historia de la ciudad hasta nuestros días, y de las interpretaciones teóricas sobre la misma[98] , aún así y a riesgo de resumir en exceso es obligado hacer una breve referencia a los aspectos que representan el fundamento antecedente de nuestro desarrollo argumental.

En primer lugar nos importa recoger la idea de síntesis que de una u otra forma desarrollan distintos autores clásicos como Patrick Geddes, Lewis Munford, John F. Turner, Henri Lefebvre o Raymond Ledrut. Para estos autores la propia idea de ciudad cumple la función de síntesis, pero también el concepto de síntesis lo encontramos en todos ellos a través de unas proposiciones reflexivas que podríamos considerar como críticas, heterodoxas y humanistas, siempre desde sus respectivas adscripciones. De tal manera que todos ellos, en mayor o menor grado, reúnen aspectos e ideas que provenientes del Culturalismo, de la Escuela de la Ecología Humana, o del Marxismo, intentan despojarse de cualquier reduccionismo ecológico más propio de la Escuela de Chicago[99] , o de cualquier determinismo económico más acusado en el marxismo más ortodoxo; pero sobre todo y como rasgo común más característico, despojándose de cualquier atisbo de funcionalismo, que en la disciplina del estudio de la ciudad fundamentalmente tiene sus orígenes en la Ecología Humana.

Habría que destacar muy resumidamente entre aquellas trazas que les hacen partícipes de una misma perspectiva las siguientes:

  1. La necesidad de buscar la adaptación del espacio urbano a las necesidades humanas, y rechazo de las tesis mantenidas desde la Escuela de la Ecología Humana referentes a que las condiciones sociales son adaptativas al espacio físico y a la naturaleza. En ese sentido la integración social y la integración espacial son inseparables.
  2. El espacio urbano, es pues, producido socialmente, a través de procesos dialécticos que resultan del antagonismo de los contrarios y donde el sujeto activo es capaz de acceder al protagonismo de la acción social que conlleva la transformación social. El proceso dialéctico de la ciudad se expresa de distintas formas que apuntan a la complejidad, así lo expresa Lefebvre (1980: 123-125):
    ... Lo urbano, indiferente a cada diferencia que contiene es considerado a menudo como indiferencia confundida con la de la naturaleza... Pero lo urbano no es indiferente a todas las diferencias, ya que precisamente las reúne. En este sentido, la ciudad construye, libera, aporta la esencia de las relaciones sociales: la existencia recíproca y la manifestación de las diferencias procedentes de los conflictos o que llevan a los conflictos... Se puede decir de lo urbano que es forma y receptáculo, vacío y plenitud, super-objeto y no-objeto, supra-conciencia y totalidad de la conciencia. Por una parte se vincula a la lógica de la forma; y por otra a la dialéctica de los contenidos (a las diferencias y contradicciones del contenido).
  3. La necesidad de conservar los valores humanos a la vez que se deben conservar los valores naturales, expresa un incipiente interés por poner en una interacción recíproca el medio ambiente urbano y la sociedad urbana: la ciudad no sólo es entendida como espacio de lo cotidiano, de la cohesión y de la integración, sino que también esos valores se complementan, con una adelantada visión de cómo debe mantenerse la calidad ambiental en la ciudad y de cómo la ciudad es un ecosistema complejo, de tal forma que la adaptación del medio físico/natural a la medida de la satisfacción de las necesidades humanas debe acometerse sin comprometer la propia base de los recursos naturales, como satisfactores de las mismas.
  4. La acción del sujeto protagonista (sujeto-en-proceso) que conlleva la praxis urbana es coadyuvante en primer lugar del arraigo, de la percepción, del conocimiento y de la apropiación[100] del espacio, después de la participación[101] activa.
  5. La defensa de la planificación urbana (entendida como estrategia-programa-diseño) como mecanismo para conservar los valores humanos y los recursos naturales a través de un control colectivo dirigido en su mayor parte a templar el crecimiento basado en la competencia y, por tanto, a impulsar el crecimiento de los procesos basados en la cooperación.

Así, la acción social sobre el espacio es la que ha venido transformando el espacio urbano hasta nuestros días, si bien la acción sobre el espacio urbano, como apuntará Ledrut (1987: 21), puede ser de distintos tipos y «existen ciertos tipos de acción que comprometen el equilibrio y hacen intervenir mecanismos reguladores más o menos eficaces» que traslucen determinados niveles de integración y que derivan en los cambios que se producen en la estructura social, que a su vez re-establecen las relaciones que intervienen en la construcción del espacio urbano. En cierta manera la evolución del espacio urbano es la secuencia de las distintas maneras de regular los antagonismos entre sujeto-objeto (sujeto-espacio urbano y sistema natural) sujeto-sujeto (relaciones de producción) y objeto-objeto (espacio construido-sistema natural). Ya Durkheim indicaba cómo fue desde la propia densidad física y moral que se producía en las ciudades desde donde se hizo posible la división del trabajo social. Fue esa proximidad interactiva la que precisamente refuerza la dependencia mutua a la vez que paradójicamente, acentúa la especialización funcional y por tanto las diferencias, dando paso a la necesaria solidaridad orgánica para regular esas diferencias (Durkheim, 1982-1893). Sin embargo no serán directamente la división técnica[102] y el desarrollo tecnológico las que amparen las diferencias morfológicas de la ciudad, sino que será la estructura social la que marcará la organización tecnológica y la diferenciación espacial de las ciudades. Para Max Weber esa complejificación viene a significar la estrecha ligazón continuada en la evolución de la ciudad, entre la industrialización, urbanización y burocratización como aspectos propios de la división técnica, espacial, y de competencia en la dominación legal-racional, respectivamente. Aspectos que por otro lado vienen a contrastar, por su antagonismo, con la naturaleza liberadora de la ciudad (Weber, 1987-1921).

De forma genérica puede decirse que la evolución del espacio urbano ha estado marcado por determinaciones económicas derivadas de la obtención de los recursos, de la producción industrial y de la administración de los servicios; y más recientemente y específicamente, la ciudad industrial consolidada a lo largo del siglo XIX y principios del XX ha experimentado una adaptación progresiva a los nuevos métodos de organización del trabajo cuyo origen lo encontramos en la mecanización de la producción, que más tarde desembocó en una nueva relación salarial de carácter taylorista. Con el dominio del Taylorismo, la ciudad se convierte en soporte de una actividad productiva crecientemente industrial donde se precisa de una expansión urbana sin precedentes.

Tras el orden surgido después de la II Guerra Mundial se consolida la relación salarial de tipo fordista. El surgimiento de la cadena de producción y con ella el de las grandes superficies industriales y la aún mayor concentración de la población, precisan de cierto ordenamiento urbano. Las distintas fases productivas tendentes a una mayor concentración de actividades habían condicionado profundamente la organización del espacio urbano, ya metropolitano, con vistas a una especialización de su uso y había producido dos efectos colaterales: por un lado, la formación de la metrópoli se produce como consecuencia de la anexión y fusión de ciudades próximas a los centros industriales y decisionales aumentando enormemente la escala territorial, por otro, el funcionalismo urbanístico plasmará territorialmente la nueva etapa salarial fordista, compartimentando la ciudad según sus distintas funciones. Así, termina por consolidarse la ida del zoning urbano, como la clave instrumental de la praxis industrial que tiene sus propias consecuencias sobre la vida cotidiana en la ciudad.

Las grandes conurbaciones que ya intuyera Patrick Geddes harán anticuadas la diferenciación entre lo urbano y lo rural, entre la ciudad y el barrio. Las separadas actividades y funciones se dispersan por todo el territorio de forma jerarquizada y totalizada, a la vez que como afirma Fernando Roch (1993a: 48), la ciudad se convierte en «una superposición de diferentes objetos autónomos que ni tienen por qué mantener relaciones de equilibrio ni evolucionar de forma conjunta y coherente». En ese sentido Ledrut (1987: 50) advierte cómo las

megalópolis constituyen un tipo de aglomeración colectivamente desintegrada en la que el comportamiento de los agentes privados, e incluso el propio movimiento de la urbe, se hallan prácticamente fuera del control de los agentes colectivos locales y de los delegados por una burocracia centralizadora que trata más de limitar y paliar los efectos que de prevenirlos actuando directamente sobre las causas que los motivan.

Pero todo ello se produce de esa manera porque el problema radica en que el modelo metropolitano se sitúa suficientemente alejado de las funciones originarias de la ciudad (de la ciudad entendida como satisfactor de las necesidades humanas), para erigirse en la propia razón de su existencia, es decir, la metrópoli se proclama como objeto de producción y consumo que se reproduce a sí mismo, y en esta estrategia inconsciente se elimina o se limita la planificación urbana (como instrumento del control colectivo) y se destruyen las escalas urbanas intermedias susceptibles de permitir el control individual y colectivo. Ello es precisamente lo que apunta a la desintegración[103]. La antigua dicotomía campo-ciudad es sustituida por una nueva: centro-periferia, que como veremos no se inscribe solamente en la dimensión territorial.

Los efectos de la metropolitanización

¿Qué fue primero, la fisonomía o la función? Ésta es ya una pregunta-problema tradicional en el campo de la geografía urbana desde que la explicitara un autor clásico de esa disciplina como Peter Schöller. La respuesta que el propio Schöller ofrece, como no podría ser de otro modo, se enmarca en la complejidad, en la fértil confusión de la combinación, en la interacción de dimensiones que irremediablemente van acompañadas: sólo relacionando el espacio y el tiempo se consigue un verdadero conocimiento de la vida urbana (Schöller, 1954), y es que no podemos sino partir de esa idea que nos lleva a la recurrencia permanente entre estructura urbana y estructura social, entre medio ambiente y dinámica social, también entre metropolitanización y globalización. Ya que de una parte hay que resaltar la mutua influencia --ya sea en términos de equilibrio o de desequilibrio-- del ecosistema y del sistema social, pero sobre todo queremos reseñar ahora la influencia bilateral entre la urbanización y la globalización. Es decir, queremos insistir en cómo el fenómeno urbano tiene sus consecuencias sobre la economía, la cultura, la política, el medio ambiente a nivel global, y en cómo también, esa misma globalización marca las pautas de una determinada expansión urbana. De tal manera que cuando nos referimos a los efectos de la metropolitanización se hace difícil diferenciarlos de los propios efectos de la globalización (o de la mundialización). Por consiguiente, en adelante las referencias al término metropolitanización y sus efectos, no pueden sino entenderse de forma abierta, ampliándose a sus consecuencias globales (tanto ecológicas, como económicas y socio-culturales); y las referencias al término globalización (o mundialización --que en su acepción más común se refieren a la dimensión económica--), y sus efectos deben verse también desde sus determinaciones territoriales, ecológicas y socio-culturales.

La perspectiva desde los efectos territoriales

Desde una perspectiva de la organización del espacio, conviene diferenciar, y a la vez relacionar, dos fenómenos que vienen a explicar la organización-desorganización de la estructura territorial. Nos referimos a la zonificación urbana, de una lado; y a la difusión-dispersión urbana, de otro. Ambas han caracterizado el desarrollo del hecho metropolitano.

En primer lugar, la zonificación o zoning urbano queda bendecido en la llamada Biblia de los urbanistas (Labasse, 1973), o Carta de Atenas (1942), que desde un intento del más puro dirigismo racionalista viene a proclamar la separación de las funciones urbanas[104] en aras de la satisfacción de las necesidades humanas[105], puestas en entredicho por la insalubridad que resultaba de la promiscuidad entre las funciones urbanas y el hacinamiento característico de los efectos provocados por la revolución industrial sobre las ciudades. Sin embargo, los propios efectos perversos de la zonificación urbana se vienen expresando reiteradamente desde distintas perspectivas.

Con la consolidación de la sociedad industrial aparecen la planificación y los planificadores, pero también se produce una ruptura de la ciudad y de lo ciudadano. A medida que se produce el crecimiento del espacio urbano y con ello su funcionalidad, el seccionamiento espacial cobrará mayor importancia, pudiéndose caracterizar básicamente tres categorías espaciales segregadas: el espacio de la producción (del trabajo-empleo-asalariado), el espacio de la reproducción (doméstico) y el espacio de la distribución (gestión y consumo). La necesidad consiguiente de procurar la comunicación y la movilidad entre las diversas partes complejas de la metrópoli presupone la existencia de un cuarto tipo de espacio, éste más lineal y en forma de malla, que se refiere a todo lo relacionado con las infraestructuras de conexión entre fragmentos urbanos (infraestructuras del transporte y redes de comunicaciones entre los espacios separados). Las unidades urbanas especializadas y unifuncionales, son unidades parciales y por tanto simples, la vida cotidiana en una función parcializada es una cotidianeidad unidimensional, pero a la vez el sujeto móvil que distribuye su tiempo en vidas separadas y desplazamientos entre ellas en un vasto territorio urbanizado se convierte en un yo escindido y en una víctima de lo simple-complicado (contrapuesto a sencillo-complejo) que imprime el modo de vida metropolitano. Los vínculos sólidos, flexibles, accesibles y sencillos son sustituidos por los vínculos líquidos, rígidos, movibles y complicados.

Se evidencia, junto al cambio cuantitativo, un cambio cualitativo. Emerge la ciudad del fragmento frente a la ciudad como cúmulo de sedimentos; siendo la variable tamaño crecientemente incontrolada. Es una ciudad ahistórica que, construida extensamente bajo un rápido y desordenado desarrollismo[106] y a una escala que se escapa al control individual y colectivo, imprime una funcionalidad que viene determinada por el mercantilismo como hecho intrínseco. Se disocia la instancia ciudadana y junto a ella se enajena al ciudadano del hecho urbano, en palabras de René Schoonbrodt (1994: 393) «el urbanismo funcionalista basado en la zonificación aísla los medios sociales ente sí y, en consecuencia, tanto la sociedad en su conjunto como los distintos medios sociales se hacen ajenos los unos a los otros».

Precisamente es esto lo que lleva directamente a otras consecuencias; unas más sociales: se produce una «parcelización de la existencia humana» (Del Acebo, 1993: 164-165), una ruptura del tiempo en la vida cotidiana y una división del espacio según la condición social: edad, profesión, procedencia, etnia, religión, clase, género...[107]; otras más ambientales: ocupación de suelo y desintegración de enclaves naturales por la necesidad de la construcción de grandes infraestructuras que permitan la movilidad cotidiana entre los espacios separados y que suponen de facto la creación de barreras y fronteras en el organismo urbano (Se enfrenta el concepto de movilidad, con el de accesibilidad. La existencia de grandes distancias y la creación de barreras infraestructurales suponen una pérdida de calidad en la accesibilidad a determinadas funciones urbanas especializadas según qué tipo de sectores sociales). Adaptación, por tanto, del territorio y de la ciudad al uso del vehículo motorizado, que se deriva de un aumento paulatino de las distancias entre los elementos urbanos funcionales y que conlleva un despilfarro energético y un incremento de los niveles de contaminación y gases invernadero[108].

En segundo lugar, la dispersión-difusión de la urbanización, aspecto que además es inseparable de la zonificación, viene a establecer una nueva paradoja en el proceso de urbanización de los países desarrollados. Por primera vez la expansión del hecho urbano se produce al margen de los comportamientos demográficos, es decir, mientras que la población de las grandes ciudades del mundo desarrollado se mantiene estable o incluso decrece ligeramente, la expansión del espacio construido alcanza cotas de ocupación de suelo inusitadas gracias al desarrollo de una tupida red de infraestructuras para el transporte. Esa dispersión de la urbanización no tiene umbrales territoriales fácilmente observables, ni está distribuida de forma biunívoca en el espacio físico (Martinotti, 1990), la contigüidad de espacios urbanos funcionales y a la vez la continuidad del espacio urbano por todo el territorio son la expresión de esa paradoja parcial del metropolitanismo. Si bien ese nuevo orden territorial único que hace desaparecer la vieja dicotomía entre campo-ciudad para introducir nuevas contradicciones, significa que se pierde la idea de ciudad entendida como lugar de acogida que era reconocible sobre la vasta extensión del no-lugar. Con ello se pierde también la percepción del dentro-fuera, del interior-exterior.

De hecho las diferentes conceptualizaciones del hecho metropolitano recogen otras paradojas. Patrick Geddes entendía el concepto conurbación como la yuxtaposición de un mismo conjunto de ciudades que inicialmente crecieron por separado, mientras que M. Françoise Rouge (1958) proponía el concepto de aglomeración para explicar el fenómeno en el que un Centro único va originando nuevos y diversos espacios urbanos periféricos dependientes de aquél. Posteriormente surge el concepto de Región Metropolitana buscando un concepto unitario capaz de establecer criterios de dependencia mutua entre funciones urbanas (Vinuesa, 1975)[109].

Esto quedaría en una mera descripción ciega si no fuera por los cambios cualitativos que acompañan a este fenómeno. Así, de una parte, se ponen de manifiesto las necesidades de reproducción del propio sistema metropolitano a través del incremento continuado de la producción y del consumo. Es un modelo donde la demanda, que viene distinguida por un único estilo de vida basado en hábitos de consumo como afirmación de unas nuevas pautas culturales (Comisión de las Comunidades Europeas, 1990), es la justificación de la expansión urbanizadora. Precisamente la idea de difusión a nivel planetario de la cultura urbana ha hecho emerger nuevas conceptualizaciones que superan la de Área Metropolitana e insisten en la relación recíproca entre la dimensión cultural y la dimensión espacial, una ya clásica es la idea de sociedad urbana desarrollada por Lefebvre; más recientemente otros autores plantean el concepto de urbe global[110].

De otra parte, una segunda paradoja: esa difusión de una nueva cultura urbana que significa la destrucción de vínculos sociales primarios (comunitarios) coexiste con la revalidación cultural y direccional de los centros urbanos que siguen atrayendo determinadas funciones denominadas de excelencia, y a determinados sectores culturales y sociales (Nuno Portas, 1990: 277); de tal forma que la descentralización de las funciones de producción y de consumo, y su dispersión por el territorio lejos de significar una distribución de las funciones direccionales y decisionales vienen a centralizarlas aún más en determinadas ciudades (y espacios de ciudades) proclamándose en nudos de una extensa red de ciudades y en un sistema que se pretende policéntrico.

Nuevamente las consecuencias del nuevo carácter difuso del espacio urbano, trasladadas a la dimensión de la dinámica social, vienen a reforzar el proceso de extrañamiento de los sujetos respecto de la estructura urbana y su dinámica. La especialización del territorio junto a la dispersión de la extensidad de lo urbano representan un escenario complejificado (complicado) que produce una pérdida de los referentes físicos y una pérdida de orientación individual. La forzada adaptación de la dinámica social a la dinámica física del territorio (o viceversa si se prefiere) implica una nueva ambivalencia: la difusión urbana en su vertiente más cultural, entendida como globalización del entorno, fue denominada como «aldea global»[111] por Marshall McLuhan (1993); y es expresión a la vez de la atomización social (como causa-efecto de la zonificación urbana), y de la uniformización social (como causa-efecto de la difusión-dispersión urbana). Dicho de otro modo, el estilo de vida metropolitano basado en la cultura de masas, iguala las individualidades (extiende la individualidad) a la vez que las divide entre sí (motiva la actitud marcadamente individualista)[112].

De acuerdo con la expresión de Jameson (1989) «la ciudad alienada es en primer lugar un espacio en el que la gente no consigue trazar una mapa (mental) ni establecer su propia posición o hacerse un cuadro de la totalidad urbana en la que se halla»[113]. Este razonamiento no es nuevo, ya Kevin Lynch (1969: 248 y ss) establece diversos factores que dificultan el desarrollo personal y la seguridad afectiva en las grandes ciudades, y por tanto dificultan la vida en las metrópolis contemporáneas destacando fundamentalmente cuatro:

  1. La carga de tensión perceptiva provocada por la sobrexcitación de múltiples solicitaciones que sobrepasan su capacidad sensitiva.
  2. Carecer de identidad visual [114] .
  3. Incomprensión de su lenguaje.
  4. Rigidez metropolitana que entra en contradicción con los requerimientos de flexibilidad de las relaciones interpersonales (Del Acebo, 1993: 198-200).

Esos factores apuntados por Lynch, que muestran la estrecha relación entre las condiciones existenciales y las capacidades cognitivas, determinan finalmente una cosmología única que sublima en el interior de cada individuo la propia dinámica urbana. Los problemas generados por la metropolitanización quedan ocultos por la rentabilidad a corto plazo y su aparente eficacia. La fe sobre la técnica como mito capaz de resolver los efectos colaterales provocados por la urbanización y la confianza de que ésta podrá reconducir cualquier situación por grave que sea, suprime no sólo la participación en los procesos urbanos, sino que además despoja a la sociedad de toda forma de pensar críticamente sobre las consecuencias del modelo de urbanización a largo plazo.

Se presenta así un crecimiento urbano exponencial, que con su propia dinámica reproductiva queda fuera del alcance de conciencias y voluntades individuales y colectivas, en definitiva «un organismo colectivo --como argumentarán J. Manuel Naredo y Salvador Rueda (1996b)-- que funciona físicamente sin que los individuos que lo componen conozcan ni se interesen por su funcionamiento global y, en consecuencia, sin que tal engendro colectivo posea órganos sociales responsables capaces de controlarlo». Dada la sobredimensión y complejificación --en términos de Lefebvre-- de la metrópoli está se encuentra sujeta a numerosos riesgos que implican al conjunto total de la vida en el planeta, la gravedad de los posibles problemas que se derivan de ella lleva implícito la solución como problema, en el sentido, de si la organización social surgida del propio modelo (falta de autonomía, burocracia) es capaz de dar respuesta a los grandes retos que tienen ante sí. Esto se hace mucho más comprensible desde la perspectiva ambiental y el principio de la entropía.

La perspectiva desde los efectos ambientales

La principal causa de la crisis ambiental, tanto a nivel local como a nivel global ha sido el paso de una sociedad de producción a una sociedad de consumo, materializándose este proceso en el modelo expansivo de desarrollo urbano que hemos denominado como metropolitanización. El cambio cualitativo que supone la cultura urbana en la relación con los recursos naturales y el entorno conllevan unos estilos de vida --dirigidos por una dinámica del mercado que es incapaz de reconocer la profundidad de los efectos colaterales-- habituados a traducirse en nuevos consumos de suelo urbano y en el incremento constante de recursos energéticos no renovables hasta unos niveles que no son tolerables por el ecosistema a largo plazo. Así, el incremento exponencial de los problemas medio ambientales generados por las actividades urbanas presentan unas tasas de crecimiento muy superiores a las de las poblaciones que las generan.

Este fenómeno hace que nuestras metrópolis, dada su condición de «islas de calor y contaminación» (Naredo, 1991), contribuyan crecientemente a la crisis ambiental a nivel planetario, ya que por su carácter a la vez extensivo y concentrado, a la par colonizador y congestivo, tanto en actividades como en población, contribuyen a fenómenos como el despilfarro energético y el cambio climático (efecto invernadero, agotamiento de recursos energéticos, lluvias ácidas, disminución de la capa de ozono...). Más, a la de por sí desmesurada detracción de recursos naturales (consumo de suelo, energía, agua y materias primas) se añaden los graves efectos derivados del retorno no resuelto de éstos a la naturaleza, en forma de desechos y contaminación. La globalización de la problemática medio ambiental viene a significar la generación de efectos perversos para las propias ciudades que se materializa en una pérdida de la calidad de vida ciudadana y que se manifiesta en las dificultades para mantener un ambiente urbano a unos niveles de calidad aceptables para los propios valores que proclama la propia sociedad de consumo.

De esta forma las exigencias de la dinámica metropolitana provocan un doble impacto ambiental, uno de carácter externo que deriva de la dependencia creciente de la metrópoli del abastecimiento de recursos del exterior y que tiene su incidencia a escala planetaria, y otro de carácter interno que repercute en la degradación del propio medio urbano, y por tanto en la calidad de vida y en las condiciones de habitabilidad de sus moradores.

Se ha producido --en palabras de Manuel Castells (1990: 37)-- un desajuste fundamental entre la demanda de espacio e infraestructura urbana y la oferta de dichos elementos, desencadenando lo que podemos calificar de crisis de crecimiento, cuyas consecuencias se han hecho sentir en términos de calidad de vida y de insatisfacción ciudadana con el deterioro de dicha calidad de vida colectiva, precisamente al tiempo que se incrementaba, en términos generales, su nivel de vida individual.

Ya hemos visto cómo la incorporación del enfoque ecológico lleva a entender la ciudad como un ecosistema o sistema abierto donde se producen múltiples interacciones entre sus componentes sociales, naturales y artificiales; y múltiples interacciones con el exterior a través de las cuales se realiza el aporte de materias primas y de energía necesarias para su reproducción. El problema estriba en que una reproducción de las estructuras sociales y urbanas basadas en la acumulación, en la competencia y en la separación de funciones, sectores... provocan externalidades ambientales (y sociales) que comprometen la propia sostenibilidad del modelo urbano (y social) en los sucesivos niveles de incidencia urbana. «Debido al colosal aporte de energía que hace falta para sostener la vida en las ciudades contemporáneas, la entropía del medio urbano está aumentando espectacularmente, hasta el extremo de poner en tela de juicio su propia existencia» (Rifkin, 1990: 174). La interpretación en la doble clave entrópica y territorial de los procesos económicos, sociales y ambientales, pone de manifiesto la explosión de un desorden cuyos límites de tolerancia no son superables ni con tecnología ni con dominación política (Fernández Durán, 1993). Esto nos lleva a la conclusión de que hemos llegado a una crisis de crecimiento en cascada que requiere de una disminución de los elementos originadores de los procesos entrópicos sólo posible mediante una modificación de las pautas sociales de comportamiento y mediante una articulación de las demandas locales y las demandas globales de tal manera que las actuaciones en pos de la sostenibilidad local sean capaces, no solamente de mejorar las condiciones de calidad de vida interna, sino sobre todo que se basen en principios que eviten el incremento de impactos ambientales en otros territorios por lejanos que éstos se encuentren.

La perspectiva desde los efectos sociales

Ya hemos apuntado cómo se produce una segregación entre la naturaleza y los sujetos (los sujetos separados de los objetos) y cómo ello implica también la fragmentación de los espacios (los objetos separados de los objetos), ambas acompañan al proceso de segmentación que se produce en la estructura social (la separación entre los sujetos); es el momento de profundizar en esa tesis.

La dispersión territorial de las funciones especializadas y la extensión a lo largo y ancho de todo el territorio de las actividades económicas se hace posible por la aplicación de las nuevas tecnologías o/y la cada vez más refinada división técnica del trabajo. El viejo sistema industrial da paso a la sociedad informacional (Castells, 1995). La necesidad de articular y conectar, esta vez hasta una escala que puede llegar a ser de magnitud planetaria, los recursos y las capacidades productivas y de consumo en un contexto favorable (tanto tecnológicamente --desarrollo del sistema de telecomunicaciones--, como políticamente --marco capitalista--) para la libre circulación de productos y servicios, constituye el proceso que se ha denominado como mundialización o globalización de la economía. En este proceso de globalización, ampliamente analizado sobre todo por Saskia Sassen (1991) y Manuel Castells (1995), que ponen de relieve como características de la globalización varios procesos que son interactivos y superpuestos:

  1. El fabuloso desarrollo de las tecnologías de la información ha permitido una desconcentración de la industria, que conlleva una desindustrialización (la más de las veces significa una fuerte crisis industrial) de los enclaves tradicionalmente industriales y el surgimiento de otros nuevos enclaves ligados al desarrollo de las nuevas tecnologías de la información.
  2. Así, el propio sector de la información se convierte en propio objeto de consumo. El producto industrial, como principal elemento de consumo, deja paso a los servicios y especialmente a los sistemas de información y a los servicios financieros.
  3. La revolución en las tecnologías de la información ha admitido un aumento de la capacidad, tanto para organizar la producción y el consumo a escala planetaria, como para transmitir información (órdenes) y conocimientos de forma prácticamente inmediata a cualquier punto del globo, o lo que es lo mismo, para hacer circular instantáneamente capital de una a otra parte del mundo. Ello ha permitido, por tanto, el crecimiento de la influencia de las compañías multinacionales --en detrimento de los Estados nacionales y de su influencia en las economías nacionales, regionales y locales-- que tienen total facilidad para transferir sus inversiones de unos países a otros, en función de una mayor rentabilidad. Se produce en consecuencia una mayor autonomía de lo económico frente a lo político.
  4. Precisamente la dispersión espacial de la actividad económica, que viene a significar una desconcentración de los procesos de ejecución, sólo es posible, y por tanto va aparejada, a una centralización de los procesos de gestión y de decisión en un limitado grupo de países y de metrópolis. La globalización tiene la virtualidad, en consecuencia, de mantener la fragmentación territorial y la dispersión espacial, y al mismo tiempo asegurar la integración (desintegración) mundial entendida como un proceso con una gran capacidad de control mundial desde muy escogidos lugares[115].

El entramado de la internacionalización de la economía se basa más en el espacio de los flujos que en el espacio de los lugares (Castells, 1997). Un grupo reducido de ciudades globales obtendrán la función de organizar y articular una red extensa de espacios funcionales de segundo, tercer... orden. Ciudades que alejándose cada vez más de ostentar la organización jerárquica de sistemas urbanos nacionales con características únicas (Martinotti, 1990), se convierten en fragmentos de un sistema multinodal mundial y, como todos los elementos fragmentarios, tienden a ser similares en determinadas funciones y tienden a ser competitivos entre sí en una carrera por acceder a funciones de control global[116]. La ambivalencia entre interdependencia (dependencia de las ciudades globales) y competencia entre sí, se expresa a la vez en modelos de asociación entre ciudades y redes para subsistir al modelo jerárquico de toma de decisiones e intercambio de experiencias y servicios en la internacionalización de la economía que en el fondo se inscriben en una lógica que deja de lado a los objetivos de reequilibrio social y territorial, lo que provocaría impactos graves a determinados espacios de las propias ciudades en confrontación-cooperación. La perspectiva neoliberal de la distribución de funciones de las grandes ciudades en términos de competitividad entre las mismas lleva implícita la priorización de determinados espacios urbanos de mayor interés estratégico frente a otros espacios y ciudades considerados periféricos y obsoletos para los circuitos económicos. Habrá por tanto espacios y ciudades con oportunidad de integración en el sistema mundial y otros espacios y ciudades en declive. Estas últimas con serias dificultades para adaptarse a los requerimientos de la flexible economía internacional, quedarán fácilmente excluidas de esos mismos procesos.

La ciudad con aspiraciones globales se convierte así en la ciudad-empresa organizada para ser foco de atracción de aquellas actividades y sectores sociales que posibiliten su integración en los circuitos mundiales, pero la visión de ciudad-empresa es la ciudad de los grandes proyectos e infraestructuras que la hacen estar al servicio de la actividad económica más que de sus habitantes. Con una filosofía de empresa que sólo responde a consideraciones económicas de corto plazo, necesita de la flexibilidad, tanto del mundo del trabajo como de la planificación urbanística, que le permita adaptarse a los requerimientos de la dinámica competitiva de cada momento. Ello necesariamente implica una segmentación de la estructura social con un sentido muy jerárquico y flexible. Así, las nuevas lógicas inversoras en la ciudad, ponen en clara correspondencia las inversiones públicas y privadas, la inversión pública viene a crear el soporte de la inversión empresarial que busca pautas de rentabilidad y que se concentra en determinadas ciudades, y dentro de éstas, en ciertas zonas, mientras otras ciudades o barrios pierden su actividad económica y con esa pérdida surgen o se incrementan las consecuencias sociales propias de los procesos de exclusión social.

A la misma vez esas nuevas actividades empresariales ligadas a las nuevas tecnologías de las telecomunicaciones y a los desarrollos urbanos adecuados a la misma, agilizan un rápido crecimiento del sector financiero y de los servicios altamente especializados, ello implica no sólo una nueva generación de puestos de trabajo de alta cualificación, sino que también genera puestos de trabajo no cualificados de baja remuneración y de fuerte inestabilidad laboral (Sassen, 1991).

Las rápidas transformaciones que implica ese doble proceso, tanto la centralización en el espacio de las actividades de alto nivel --en detrimento de otros espacios--, como la segmentación que producen en el mercado de trabajo, vienen a quebrar los tradicionales mecanismos de redistribución social que creó el denominado Estado de Bienestar. Ese tensionamiento social repercutirá en la estabilidad social y política y en la calidad de vida, «socavando --según Castells-- el dinamismo del nuevo desarrollo» (Castells, 1990: 47)[117]. Precisamente son numerosos autores[118] los que apuntan el concepto de polarización como un efecto perverso que destruye los viejos equilibrios sociales en el seno de las ciudades y cuyo origen hay que buscarlo en los procesos de globalización.

El concepto de polarización social ha sido motivo de una gran controversia sobre todo cuando se ha confrontado con el concepto de segmentación social. Ambos son aparentemente contrapuestos. Sin embargo, son múltiples las posibilidades analíticas que aportan ambos conceptos, sobre todo si se entienden de una forma superpuesta tal y como sugiere Enzo Mingione (1994)[119]. Pero vayamos por partes. En primer lugar un análisis de la polarización exclusivamente en razón del nivel de rentas es para nuestro cometido enormemente confuso, ya que desde esa perspectiva sólo podría entenderse por sociedad polarizada aquella en la que se produce un incremento simultáneo de la riqueza entre los más ricos y de la pobreza entre los más pobres[120] , supuesto que se circunscribe en una dimensión muy parcial de la calidad de vida al excluir otras dimensiones de la misma, y que sólo admite la polarización en esa doble condición de disminución de los estratos intermedios, y de empobrecimiento de los sectores más bajos de la sociedad.

Por el contrario, la argumentación que se construye en torno al concepto de segmentación tiene un buen soporte en la cada vez más compleja división técnica del trabajo, y también en los procesos culturales que llevan a una creciente individualización, de tal forma que --desde esa perspectiva-- más que polarizarse la estructura social tendería a distribuirse de forma sumamente confusa y difícil de analizar. Sin embargo nos parece interesante el sentido de complementación de ambos conceptos --polarización y segmentación-- en la que también insiste Paolo Perulli (1995: 53) al expresar que

ay que dejar constancia de que los segmentos se están multiplicando pero también diferenciando internamente. Una posible solución más realista podría ser la de considerar el dualismo no ya como una clave de lectura de todo el mercado de trabajo, sino de cada segmento del mismo... Nos encontramos, por tanto, fuera del clásico modelo dualista, pero conservando lo que tal vez sea su aspecto central, que es el de la existencia de segmentos infranqueables, verdaderos campos magnéticos que atraen de forma polarizada la fuerza de trabajo.
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La polarización social puede tomar, por tanto, múltiples formas al intervenir múltiples variables que se afectan entre sí (Pahl, 1987). Así, podríamos considerar distintos aspectos que definen la dualidad social desde distintas perspectivas:

  1. La teoría del «Mercado Dual del Trabajo»: mantiene la existencia de una tendencia donde se produce un creciente alejamiento entre un sector primario más rígido y caracterizado por la elevada cualificación, estabilidad en el empleo, alto nivel de rentas, posibilidad de promoción social, prestigio social...; y un sector secundario más flexible y determinado por la baja cualificación, por la inseguridad y la precarización del empleo, por los bajos ingresos, por las escasas posibilidades de movilidad social, por el estigma social negativo... Estos últimos además afectan más directamente a determinadas condiciones sociales en función del género, la edad, el origen étnico (mujeres, jóvenes, inmigrantes...) (Doeringer &Piore, 1975: 307-320). En correspondencia con la existencia de un mercado dual de trabajo fuertemente influenciado por un sistema informacional podríamos ampliar la división entre sector primario y sector secundario al considerar la variable de acceso a la información. Aparecería así una nueva división que refuerza el dualismo al considerar la separación que se establece entre aquellos colectivos del sector primario que tienen acceso a la información, son creadores de información y tienen capacidad de decisión ejecutiva, de aquellos otros colectivos sociales del sector secundario que tienen cerrado el acceso a esas funciones.
  2. Las recientes tendencias que apuntan a una creciente distinción entre quienes viven la metrópoli y la consumen, será otra nueva perspectiva de la dualidad social. Según Guido Martinotti (1990: 123) «la metrópolis tenderá cada vez más a estar dividida entre los que habitan la ciudad y quienes, en cambio, la usan, o mejor aún, la consumen». Martinotti detecta la presencia creciente de un sector de población transeúnte (los que llegan a la ciudad por negocios, por intercambios, para dar o recibir información, decidir, consumir la ciudad) y aquellos otros sectores de población que viven la ciudad y trabajan en ella (sufren la adaptación de la ciudad a los nuevos requerimientos funcionales) y más particularmente aquellos sectores de población que se encuentran en una situación desventajosa debido a su menor capacidad de organizarse colectivamente y de adaptarse a las exigencias mercantiles de la ciudad del consumo (los niños, los ancianos, los inmigrantes...) (Martinotti, 1990: 77-132).
  3. Tradicionalmente las condiciones de existencia han sido una de las variables que venían a definir las diferencias de clase (Harvey, 1977), aspectos que con la globalización y la metropolitanización vienen a redimensionar este aspecto en función del énfasis que obtiene el carácter mercantil del consumo de la ciudad. Por un lado, el incremento de los precios del suelo --derivado, en gran medida, del interés por atraer inversiones a las ciudades de orden global-- han incidido en la rigidez del mercado inmobiliario profundizando de forma importante en la incapacidad de determinados sectores para acceder a la vivienda y verse también obligados a recorrer enormes distancias entre el lugar de residencia y el lugar de trabajo. De otra parte, los efectos de las externalidades ambientales provocadas por la ciudad afectan fundamentalmente a los habitantes de los núcleos consolidados de las metrópolis (la contaminación, la congestión del tráfico, las barreras arquitectónicas...) pero también la acumulación de piezas urbanas que son exponente de la degradación ambiental del espacio, como vertederos, incineradoras, depuradoras, industrias peligrosas e insalubres, suelos abandonados y degradados, etc. se ubican en determinados espacios vacíos de la metrópoli consolidada, pero que afectan a determinados sectores de la población. Ello no hace sino mostrar una nueva separación marcada por las distintas condiciones de habitabilidad en unas y otras partes de la ciudad.
  4. Los anteriores aspectos de la polarización se encuentran reforzados por los efectos colaterales provocados por el desmantelamiento de los programas de bienestar social de carácter universal. Así, los sectores que tradicionalmente tienen algún nivel de dependencia del sector público, ya sea en términos de empleo, como de obtención de servicios, ven disminuidos, tanto en calidad, como en cantidad, el acceso a servicios básicos de bienestar social y por supuesto a los servicios urbanos de más alto nivel (equipamientos de élite de carácter cultural, recreativo, etc.), quedando abocados a insuflar la infraclase (Mingione, 1994).

El conjunto de elementos que intervienen de forma interactiva en el fenómeno de la polarización, afecta a amplios sectores de la sociedad metropolitana de tal suerte que su desfavorecimiento viene marcado por el hecho de soportar fuertes desigualdades múltiples, es decir, presentan indicios de desamparo en distintas variables a la misma vez. Se trata de sectores sociales que además se concentran en determinadas zonas de la ciudad como viene a indicar el hecho de verse afectados por las mismas condiciones de existencia, habitabilidad y características del entorno. Así, la diferenciación residencial en el espacio se hace inseparable de la separación de los distintos grupos sociales, la separación física va unida a la distancia social. Pero además, no hay que dejar de insistir en cómo en las zonas residenciales donde se sufre una escasa calidad de vida cohabitan una amplia gama de segmentos[121], lo que en un contexto de homogeneidad cultural viene a significar una nueva fractura social. La fuerte desvertebración social, la pérdida de los referentes tradicionales de clase o el debilitamiento del tejido social y asociativo, explican los numerosos ejemplos de explosiones sociales, de enfrentamientos sociales de corte individualizado o de enfrentamientos sociales entre sectores que entran en una competencia fundamentada en identidades impenetrables (el otro como motivo del conflicto social). Emerge una nueva idea que clarifica estas nuevas formas de conflicto social y que también nos ilustra en la nueva dimensión de la dualización. Nos referimos a la idea de vulnerabilidad que viene a expresar una situación emocional de malestar cultural en la que toda esperanza de movilidad social ascendente es ajena a la propia voluntad de superación, y una condición social de frágil calidad de vida es contemplada como extremadamente difícil de superar; o peor aún, se visualiza el riesgo a una movilidad social de vuelta atrás, descendente y de empeoramiento, por tanto, de las actuales cotas de calidad de vida. Precisamente, el referente cercano de los colectivos ya atrapados en la infraclase se representa de forma proyectiva como una amenaza culpable de esa posibilidad.

La quiebra de los mecanismos tradicionales de inserción social al ir superponiendo planos como el de la pérdida del trabajo asalariado, la crisis de las organizaciones de referente de clase, la brecha profundizada entre las instituciones y estos sectores vulnerables, la dificultad de acceso a la vivienda, etc. unido a la percepción de la degradación física y ambiental de sus lugares residenciales y las grandes distancias a recorrer para trabajar o consumir (inaccesibilidad), provocan un mecanismo sincronizado: amenaza de la integridad psico-social de las comunidades y falta de elementos de cohesión interna, lo que supone una periclitación a situaciones objetivas y subjetivas, caracterizadas por la extrema fragilidad de sus formas de vida. Pasan entonces a tener una posición fronteriza en el marco social entre fracciones integradas y excluidas del cuerpo social, ambivalencia que se interioriza como un status social incompleto, lo que se traduce en sentimientos de vulnerabilidad y cristaliza en ocasiones en procesos de victimación colectiva. Mediante esa situación de extrema fragilidad subjetiva, proyectan sus miedos y dudas respecto a colectivos marginados (entendidos como marginadores) que pasan a simbolizar la exclusión y a ser un elemento devaluador de su status conseguido.

El conflicto siempre latente, cuando se hace patente, se produce la mayor parte de las veces en forma de movilizaciones explosivas, sin dirección política, sin referentes de clase, bajo los efectos de un enorme vacío ideológico. La conflictividad social se traslada de la esfera de la producción al territorio metropolitano (Fernández Durán, 1993: 143-146) poniendo de relieve los efectos de la ingobernabilidad del territorio bajo el modelo de metropolitanización. El término conflicto reviste en esta ocasión un doble carácter: ser causa y efecto del Malestar Urbano.

En resumidas cuentas, se ha podido constatar un fenómeno que ha sido denominado como Malestar Urbano (designación de un estado confuso, difuso y complejo, la cualidad de-no-estar-bien aplicada tanto a un territorio extenso y complejificado: la metrópoli; como a un territorio localizado y complejo, la periferia social), que por la complejidad de la interrelación de factores que intervienen tiene un carácter difuso y confuso, que viene marcado por criterios de inaccesibilidad, distancia y exclusión y que por tanto apuntan a que el aumento de la segregación social va acompañada de la segregación espacial[122], mostrando una brecha entre aquellos sectores con capacidad de consumir el espacio de aquellos otros sectores que son más vulnerables a los efectos de las externalidades (sociales y ambientales) provocadas por el modelo metropolitano y que viven en la periferia social o al borde de la misma. Por último, para entender el sentido recíproco de la polarización social y espacial, cabe aquí distinguir, como hace Thorstein Heitkamp (1992a: 3-6), entre periferización y suburbanización. El primero de los adjetivos hace referencia a espacios urbanos en declive industrial y degradación ambiental, donde lejos de obtener una autonomía económica y política, sus habitantes dependen del mercado de trabajo en otros lugares de la ciudad, si tienen trabajo es precario y si tienen vivienda es en tipología de altura y de tamaño reducido y calidad en desacuerdo con las imágenes ampliamente difundidas por los mass media.

El segundo se refiere a espacios urbanos emergentes de elevada calidad y consumo ambiental, cuyos habitantes tienen una mayor capacidad para consumir la ciudad y para elegir lugar de residencia y de trabajo, suelen vivir y trabajar en el mismo lugar, tienen trabajo estable y seguro y habitan en viviendas desahogadas y de tipología horizontal. No se puede entender la existencia de cada uno de esos espacios sin entender la relación desigual que se establece entre ellos. Al respecto Heitkamp (1992b: 3-12) plantea cómo:

...el desequilibrio territorial entre lugares de residencia y lugares de trabajo favorece a las capas con mayor nivel adquisitivo, puesto que su solvencia les permite considerar «la cercanía al lugar de trabajo» como un factor decisivo a la hora de buscar vivienda. Y quienes ocupan los centros se consolidan como los que se hacen con el control de los recursos que permiten mantener las diferencias entre ellos y los que están en las regiones periféricas. Los primeros pueden adoptar una gran variedad de formas de aislamiento social para mantener la distancia de los demás que son tratados como inferiores o extraños.
Giddens, 1995b:131), citado por Perulli (1995:39)

Ello nos lleva a una nueva distinción entre un auto-aislamiento voluntario y un aislamiento forzado que refuerza el concepto de dualidad entre sectores con determinados rasgos internos de homogeneidad.

Por último, y más particularmente, en referencia al caso de Madrid como contexto metropolitano en el se inscribe la presente investigación, los trabajos de Jesús Leal (1990, 1994a) muestran claramente las repercusiones y consecuencias que sobre este territorio tienen los efectos de la dualización de la ciudad. Así, la accesibilidad diferencial a los recursos (en un sentido múltiple: promoción social, educación, equipamientos, puestos de trabajo de calidad, espacios de calidad ambiental, etc.) tiende a incrementarse de tal forma que se produce una mayor desigualdad social que viene marcada por la polaridad en el espacio: en el caso de Madrid (tanto a nivel regional como en el municipio) entre el Norte y el Sur.

La periferia social: condición y oportunidad (la problemática confiere la oportunidad)

La noción de periferia alude a un importante cambio en la significación del mismo en la teoría urbanística que se sintetiza en una pérdida del valor locativo (locus, lugar). Se trata de una transformación sustantiva que articula una doble pérdida del valor del lugar:

  1. Independencia localizacional (la situación territorial ya no es determinante).
  2. Pérdida del valor funcional respecto a la ciudad y la metrópoli (ya sea por declive demográfico de su población, deterioro del parque inmobiliario y congestión urbana --caso de los centros históricos--, ya sea por la existencia de emplazamientos industriales en declive, grandes espacios vacíos degradados y mano de obra excedentaria --caso de zonas periféricas físicas). Hecho que se complementa con la adquisición de un nuevo carácter para estos espacios y que no es otro que convertirse en lugares de paso anímico y físico.

Visto en una perspectiva temporal, se aprecia una evolución que pone de manifiesto cómo la confluencia propia de los años 60-70 entre periferia física y social (lejanía más distancia social) se troca, a partir de los 80, en un cambio del carácter periférico entendido ahora ya como segregación social de barrios y distritos de las grandes ciudades. Periferia designa, pues, una condición económica y social connotada de exclusión en donde confluyen múltiples quiebras que se han venido sucediendo en el espacio y en el tiempo sin haber llegado a resolverse las sucesivas crisis (urbana, económica, social, ambiental) que se han ido superponiendo. Y de donde cabe concluir que a medida que se ha acortado el alejamiento en el espacio, se ha incrementado el alejamiento en el interno de la estructura social. Las nuevas inversiones de la ciudad que aspira a competir en el marco de la globalización, se concentran en determinados espacios (no necesariamente centrales) de la metrópoli en detrimento de otros espacios que pierden actividad y dinamismo y, poco a poco, van acumulando los efectos de la globalización... Algunos barrios en los que se acumulan estos procesos se convierten en enclaves desconectados donde la reestructuración económica, dominada por la globalización, dificulta en muchos casos el mantenimiento y desarrollo de tejidos empresariales locales, que son fundamentales para la dotación de empleo y para que las ciudades cuenten con ambientes productivos atractivos en un contexto de descentralización productiva como el actual (Agenda Habitat II, 1996: 14)[123].

Los barrios y distritos de la periferia social se configuran como trastienda de la metrópoli escaparate, ya tengan una ubicación geográfica central, ya tengan una ubicación geográfica periférica. Este último tipo de espacio, que es en el que nos vamos a centrar, es donde se acumulan todos aquellos elementos y piezas urbanas no deseables para el conjunto de la ciudad: industrias desmanteladas, tejidos residenciales introvertidos, aislados o marginados, vertederos e instalaciones militares anacrónicas, todo ello en cohabitación con viejas y nuevas infraestructuras viarias descomprometidas con los entornos que atraviesan que muchas veces son verdaderas barreras infranqueables. El conjunto territorial muestra un sumatorio de piezas inconexas, una estructura urbana no articulada.

De este modo los espacios de periferia social que quedan sumidos en un grave proceso de deterioro, descabalgados de la planificación, aunque integrados en la estructura urbana, o mejor dicho atrapados entre el crecimiento del centro urbano decisional de las ciudades y los suburbios emergentes --auténticos núcleos secundarios de centralidad--, han perdido su funcionalidad y carecen de cualquier tipo de centralidad que les permita instituir su propia identidad. Se nos presenta así la periferia social como un espacio-hendidura que no conecta ni con el nivel ciudadano, ni con el metropolitano, corte donde se arraciman las carencias y la práctica seccionadora de un crecimiento urbano poco o nada atento al desarrollo mismo de los barrios que integran la urbe. Lugar sin referencias o hitos de ciudadanía, lo que se traduce en una dependencia unidireccional (que esconde un amplio gradiente de dependencias a su vez, según los barrios) que les convierte en origen pero no destino (más allá de sus moradores). La noción de periferia la entendemos por tanto como un espacio complejo y desarticulado en una doble secuencia dentro/fuera de sí mismo. Ámbito sin valor de lugar, que enuncia al mismo tiempo una condición social con rasgos de exclusión y una condición ambiental con rasgos de degradación.

Por último, tenemos que dejar constancia, aunque sea breve, de la magnitud de este fenómeno que tiene un peso muy relevante en nuestras ciudades occidentales. Así lo manifiesta Roland Castro (1990: 283) cuando afirma, para el caso de Francia, que se trata de barrios que suelen representar la tercera parte o la mitad de la ciudad. Mientras, en España, un reciente informe oficial[124] cuya metodología[125] se dirige a detectar mediante filtros aquellas secciones censales[126] de ciudades españolas cuya población se ve afectada por diversas variables interrelacionadas de desfavorecimiento social, muestra cómo el número de secciones censales desfavorecidas son 4.304 de un total de 17.988 existentes en los municipios mayores de 20.000 habitantes. En estas secciones viven 5,8 millones de habitantes de los 25 millones de habitantes de estos municipios, es decir el 23,2% de su población, y aproximadamente el 15% de la población nacional. Si se toman como referencia los municipios de más de 100.000 habitantes, se han identificado 277 Barrios Desfavorecidos con una población de 2.220.000 habitantes que suponen el 13,6% de los 16.370.000 habitantes que viven es estas ciudades[127].

La periferia como territorio de oportunidad

La crisis social de la ciudad, que se despliega como problemática compleja, en estos espacios de periferia social presenta según numerosos estudios una incapacidad desde su interior para superar la situación de declive. La falta de autonomía política y económica, la excesiva dependencia de sus habitantes de factores ajenos al propio territorio, el desfavorable punto de partida expresado en los múltiples indicadores de semi-exclusión o exclusión social que les dificultan el acceso a los recursos y bienes que preconiza el modelo metropolitano, y la falta de articulación del territorio, vienen a manifestarse en procesos sociales que impiden el desarrollo de una organización social capaz de afrontar las condiciones adecuadas de existencia de los ciudadanos. La destrucción de tejidos económicos y sociales han llevado a una pérdida de cohesión y en muchos casos a una desvertebración social que se expresa en sentimientos de inseguridad vital, en situaciones de desarraigo, y a veces en una conflictividad explosiva y espontánea. Este aspecto, como plantea Castells (1991: 99) haciendo referencia a los efectos del predominio de la Ciudad Dual, «sólo se verá contrarrestado por el impulso de la tendencia contraria representada por una sociedad local movilizada, organizada y consciente de sí misma».

Sin embargo, los análisis en ese sentido para nuestro país no son nada halagüeños. Según el Informe Español para la Agenda Habitat II no existe en España una cultura de la intervención pública apropiada, ni unas estructuras institucionales adaptadas, ni unos criterios de coordinación de los distintos niveles administrativos, para adecuar los recursos y la capacidad técnica de los gobiernos locales a la resolución de los problemas de las periferias urbanas. Pero además, como causa y efecto de lo anterior, se manifiesta una insuficiencia de las iniciativas y capacidades del sector empresarial, al que hay que añadir la inexistencia en España de un sector sin ánimo de lucro poderoso, capaz de llevar a cabo operaciones urbanas de alto nivel técnico y financiero. El sector no lucrativo urbano se centra básicamente en procesos reivindicativos y de ayuda mutua, siendo muy reciente el desarrollo de un sector asociativo urbano con claro impacto en la prestación de servicios sociales en la construcción de la ciudad (Agenda Habitat II, 1996: 26).

No obstante, desde la perspectiva dialógica en la que nos inscribimos, nuestra tesis consiste en confirmar la emergencia de respuestas, de reorganización, de recomposición de redes sociales, que se inscriben en una acción compleja (praxis urbana) tendente a la recuperación de la ciudad y de lo ciudadano. De hecho, el mismo informe español de la Agenda Habitat II reconoce que paralelamente se mantiene en muchos barrios de periferia social una alta cohesión social, a pesar de su degradación ambiental y declive económico, manteniéndose mecanismos de integración social que, a veces, tienen escasa expresión organizativa (Agenda Habitat II, 1996: 169), pero que sobre todo, como habrá oportunidad de ver, tienen un escaso reconocimiento institucional y muy limitados soportes y canales que faciliten su consolidación y extensión. Por otra parte y considerando la falta de articulación física de los espacios periféricos, precisamente esta desarticulación, la naturaleza de los elementos urbanos inconexos, los grandes espacios vacíos o cuasi urbanizados, le confieren la potencialidad y la oportunidad de llegar a ser, de superar la fragmentación y degradación urbana para establecerse como parte orgánica de la ciudad, pero esta vez con mayor autonomía e identidad. Es decir, la fisonomía, que aún no ha llegado a ser un valor de calidad urbana, que es potencia, que es oportunidad, de lo que precisa es de una organización social capaz de adaptar el entorno a las necesidades de los ciudadanos.

Son paradójicamente los valores de la globalización los que nos llevan a los valores universales de la satisfacción de las necesidades humanas, y entre ellos a los valores que se oponen a los riesgos provocados por las externalidades sociales y ambientales. De ahí la preocupación y el interés por afrontar lo que se consideran retos de la humanidad, que son retos de las grandes metrópolis. Cualquier definición de los retos que deben afrontar las ciudades --desarrollo sostenible, derecho a la ciudad...-- necesitan de una definición de un proyecto sobre el modelo de ciudad que permita la consecución de procesos de Calidad de Vida (aspecto que se desarrolla en el Apartado 9) pero que pasa, desde la perspectiva que aquí se defiende, por un sentido de la reorganización de la ciudad en general, y de la periferia social en particular, que apunta una nueva perspectiva encaminada hacia una praxis urbana emergente, y que en lo fundamental se basa en los siguientes criterios:

  1. De territorialización: que implica la determinación de las escalas adecuadas para alcanzar cuotas de autonomía en base a los propios recursos disponibles localmente.
    La autonomía y la independencia --como afirma Antonio Estevan (1994:71)-- no implican aislamiento, ni reducen las posibilidades de intercambio cultural y de colaboración entre toda clase de grupos y comunidades. Antes al contrario constituyen condiciones imprescindibles para el intercambio y la colaboración igualitaria, libre de toda clase de subordinación, y por tanto igualmente fructífera para todas las partes que colaboran... Y, sobre todo, esa producción debe ser generada y consumida fundamentalmente en el plano local, que es en el que se expresan las necesidades humanas...

    En consecuencia es también necesaria la búsqueda de una articulación de carácter recíproco entre las diferentes escalas y ámbitos. En este sentido el principio de subsidiariedad o de proximidad y de accesibilidad a la gestión pública será determinante. Aparece un doble plano que debe articularse, por un lado unos gobiernos locales capaces de obtener recursos y autonomía suficiente para poder responder a las necesidades locales, por otro una economía de carácter local y social que sea más susceptible de dar respuesta a esas mismas necesidades locales, al tener mayor capacidad para crear un tipo de empleo de carácter intensivo[128], altamente diversificado, y un empleo de calidad que apunte a la democratización de las estructuras productivas y la recreación del propio tejido social.

  2. De complejidad y coexistencia: Significa la asociación de diferentes elementos a distintos niveles, abandonando la idea del elemento dominante o del elemento único y acogiendo la idea de la diversidad. Consideramos dos niveles:
  3. De cooperación. Implica un tercer plano como connotación de los niveles anteriores. Aparece la articulación en los procesos como necesidad de integrar la innovación técnica y urbana con la coexistencia, las nuevas tecnologías con la potencialidad de la existencia de diversidad. Los procesos de análisis de las condiciones de existencia, de decisión política y de evaluación de los efectos internos y externos, no pueden excluir la diversidad, la mezcla social y la participación activa si es que el objetivo es desarrollar potencialidades y aprovechar oportunidades que sean capaces de crear ocasiones de cooperación, moderando así la competición. La planificación urbana está llamada a resolver múltiples problemas urbanos atendiendo a las necesidades sociales y a la calidad de vida y para ello debe permitir la praxis urbana, haciendo pasar «la técnica a la práctica, y la clave está en suscitar en los ciudadanos en general y en los agentes urbanos en particular, una toma de conciencia» (Ledrut, 1987: 235). Recuperar la cultura de la planificación basada en la complejidad significa suavizar la competición y ampliar la cooperación tanto en el ámbito intralocal como en el extralocal.

Bajo estos criterios de revalorización de la ciudad, en los últimos quince años han surgido iniciativas de gestión ciudadana y comunitaria de nuevo tipo en el escenario urbano periférico que combinan múltiples funciones encaminadas a la satisfacción de las necesidades humanas. Recogen la cada vez mayor expresión multisectorial de los ciudadanos y lo hacen especialmente desde su capacidad de insertarse en ámbitos de barrio, de recrear el entorno, de su capacidad para la integración económica de los sectores vulnerables y su capacidad para recrear la socialidad y redes sociales abiertas. Su emergencia va aparejada a las nuevas transformaciones sociales y económicas de las grandes ciudades en las que se descubren múltiples formas de organización económicas[129] y no económicas que contribuyen a la recuperación de la ciudad.

Estas nuevas iniciativas que surgen fundamentalmente en espacios de periferia social que son una respuesta al sentido perverso de la mundialización y de la metropolitanización. Inscritas en el ámbito local son, sin embargo, experiencias que recogen las nuevas perspectivas de la problemática global. Son iniciativas que adoptan nuevos valores y otro tipo de necesidades de corte más radical, ya no se trata tanto de reivindicar como de poner en práctica aquello que se plantea. Se interrelacionan necesidades materiales con las culturales de ejercer una presencia directa de los afectados en los temas que les conciernen. Superando la limitada estrategia reivindicativa les importan más la autovaloración, la apropiación, la autogestión o el control a pequeña escala que unos logros cuantitativos espectaculares. Son nuevos movimientos que se recrean en nuevos aspectos como la sostenibilidad ambiental, la calidad de vida y la corresponsabilidad, aspectos todos ellos que refuerzan el sentido de la complejidad en ámbitos locales. Precisamente, en el contexto de los países occidentales estas pequeñas iniciativas que se plantean la «rehabilitación urbano ecológica y social» de las ciudades vienen de la mano de la necesidad de afrontar la problemática social y ambiental a través de nuevas formas de hacer y entender la política, de nuevos modelos de gestión, de la integración de los sujetos en el espacio y en los procesos. En todo caso, la emergencia y consolidación de esas nuevas formas para reencontrar la ciudadanía parece que necesitan de una nueva cultura de la intervención pública que abra la posibilidad de dar servicios tan diversificados como sea posible.

Partimos, pues, del siguiente diagnóstico: en nuestro modelo social aparecen lagunas entre subsistemas diferentes, terrenos de nadie, resquicios que no interesan a la acción crematística del Mercado y donde la intervención del Estado no ha llegado aún, o es incapaz de llegar adecuadamente para satisfacer las necesidades de sectores o, incluso, las nuevas necesidades emergentes del propio sistema. La intervención pública tiene pocos reflejos, voluntades y disponibilidades financieras inmediatas para dar respuesta con rapidez a los nuevos retos de un mundo que es cambiante y cada vez con mayor rapidez. Pero sí tiene oportunidad de reconocer, potenciar y apoyar con discriminaciones positivas lo que se ha dado en llamar como Tercer Sector, en particular, lo comunitario como sector con capacidad de desarrollar sus propias fuerzas para intervenir en procesos de reparación y proyección social y ambiental.

Desde esos presupuestos pretendemos reseñar la emergencia de algunas experiencias e iniciativas de democracia participativa, de economía social y local, con base ambiental... que pueden ser un nuevo referente, y con ello iniciar el encuentro e intercambio de esas pequeñas iniciativas. Si bien el debate está abierto, parece que el marco expuesto precisaría de un sólido compromiso de las administraciones públicas que ponga a la gente en primer lugar, adecuando recursos humanos y características del entorno con los requerimientos del mercado laboral y de las necesidades sociales y ambientales del ámbito local. Al respecto habría que decir que la inexistencia de una política estratégica desde el sector público hacia el apoyo y la creación de una economía social de amplio espectro dirigida a determinados sectores, en espacios con características determinadas, hace que estas iniciativas, en unos casos dependan en exceso de voluntades políticas particulares, y en otros que se encuentren en situación permanente de improvisación, confiriéndole en ambos casos una situación de fragilidad que dificulta la superación de los estadios iniciales.


Notas


[92]: Lefebvre llamaba revolución urbana «al conjunto de transformaciones que se producen en la sociedad contemporánea para marcar el paso desde el período en el que predominan los problemas de crecimiento y de industrialización a aquel otro en el que predominará ante todo la problemática urbana y donde la búsqueda de soluciones y modelos propios a la sociedad urbana pasará a un primer plano». Por otro lado la sociedad urbana solo puede definirse para Lefebvre como una tendencia hacia la sociedad planetaria que nace y sucede a la sociedad industrial. (Lefebvre, 1980: 11-12 y 172).
[93]: Transducción es un concepto que se construye como superación de las operaciones clásicas de la deducción y la inducción (Lefebvre, 1980: 11).
[94]: La preocupación por establecer los mecanismos más adecuados para afrontar los nuevos retos en las grandes ciudades se vienen reflejando en numerosos encuentros, análisis, declaraciones y documentos que cada vez son más habituales en la práctica urbana (también en la teoría urbana), y en la sociedad en su conjunto. La percepción de los problemas de las ciudades, la desvertebración social, la vulnerabilidad en determinadas áreas sociales, la insostenibilidad y los crecientes síntomas de ingobernabilidad e insolidaridad son motivo de referencia continua. Desde este enfoque se llevan a cabo políticas como las enunciadas en su origen en Francia con «Quartiers en Crise» (Associations Internationales pour la revitalisation des quartiers en crise, Bruxelles) de cuyos planes integrales de desarrollo urbano en la actualidad se benefician más de un millar de barrios franceses, o «La llamada de Lisboa» (L´appel de Lisbonne, febrero 1995), en las que el tema esencial sobre el futuro de las ciudades es el mantenimiento de la cohesión social de los territorio urbanos. Experiencias similares aunque de menor calado aún surgen en distintos países europeos. Ahora bien será en 1992, en la Conferencia de Río, donde se expresen con total inquietud la gravedad de los problemas ambientales globales, y la responsabilidad y capacidad de influjo que sobre ellos tienen los comportamientos locales. El mundo urbanizado afecta y se ve afectado por la urgencia ambiental. El desarrollo sostenible desde la óptica de la acción local apunta hacía la necesidad de cambiar los patrones de comportamiento de las ciudades, especialmente las de los países del centro, en cuanto a los modelos de producción y consumo, y en la propia organización espacial de las ciudades, y de las actividades que se asientan y emanan de ellas. Surgen de la Conferencia de Río las denominadas Agendas Locales 21, que pueden ser descritas como un esfuerzo colectivo (con capacidad y voluntad de complementar la acción institucional con la acción de los movimientos sociales) de reflexión, compromiso, debate, análisis e implementación posterior desde la escala local, pero con pretensiones de establecer marcos para la sostenibilidad global. Desde el desarrollo de los principios de subsidiareidad, sostenibilidad, cooperación y gobernabilidad; y sus implicaciones, surge el interrogante ¿qué modelo de ciudad alternativo hay que construir? Se trata de recuperar la ciudad frente a la urbanización. Promover, en consecuencia, la ciudadanía, la cohesión social, la accesibilidad, el desarrollo endógeno y la democracia participativa, haciéndolas compatibles con existencia de vida en el plantea.

Mientras, paralelamente, otros documentos y encuentros también manifestaban los problemas del medio ambiente urbano de las ciudades europeas: El Libro Verde Sobre el Medio Ambiente Urbano, La Carta de Amsterdam: ciudades para la protección del clima, La Declaración de Aalborg: ciudades sostenibles, Velocities, etc.; y más recientemente elaboraciones y encuentros a nivel internacional integran más claramente la problemática ambiental y la problemática social en las grandes ciudades, es el caso de la Conferencia de Naciones Unidas Sobre Asentamientos Humanos Habitat II.
[95]: De hecho, autores como Pressman (1985) constatan que cuanto más complejo es el sistema informacional y cuanto más compromete la identidad de los actores, menos puede evitar el contacto físico directo (Levy, 1995).
[96]: De acuerdo con Manuel Castells (1971: 64) «Asimilar la producción de formas a la génesis de éstas a partir de la acción, supone el reconocimiento de actores-sujetos que construyen su historia en función de valores y objetivos que les son propios, actores-sujetos cuya acción va a través de una serie de luchas y de conflictos entre contrarios. Esto equivale a partir de los actores y de su combinación, y, por lo tanto, a aceptar la existencia de esencias primarias, no reducidas a estructuras sociales».
[97]: Para Lefebvre (1980: 84-108) el nivel mixto (M) es un nivel mediador, intermediario entre la Sociedad, el Estado, los poderes y los saberes globales, las instituciones y las ideologías, por una parte (nivel G), y por otra, el habitar o nivel privado (P).
[98]: Para ello nos remitimos a dos de las que consideramos más relevantes aportaciones de entre las más recientes: Ciudades del Mañana de Peter Hall (1996), y Sociología de la ciudad occidental --un análisis histórico del arraigo-- de Enrique del Acebo Ibañez (1993).
[99]: Los autores más significados de la Escuela de Chicago o de la Ecología Humana como Robert Ezra Park (1974), Roderick D. McKenzie (1974) o Ernest W. Burgess (1974), desde una perspectiva que se ajusta a un cierto darwinismo social muy acorde con el contexto social de laissez-faire de la sociedad americana de la época, entendían el espacio urbano como un sistema dinámico de adaptación, es decir, como resultado de la lucha por la existencia. La segregación social y la inadaptación serán su principal objeto de estudio y se explicarán sobre la base de la competencia que se establece entre los distintos grupos sociales en su lucha por adaptarse al medio, en su competencia por la apropiación de unos recursos limitados, y en la búsqueda de una posición en el espacio y en la comunidad. Aún así su fructífera experiencia empírica, a pesar de las muchas críticas recibidas, ha llevado también a análisis complementarios sobre el papel del vecindario y el sentido de lo comunitario, la cultura de la proximidad, las consecuencias del desarraigo, las consecuencias del crecimiento urbano sobre la desarticulación de las comunidades, la movilidad social y espacial, etc. que han constituido influyentes aportaciones conceptuales en el campo de la sociología urbana. Una crítica más minuciosa, aunque ya clásica, de la Ecología Humana puede encontrarse en Castells (1971 y 1979) y en Bettin (1968). Más recientemente la obra de Vaillancourt (1996) recoge no solamente el conjunto de críticas a la Escuela de Chicago, sino que también recoge los aspectos complementarios y las aportaciones de los ecólogos humanos desde la nueva perspectiva de la Sociología del Medio Ambiente, empeñada en la idea de la influencia recíproca entre las leyes ecológicas y las regulaciones políticas, económicas y sociales. (Prades, J.A., 1997: 13-31).
[100]: Al respecto y para entender el sentido del concepto de conocimiento y apropiación que aquí utilizamos nos identificamos con lo expresado por Lefebvre (1980: 147): «La estrategia del conocimiento no puede quedar aislada. Su meta es la práctica, o sea, en primer lugar, una continua confrontación con la experiencia y, en segundo lugar, la constitución de una práctica global y coherente, la práctica de la sociedad urbana (la práctica de la apropiación del tiempo y del espacio para el ser humano, modalidad superior de la libertad)».
[101]: Participar en el sentido expresado por Ch. Alexander (1978: 8): «... cualquier tipo de proceso a través del cual los usuarios ayuden a diseñar su medio ambiente».
[102]: Por división técnica la entendemos tal y como la expresa Castells (1979: 41): «separación en el espacio de las diferentes funciones de un conjunto urbano, a saber, las actividades productivas (industria), de gestión y de emisión de información, de intercambio de bienes y de servicios (comercio y distracciones), de residencia y de equipo, de circulación entre las diferentes esferas».
[103]: Según R. Ledrut (1987: 115) «La estructuración sociológica de la ciudad, tiene lugar a través de un proceso doble, en el que mientras por una parte la colectividad se individualiza respecto a todo lo que le rodea, por otra esa colectividad va conformándose interiormente. Estos dos fenómenos están estrechamente ligados entre sí. Llamaremos desestructuración al fenómeno inverso. La división interna no indica necesariamente, bien al contrario, la existencia de fenómenos desestructurantes. En realidad, la diferenciación no es más que un aspecto de la organización interna».
[104]: En dos artículos de la Carta de Atenas se explicitó claramente este aspecto: Art. 77: «... Las claves del urbanismo radican en cuatro funciones: habitar, trabajar, recrearse (en las horas libres) y circular...»; Art. 78 «... los planes determinarán la estructura de cada uno de los sectores atribuidos a las cuatro funciones básicas y fijarán su respectivo emplazamiento en el conjunto urbano...». En ese mismo sentido Le Corbusier (1979) en sus Principios de urbanismo apuntilla, desarrollando los postulados de la Carta de Atenas: «La zonificación es la operación que se realiza sobre el plano urbano con el fin de asignar a cada función y a cada individuo su lugar adecuado» (Tobío, 1996: 62).
[105]: Para Le Corbusier --sin duda considerado el más fiel representante del movimiento moderno y de la defensa de la zonificación urbana-- la satisfacción de las necesidades humanas debe alcanzarse a través de la función humana, lo que le lleva a proclamar las «necesidades únicas», que son necesidades-tipo comunes a toda condición humana, la «función-tipo», «la emoción-tipo»... (Le Corbusier, 1978). Le Corbusier, desde la perspectiva aquí adoptada, viene a confundir lo que son las necesidades humanas con los satisfactores de esas mismas necesidades.
[106]: Según Ekhart Hahn (1994) el índice de ocupación urbana de la superficie se ha multiplicado por 10 en los últimos 100 años.
[107]: A este respecto existe una amplia literatura basada en investigaciones empíricas desarrolladas desde la Escuela de Chicago y más recientemente desde la Sociología y la Antropología Urbana que muestran la segregación del espacio según la condición social diferenciada. Sobre la separación de funciones relacionadas con el género, una de las perspectivas de estudio de mayor interés en la actualidad, cabe referenciar la constatación de cómo la zonificación implica también una división del espacio según el género (Tobío, 1996).
[108]: Una completa fundamentación de este conjunto de efectos que se derivan de la especialización urbana y de la consiguiente necesidad de incrementar la movilidad lo podemos consultar en Ramón López de Lucio (1993) y en Antonio Estevan y Alfonso Sanz (1994).
[109]: Sobre la definición del concepto de Área Metropolitana pueden consultarse, además del artículo de Julio Vinuesa citado, al mismo Julio Vinuesa junto a Ma. Jesús Vidal (1991), a Alfonso de Esteban (1988) y a Guido Martinotti (1990).
[110]: Por ejemplo es interesante la expresión de Artemio Baigorri (1995) la urbe global: es un «continuum inacabable en el que se suceden espacios con formas y funciones diversas, con mayores y menores densidades habitacionales, pero que en su totalidad participan de una u otra forma de la civilización y la cultura urbana».
[111]: Adoptamos aquí la descripción --quizá la más descarnada-- de la Aldea Global que establece Ramón Fernández Duran (1993: 61): «... no es otra cosa que el proceso de desertización cultural y pérdida de diversidad e identidad. La cultura pasa a ser un elemento más de consumo, cuya producción difusión y comercialización se realiza desde los países del Centro, mundializándose gradualmente sus formas de pensamiento y comportamiento».
[112]: «No es inútil --dice Lefebvre-- mencionar con el fin de rechazarla, la confusión entre diferencia, distinción, separación y segregación. La diferencia es incompatible con la segregación, que la caricaturiza. Quien dice diferencia dice relaciones y, por tanto, proximidad-relaciones percibidas y concebidas y también, inserción en un orden espacio-temporal doble: cercano y lejano

La separación y la segregación rompen la relación. Constituyen por sí mismas un orden totalitario, cuyo objetivo estratégico es romper la totalidad concreta, destrozar lo urbano. La segregación complica y destruye la complejidad.

Al ser resultado de la complejificación de lo social, lo urbano representa la racionalidad práctica, el vínculo entre la forma y la información» (Lefebvre, 1980: 139)
[113]: Citado por Paolo Perulli (1995)
[114]: «Ningún ojo humano --señala Lewis Munford-- puede abarcar ya esa masa metropolitana de un vistazo. Ningún punto de reunión, excepto la totalidad de las calles, puede contener a todos sus ciudadanos. Ninguna mente humana comprende más que de forma fragmentaria las actividades complejas y especializadas de sus ciudadanos» (Mumford, s/f La cultura de las ciudades) citado por Naredo (1994: 241).
[115]: Emerge una nueva forma urbana cuya especialidad es la concentración de los mecanismos de control de la economía mundial, la «ciudad global» (Sassen, 1991) que se caracteriza por conectar mediante flujos ciudades desconectadas entre sí. Como apunta recientemente Castells (1997b), paradójicamente, conectadas globalmente, pero localmente desconectadas.
[116]: En expresión de Paolo Perulli, recogiendo una idea de G. Martinotti (1988), «Actualmente no hay ninguna metrópoli, por pequeña o grande que sea, ni tampoco un área urbana en vías de metropolización, que no esté homogenizándose con las demás en la disposición del propio segmento terciario-direccional para entrar en el circuito integrado de la economía mundial» (Perulli, 1995: 32).
[117]: Castells preconiza como forma indispensable para destensionar el sistema una activa política social en las grandes ciudades que es donde se expresan con mayor agudeza los efectos de la globalización (Castells, 1990); en un artículo posterior reivindica con mayor fuerza la defensa del Estado y de las políticas públicas para frenar las tendencias de la sociedad a la dualización (Castells, 1997b).
[118]: Además de Castells y Sassen no podemos dejar de considerar los trabajos que desde diferentes perspectivas han abordado el concepto de polarización y de dualización como Enzo Mingione (1994), F. Indovina (1990), Ramón Fernández Duran (1993), Paolo Perulli (1995), Martinotti (1990)...
[119]: Mingione (1994: 531) viene a plantear cómo «la combinación de polarización y fragmentación resulta posible de acuerdo con una compleja línea de interpretación: que las estructuras sociales contemporáneas se están diversificando efectivamente cada vez más, pero que las micropatologías tienden a concentrarse en torno a dos polos fundamentales, o macropatologías, que difieren mucho en relación con las condiciones de existencia, las posibilidades de vida y la cantidad y calidad de los recursos sociales disponibles».
[120]: Al respecto M. Castells (1990: 34) apunta que cuando las ciencias sociales aplican en un sentido estricto, el concepto de dualismo y de dualización, es cuando éste se entiende como resultado de un proceso en el que los estratos intermedios de la sociedad tienden a disminuir en favor tanto de los estratos altos como de los estratos bajos.
[121]: Es sabido cómo la degradación física de los centros históricos en muchas ciudades va acompañada de un declive demográfico de los sectores poblaciones tradicionales, junto con el auge de sectores pertenecientes a la infraclase (cohabitación de ancianos e inmigrantes y minorías étnicas). O de cómo en los barrios tradicionalmente de clase trabajadora cohabitan dos generaciones marcadas por la crisis industrial, los padres prejubilados y los hijos desempleados, provenientes del fracaso escolar, o con trabajo precario.
[122]: Existe una amplia literatura que muestra esa correlación, al respecto puede consultarse Harvey (1970), Pahl (1987), Leal (1990, 1994a) y Castells (1991).
[123]: En este mismo sentido J.M. Delarue (1991) analiza en un informe sobre la situación de las periferias urbanas francesas el papel negativo, desde el punto de vista de la integración social, que la desaparición de industrias y comercios provoca (Tobío, 1996: 64).
[124]: A petición de la OCDE a los distintos países miembros se elabora en nuestro país el primer Informe Español Sobre Barrios Desfavorecidos. Documento provisional. Subdirección General de Estadística y Estudios; Subdirección General de Urbanismo. Ministerio de Fomento (difusión restringida) (1997).
[125]: La información utilizada ha sido la derivada de los Censos de Población y Vivienda de 1991 elaborados por el Instituto Nacional de Estadística, tomando como punto de partida la información a nivel de sección censal.
[126]: Una sección censal es una unidad territorial definida en base a criterios operativos para el trabajo de campo en las operaciones estadísticas, que se define en base a criterios de volumen de población. El tamaño medio de una sección censal ronda los 1.500 habitantes y cuando el tamaño es excesivo (en torno a 3.000) se divide en dos.
[127]: Cabe advertir que estos datos solo incluyen a los barrios que superan los 3.500 habitantes, por lo que han quedado excluidas todas aquellas unidades y secciones censales aisladas que no alcanzaban esos valores.
[128]: En general las ocupaciones de servicios y asistencias personales, de proximidad, ofrecen un trabajo de tipo más intensivo (trabajo vivo) que un tipo de trabajo tecnologizado (trabajo muerto).
[129]: Según Enzo Mingione (1994: 545) «... hay un consistente incremento del número de actividades por cuenta propia y en pequeña escala, que no expresa fuertes tendencias hacia la concentración y la selección, sino más bien hacia formas crecientemente complejas de estructuras basadas en la cooperación. Esto no sólo minimiza las tendencias polarizadoras, sino que también amplía el acceso a la innovación y a la alta tecnología para los pequeños agentes y para los recién llegados».


Edición del 30-5-2006
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Documentos > http://habitat.aq.upm.es/cvpu/acvpu_9.html
 
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