Ciudades para un Futuro más Sostenible
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Calidad de Vida y Praxis Urbana
Julio Alguacil Gómez| Madrid (España), julio de 1998.
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9. El reto de otro modelo urbano para una ciudad sostenible: el barrio-ciudad[181]

Introducción

Nos surge un interrogante: ¿cuáles son las condiciones urbanas adecuadas para la optimización de la Calidad de Vida y, por ende, para la consolidación de las iniciativas de gestión ciudadana emergentes?, y ¿cuál es el modelo urbano con capacidad para generar las condiciones adecuadas para desarrollar dinámicas tendentes a la sostenibilidad ambiental, la gobernabilidad social y la cooperación? Nos vemos obligados a intentar concurrir en la respuesta, ya que la consolidación del modelo representado por las nuevas iniciativas ciudadanas emergentes necesita de unas condiciones urbanas a la vez que, como hemos comprobado, contribuyen a re-crearlas.

Desde esas condiciones necesarias para establecer procesos operativos en pos de la Calidad de Vida cobran todo su sentido los enfoques críticos y reflexivos sobre el modelo metropolitano de urbanización que vienen a considerarlo como base y soporte de la separación y segregación del sujeto de los procesos que le afectan. La destrucción de los espacios convivenciales, la separación de las funciones urbanas, la reducción que suponen los procesos de dominación sobre el espacio y el tiempo cotidiano, la debilitación de las relaciones sociales; son efectos todos ellos que se derivan y se basan en la urbanización y zonificación. Asistimos así a un aislamiento de los medios sociales entre sí que supone la disolución de los espacios intermedios. Entre la apropiación-privacidad individual del alojamiento y el conjunto totalizador urbano (la metrópoli) se pierden los espacios de apropiación colectiva y de sociabilidad; con ello se diluyen las relaciones sociales de ciudadanía, la capacidad de control y percepción sobre la ciudad y en definitiva, la capacidad cognitiva sobre el hecho urbano.

Las relaciones individualizadas y simplificadas (en base a relaciones exclusivas y excluyentes despersonalizadas --mercantilizadas, contractuales-- ) establecidas a partir de una escala territorial no controlable y no percibida, alientan un sistema social unidimensional «en la que los yos individuales no están vigorosamente diferenciados» (Alexander, 1980) produciendo una restricción de la variedad social y como consecuencia una separación y marginación de lo diferente y del diferente.

Desde otra perspectiva, no tanto desde la crisis de lo local provocada por procesos globales ajenos, sino desde la propia crisis de lo global y las consecuencias que tiene a nivel planetario, otros análisis más contemporáneos han puesto de manifiesto los efectos que los procesos económicos de mundialización tienen sobre el territorio (Fernández Durán, 1993) y más concretamente la responsabilidad que las grandes ciudades tienen sobre la crisis ecológica a nivel planetario (Naredo, 1991). Podrían sintetizarse en tres planos críticos autoimplicados: crisis ecológica que lleva a plantear la insostenibilidad ambiental del modelo de urbanización, crisis económica que deja de manifiesto la profundización de los procesos de dualización y exclusión social en las grandes ciudades y por último una crisis social y cultural que pone de relieve la ingobernabilidad de las ciudades y la conflictividad urbana que deriva de los procesos de dualización y de dominio de la homogeneización socio-cultural.

Desde esas tesis se señala la necesidad ineludible de un cambio de sentido en el modelo de desarrollo que trasladado a los modelos de urbanización apuntan hacia una reestructuración urbano ecológica (Hahn, 1994)[182] de nuestras ciudades a través de modelos más integrados e integrales. Es necesario dar un cambio de sentido para reequilibrar las ciudades tendente a sustituir la competitividad por la cooperación, la dependencia por la autonomía, el sometimiento por el autogobierno, la movilidad por la accesibilidad, la unidimensionalidad por la variedad, el crecimiento insostenible por el desarrollo sostenible, la responsabilidad única por la corresponsabilidad y la participación.

Nuevos procesos que sólo parecen ser plausibles si se apuesta por un cambio de escala en la intervención de la ciudad. Reducir la escala es pensar en lo local, en un nuevo dimensionamiento del hecho urbano más humano y equilibrado, en donde se pueda conjugar de forma sinérgica la máxima libertad individual con el máximo control colectivo. Así, entre el vecindario-aldea con máxima homogeneidad y un control social que atenta contra la personalidad, y la gran ciudad con máxima libertad de movimientos, pero máxima despersonalización y pérdida de referencias, nos proponemos apuntar las condiciones óptimas encaminadas a la recuperación de espacios de equilibrio ciudadano apropiados no sólo para que se pueda desarrollar en él la acción fundamental de la reestructuración urbano ecológica, sino para que también pueda favorecer el desarrollo de redes sociales (integración del sujeto con los sujetos), la profundización de la democracia (integración de los sujetos en los procesos) y la implantación de modelos productivos integrados (integración del sujeto con los objetos). Sin complejos de reconstruir la utopía urbana --de ello se trata, de poner de relieve la potencialidad del hecho urbano-- queremos contribuir a un modelo teórico urbano que hemos denominado como Barrio-Ciudad y a cuya imagen a veces se asemeja la realidad como sucede en algunos de los ámbitos estudiados. Se trata de aproximarse a las condiciones urbanas capaces de transformar el espacio del conflicto (la metrópoli) en el espacio de la variedad y de la coexistencia de la diversidad.

La dificultad de su definición estriba en su complejidad. Son múltiples variables las que intervienen en la construcción del concepto de Barrio-Ciudad y en el intento de conjugar la potencialidad de la proxemia, relativa al barrio; y la idea de variedad y diversidad (de funciones, actividades, colectivos) relativa a la ciudad. La interactividad entre las múltiples variables que intervienen en el nuevo modelo urbano tienen, a su vez, que inscribirse en una estrategia de glocalización (Borja y Castells, 1997)[183], es decir, en la articulación entre lo global y lo local. Es entre las estrategias micro y las estrategias macro, o mejor en la complementación de ambas, desde donde se produce una estrategia meso que mantiene a la ciudad con vida (Ibáñez, 1988b).

El reto de establecer una estrategia meso representa un primer desafío para superar los efectos negativos de la urbanización y este desafío se encuentra en su primer escalón: en el orden de lo local, en el barrio (siempre en relación a la ciudad). Tal y como se expresa en el primer documento de trabajo de la Agenda Habitat Española: «El barrio es una escala fundamental para el análisis de los problemas económicos, sociales, urbanos o ambientales en las ciudades, que pone en contacto las políticas con la realidad social y facilita la definición de soluciones y la instrumentación a través del estudio de los problemas y la búsqueda de propuestas de actuación de forma interactiva con los agentes sociales locales» (Agenda Habitat, 1996: 71-72), y más específicamente en Francia, a través del Programa Francés de Desarrollo Social de los Barrios, se pretende una mejor gestión de las ciudades partiendo de la experiencia adquirida en la intervención sobre barrios conflictivos (Harburger, 1987).

La potencialidad y oportunidad de lo local, para desplegarse en nuevos procesos sociales fundamentados en criterios de sostenibilidad, gobernabilidad y cooperación se establecen en distintos planos o dimensiones de la Calidad de Vida que componen su propia estructura sistémica (de las relaciones entre las relaciones), que no es sino el armazón que articula espacios, actividades y colectivos dotados de capacidad de resistencia (re-existencia) a la uniformidad, de sustracción a un orden diluyente, sobre el que proceder a reestructurar y recomponer el territorio, la socialidad, la alteridad y los recursos. Dicho sistema vendría determinado por:

Y como se puede observar en su designación cada uno de estos planos se ve atravesado por la multiplicidad de funciones de los equipamientos (como soportes para la articulación física del Barrio-Ciudad, como soportes necesarios para los procesos de integración social y económica, como nudos de las redes sociales para la vertebración social, como elementos de una nueva gestión política) que representan un elemento fundamental desde la perspectiva de la razón de ser de las Nuevas Iniciativas de Gestión Ciudadana.

Las variables regenerativas de la ciudad: la idea del barrio-ciudad

Un modelo urbano integrado espacialmente y articulado territorialmente

Si la imprecisión del término barrio ha sido una constante puesta de manifiesto tras un repaso de la teoría urbanística, no es menos cierto que desde siempre insistentemente ha representado un subconjunto con algún grado de diferenciación respecto de un conjunto urbano más amplio que le contiene. Límites, tramas y contenedores urbanos que daban definición a determinados ámbitos han ido variando según el estado de evolución de la urbanización, aunque no podemos tampoco olvidar los caracteres de corte subjetivo y que la delimitación de lo que es barrio viene también determinada por la percepción que los sujetos tienen sobre el mismo[184]. La rapidez de esa evolución en el último siglo y más profusamente en las últimas décadas ha contribuido de forma ineludible a ese carácter difuso del ámbito barrio, precisamente por la súbita transformación física del espacio urbano. Transformación que sin duda ha venido acompañada, por inducción, de significativos cambios en los estilos de vida, en lo cotidiano, en los comportamientos y en las conciencias de los ciudadanos.

En este sentido, ese empeño dirigido hacia el acotamiento del término barrio se encuentra, cada vez más, intervenido por una gran diversidad de aspectos, tanto de carácter objetivo como subjetivo, tanto de carácter físico como psicosocial. Será desde el análisis de las correlaciones y el grado de interdependencia entre las distintas variables susceptibles de intervenir desde donde se podrá mediar en la definición de su acotamiento. Parece, por tanto, que la delimitación de ámbitos urbanos como el barrio no podría ser abordado desde un sólo prisma, sino que precisa de un enfoque multidimensional, y también sobre todo en la medida que se trata de un espacio con potencialidad de acoger y reproducir en su seno todas y cada una de las funciones propias del hecho urbano, en palabras de Lewis Mumford (1968) «el barrio puede ser un órgano esencial de la ciudad bien integrada»: pero no en vano Raymond Ledrut (1987: 178) nos plantea «que los desajustes sociales y sus diversos efectos sobre los individuos, sobre la vida social de los barrios y sobre la colectividad urbana, se hallan estrechamente ligados con la insuficiencia de las conexiones y con las dificultades que encuentra la integración social y espacial de los barrios en la ciudad».

Entonces, ¿cuál es la dimensión urbana (esa dimensión urbana es la que denominamos Barrio-ciudad) que pueda tener capacidad para acoger una diversidad social, económica, etc. tal que permita compatibilizar todas las funciones propias del hecho urbano en un espacio concreto, reconocido, percibido, y que por ello además tenga capacidad de interaccionar, en una dinámica de interdependencia, con la ciudad y la metrópoli?, ¿cuál es la dimensión «con capacidad para atribuirse competencias y generar recursos políticos, económicos, sociales o técnicos que les permitan asumirlas con garantías de eficacia»? Se trata de buscar la situación de compatibilidad entre el principio de proximidad y el principio de capacidad (Borja y Castells, 1997: 156).

La definición de Barrio-Ciudad hay que hacerla desde la complejidad, desde la interrelación e interdependencia de diversas variables que deben complementarse para orientar certidumbres. Como señala Rapoport (1981), la convergencia de indicios facilita la definición. Si bien, la dificultad se encuentra en el solapamiento de variables interdependientes de carácter objetivo con otras de naturaleza más subjetiva. Así, la estructura física, la trama urbana, los limites físicos, la densidad, el tamaño, las distancias, la estructura inmobiliaria, la estructura ocupacional, la estructura demográfica, la estructura social... de naturaleza más objetiva, deben combinarse con aspectos más subjetivos, más de corte socio-cultural: las conciencias de pertenencia, la identidad, la percepción del espacio, los niveles de apropiación, las redes sociales, las fronteras psicológicas... La áreas urbanísticas pueden ser más rígidas y las áreas sociológicas son más flexibles y relativas, pero en todo caso, los Barrios-Ciudad sólo existirán cuando ambas dimensiones ofrezcan un determinado nivel de coincidencia. Como expone Rapoport (1981), «las delimitaciones más claras de áreas subjetivas tienen lugar cuando barreras físicas bien definidas coinciden con los esquemas cognitivos... las barreras pueden ser débiles o fuertes, y son claras cuando los indicios físicos y sociales coinciden». De ello se deduce la necesidad de establecer umbrales de equilibrio y de autorregulación, dimensionados en escala y estructuras para sustentar un modelo de diversidad y coexistencia.

Fundamentalmente tenemos que hablar de un espacio capaz de soportar y sostener unas estructuras inmobiliarias, ocupacionales y demográficas diversas, que genere oportunidades de participar de distintas redes sociales y asociaciones, con una escala urbana capaz de mantener la capacidad cognitiva sobre todo el ámbito urbano, que sea accesible peatonalmente, que establezca una red de equipamientos y servicios colectivos dimensionados y distribuidos adecuadamente para facilitar la fluidez de los servicios y la accesibilidad a los mismos.

Se trata ahora de acotar las dimensiones del barrio ciudad teniendo en cuenta todos estos elementos que deben confluir para establecer un dimensionamiento que permita complementar la diversidad con el sentimiento de pertenencia. Siguiendo la aproximación que establecen A. Hernández Aja y J. Alguacil (1997) y sin intención de establecer categorías puras, un primer nivel vendría conformado por el vecindario como una célula urbana con una población entre los 1.500 y los 2.500 habitantes, un diámetro de no más de 400 metros y distancias que no superan los 5 minutos de desplazamiento a pie, permiten las relaciones de vecindad más frecuentes y cotidianas; y precisan de unos servicios básicos y espacios de carácter intermedio y comunitario (espacios públicos estanciales, juegos de niños, farmacia, escuela infantil, comercio básico, locales sociales, etc.).

Un segundo nivel, sería el barrio que con una población de entre 5.000 y 15.000 habitantes precisaría de un diámetro máximo de unos 800 metros y unas distancias que no precisaran desplazamientos de más de 10 minutos andando. Esta dimensión es capaz de tolerar relaciones sociales más extensas en torno a asociaciones, actividades, equipamientos o instituciones y es un umbral que puede sostener niveles de servicios colectivos más complejizados (centros cívicos, biblioteca, educación secundaria, iglesia, centro de salud, mercado, comercio de especialización media, zonas verdes,...). Si bien, ambos niveles considerados aisladamente no son capaces de sostener servicios, iniciativas y actividades que en la sociedad actual se podrían considerar como imprescindibles para lo que se considera que un sistema urbano debe procurar. Además, su tamaño no es capaz de asegurar una diversidad física y social que consolide la coexistencia, la corresponsabilidad social máxima y la libertad individual. Ambos niveles urbanos son demasiado homogéneos tanto en su vertiente social como en su vertiente física. Este fenómeno urbano es bastante corriente y se constata de forma probada en la urbanización de las últimas décadas. Esa homogeneidad se traduce en una gran vinculación social de sus residentes con su espacio y su colectividad en aquellos lugares donde la movilidad residencial de los hogares ha sido muy pequeña.

Resolver la integración de esa diversidad urbana que representan la existencia de áreas sociales homogéneas introvertidas significa romper el aislamiento, pero a la vez cuidando la existencia de espacios públicos convivenciales, la pervivencia de rasgos culturales e históricos que permitan la maduración de la identificación con su espacio más próximo. Ello significa que los límites, tanto de las unidades de nivel inferior, como los límites del perímetro del barrio-ciudad no pueden ser barreras infranqueables (infraestructuras viarias o territorios inseguros), sino espacios de contigüidad, de uso compartido (zonas verdes, de juego, equipamientos...) que faciliten el contacto y permitan el paso peatonal hacia otros vecindarios y elementos diversos del barrio-ciudad. En este sentido y en palabras de Ch. Alexander (1980: 85), «las fronteras no sólo sirven para proteger a las vecindades, sino que funcionan simultáneamente uniéndolas en sus procesos», los límites pueden ser por tanto, más un elemento de unión que de separación en un mosaico que refleja la diversidad cultural, física y social plasmada en el concepto de barrio-ciudad.

Combinando los principios de sostenibilidad ambiental (menor consumo de energía) y de variedad urbana con capacidad de articulación interna y externa se puede pensar en una escala adecuada para el peatón en un territorio cuyo diámetro no supere 1,5 km y cuyas distancias máximas no superen un tiempo vaya más allá de 15 ó 20 minutos. Igualmente debe ser un umbral para mantener un sistema de comunicación de intensidad blanda (contactos directos, radios y televisiones locales, periódicos de barrio, boletines de asociaciones, lugares de encuentro, tablones de anuncios...) y de redes sociales diversas (asociaciones, agrupaciones políticas y sindicales, cofradías, etc.). Esa dimensión que es susceptible de soportar un nivel de servicios con una ocupación y actividad equilibrada (sin excesiva oferta y sin una demanda saturada) con unos contenidos que oferten lo que un ciudadano espera del sistema urbano (oferta deportiva especializada, pequeño hospital, servicio de bomberos, enseñanza media y universitaria, equipamientos culturales, etcétera). En términos de población parece que habría que pensar en una horquilla entre los 20.000 y los 50.000 habitantes (Hernández Aja y Alguacil, et al., 1997), dimensión que tiene una fuerte carga de correspondencia con los barrios de la periferia Sur de Madrid.

Por otro lado, parece que esas condiciones de complejidad pueden venir determinadas por unos límites más evidentes y claros que los barrios y vecindarios, precisamente con la idea de reforzar el reconocimiento de sus estructuras y mantener espacios sostenibles desde el punto de vista ecológico. Ello no quiere decir que las fronteras del Barrio-Ciudad sean impermeables, sino que por el contrario deben tener una naturaleza que permita la circulación, pero siempre en un sentido de salida y entrada (del interior, de un objeto urbano estructurado) a través de puertas fronterizas. En todo caso, parece que las grandes infraestructuras como vías férreas, grandes avenidas, grandes parques o zonas industriales, ríos, etc. deben concebirse no sólo como canales de circulación de mercancías, generalmente descomprometidas con el entorno, sino como fronteras franqueables que también definen territorios. Se puede observar una comparativa entre los distintos ámbitos urbanos en el Cuadro 35.


Cuadro 35: Ámbitos urbanos

Fuente: Hernández Aja, A; Alguacil, J. et al. (1997); VV. Vecindario. Ej. Colonia San Fermín.; BV. Vecindario. Ej. La UVA de Villaverde Alto; BB. Barrio. Ej. San Cristóbal; BC. Barrio-Ciudad. Ej. Villaverde Alto; CC. Ciudad. Ej. Puente de Vallecas (Distrito); MC. Gran Ciudad. Ej. Distritos del Sur de Madrid; MM. Area Metropolitana. Ej. Municipios del Area Metropolitana de Madrid.
La representación de la figura permite solapar los distintos ámbitos (vecindario, barrio, ciudad, metrópoli) relacionándolos entre sí. La dirección preeminente es la vertical de tal forma que el ámbito situado en la cabecera del cuadro y expresado en mayúsculas marca la pauta dominante. De esta forma la lectura del cuadro nos permite una jerarquización de umbrales urbanos en el que tan solo uno, el Barrio-Ciudad, presenta una relación dominante de una unidad urbana de rango inferior (el barrio) sobre una unidad urbana de rango superior (la ciudad).
VECINDARIOBARRIOCIUDADMETRÓPOLI

Vecindario

VV. Misma trama BV. Misma trama--
Mismas promociones. Límites claros. Biografía común. Homogeneidad demográficaMismas promociones. Límites claros. Historia común. Homogeneidad social
1.500 a 2.500 hab.Hasta 5.000 hab.
Barrio-BB. Barrio.--
Niveles de apropiación. Límites percibidos.
10.000 a 15.000 hab.

Ciudad

-BC. Barrio ciudad.CC. Ciudad.MP. Gran Ciudad.
Percibido. Escalón Peatonal. Todos los Equipamientos cotidianosEquipamientos de rango superior. Universidad Heterogeneidad social
Máximo 20-50.000 hab.100-200.000 hab.Hasta 400.000 habitantes

Metrópoli

---MM. Área Metropolitana
Más de 400.000 habitantes


En síntesis, se sugiere un subsistema urbano (barrio-ciudad), es decir, un sistema con complejidad y autonomía propia, pero en interdependencia con un mesosistema. La autodependencia se construye, por tanto, en función de una interdependencia interna (el barrio-ciudad como conjunto de barrios y vecindarios interpenetrados) y una interdependencia externa capaz de establecer la glocalización. Esta noción de la articulación entre niveles diferentes del sistema urbano es la que puede generar condiciones para el desarrollo interactuante de la diversidad, coexistencia, la alteridad y la identidad, que a su vez garantizan las condiciones de libertad individual, responsabilidad social y responsabilidad ecológica.

Un modelo urbano para la integración social

Desde la diversidad de espacios físicos vertebrados, con ciertos rasgos de distinción pero a la vez relacionados entre sí, podemos introducir el concepto de diversidad social como aspecto que viene a permitir la máxima complejidad accesible. El concepto de diversidad social entendido como coexistencia de elementos diferenciados en un mismo lugar remite al concepto de estructura social, de pluralidad social, pero ésta desde la perspectiva de un ámbito integral precisa de una variedad de usos, funciones y actividades para poder desarrollarse en un sentido constructivo de la alteridad y de la calidad de vida, y no del conflicto y del malestar urbano tan destructivo en las metrópolis que vivimos. Tiene, por tanto, una doble vertiente de implicaciones mutuas.

De una parte, aparece como naturaleza vital la mezcla de usos y actividades como un aspecto de dinamismo social y económico de un ámbito con las dimensiones planteadas. Es decir, se consigue recrear el espacio urbano si se produce el asentamiento de actividades económicas (productivas y de servicios), y de consumo que sean susceptibles de localizarse y que sean compatibles con el tejido residencial en un proceso continuado que se retroalimenta a sí mismo.

La vida ciudadana en el barrio precisa de una accesibilidad peatonal y de corta distancia a los centros de trabajo, enseñanza, compras y gestiones, ya que la presencia de esas actividades refuerza la permanencia en el ámbito e impide los desplazamientos innecesarios y no deseados, y en definitiva minimiza el tiempo de transporte, reduce el tráfico motorizado, dificulta la existencia de zonas muertas del barrio en horas determinadas y anima la vida ciudadana. De hecho, según precisa S. Keller (1971: 153-154) «las familias cuyos miembros que representan las fuentes de ingresos principales trabajan fuera del área local tienden a utilizar menos las instalaciones locales que las familias que viven y trabajan en el área».

También la variedad de usos y actividades en escalas dimensionadas atraerá a otros agentes del desarrollo que requieren de la coexistencia compleja e interactiva de las iniciativas económicas estableciendo además unas redes de actividades con mayor capacidad de adaptación a las orientaciones ambientales del territorio. En todo caso, tal mezcla de actividades diversas dentro del mismo ámbito se transfieren en la correspondiente cohabitación de distintas condiciones sociales que definen la diversidad y que podrán coexistir si se crean las condiciones de accesibilidad equitativa a los servicios urbanos y soportes físicos (vivienda, equipamientos, espacios públicos). En este sentido es importante una correlación entre una estructura demográfica equilibrada y una estructura inmobiliaria flexible y diversa. «Consecuentemente, conviene reducir al mínimo los movimientos migratorios que desequilibran la estructura por edades de la población local. Migraciones en sentido único, no, intercambios migratorios, sí, al objeto de insuflar ese dinamismo y esta renovación que genera el contacto entre patrimonios culturales locales tan ricos y diferenciados. Por lo tanto, es necesaria una cierta movilidad pero con la exigencia de mantener en cada lugar, dentro de cada comunidad, una pirámide equilibrada o, al menos, de distanciarse lo menos posible del saldo cero en cada edad» (Poulain, 1990: 209).

Como consecuencia de todo lo anterior, parece que la apuesta por un barrio-ciudad precisa de actuaciones diversificadas que sean favorables a una estructura demográfica sostenible. Ello implica la presencia de un parque inmobiliario accesible y diverso en cuanto a la tenencia, tipologías y características; una cercanía relativa a los lugares de trabajo y de consumo; y una calidad del medio ambiente urbano aceptable. La resolución en positivo de esos factores limitará la movilidad residencial, principal casuística de la segregación demográfica y de los desequilibrios poblacionales y por ende territoriales propios del modelo de metropolitanización.

La estabilidad poblacional posibilitará la estabilidad en los parámetros dotacionales y en los tipos de equipamientos. Una estructura demográfica equilibrada permitiría una diversidad en los equipamientos y una susceptible mejora constante en la calidad de los servicios. Así, la combinación y complementación de lo estable y lo equilibrado nos viene a definir el concepto de sostenible.

Cabe considerar, aunque sea someramente, el sentido del parque de viviendas en alquiler dada su alto nivel de correspondencia con una estructura demográfica y de hogares diversa, equilibrada y sostenible. La existencia de una importante presencia de viviendas en alquiler a nivel local cobra sentido como forma de proveer una vivienda transicional, sobre todo para sectores de jóvenes que forman nuevos hogares de tamaño reducido y que de otra forma no podrían emanciparse del núcleo originario en el momento deseado. Si bien, asegurar en el tiempo ese parque inmobiliario y favorecer la sostenibilidad demográfica[185] precisa de una promoción en términos de vivienda gestionada desde los sectores públicos o sociales, o controlada desde éstos, ya que la inclusión de este parque inmobiliario en el campo del sector financiero, como monopolio de mercado, podría provocar la quiebra del sentido dado a la vivienda de alquiler al imponer precios de mercado e hipotecaría la presencia del propio carácter transicional de la vivienda en alquiler. La sostenibilidad de una estructura social no puede asegurarse con la presencia de estructuras económicas que son más poderosas que la propia estructura social.

Un modelo urbano para la integración e interacción económica

El sentido de la estructura ocupacional en el Barrio-Ciudad se basa en la diversidad y variedad de actividades económicas que garantiza una densidad de relaciones entre agentes económicos muy diferentes, y que por ello tiene efectos multiplicadores sobre el dinamismo económico del desarrollo local. La coexistencia intensifica la eficacia de los procesos sinérgicos. La realidad de una multiplicidad de actividades (productivas industriales, servicios administrativos, comercio, servicios a las empresas, etc.) en una estrategia de proximidad, de crear empleo imbricado con la vida cotidiana, de trabajar cotidianamente en el mismo lugar en el que se reside, introduce elementos de sostenibilidad y deriva en la coexistencia de distintas relaciones con los medios de producción de la población ocupada. Es decir, se asegura la presencia de empleados y empleadores, de trabajadores autónomos y trabajadores por cuenta ajena, de empleo público, empleo privado, autoempleo, empleo comunitario, empleo de inserción y cooperativismo. Pero también se asegura una amplia gama de profesiones repartidas por todos los sectores económicos, desde los menos cualificados (peones) a los de mayor rango de cualificación (directivos de empresas).

Por otro lado, D. Morris y K. Hess (1975) mantienen la tesis de que el control por la comunidad y la libertad local sólo pueden obtenerse si surgen de una base productiva que procure una mayor independencia de una economía excesivamente internacionalizada. La descentralización de las actividades económicas y de servicios, y la capacidad de sustituir importaciones por producciones propias, potencian la capacidad de mercado local y mayores cotas de empleo al obtener una considerable capacidad de resistencia a las crisis económicas que crecientemente se fundamentan en avatares económicos mundializados. Se trataría de un tejido con posibilidades de enfrentarse a crisis económicas, capaz de improvisar y sustituir unas funciones por otras, tanto por la diversidad en la composición y conocimiento de su población, como por la diversidad de espacios, soportes, redes y formas de propiedad existentes. Parecería probable que entre tanta diversidad apareciesen estructuras capaces de adaptarse a diferentes coyunturas económicas.

Un modelo urbano para la identidad y la integración cultural

El espacio social no implica únicamente una condición social; igualmente, el espacio físico no tiene exclusivamente una disposición funcional. No se pueden entender el espacio social y el espacio físico desde un sentido lisamente abstracto, sino que la persona necesita concretar cotidianamente su situación en el espacio y en el tiempo, el ser humano «necesita sus referentes estables que le ayuden a orientarse, pero también a preservar su identidad ante sí y ante los demás» (Pol, 1994). Los referentes sociales o espaciales pueden ser más difusos o más precisos, cuanto más precisos nos marcan «algún sentido de ser parte de una sociedad por pequeña que sea, y no de estar en una sociedad, por grande que sea» (Alexander, 1980: 97). Recrear la cognición y percepción del espacio físico y del entorno social es un primer paso fundamental para recobrar el sentimiento de pertenencia.

Así, la percepción diferenciada del espacio marca un primer estadio de seguridad psíquica y social que se proyecta más allá del entorno familiar y del espacio privado de la vivienda. Significa una extensión territorial de la intimidad y precisa de un fácil reconocimiento del entorno urbano próximo que se abarca en un recorrido peatonal, de tal manera que se pueda apreciar claramente entre el espacio realmente conocido (interior) y el resto del territorio urbanizado más inespecífico, impersonal y abstracto (exterior). Paradójicamente, la oposición no conflictiva entre área interior y área exterior permite una síntesis: la tranquilidad urbana. En expresión de Michael-Jean Bertrand (1981: 41) «el barrio es también un espacio íntimo, sentirse dentro del mismo supone descansar la atención sabiendo que, suceda lo que suceda, no tendrá consecuencias respecto a presiones exteriores».

Desde esta perspectiva que establece un determinado nivel de cognición del espacio próximo que ofrece algún grado de integridad individual y colectiva, aparecen varios aspectos que marcarían el mayor grado de identificación con el espacio y la comunidad como pueden ser: las particularidades históricas del ámbito, las particularidades físicas del espacio, la implicación de sus habitantes en las transformaciones espaciales y en el desarrollo social, el tiempo de permanencia de sus residentes, el grado de integración de sus funciones urbanas, la existencia y disposición de los espacios públicos y equipamientos colectivos. Aspectos todos ellos que ayudan a distinguir los límites entre la ciudad ciertamente reconocida, controlada, poseída y la ciudad inciertamente difusa y extensa. Aquella presenta rasgos de equivalencia para todos sus residentes y por tanto puede ser poseída colectivamente, y es por ello susceptible de provocar una acción consciente por parte de los sujetos para usar y transformar un espacio que ya no es tal, en su sentido abstracto, porque deviene en lugar. Así, según la simbología construida socialmente a través de esos elementos (límites psíquicos, hitos urbanos, hitos históricos, símbolos ambientales, espacios colectivos) los individuos desarrollarán una conciencia de pertenencia respecto a ese espacio y a esa comunidad posibilitando, de otra parte, una capacidad real de relación y de integración con la sociedad global y el modelo urbano metropolitano.

El espacio realmente vivido es el lugar de la vida cotidiana donde se desarrolla la vida urbana. Sólo desde la permanencia suficiente y estable en un ámbito, el tiempo de estancia dedicado a relacionarse, a trabajar, a consumir o a gestionar es lo que hace posible la recreación del lugar de lo cotidiano y éste cobra todo su sentido cuando la propia acción humana o urbana va determinando la vida cotidiana. Asumimos aquí la idea expresada por Lefebvre (1967) de que la vida cotidiana corresponde al nivel de la realidad social que constituye el centro real de la praxis.

Cuando el uso de la calle es intenso, pero flexible y versátil, no exclusivo, ni excluyente (tiene diversas utilidades según colectivos y momentos), y en consecuencia, ese uso deviene en hecho social y socializador, estamos ante procesos dinámicos de interacción del individuo con su medio, y de los ciudadanos entre sí a través de ese medio. Así, por medio de los procesos cognitivos y de identificación, en un entorno dominable geográficamente, se asientan las bases para el acceso social al espacio, en definitiva para la apropiación del lugar. La apropiación es, por tanto, la culminación de un proceso en el que el sujeto se hace a sí mismo a través de sus propias acciones y se encuentra en disposición de experimentar una práctica colectiva en el uso del espacio que hace de éste un objeto a defender, o por el contrario, en determinados momentos puede ser susceptible el desarrollo de procesos que se inclinan a una transformación consciente y deseada del mismo.

En todo caso, la apropiación del espacio ineludiblemente ligado a la posesión colectiva del mismo, remite a tener algo en común. Esto le da un cierto carácter que influye y refleja los sentimientos de la gente sobre la vida en él y los tipos de relaciones que establecen los residentes (Keller, 1971), y por tanto, implica unos procesos de sociabilidad, de relaciones diversas, de sistemas de comunicación, que tienen su correspondencia en la presencia de diversas redes sociales entrecruzadas e interconectadas.

El entorno urbano, si es adaptable, dominable, y es apropiado por los sujetos que viven esos distintos espacios sirve como soporte para una autorregulación de la ocupación y del uso del mismo. Los valores compartidos y el arraigo de perspectivas comunes respecto de las áreas mediadoras, ya sean espacios públicos o comunitarios, abiertos o cubiertos, favorecen y posibilitan el contacto, el encuentro y el uso recíproco del espacio. Una densidad habitacional y de actividades adecuadamente integradas que conceden la facultad del trasiego por lugares y entornos permeables y reconocidos, aunque no sean el propósito del destino del desplazamiento, dan pie a encuentros imprevistos o a presenciar escenas espontáneas que tienen sus propias consecuencias personales, sociales y culturales, pero que recrean la vida urbana hasta un grado peculiar. En el espacio urbano se tejen gran parte de las redes sociales de una diversa naturaleza y por ello es fundamental priorizar un diseño y organización adecuado del espacio público urbano.

Por el contrario, las relaciones planificadas propias del modelo de urbanización que vienen a impulsar la consolidación de una «accesibilidad sin densidad», ya sea mediante la movilidad motorizada, la telefonía o las denominadas autopistas de la información, «difícilmente pueden recrear la experiencia urbana en su plenitud» (Hannerz, 1986: 136). El creciente predominio de la planificación de las relaciones sociales supone una selección en las mismas que refleja no sólo la desvinculación del sujeto del territorio y la mayor despersonalización en las mismas relaciones, sino que también significa la no presencia del otro y el desconocimiento e incomprensión de otros estilos de vida diferentes. Se quiebra la alteridad y con ello se restringen al máximo las constelaciones de redes sociales y la propia seguridad. Como diría Ch. Alexander (1980) la urbanización nos lleva a «la sociedad de baja comunicación». Y no podemos olvidar los riesgos que ello comporta, en expresión de Jordi Borja y Manuel Castells (1997: 16) «sin un sistema de integración social y cultural que respete las diferencias pero establezca códigos de comunicación entre las distintas culturas, el tribalismo local será la contrapartida al universalismo global».

La cohesión social, tan amortiguadora de conflictos, y tan conveniente para la seguridad colectiva y personal, es inversamente proporcional a cuanto mayor distancia física y social se establezca, y a cuantos menores recursos para la coexistencia se conformen. La proximidad entre los ciudadanos que comparten espacios variados y servicios diversos, y la proximidad de las distintas funciones urbanas procuran el máximo de interacciones posibles.

Efectivamente, las condiciones de coexistencias múltiples que vienen a definir lo que hemos denominado como ámbito de Barrio-Ciudad, son susceptibles de establecer los medios de transmisión necesarios para que los sujetos puedan definirse a sí mismos y definir su propia territorialidad. Es decir, el tiempo de permanencia en un lugar, que potencia la mezcla de funciones del Barrio-Ciudad, retroalimenta su propia esencia, ya que la propia densidad de las redes sociales marca la territorialidad de su capacidad. La mezcla de funciones y de usos en un territorio físicamente abarcable y dominable permite que cada sujeto pueda participar de distintas redes de una forma simultanea poniéndolas así en una relación continuada, e incrementando igualmente el espesor de su densidad. En consecuencia, el efecto de retroalimentación entre el espacio reconducido a una escala humana y las redes sociales que en él se pueden desarrollar, hace que éstas se consoliden en términos de mayor frecuencia e intensidad en las relaciones, y mayor densidad y fuerza en los contenidos de la comunicación.

A propósito de ello y haciendo nuestras las consideraciones de U. Hannerz (1986: 199), «en una estructura tan diferenciada, el individuo tiene muchos tipos de participaciones situacionales, es decir, papeles (roles), y las oportunidades para hacer diversas combinaciones de éstos en el repertorio de cada uno pueden ser considerables. Donde son más variados los repertorios de papeles y, en consecuencia, también las redes, las combinaciones más o menos originales de experiencias y recursos ofrecen espacio para adaptaciones y estrategias innovadoras. En general, parece que donde las constelaciones de papeles son variados, los individuos son así mismo más capaces de encarar tensiones y conflictos nuevos y nunca ensayados y mientras que donde las constelaciones son recurrentes, es más probable que haya soluciones institucionalizadas para tales problemas».

La participación de los sujetos en distintas redes de naturaleza muy diversa: laborales, de conocimiento personal, categoriales, funcionales, nos lleva a otras dimensiones del hecho urbano o humano. La existencia de múltiples redes consolidadas y duraderas pueden facilitar el crecimiento y extensión de múltiples actividades, crear y sostener recursos, y establecer medios de comunicación propios como periódicos locales, televisiones y radios locales. Los contactos directos unidos a las mayores posibilidades de aplicación que ofrece el desarrollo tecnológico en el campo de las comunicaciones ofrece la potencialidad de instaurar nuevos vehículos de comunicación que operen con mayor agilidad las múltiples interacciones, que acerquen los administradores a los administrados, que ofrezcan mayor capacidad de participación pública, mayor densidad de comunicación y mayor capacidad de decisión.

Pero ello se inscribe en otra dimensión que debe intervenir en la definición del Barrio-Ciudad, aunque eso sí, se parte de la presencia de iniciativas que se desarrollan desde un tejido asociativo que a su vez tendrá mayor expresividad y potencia cuanto mayor sea la cohesión social y, por tanto, mayor densidad obtenga el tejido social.

Un modelo urbano para la participación y gestión de la política

La ciudad será sostenible y gobernable si se convierte en un espacio de la cooperación que permita una profundización de la democracia urbana y para que esto sea una realidad se precisan de unas condiciones urbanas que hemos querido identificar con aquellas que vienen a definir el concepto de Barrio-Ciudad. Fundamentalmente cabe reseñar, al menos, cinco aspectos que nos parecen indispensables para poder desarrollar mecanismos participativos que posibiliten la autoimplicación responsable de los ciudadanos con su entorno más inmediato:

Reconsiderar los equipamientos desde la calidad de vida

El término equipamiento es un concepto etimológicamente de muy reciente aparición que va aparejado a la consolidación de la sociedad industrial en su etapa más avanzada. Es por ello un concepto producto de la modernidad, aunque no pueda afirmarse que no cuenta con un amplio cuerpo teórico, antes bien al contrario, se trata de un término que ya es clásico y cuya presencia se hace imprescindible en los análisis de ciencias sociales sobre el hecho urbano. Si bien la elaboración teórica sobre los equipamientos se encuentra sometida en su evolución a continuos y rápidos cambios sociales. Ello ha generado un cierto debate que en nuestro país[186] se hace más ostensible, sobre todo, si lo contemplamos desde la perspectiva de la naturaleza compleja y el sentido transversal de los equipamientos.

No en vano se ha puesto de relieve la ambigüedad del término que engloba frecuentemente a medios de producción junto con medios de consumo (Leal, 1979), y más recientemente, en un mismo sentido, aunque más matizado, se ha planteado la inexistencia de una definición unívoca del concepto de equipamiento social. Si bien desde el carácter social se puede separar lo estrictamente social con respecto a lo que se considera económico, o a lo productivo, es decir, «el carácter social de los equipamientos se plantea en oposición a las actividades económico-productivas en las que prevalece el aspecto de producción de bienes y servicios» (Gavira, 1993). Pero también, como señala Martínez Pardo (1985), «la dicotomía de si un equipamiento entra en la esfera mercantil o no, tampoco nos define el equipamiento, simplemente lo relaciona con la circulación. Una definición más comprensiva de equipamiento sería aquella que englobara el objeto inmobiliario, su valor de uso, los procesos sociales que aseguran su producción, su mantenimiento, la accesibilidad e incluso el propio proceso de apropiación real».

Ello muestra el carácter complejo del concepto de equipamiento al jugar un papel de nexo de confluencia de distintas dimensiones humanas: sistémicas-estructurales, espaciales y relacionales. Actividades y acciones humanas muchas veces distanciadas funcionalmente. Así, desde la dimensión estructural-sistémica los equipamientos permiten los niveles suficientes de integración y de consenso que mantienen los conflictos y desigualdades sociales bajo equilibrios mínimos, es decir, de contradicciones compatibles bajo una tolerancia relativa (la unidad de los contrarios). Desde una perspectiva espacial se viene a acotar su delimitación al excluir todo lo referente a infraestructuras y vivienda, junto con ellos y de forma complementaria se da cuerpo a la estructura urbana, o lo que es lo mismo, se incorporan a las funciones urbanas espacialmente separadas, expresadas en la zonificación urbana. Los equipamientos representan el soporte físico, la dimensión espacial de los bienes de consumo colectivo (Cortés y Leal, 1995) y desde esa perspectiva el contenido del consumo colectivo en palabras de C. Gavira (1993) «implica la existencia de un conjunto de usuarios en el mismo lugar y al mismo tiempo». El consumo viene definido por la atracción de las cualidades intrínsecas del equipamiento, mientras que el factor de ser producidos y usados colectivamente les confiere el carácter de ser espacios de convergencia (encuentro y contacto) creando así las condiciones para la socialización y para la comunicación entre los ciudadanos.

Precisamente la consolidación de la socialización del consumo y su creciente ampliación, significan la constatación de la transformación de los modos de vida ligados al desarrollo urbano. Ampliación que implica, debido a que las características del consumo colectivo se enmarcan en gran medida en el campo de las necesidades humanas, una distribución de unos recursos colectivos en momentos y lugares determinados que precisan de una producción, mantenimiento, uso y gestión controlados desde el sector público. La flexibilidad delimitada por una intervención mixta en cada uno de esos aspectos, aunque fundamentalmente en los contenidos (definición, utilización y gestión), por parte del sector privado y/o mediante mecanismos de participación de los usuarios nos introduce en un campo de debate que podemos iniciar desde el carácter dialéctico de los equipamientos, las dotaciones y los servicios.

La dialéctica de los equipamientos

La teoría clásica de los equipamientos tradicionalmente se ha inscrito en la lógica del Estado del Bienestar, si bien cabe diferenciar entre distintos enfoques que en rasgos generales dejan al descubierto una bifurcación en la reflexión sobre los mismos, según se incida en la función del Estado o según se incida en los objetivos de la política del Bienestar. El avance de la acción del consumo frente a la acción del producir viene a consolidar la disminución de la influencia del mundo de lo doméstico, y por contra supone la mayor influencia del Estado como ente totalizador, ya que éste, en su creciente colonización, ha sido un usurpador de funciones que eran propias de otras instituciones de naturaleza muy restringida como puede ser la familia. Aunque la unidad de consumo sigue siendo el individuo, o la unidad familiar, sin embargo, el acceso al consumo se ha realizado colectivamente y cada vez ha ido creciendo más la influencia exterior, en detrimento de la influencia desde la esfera de lo doméstico. Desde esa constatación ampliamente compartida podemos ver cómo las diferentes dicotomías combinadas entre Estado, usuarios y mercado nos van a marcar la pauta dialéctica y multidimensional que envuelve la teoría de los equipamientos.

En primer lugar, y desde una perspectiva de crítica del sistema social, de principios más radicales, los equipamientos colectivos se incluyen en una lógica de reproducción del sistema capitalista como mediadores para la integración e incorporación a la totalidad del sistema (Fourquet y Murard, 1978), en donde el sector público ostenta la facultad de garantizar las condiciones generales de la reposición ampliada de la fuerza de trabajo. Reposición que en una sociedad postindustrial obtiene un temperamento que atraviesa y es atravesado por factores de índole cultural y simbólico, de tal forma que en una sociedad del consumo, ésta se reproduce sobre sí misma legitimándose ideológicamente, al sostener y dar significado a diferentes soportes de distinta naturaleza sistémica (residenciales, productivos, culturales, consumo). Desde esa perspectiva los equipamientos se presentan como mediadores para la transmisión de la ideología dominante y al tiempo creadores de consenso social, mantenedores de la hegemonía[187]. La traslación desde esos mecanismos de integración sistémica a la dimensión territorial de los equipamientos colectivos le dan un significado como elementos que conforman un agregado, en ese sentido los equipamientos «han representado --en palabras de F. Roch (1985: 23)-- siempre un aspecto marginal en la práctica del planeamiento urbano y de su ejecución. Algo que venía después, como un complemento necesario y mínimo, de haber diseñado la maquinaria principal productiva de la ciudad».

Una segunda perspectiva, desde una lectura más cercana a los intereses de los usuarios, más desde la dimensión de las necesidades sociales, intenta superar ese carácter de complemento que han marcado la predominancia de concepciones empobrecedoras y simplistas en la definición de las intervenciones institucionales en los servicios y equipamientos. Se pone en evidencia la contradicción entre los equipamientos como elemento de adecuación de la fuerza de trabajo y los equipamientos como exigencias de los ciudadanos para conseguir mejoras cualitativas en sus condiciones de vida «y esta contradicción sólo puede ser entendida desde un punto de vista histórico y dialéctico» (Tobío, 1982: 138).

Esa perspectiva de los sujetos-usuarios tiene a su vez una doble vertiente funcional en la consecución de un objetivo como es la cohesión social. Por una lado, una función cuya estrategia va encaminada a defender un sistema de equipamientos entendido como base para alcanzar un consenso social, a través de la determinación del equipamiento como salario social indirecto. Y una segunda vertiente que refuerza al equipamiento como espacio para el consumo colectivo, en un sentido de desarrollo de procesos encaminados hacia la vertebración del tejido social. El equipamiento, en esta última lógica que es la que más nos interesa desarrollar aquí, puede representar el espacio común y comunitario donde la colectividad se reconoce a sí misma, formando una red de lugares identificados sobre los que se desarrollan las redes sociales y la sociabilidad.

La construcción conceptual del equipamiento como salario social indirecto tiene como pretensión paliar las desigualdades de la economía de mercado mediante la distribución generalizada de los servicios básicos del estado del bienestar, como son la salud o la enseñanza, a lo que se vienen a sumar los servicios asistenciales especializados para aquellos segmentos más desfavorecidos o claramente excluidos. La aspiración de los ciudadanos por su incorporación al sistema urbano en unas condiciones que vayan más allá de los mínimos sociales imprescindibles, ha dado lugar a una cultura de la reivindicación que, sin llegar a superar las condiciones de enajenación de los usuarios de la gestión de los servicios, eso sí, vienen a complejizar las estructuras sociales y la naturaleza de los conflictos urbanos. Mientras, la dinámica proclive a mantener el control y la regulación de las necesidades sociales en el ámbito exclusivo del dominio institucional conlleva una búsqueda de la eficacia igualitaria, y de una simplificación de los instrumentos técnicos, que se traduce en el principio de aislamiento funcional y administrativo entre las diversas categorías de intervención social y de éstas con los soportes de la estructura urbana. En este sentido los recursos públicos destinados a los servicios se han encontrado sujetos a los instrumentos y criterios cuantitativos y parcelarios propios del pensamiento positivista científico, dando soluciones simples a problemas no puestos en relación. En cierta sintonía con ello los movimientos sociales urbanos de carácter marcadamente reivindicativo, integrados en esa misma lógica del pensamiento simple, no han sido capaces de superar los enfoques cuantitativos y los mecanismos de parcelación, y en consecuencia, no han sido capaces de cuestionarse la hegemonía institucional cuyos mecanismos de control y de estrategia encaminada a consolidar su presencia y su práctica pueden estar llevando a la quiebra la utilidad y rentabilidad social de los equipamientos (Hernández Aja, 1993a).

Los equipamientos desde la lógica del Estado del Bienestar

El importante debate sobre el equipamiento en la ciudad se encuentra mediatizado por las intensas y rápidas transformaciones a las que se ve sometida ésta. En un principio, desde los efectos perversos de la fuerte expansión de la urbanización, el denominado desarrollismo de las ciudades españolas en la década de los años 60, se ha puesto el acento sobre el desequilibrio generado por la inexistencia de equipamientos en las periferias urbanas de reciente creación. La respuesta, en un contexto de escasas competencias desde los municipios y sin unos canales institucionales suficientes, adecuados y democráticos, sólo puede producirse bajo los efectos de una fuerte tensión social que se manifiesta en el surgimiento de enérgicos movimientos sociales urbanos que reivindican el derecho a que los nuevos barrios y urbanizaciones lleguen a equipararse a la ciudad de los ciudadanos.

Los fuertes desequilibrios en las grandes ciudades españolas y los conflictos sociales que se derivan de los mismos implican muchas veces largos contenciosos, y a veces soluciones por vía de urgencia que implican desenlaces inapropiados desde las perspectivas de la articulación espacial y de la vertebración social de los equipamientos. Ese período que se ha dado en denominar como de crisis urbana, por otro lado aún no resuelta de forma completa, se afronta tras la normalización democrática en los entes locales desde orientaciones de superación y contraposición al desorden urbano. Como consecuencia, en la década de los ochenta emerge con fuerza una cultura de la planificación, y en concreto del planeamiento urbano como mejor manera de acometer los desequilibrios estructurales de las ciudades. Y como aspecto relevante los equipamientos constituyen un elemento central dentro del planeamiento, y éste es un hecho nuevo (Tobío, 1982).

Si la década de los años 60 en las grandes ciudades se caracteriza por una desestructuración de los tejidos urbanos y una desvertebración de los tejidos sociales, en la década de los 70 se vienen a cuestionar los efectos de ese desarrollismo y la inexistencia de elementos institucionales mediadores, aspectos ambos que producen un modelo de movilización social que fue significado como el de «la participación por irrupción»[188] y que a su vez fue la antesala y el substrato de otra dinámica social más integrada, ya bajo otras circunstancias más democráticas, que pudo arroparse en nuevos mecanismos institucionales, y también en un contexto de apuesta decidida por el planeamiento urbano, aspectos ambos que obtienen una correlación con otro tipo de participación ciudadana: «la participación por invitación»[189]. Si bien ambas formas de definir la participación en función de diferentes contextos mantienen una línea común en la referencia de la reivindicación de los equipamientos y de los servicios. En el primer caso más desde una óptica de la exigencia y la fuerza de la movilización, y en el segundo más desde una óptica de la consulta y la alegación razonada. Se consolida un cierto consenso en torno al estado de bienestar que delimita las acciones institucionales en un sentido de la redistribución del salario social indirecto, pero que también apuntilla la separación entre los procesos de decisión y los usuarios afectados por esas decisiones. La complejidad técnica justifica esa separación y de facto se producen, como señala Clementi (1979), divergencias entre la cultura específica de los técnicos y la cultura de la comunidad.

El planeamiento urbanístico y la planificación de los equipamientos abren pues nuevas perspectivas que permiten canalizar las demandas y necesidades desde una lógica institucional. El planeamiento fuerte se eleva a nuevo paradigma de la satisfacción de las necesidades estableciendo criterios técnicos que ejercen de filtros entre las necesidades sociales y las intervenciones de las instituciones. En palabras de C. Gavira (1993: 5), «el filtro actúa en un sentido de imponer la lógica del sistema institucional de oferta en el proceso de individualización de las necesidades reduciéndolo a demandas que serán tratadas políticamente».

C. Gavira determina los objetivos de los estándares como instrumento en la planificación de los servicios:

  1. Adoptar políticas selectivas en función de las condiciones reales de necesidad de la demanda.
  2. Medir el valor de las necesidades en relación a los recursos materiales disponibles y a las exigencias de intervención de los entes locales.
  3. Practicar soluciones de oferta que comprendan los costes de producción de gestión de los servicios (Gavira, 1993).

Esa lógica del orden institucional reproduce una cultura dominante, que también es la suya propia, a través de determinados instrumentos que separan sectores, clasificando a los usuarios en función de sus demandas, reduciendo la realidad social, y estableciendo criterios unidimensionales y exclusivamente cuantitativos. La separación de los servicios en categorías funcionales simples ha precisado del establecimiento de estándares normativizados, a la vez que una estratégica clasificación de los usuarios permite realizar simples correspondencias de cada una de las categorías sociales con cada uno de los tipos de servicios. La consolidación de una cultura distributiva sin más, dificultará el reconocimiento de la interdependencia entre los problemas y las necesidades, entorpeciendo la profundización en procesos de desarrollo social que tengan su origen en el reconocimiento de las potencialidades y sinergias de la puesta en relación de los problemas y de los contenidos y modelos de gestión de los servicios y equipamientos. La razón de la cantidad tiende a subrogar la razón de la cualidad, como dice Clementi (1979): «la especialización de equipamientos corresponde a una estructura administrativa atomizada, acostumbrada a encargarse de necesidades seleccionadas específicamente según categorías... y sin esbozar soluciones que requieran una coordinación funcional y de gestión de los diferentes equipamientos. Las consecuencias son una escasa eficiencia económica y un bajo rendimiento social».

El debate en nuestro país es especialmente apasionado en el cuestionamiento del enfoque técnico en la planificación de los equipamientos. Precisamente la fuerte dinámica social motivada por los profundos cambios políticos y sociales propios de la etapa de transición política proporciona un enfoque crítico, que si no es en todas las ocasiones totalmente contrario a la estandarización, sí pone en evidencia los límites de la normativización y de los criterios de medición exclusivamente a través del establecimiento de estándares como método para cuantificar las necesidades sociales. Así, distintos aspectos son resaltados en distintos momentos y por distintos autores, como pueden ser la concepción estática de las necesidades y la dificultad de adecuación de los estándares a las necesidades de los sectores marginados (Leal, 1979), los estándares entendidos como un corte en un proceso dinámico y como juicio de valor sobre el mismo por parte de quienes lo adoptan (Más, 1980), los estándares como excusa tecnocrática que cristalizan las necesidades sociales (Sánchez Casas y Lles, 1985), la mágica apariencia de la realidad y el conflicto exorcizado por la cuantificación (Gavira, 1993), los estándares constituidos únicamente como el cumplimiento burocrático de una garantía cuantitativa (NPG, 1995)...

Todos esos inconvenientes que manifiestan una lógica unidimensional construida bajo los parámetros del igualitarismo nos conducen por un lado a la exclusión de determinados sectores que son residuales en nuestro sistema urbano, pero también muestra la incapacidad para recoger la compleja diversidad social que es además tendencialmente creciente en nuestro sistema social. En buena parte, el problema estriba en que el carácter cambiante de las necesidades sociales precisa de una permanente revisión de los estándares normativos (Cortés y Leal, 1995), por otro lado difícilmente asumible por un pesado y rígido aparato administrativo ineficaz para revisar los parámetros de medición en los momentos y ámbitos adecuados. Pero además esas necesidades cambiantes exigen otros criterios y mecanismos que se escapan de la tecnocracia cuantitativa. Hay otros elementos en la satisfacción de las necesidades como la accesibilidad, el diseño de los contenedores y su entorno inmediato, la articulación de los espacios, la disponibilidad horaria de los servicios, la calidad de los servicios o la apropiación de las actividades, que no pueden desarrollarse adecuadamente bajo el paradigma del culto a la medida.

Ya autores como Preteceille (1975) apostaban por una inversión de los términos de la lógica institucional administrativa de tal manera que la intervención pública viniera determinada por el análisis diferencial de las necesidades y no al contrario, como se produce desde el fraccionamiento departamental de la administración. Para ello sería precisa la elaboración de un conjunto de indicadores en interacción con capacidad para establecer los aspectos de diferenciación en la relación entre población y equipamientos. Mientras en nuestro país merece especial atención la síntesis realizada por Gavira (1993) cuya contribución va encaminada a la formulación de nuevos instrumentos de medición, en sustitución de la óptica operativa de estándares por otra de indicadores de prestación de los servicios[190] que viene a incorporar nuevas propuestas de instrumentos participativos de los usuarios y nuevos análisis de carácter cualitativo.

Desde los nuevos contextos otros modelos: el planeamiento débil

El proceso de metropolitanización en las grandes ciudades ha seguido incesante su expansión urbana, de forma más desordenada en la década de los 60, y de manera más ponderada, con la sobriedad e implantación de la denominada austeridad urbanística (Campos Venuti, 1982), que se traduce en la implantación de un planeamiento fuerte en el primer lustro de la década de los 80. Ese proceso urbanizador continuado ha tenido su proyección sobre los modelos de implantación de los equipamientos. Si primero fue la carencia o la inexistencia de los mismos, para posteriormente pasar a una puesta al día en las periferias urbanas y cierto reequilibrio, finalmente la propia lógica de la urbanización viene a presentar la maduración de nuevas tendencias al final de los años 80 y principios de los 90. La continuada transformación de los equipamientos en el proceso de cambio-destrucción de los centros históricos ya venía a desvelar el carácter diferenciado del papel de los equipamientos en función de la escala territorial, local o metropolitana (Tobío, 1982).

Y ello no es sino un síntoma más, aunque muy significativo, que manifiesta el abandono de un planeamiento que tenía como primer objetivo restablecer el equilibrio territorial y social de la metrópoli, por otra nueva cultura del planeamiento cuyos objetivos se encaminan a constituir grandes proyectos de marketing urbano y grandes equipamientos metropolitanos capaces de jugar un papel en la producción internacional de imágenes en ese intento por obtener una capacidad competitiva suficiente para incorporarse al grupo de las denominadas ciudades globales. Esa nueva cultura del planeamiento se adjetiva a sí misma como de planeamiento flexible[191], que como determina R. Fernández Duran (1993) «sepa adaptarse a las condiciones cambiantes de la economía, y que permita dar respuesta a los intereses privados sobre determinadas áreas de la ciudad destacando la relevancia del Proyecto concreto, que plasma estos intereses en el espacio, sobre el plan a largo plazo, inmutable y que define una imagen precisa de la ciudad, hacia la que todas las acciones públicas y privadas se deben encaminar». Otros autores como López de Lucio (1993) reflexionan sobre la Cultura del proyecto frente a la cultura del plan que en las prácticas urbanas supone de hecho un desvanecimiento de la teoría urbanística y con ella del interés común y de las estrategias globales para alcanzarlas. La economía mundializada y su plasmación sobre las acciones territoriales, encaminadas a una mayor expansión de la urbanización, precisan desembarazarse de las estrategias urbanas de largo plazo para apostar por los intereses sectoriales y los grandes proyectos puntuales de corto plazo. Bajo ese paradigma, el planeamiento sólo sirve como un término de usar y tirar y un buen exponente de ello es el Nuevo Plan General de Madrid que desde las críticas suscitadas desde distintos medios profesionales[192], en torno al debate generado por una propuesta de planeamiento muy confusa, se pueden resumir en cuatro aspectos clave que vienen a definir lo que connota el planeamiento débil:

Desde esos límites propugnados desde el planeamiento débil se hace más ostensible la distinción entre los grandes equipamientos, que están al servicio de la imagen de la metrópoli cosmopolita, y los equipamientos proporcionados para la articulación y el desarrollo social, de carácter local y que son considerados como los soportes y las actividades básicas para la vertebración social (Hernández Aja, 1993a). Esa diferenciación se basa, por tanto en una selección de prioridades que viene a establecer la primacía en las actuaciones públicas, y en sus correspondientes inversiones, de los primeros sobre los segundos.

Sin embargo, se produce la paradoja de que esos nuevos modelos de intervención en su doble vertiente social y territorial, presentan rasgos que desentonan con los rápidos cambios sociales que se producen. Los nuevos valores y las nuevas prácticas sociales que están produciendo una rápida modificación en los modos de vida y en la vida cotidiana de los urbanitas hace que las necesidades sociales sean cada vez más difíciles de satisfacer. La creciente diversidad de condiciones sociales y la amplia gama de movimientos reivindicativos, junto con el cuestionamiento cada vez mayor respecto de la disponibilidad de los recursos públicos, y con dificultades cada vez mayores para hacer compatibles con la calidad de vida los efectos derivados de los grandes proyectos e infraestructuras, hace que la prestación de los servicios demandados sea crecientemente compleja. Es decir, ya el Sector Público no siempre puede asegurar el encauzamiento de las nuevas necesidades, abriéndose fisuras por donde escapan nuevas posibilidades en la producción de los servicios que van más allá del dominio de la lógica institucional. Se despeja un dilema, pero en un sentido ambivalente: el equipamiento lucrativo o el equipamiento comunitario. Pero parece aconsejable reflexionar primero sobre cuáles son las nuevas necesidades, quiénes son los nuevos sujetos, y cómo son las nuevas condiciones.

Comunidad versus mercado, local versus metrópoli

Podemos hablar de la emergencia de nuevos sujetos sociales que se expresan en el consumo, y no tanto en el mundo del trabajo (Gavira, 1993). Si bien, habría que desgranar la diversidad que encierra esa manifestación. Con la sociedad industrial se produjo una fragmentación del tiempo que se complejizó con la consolidación del Estado de Bienestar, se podían establecer claras fronteras entre el tiempo de trabajo, el tiempo para la formación, el tiempo para la reproducción. Pero en el advenimiento de la sociedad postindustrial esa fragmentación del tiempo se complejiza aún más y cobra todo su sentido el denominado tiempo libre (descanso, ocio, consumo, doméstico, sociabilidad...) que precisa de lugares y redes para consumirlo.

Aparecen nuevas dimensiones sociales a través del uso del tiempo que suponen, tal y como pone de relieve J. Leal (1979), «la aparición de algunas necesidades sociales nuevas tales como la sanidad, las vacaciones, el descanso de los fines de semana, etcétera es una consecuencia directa de las exigencias de la producción, ya sea porque la misma exigencia de producir más lleve a fomentar el consumo de esos objetos que hay que producir, o porque los cambios en las condiciones, los ritmos y la intensidad de los procesos de trabajo lleva a nuevas exigencias en la reposición de esa fuerza de trabajo». Ese mismo análisis desde una lectura más económica conectaría con los profundos cambios que se producen en la estructura económica y la organización del trabajo y cuya determinación supondrían cambios en la estructura social, en las relaciones sociales y en las estructuras familiares.

Pero también el consumo del tiempo libre y las formas que éste adopta nos marcan las diferencias en una estructura social de creciente complejidad; es decir, entre diversos sujetos sociales que acceden al consumo del tiempo libre de forma diferenciada y que nos ayudan así a definir necesidades que también son diferentes y que se encuentran muy distanciadas entre sí. No todos los grupos y clases sociales demandan los mismos equipamientos (Hernández Aja, 1993a), unos se inscriben más en el campo de las metanecesidades, y otros más en el de las necesidades mínimas imprescindibles para sobrevivir en la metrópoli. Los primeros pueden utilizar el sistema urbano en su totalidad, pueden consumir servicios sofisticados ofertados en puntos diversos y distantes, mientras que los segundos se incluyen en una cada vez más amplia capa de ciudadanos precarizados con empleos temporales, en paro o acogidos a programas de integración social que precisan de los equipamientos de carácter local, próximos, accesibles y diversos, los cuales son insustituibles para su supervivencia en la ciudad (Hernández Aja, 1993a).

No cabe duda que entre ambos polos hay otros sectores sociales con empleo estable y condiciones de calidad urbana aceptable que sin llegar a disponer de las máximas ventajas de la movilidad y del máximo tiempo libre, o del tiempo libre en forma de ocio, precisan de los equipamientos clásicos del Estado de Bienestar en términos de accesibilidad y de calidad. Pero la transversalidad y complementariedad de las nuevas condiciones sociales hace que estos sectores estén muy imbuidos o estén viviendo muy de cerca las condiciones sociales que son consideradas como márgenes de la normalidad.

La edad y el sexo son una variable que se entrecruza con las nuevas condiciones sociales: ancianos-solitarios, jóvenes-parados o con empleo precario, adolescentes-con fracaso escolar, mujeres solas-con cargas familiares, prejubilados, mujeres con hijos-trabajadoras, adultos-parados de larga duración, inmigrantes-tercer mundo... De entre estos sectores los más marginados y excluidos, dada su trayectoria y su particular experiencia vivida, en gran medida enquistada en culturas de la pobreza, reproducen efectos reductores ambivalentes, que en parte les sumerge en el desanimo pasivo y les despoja de la conciencia a la aspiración, es lo que se ha dado en llamar como el silencio de las necesidades (Pinçon, 1978), o bien se instalan en el hábito de vivir en torno a la subsidiación permanente (dependientes de ayudas externas y ajenas) que les impide superar su condición de excluidos. En uno y otro caso no son capaces de «resentir sus necesidades» (Pinçon, 1978).

Las necesidades en forma de deseos se construyen en función de dimensiones más desde las cualidades, más estructurales, más determinados por valores emergentes y modelos culturales al uso. Si el análisis ha discurrido tradicionalmente sobre la ausencia de recursos que ha impedido la cobertura de mínimos aceptables y la distribución de los mismos, ahora también lo es el cómo la satisfacción de nuevas necesidades que superando esos mínimos no supongan una degradación del medio ambiente más allá de un determinado límite máximo, y con ello la quiebra de la satisfacción de otras necesidades, de la satisfacción de las necesidades básicas de determinados colectivos o en otros lugares. Se trata de reconstruir el concepto de necesidad desde la sostenibilidad, no exclusivamente desde la carencia relativa.

La satisfacción de las necesidades sociales en el modelo de sociedad occidental surgida tras la última guerra mundial era resultado de un crecimiento que se preconizaba ilimitado, en un contexto de apuesta por el estado del bienestar y la concordia social como segura referencia frente a la amenaza del modelo representado por los países del Telón de Acero. Tanto la insistencia en el crecimiento ilimitado con un proceso acelerado de concentración e internacionalización de la economía, frente al todavía mínimo avance de la conciencia ambiental en términos de práctica política y económica, como el derrumbe de los países del denominado socialismo real, han ahuyentado temores y han consolidado el marco ideológico que proclama la incapacidad, la ineficacia y los demás efectos considerados como negativos del sector público.

Precisamente esa situación impone un debate sobre las nuevas necesidades respondiendo a la pregunta de a quién corresponde la prestación de los servicios. C. Gavira (1993) ya enuncia los distintos sentidos de la privatización y en otro trabajo establece a nuestro entender la diferencia fundamental entre el sector público y el sector privado. Señala C. Gavira (1995: 4) cómo «mientras que el servicio público ciñe su ámbito de actuación al territorio en el que ha de garantizar su disfrute, el territorio del sector privado es un no-lugar, ya que su frontera responde a la lógica del área de mercado, que puede vaciar o incluso trasladarse en función de la búsqueda del beneficio», y sólo cuando se le impone un tipo de gestión desde lo público, más que el dejar hacer, estará en condiciones de ofrecer la calidad de los servicios.

Trasladado el debate a la práctica de los equipamientos parece que sobre el soporte siempre incidirá el Estado, pero sobre la gestión y los contenidos irremediablemente ya intervienen los otros dos sectores (el Mercado y el Tercer Sector). Sin embargo, ambos sectores se dirigen a usuarios que se encuentran muy distantes entre sí, y adoptan objetivos y estrategias diferentes, de escalas distintas. El mercado desde el crecimiento (cuantitativo) y la economía internacionalizada aboga por el equipamiento lucrativo de carácter metropolitano que refuerza la tendencia hacia la terciarización, y que se destina a sectores sociales pujantes y solventes con aspiraciones a tener cada vez más metanecesidades de cuestionable sostenibilidad social y ambiental. Mientras el sector comunitario desde el desarrollo (cualitativo) proclama el equipamiento como «restaurador social y ambiental», yendo más allá del equipamiento meramente asistencial, apostando por el carácter local que potencia la función residencial y que es apropiado para y por sectores sociales emergentes e insolventes con nuevas necesidades para obtener la calidad de vida en el sistema urbanizado. El primero, todo parece indicar que seguirá generando externalidades sociales y ambientales (movilidad, gasto energético, distanciamientos sociales), mientras que el segundo presenta la potencialidad de reintegrar esas externalidades.

La creciente fragmentación social no puede ir acompañada de una mayor sectorialización de los servicios y equipamientos que significan una ampliación de los mismos y son, por tanto más difíciles de alcanzar. Más bien la mayor complejidad social precisa de análisis complejos y debe ir acompañada de modelos integrales de intervención capaces de revelar permanentemente las necesidades cambiantes y de establecer las modificaciones de las estructuras de definición y de gestión de los equipamientos actuales. Ello pasa necesariamente por una mayor implicación de los sujetos en el descubrimiento y definición de sus propias necesidades y en la participación y decisión sobre los mecanismos adecuados para satisfacerlas.

Por el contrario, la lógica institucional y la burocracia administrativa que la sustenta se mueven en una paradoja recurrente, por un lado no son capaces de atender la compleja demanda de servicios que precisan de características específicas según el grupo de edad y posición en la estructura social, y de cada vez mayores requerimientos en términos de recursos[193]; por otro lado, en el afán de mantener imágenes de marketing electoral y estructuras clientelares provoca una inducción de la demanda de tal forma que ésta se crea en función de los servicios y no los servicios en función de las necesidades de los ciudadanos. La escasa rentabilidad social y la quiebra, más el despilfarro, son las dos caras de la misma moneda.

En consecuencia, el papel de los equipamientos (ver el Cuadro 36), entendidos éstos como satisfactores de las necesidades, deben ser también cambiantes adecuándose a los requerimientos de los cambios sociales. Las nuevas necesidades y la aparición de colectivos emergentes necesitan para satisfacerse y desarrollarse de una correspondencia en la creación de equipamientos emergentes capaces de dar respuestas tanto a las viejas como a las nuevas aspiraciones sociales, pero también a los nuevos retos de la problemática social.


Cuadro 36: Papeles de los equipamientos
Tradicionales Emergentes
Reposición de la Fuerza de TrabajoDesarrollo social y económico
Legitimación ideológicaIdentidad cultural
Organización funcional de la ciudad. MovilidadRed de espacios públicos. Accesibilidad
Reducción de las desigualdadesSatisfacción de las necesidades
Compatibilizar el conflictoPerseguir el consenso
Dar información-tramitaciónComunicación transversal
Integración socialVertebración social
Dar serviciosParticipar, autogestionar
Clasificar, sectorializarReconstruir las relaciones sociales, Convivencialidad
BienestarCalidad de vida


Se trata de superar lo meramente cuantitativo para introducir también los aspectos cualitativos. Se trata de asumir la complejidad incorporando nuevas dimensiones capaces de superar la visión simplista de la lógica del bienestar por una perspectiva compleja de calidad de vida. El concepto de calidad de vida permite y también obliga a considerar el análisis de la complejidad. Es decir, de cómo el exceso de satisfacción de unas necesidades relativas en términos cuantitativos, que generalizadas son insostenibles, pueden ir en detrimento del medio ambiente y de la identidad cultural. Desde esa perspectiva los equipamientos entendidos como base para la «restauración social y ambiental» cumplen un efecto autorregulativo que puede implicar la sostenibilidad del desarrollo.

Los equipamientos como componente para la cohesión de las dimensiones del Barrio-Ciudad

Los equipamientos juegan un papel de entramado que atraviesa las dimensiones que hemos desarrollado como esos aspectos que permiten determinar el sentido y la naturaleza de los Barrios-Ciudad. Se trata de entender los equipamientos como eje para recomponer o recrear una sociedad articulada que sea germen y sostén de una cultura propia, de un proyecto de vida urbana compartido por la mayoría de los ciudadanos de estos barrios- ciudad.

Interpretando las palabras de los autores del Libro Verde del Medio Ambiente Urbano (1990), la recuperación y compatibilidad de nuestros ámbitos ciudadanos pasa por recomponer la ciudad como proyecto, en el que «la calidad de vida no representa un lujo sino un rasgo esencial».

Se trata por tanto de reconstruir el término calidad de vida en el ámbito urbano, de aportar a todos los ciudadanos un nivel de calidad que garantice, por un lado, la coexistencia de una estructura social diversa, la regeneración permanente de un tejido social que es fuente de innovación y cultura, y por tanto de riqueza y, al mismo tiempo unos niveles de calidad material y ambiental que den satisfacción al hecho de ser ciudadanos.

Aparece, por tanto, la necesidad de reconsiderar la misión de los equipamientos colectivos como base de una estrategia de recualificación urbana que obtiene una triple vertiente: los equipamientos como soportes para la articulación urbana, los equipamientos como elementos para la integración social y los equipamientos como vínculo para la vertebración de la comunidad.

Los equipamientos y la articulación física del Barrio-Ciudad

Los equipamientos como espacios que ejercen una atracción y liberan una irradiación, inducen un trasiego en los ámbitos urbanos que apuntan al establecimiento de criterios de accesibilidad y una localización adecuada en el tejido urbano. Los equipamientos indiscriminadamente reagrupados o localizados exclusivamente en los límites de los barrios provocan deseconomías de escala y desequilibrios territoriales que desincentiva su uso a los ciudadanos más distanciados. La distribución de los equipamientos en el espacio debe buscar un equilibrio que se atenga a las funciones de integración y de vertebración que se le asignen. Determinados contenedores polifuncionales (sobre todo servicios administrativos) precisarán de una cierta centralidad, mientras que espacios abiertos (parques urbanos) que pretendan ser lugares de confluencia y de uso compartido con otros barrios- ciudad deberán localizarse en los límites favoreciendo la permeabilidad de las fronteras.

Si bien los contenedores, edificios públicos y los equipamientos de menor umbral de servicio, de carácter más comunitario, deben obtener una orientación en su distribución que por un lado garanticen la accesibilidad que en términos de distancia no deben superar en ningún caso los 400 metros con el fin de consentir un desplazamiento peatonal de los usuarios, mientras que a la vez deben facilitar la confluencia de sectores sociales diversos y la conexión de tramas urbanas diferenciadas. En ese sentido ofrecen gran potencialidad de uso y convivencialidad los equipamientos cercanos a los límites o ubicados en aquellos de barrios y vecindarios (como partes coherentes del Barrio-Ciudad), jugando el papel de permeabilizadores de espacios físicos y sociales contiguos.

Otros aspectos que deben contemplarse se refieren a la proyección espacial que deben de obtener los edificios públicos. La calidad del uso en un equipamiento viene dada también por la dignidad de su posición en la trama urbana y la calidad del espacio público sobre el que se sitúa. La inadecuación de los espacios existentes en torno a los edificios públicos degrada y subvalora a los equipamientos que vierten hacia ellos, son por tanto necesarios diseños urbanos de los espacios públicos en torno de los equipamientos, de forma que se produzca la recuperación y creación de espacios de calidad que dignifiquen los espacios públicos, creando zonas de estancia y encuentro, considerando este espacio como auténtico vestíbulo representativo del equipamiento.

Desde esa necesidad y considerando también el efecto de nodos que obtienen los equipamientos desde la perspectiva del Barrio-Ciudad, se precisa de una cierta conectividad física de los mismos en la que deben prevalecer criterios de uso peatonal cuidando las zonas estanciales, áreas ajardinadas, plazas y calles comerciales que tienen un efecto visual y perceptivo de primera magnitud. Al respecto señala Bertrand (1981: 145-147) cómo «la calle es representada y memorizada según el uso que se haga de ella y la atención que se le preste; en el momento que cambia el entorno, su valor y la percepción del mismo varían simultáneamente... un camino sin punto de referencia ni de atracción se considera siempre más largo de lo que es en realidad, a la vez que parece más corto un tramo de calle comercial».

Finalmente, en el plano de la emergencia de las nuevas necesidades o exigencias derivadas de la crisis ecológica de la urbanización cabe reseñar la necesidad de reorientar en unos casos e incorporar en otros, nuevos equipamientos que introduzcan un desarrollo integrado acorde con las nuevas orientaciones de medio ambiente urbano que pretenden ser una respuesta a la crisis ecológica de la ciudad. Se deben contemplar elementos de recuperación ambiental (rehabilitación de edificios abandonados, bordes degradados, regeneración de riberas y fachadas marítimas, depuración y reutilización de aguas residuales, etc.), reposición del medio ambiente (contenedores para la recogida selectiva de basuras, reciclaje y reutilización), ampliación del medio ambiente (agricultura urbana y creación de parques forestales abiertos que jueguen el papel de espacios de servicio urbano con actividades agrícolas y ocio verde) y conocimiento sobre el medio ambiente (creación de escuelas taller, granjas escuela, huertos de ocio, etc.).

Los equipamientos y la integración social en el Barrio-Ciudad

La potencial atracción del equipamiento queda disminuida por la segregación de las actividades, más bien la complementación armoniosa de ellas puede multiplicar la intensidad de uso. Parece por tanto contradictorio con el instinto de éxito exigible a las actuaciones públicas, la realización de equipamientos monofuncionales que parten de la solución de una sola necesidad, produciendo un doloroso efecto de espera-expulsión, durante el antes y el después de la atención o uso, generando una deseconomía funcional en el no aprovechamiento de las sinergias que produciría la suma de distintas actividades en un mismo soporte o la inclusión de estos en un espacio más amplio.

Además, no todos los grupos y sectores sociales demandan los mismos servicios y ello resulta ser un fenómeno que engorda cada vez más, en concordancia con la creciente complejidad y fragmentación social. La integración desde la complejidad social, y bajo el arbitrio del sentido de la coexistencia, implica la alteridad, es decir, el reconocimiento y el uso compartido de los espacios colectivos con otros sectores sociales que no son el propio de pertenencia. Los equipamientos deben ser como plantea Hannerz (1986) «instituciones nodales en los que muchos mundos urbanos se encuentran». Se trataría, en definitiva, de crear espacios convivenciales utilizando la terminología de Ivan Illich (1978) en su libro La convivencialidad, entendidos como espacios de consumo colectivo diversificado con carácter poroso en contraposición a la impermeabilidad del funcionamiento en los equipamientos tradicionales, que sólo sirven para un uso y sólo admiten un modelo de gestión que es ajeno al usuario.

Por otro lado, la existencia de nuevas situaciones demandan nuevos espacios y servicios, entre los sectores que amplían su peso específico en nuestras ciudades se encuentran jóvenes parados y parados de larga duración, es creciente el envejecimiento de la población, la vejez en soledad, los hogares monoparentales (fundamentalmente mujeres con cargas familiares), los jubilados anticipados fruto de la reconversión industrial, los obreros no especializados con contrataciones temporales cuyo problema no es tan sólo el de recibir mayor asistencia social que palie su situación socioeconómica, sino también la necesidad por parte de individuos sanos de intervenir en su entorno próximo.

Así, parece que por un lado persiste la necesidad de equipamientos de corte tradicional basados en la filosofía redistributiva y de los que todavía se pueden encontrar importantes carencias. Hay que cubrir los déficits y dar solución a tendencias socio-demográficas como la persistencia infanto-juvenil o como el creciente envejecimiento. El sentido tradicional de estos equipamientos hace referencia a la cobertura de los déficits reglamentados, pero no a la posibilidad de establecer nuevos contenidos integrados que den satisfacción a las nuevas necesidades.

Es importante entender también al equipamiento como restaurador social, partiendo de las condiciones y características socio-económicas de los residentes, de los sentimientos de vulnerabilidad social propios de la fragilidad real de determinados colectivos, cabe plantearse la presencia de equipamientos que generen mecanismos de integración social satisfaciendo necesidades emergentes de colectivos con ciertos grados de exclusión del sistema urbano. Son por su necesaria emergencia equipamientos muy singulares y flexibles que favorecen una integración socio-laboral, ocupacional, formativa, etc.

Los equipamientos y la vertebración social en el Barrio-Ciudad

El equipamiento es uno de esos elementos fundamentales que permiten al ciudadano estructurar su conocimiento del entorno urbano y de apreciarlo pero no sólo por su presencia física, su ubicación adecuada, su diseño más o menos singular o su polifuncionalidad atractiva, sino que además debe presentar unos valores añadidos que hagan de él algo inestimable, un símbolo reconocido que tiene una imagen social capaz de influir en los sentimientos de identificación con un lugar y sus gentes. Ello se logra alcanzar cuando un espacio además de ser colectivo se siente como propio, sus puertas están abiertas y no es un recinto que muestre actitudes de exclusión o distancia, generando con ello reticencias y desconfianzas en el ánimo de las personas. La clave debe buscarse en el doble papel que los equipamientos deben cumplir: por un lado la eficacia en la función implícita, pero también la comunicación transversal y multidireccional entre unos usuarios elevados a la categoría de sujetos activos de las actividades y de las iniciativas que desde allí se promuevan.

En este sentido los equipamientos como nudos potenciales de entramado de las redes sociales pueden cristalizar en su entorno una dinámica de recreación permanente de relaciones sociales, soldando vínculos previos y creando otros nuevos. Este efecto de restauración emocional del equipamiento únicamente puede realizarse desde las redes sociales y sólo se conseguirá mediante la realización de proyectos que tengan en cuenta la otra misión que deben cumplir: la participación de los ciudadanos en el diseño y gestión de los proyectos haciéndolos suyos. Sólo desde esa base pueden conocerse en toda su dimensión la emergencia de nuevos problemas y nuevas demandas, así como canalizar las respuestas adecuadas. Por el contrario, una gestión realizada por equipos ajenos a los ciudadanos, redes y áreas en las que desarrollan su trabajo, está produciendo una deseconomía en la gestión de los recursos sociales. Los sujetos que asumen responsabilidades de organización y de gestión de los servicios no sólo obtienen la capacidad para reorientar sus necesidades y demandas, sino que también aligeran la carga del gobierno local en particular y del sector público en general.

En definitiva, no sólo el diseño físico, sino que también el diseño de los contenidos y los modelos de organización deben permitir la entrada, el contacto, el encuentro, la estancia, el voluntariamente ser partícipe o simple espectador; y el modelo de gestión debe ser compartido y debe permitir la apropiación de las entidades ciudadanas del espacio y de las actividades como mediadores que pueden canalizar la participación y garantizar la calidad y la intensidad de uso de los equipamientos por parte de los ciudadanos.

Lo comunitario como carta de presentación de los equipamientos emergentes

Se pretende concretar y reseñar aquí algunos rasgos definitorios de lo que podríamos denominar y definir como equipamientos emergentes y que fundamentalmente en nuestro ámbito de estudio se encuentran representados por las actividades de las Nuevas Iniciativas de Gestión Ciudadana. Ya hemos visto cómo por un lado es necesario procurar nuevas respuestas a las nuevas condiciones emergentes en la estructura social, pero también aparecen nuevas aspiraciones sociales, necesidades de corte más cultural y de corte más radical, ambos sentidos presentan pautas de confrontación o al menos de diferenciación con respecto a la gestión exclusivamente pública o con respecto a las recientes inclinaciones a establecer una gestión meramente privada. Sobre el solapamiento de ambos fenómenos, fragmentación social y nuevas aspiraciones culturales, se sentarían las bases que podrían alentar mecanismos para una participación real y directa en los aspectos de la gestión de los servicios y equipamientos.

Se trata, haciendo nuestras las propuestas del Nuevo Plan General de Madrid, de mejorar la productividad de los servicios mediante la utilización de mecanismos y fórmulas de cooperación como concesión, gestiones delegadas a ONGs o Asociaciones de Vecinos, sociedades de economía mixta, que garanticen que, a partir de la capacidad de control de la administración, el servicio se ofrezca en las mejores condiciones posibles para su disfrute por toda la población (Nuevo Plan General de Madrid, 1995). En definitiva se trata de articular la potencialidad y la capacidad de los usuarios para autogestionar los servicios y equipamientos como objetivo estratégico para alcanzar mayor rentabilidad y mayor calidad. Precisamente ello nos lleva finalmente a considerar la necesidad de integrar adecuadamente los análisis y a incorporar métodos de evaluación, y nuevos indicadores de gestión, de manera que se pueda evaluar el rendimiento social en relación a las prestaciones y los recursos disponibles.

En síntesis, desde los nuevos retos (nuevas externalidades sociales y ambientales) que debe de afrontar el Estado de Bienestar se deriva la necesidad de nuevos modelos en los servicios y en los equipamientos. Pero también desde ahí y desde la vertiente de las necesidades más radicales aparecen nuevas posibilidades que desde lo local den respuesta a problemáticas globales. Frente a los equipamientos clásicos (para la reproducción, producción y la distribución) que requieren de una única función y unos instrumentos de gestión que resuelven efectos primarios y se encuentran enajenados del sujeto, son necesarios nuevos instrumentos capaces de afrontar los efectos secundarios (desvertebración social, simplicidad urbana, incomunicación, distanciamiento de los ciudadanos y las instituciones, crisis ambiental, crisis de empleo...) desde una vertiente cualitativa. Se trata de rellenar espacios de actividad social, recuperación y ampliación ambiental mediante herramientas que recreen los sentimientos de pertenencia y de identidad, que permitan la apropiación de los espacios y la participación en la toma de decisiones. En definitiva, completar la trilogía del concepto de la calidad de vida afrontando problemas sectoriales autoimplicados con y para el sujeto, en donde la sociabilidad, se inscriba como un factor de primordial importancia, precisa de una nueva cultura de la intervención pública.


Notas


[181]: En gran medida retomamos con este concepto, de Barrio-Ciudad, el análisis que desarrollamos en otro trabajo (Hernández Aja y Alguacil, et al., 1997), aunque en este caso nos interesa especialmente el sentido de las condiciones necesarias para el desarrollo de nuevos procesos sociales inscritos en la lógica de la Calidad de Vida.
[182]: Ekhart Hahn (1994: 373) establece algunos elementos estratégicos para la reestructuración urbana ecológica y sitúa, después de proclamar una estrecha vinculación entre los problemas ambientales locales y globales, que «la importancia del concepto de desarrollo ecológico del barrio radica en la consideración de éste en un nivel próximo a quienes habitan y, por consiguiente apropiado para realizar en él la acción fundamental de la reestructuración urbana ecológica, en particular la relativa a la creación de una red de medidas adecuadas desde el punto de vista técnico, social y de planificación y diseño urbano».
[183]: En palabras de Jordi Borja y Manuel Castells (1997: 328) «Esta noción se aplica hoy tanto a la economía (la ciudad como medio económico adecuado para la optimización de sinergias) como a la cultura (las identidades locales y su relación dialéctica con el universalismo informacional de base mediática). En este caso la glocalización supone enfatizar el ámbito urbano y el papel gestor-coordinador-promotor de los gobiernos locales para la implementación de políticas que tienen en cuenta unos referentes globales y se posicionan respecto de ellos. En síntesis: globalización más proximidad.».
[184]: Hay un gran número de autores que establecen delimitaciones teóricas sobre el concepto de barrio, al respecto puede consultarse el trabajo de Hernández Aja y Alguacil (1997).
[185]: Al respecto, se puede consultar en Hernández Aja y Alguacil (1997) distintos parámetros que definen la sostenibilidad demográfica en función de la estructura inmobiliaria.
[186]: En sí, la temática de los equipamientos genera una enorme discusión en nuestro país en un contexto socio-político de transición de gran efervescencia social y emergencia de las políticas locales que va aparejado a las urgencias por afrontar las grandes carencias dotacionales. Ese proceso lleva consigo la necesidad de redefinir permanentemente el objeto de intervención que significa el término equipamiento, desde la perspectiva del equilibrio social.
[187]: Según C. Tobío (1982), partiendo de las aportaciones de Antonio Gramsci (1974), los equipamientos son elementos crecientemente importantes en la estructuración de la sociedad civil, entendiendo por ésta «la hegemonía política y cultural de un grupo social sobre el resto de la sociedad, como contenido ético del Estado»
[188]: Son las necesidades materiales de una vivienda digna y de otros bienes y servicios urbanos (equipamientos) los que determinan el carácter reivindicativo de los movimientos urbanos, que ante la falta de cauces participativos, irrumpen, enfrentándose al bloque hegemónico. Entendemos la reivindicación en este período como una exigencia al poder respaldada por movilizaciones que presionan; en este sentido se trata de pedir, exigiendo del que tiene (El Estado), pero no quiere dar.
[189]: La consolidación de las nuevas instituciones locales como mediadoras y representativas de los ciudadanos es a la vez causa y efecto de una desmovilización vecinal que en la política de las corporaciones democráticas se traduce en una participación por invitación. Así, se invita a los ciudadanos a participar en organismos consultivos donde se pueden proponer o sugerir líneas de actuación pero en ningún caso se pueden tomar decisiones. Tanto el concepto de irrupción como el de invitación los tomamos de la terminología acuñada por J. García Bellido (1978).
[190]: C. Gavira (1993: 27) señala una serie de instrumentos de verificación de los servicios que establecen otros métodos de medida: de accesibilidad, de productividad y de efectividad, que en sus propias palabras pretenden que «la atención se desplace de la especificación de las características de solución a la especificación de los resultados esperados, dejando abierta la forma de realizarlas».
[191]: Por ejemplo así lo hace el Nuevo Plan General de Madrid (NPG, Oficina Municipal del Plan del Ayuntamiento de Madrid, 1995).
[192]: En el debate suscitado sobre la filosofía del NPG de Madrid a través de los monográficos de las revistas Urbanismo y Alfoz se desarrolla un discurso crítico que evidencia las nuevas pautas estratégicas del planeamiento débil: Alguacil (1993), García Lanza (1993), Grupo Municipal Socialista (1993), Hernández Aja (1993b), Roch (1993b), Aedenat (1994), Calvo Mayoral (1994), Leal (1994b), López Lucio (1994) o Pérez Quintana (1994)
[193]: Es bien conocido el debate actual sobre las crisis de las haciendas locales provocada fundamentalmente por el paulatino incremento de los servicios que se ve emplazada a acometer y las tensiones que ello provoca entre los entes locales y el Estado.


Edición del 30-5-2006
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Documentos > http://habitat.aq.upm.es/cvpu/acvpu_13.html
 
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