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Los problemas de la incidencia de la ciudad sobre su entorno y
sobre las propias condiciones de vida de sus habitantes son tan
viejos como la ciudad misma. Pero la enorme expansión de las
ciudades propia del siglo XX y la mutación observada en su
comportamiento, originaron problemas ambientales sin precedentes
en dimensión y características. Cuando el creciente proceso de
urbanización hace que en este fin de siglo ya cerca de la mitad
de la población mundial habite en ciudades, la problemática
ambiental de éstas trasciende claramente de los niveles
localmente anecdóticos en los que se situaba en el pasado: la
calidad de vida, e incluso la supervivencia, de la humanidad
estará en buena parte condicionada por su capacidad para conocer
y controlar la relación de las ciudades con su medio ambiente.
Pues a medida que la población y la urbanización aumentan, las
condiciones de vida de las ciudades dependerán cada vez más de
la propia habitabilidad de la Tierra. Interesa, pues, reflexionar
sobre los rasgos esenciales de la configuración y el
funcionamiento de los sistemas urbanos actuales, para poder
modelizarlos y reorientarlos. Pues como creaciones humanas que
son, cabe considerarlas revisables y modificables. El problema
estriba en disponer del aparato conceptual y del marco
institucional necesarios para hacerlo. En lo que sigue se
enmarcará la problemática actual recordando que la naturaleza de
las actuales concentraciones de población, además de ser un
reflejo de la ideología y las instituciones dominantes en la
presente civilización, resulta de la superposición de las
soluciones parciales que se fueron dando a los problemas de
habitabilidad y salubridad urbana que plantean las grandes
concentraciones de población.
Repasemos ahora, a vuelo de pájaro, cómo el crecimiento de las
ciudades fué planteando y resolviendo los desarreglos ambientales
que ocasionaba, hasta llegar a las actuales concentraciones de
población y advertir la ineficiencia e inviabilidad global a la
que conducen las soluciones parciales que se fueron introduciendo
y la necesidad de revisarlas. Empecemos para ello recordando que
durante la Edad Media y hasta bien entrado el siglo XIX, las
ciudades albergaban con facilidad toda clase de enfermedades
arrojando tasas de mortalidad superiores a las de la población
rural. El vertido descontrolado de las aguas residuales hacía que
el tifus, la hepatitis y el cólera fueran moneda común. A la vez
que el humo de los hogares y la escasa insolación de las
viviendas y las calles, hacían de la tuberculosis y el raquitismo
enfermedades endémicas, a la par que la suciedad, el hacinamiento
y la convivencia con animales fueron terreno fértil para la
proliferación de enfermedades infecciosas. De ahí que la peste
asolara varias veces las ciudades de la Europa medieval,
prolongándose estos episodios hasta bien entrado el siglo XVII,
y las epidemias de cólera y otras enfermedades infecciosas hasta
el mismo siglo XIX. Recordemos también que hasta bien avanzada
la revolución industrial apenas había ciudades que superaran los
100.000 habitantes. Siendo a principios del siglo XIX el Reino
Unido el país más urbanizado del mundo, ni siquiera el 5 por 100
de su población habitaba en ciudades de más de 100.000 habitantes
y sólo Londres superaba entre ellas esa cifra de población.
Todavía en 1900 sólo un cuarto de la población del Reino Unido
habitaba en ciudades de más de 100.000 habitantes. Sin embargo
hoy algo más del 30 por 100 de la población mundial habita en
cerca de 200 aglomeraciones urbanas que superan ese límite de
población. Se produce así un cambio sin precedentes en la
cantidad de población y en el tamaño de las aglomeraciones
urbanas, que resulta de referencia obligada, sobre el que no cabe
insistir aquí por ser bien conocido.
Las principales medidas e innovaciones que apuntaron a mejorar
las condiciones sanitarias de las ciudades se gestaron ya en la
Inglaterra del siglo XIX, impulsadas por un movimiento de
filántropos y administradores públicos que trataba de "mejorar
las condiciones de vida de los pobres" y muy particularmente las
de alojamiento, que a raíz de la revolución industrial se
situaban a unos niveles deplorables. A la vez que el éxito de
este movimiento hay que buscarlo en el hecho de que la salubridad
urbana afectaba tanto a los ricos y poderosos como a los pobres,
pudiendo las enfermedades infecciosas extenderse entre ellos sin
distinción, por lo que era objetivo común poner los medios
necesarios para evitarlas.
Ante la evidencia de que la "mano invisible" del mercado no había
solucionado estas cuestiones, se planteó la necesidad de definir
una serie de estándares mínimos exigibles de salubridad en las
viviendas y en el medio urbano. Lord Shaftesbury definió por
primera vez estos estándares en la Inglaterra de mediados del
siglo pasado. Además de precisar las condiciones mínimas de
espacio, de ventilación, de luz, etc. de las viviendas, se
propuso dotarlas de agua corriente y de un WC por familia, lo
cual planteó la necesidad de disponer de redes de abstecimiento
de agua potable y de alcantarillado en consonancia con tales
objetivos. El tema de los estándares provocó amplias polémicas
que se desplazaron, una vez asumidos éstos, sobre el modo de
financiarlos, optando por una de las dos vías posibles: gravar
a los ricos (para subvencionar a los pobres el acceso a los
estándares) o subir los salarios de los pobres para que pudieran
pagar mayores gastos de vivienda y equipamientos colectivos.
Una vez asumidos por la sociedad estos estándares y establecido
el marco institucional necesario para ponerlos en práctica, hay
que advertir que las mejoras logradas en la salubridad y
habitabilidad locales se consiguieron en la mayoría de los casos
a base de desplazar los problemas y deterioros hacia áreas
alejadas del entorno urbano más valorado. La introducción
generalizada de WC, constituyó un buen ejemplo de solución
eficiente de un problema de "eliminación" in situ de residuos,
a costa de enviarlos diluidos a áreas alejadas, dificultando así
su reutilización como recursos, con la consiguiente pérdida de
eficiencia global. Es decir, a base de multiplicar la demanda de
recursos (agua limpia) y la emisión de residuos (aguas fecales)
en detrimento de otros territorios. Y aunque hoy se trate de
paliar este problema con la depuración de las aguas residuales,
ello supone un nuevo desplazamiento del mismo hacia un mayor
requerimiento de recursos (energía) y una nueva emisión de
residuos de problemática reutilización (lodos de depuradora). Lo
que nos subraya las disfunciones que genera el comportamiento del
artefacto introducido ab initio (el WC) y el escaso sentido
crítico con el que se sigue aceptando e instalando en su diseño
actual. Sólo un conocedor tan prestigioso como Ramón Margalef de
los problemas ambientales derivados de la dilución tan masiva e
imprudente que ocasiona el uso del mencionado invento, se ha
atrevido a ponerle pegas afirmando que "la introducción del
retrete con descarga y cierre de agua, el WC, con todas sus
virtudes, tipifica los más de los inconvenientes de la dilución,
y es una técnica a reconsiderar en condiciones de escasez de
agua. Es curioso que este ejemplo apenas se mencione en círculos
alta y justamente preocupados por la tendencia humana a no querer
ver los problemas de la dilución" [R. Margalef , 1992].
Podríamos poner otros muchos ejemplos de innovaciones que, con
esta misma lógica parcelaria, resolvieron problemas en el ámbito
ciudadano a base de ocasionar daños mayores en áreas alejadas.
La progresiva introducción del gas desde el primer tercio del
siglo pasado, primero para el alumbrado, después para
calefacciones y cocinas, ofreció mejores prestaciones, ahorró en
el transporte de combustible y redujo la contaminación que
ocasionaba antes el uso de leña y carbón. Lo mismo que en mayor
medida hizo luego la electricidad, aportando una energía de
calidad sin precedentes, capaz de poner además en funcionamiento
los numerosos electrodomésticos y medios de tracción y trabajo
hoy disponibles. Sin embargo, estos logros se obtuvieron a costa
de la extracción y el transporte de combustibles fósiles desde
territorios lejanos y de la existencia de fábricas del gas y de
"la luz" en el extrarradio, que se fueron ampliando y alejando
progresivamente a medida que se expandían las megalópolis, dado
su carácter contaminante y hasta peligroso. Con lo cual se
aumentaba el confort en los asentamientos más densos y se alejaba
de ellos la contaminación acrecentada, pues es sabido que por
cada unidad de energía de calidad utilizada en la megalópolis hay
que gastar varias en su obtención y transporte.
Siguiendo con el tema de la energía y las redes de
abastecimiento, hay que incluir los oleoductos como un
equipamiento de primer orden que ahorra un gran volúmen de
transporte de combustibles en superficie (por ejemplo, recordemos
que en Madrid el oleoducto mueve más toneladas que el
ferrocarril). Pues, en las megalópolis de hoy día, la demanda de
combustibles fósiles suele superar en tonelaje a la de alimentos.
La dimensión que adquirieron las actuales concentraciones de
población exigió que solucionaran toda una serie de problemas de
salubridad urbana, de abastecimiento, de vertido, de
desplazamiento, etc., para alcanzar unas condiciones de
habitabilidad razonables. Pero estos problemas se fueron
solucionando desde ópticas parciales y locales, que permitían
paliar a corto plazo los desarreglos de ciertas áreas o procesos
a base de desplazarlos, normalente acrecentados, hacia áreas y
procesos más alejados espacial y temporalmente. Lo que explica
la creciente separación, antes indicada, que se observa entre la
versión local y a corto plazo de la sostenibilidad y la
consideración global o a largo plazo de la misma. Subrayemos los
rasgos más sobresalientes de la configuración (anatomía) y del
funcionamiento (fisiología) de las actuales concentraciones de
población que explica la ampliación reciente de esta distancia.
En lo que concierne a la anatomía, parece obligado indicar al
menos sumariamente esa primera ruptura con el modelo de orden
que, con diversas variantes, presidió desde la antigüedad hasta
el medievo la configuración de las ciudades, ruptura que quedó
plenamente formalizada con el plan de la ciudad barroca (Vid.
Cap.III "La crisis del orden medieval y las nuevas perspectivas
renacentistas", [J.M. Naredo , 1984]. Recordemos simplemente que
ésta rompió el antiguo recinto amurallado para desplegarse ya por
el espacio abierto, imponiendo el plan geométrico, la perspectiva
horizontal y las amplias y largas avenidas, por contraposición
a las calles más angostas y curvas y a la configuración más
orgánica propia de los antiguos "cascos" medievales. Pues como
ya indicamos, el nuevo complejo social y cultural trajo consigo
nuevas ideas del espacio y de la ordenación del territorio. El
dogma conjunto de la mecánica newtoniana y de la geometría
euclidiana se impuso como criterio de orden universal. La
afinidad entre la regularidad social mecánica, buscada por las
organizaciones estatales y empresariales, y la regularidad
espacial geométrica, explica el triunfo de los nuevos patrones
de orden. La ciudad barroca se sometió a un plan geométrico
estricto en el que la ortogonalidad y la perspectiva horizontal
triunfaron sobre la perspectiva vertical in crescendo que
ordenaba la ciudad medieval, a la vez que despojaron de su
sentido originario a los antiguos centros e hicieron que la
topografía irregular en la que se amparaban las antiguas
ciudades, apareciera ahora como un estorbo incómodo.
Sin embargo, este primer triunfo de la extensión horizontal en
el trazado de la ciudad y en el transporte de personas,
mercancías y residuos, se vió ampliamente rebasada por el
observado con el advenimiento de las modernas megalópolis que se
afirmaron con la plena implantación del capitalismo y los medios
de transporte más eficaces. Cuando se fué apagando la euforia
creativa del diseño barroco, la cuadrícula se siguió extendiendo
por inercia, respondiendo más bien a las ventajas de índole
constructivo, especulativo y circulatorio. Se rompió así la
primitiva idea de unidad en el trazado, aunque no la
ortogonalidad del mismo, haciendo que la continua destrucción y
construcción de las ciudades evolucionara de forma errática e
incontrolada, ofreciendo el panorama de "gigantismo sin forma"
propio de las modernas megalópolis o "conurbaciones", término
éste acuñado por Patrick Geddes (1915) para designarlas
subrayando su marcada diferencia con lo que antes se entendía por
ciudades. Geddes tomó ese "arrecife humano" que, según él, era
el Londres de hace un siglo como ejemplo de conurbación que
ilustraba el nuevo modelo de los asentamientos urbanos que estaba
llamado a extenderse por el mundo (vid. plano adjunto sobre los
tres tejidos urbanos que se superponen en el caso de Madrid: el
antiguo caso, el ensanche del XIX y la moderna conurbación).
Ilustración: Evolución del trazado urbano. Madrid.
Y tal ejemplo resultaba efectivamente ilustrativo en un doble
sentido. Por una parte, el gran Londres había conseguido durante
la "era victoriana" (1837-1901) sobrepasar los dos millones y
medio de habitantes y, a la vez, vencer la batalla de la
salubridad urbana a base de implantar, entre otras cosas,
potentísimas redes de abastecimiento y vertido de agua que fueron
la admiración de la ingeniería de la época y de mantener como
estándar obligatorio el agua corriente y el WC en las viviendas.
Por otra, frente a la imagen más orgánica y adaptada al
territorio propia de los antiguos "cascos", o frente a la
geometría estricta del diseño barroco, esta conurbación mostraba
ya su extensión en forma de "mancha de tinta" que ocupaba y
salpicaba el espacio atraida por las vías de comunicación,
adoptando formas menos densas que se intercalaban y confundían
con el hábitat disperso propio del espacio rural.
Pero tal confusión se acabó reduciendo al mero aspecto formal:
el parecido no fué más allá de la imagen de baja densidad de
población que ambos podían ofrecer, tras la que se escondían
marcadas diferencias. Mientras que puede decirse que el elevado
grado de autonomía de las aldeas ha evidenciado su tradicional
adaptación al aprovechamiento sostenible de los recursos locales,
el poblamiento disperso que las conurbaciones de hoy día esparcen
por el territorio se caracteriza por su elevada dependencia de
unos ingresos ajenos al suelo que ocupan y por un uso mucho más
dispendioso de los recursos del que tenía lugar en los antiguos
"cascos". De esta manera, a la secular sostenibilidad
paradigmática de las aldeas, se contrapone hoy la extrema
insostenibilidad de las urbanizaciones de residencias
unifamiliares que rodean a los núcleos más densos de la
conurbaciones.
A partir de entonces aparecen ya esbozadas las claves de la
estructura que permitirá mantener las condiciones mínimas de
habitabilidad en concentraciones de población que en muchos casos
llegan a superar los diez millones de habitantes e incluso, en
ocasiones, a rozar los veinte. Pese a la gran disparidad de
densidades de población que observan las actuales conurbaciones,
cabe señalar, como característica general de su evolución, que
observan un mayor crecimiento en extensión que en población. El
mantenimiento e incluso la mejora de la calidad del medio
ambiente urbano que se observa en las conurbaciones de los países
desarrollados, se ha conseguido así, no sólo segregando y
alejando las actividades y residuos más problemáticos, sino
también reduciendo la presión de la población y de los usos por
unidad de superficie. La mayor ocupación de territorio por
habitante que se observa resulta de dos fenómenos diferentes. Uno
viene dado por la menor densidad de población registrada en las
sucesivas "coronas" metropolitanas: alrededor del núcleo más
denso de la conurbación aparece un archipiélago de poblamientos
cada vez más disperso que alcanza hasta zonas más alejadas de
segunda residencia. Otro por la creciente ocupación de espacio
por las redes y las áreas de servicio, abastecimiento y vertido.
Por ejemplo, en el caso de la provincia de Madrid se ha duplicado
la superficie ocupada por habitante para usos urbanos directos
e indirectos entre 1956 y 1980 (con el agravante de que dicha
mayor ocupación se ha dirigido preferentemente hacia los suelos
agrícolas de mejor calidad). A la vez que se ha podido comprobar
que mientras en 1956 la superficie ocupada por usos urbanos
indirectos (embalses, vertederos, actvidades extractivas, suelo
en promoción y carreteras) representaba sólo el 10 por 100 del
total ocupado, en 1980 pasó a representar el 23 por 100, y si se
incluye la superficie de cultivos abandonados (inexistente en
1956), este porcentaje se eleva al 35 por 100 [Cfr. García-Zaldívar, R., Naredo, J.M. et alt. , 1983]. Es decir, que la
conurbación madrileña derivó, en el período indicado, hacia un
modelo de urbanización que hace un uso mucho más dispendioso del
territorio, ya que por cada dos hectáreas de usos urbanos
invalida al menos una para otros usos, pese a la imagen de ahorro
de espacio que ofrece el mayor volúmen edificado en las zonas más
densas. Y como se indicará más adelante, este comportamiento
territorial resulta cada vez más costoso en recursos y en
residuos.
Este avance en la utilización más extensiva del territorio y en
la separación en el mismo de funciones y usos específicos que
antes se solapaban, se apoya sobre el eficaz manejo de un
entramado cada vez más complejo de redes que facilitan el
transporte horizontal de energía, materiales, personas e
información, tanto en el seno de las propias conurbaciones, como
entre éstas y el resto del territorio. La propia eficacia de las
redes no sólo posibilitó la extensión superficial de las
conurbaciones, sino que la propició, incentivando con ello formas
de vida mucho más costosas en recursos. Por ejemplo, es la propia
mejora en la calidad y velocidad de las redes de transporte la
que hizo que la longitud de los desplazamientos pendulares
trabajo-domicilio se multiplicara por dos en Francia entre 1975
y 1990, pasando de 7 a 14 kilómetros [Beaucire, F. , 1995]. En
este mismo sentido "se han comparado las consecuencias del
automóvil en la ciudad a los de una bomba lenta, una bomba cuya
onda expansiva tuviera la virtud de trasladar edificios y
actividades, aparentemente intactos, a muchos kilómetros a la
redonda, y cuyo principal efecto en el interior fuera el de
destruir la propia esencia de las urbes: la convivencia y la
comunicación entre los seres humanos" [A. Estevan y A. Sanz
, 1994].
"La práctica urbanística -explican estos autores- trata de
racionalizar la nueva localización de las actividades creando
polígonos especializados que cumplen una sóla función: zonas
comerciales, parques empresariales, barrios dormitorio, áreas de
ocio especializado o zonas escolares, todas ellas crecientemente
alejadas entre sí... En círculo vicioso, las mayores distancias
a recorrer exigen más desplazamientos motorizados, que acaban
reclamando nuevo espacio a devorar. Un resultado significativo
de todo ese proceso de alejamiento de usos es la creciente
expansión del espacio urbano al margen ya de la evolución
demográfica... Desgraciadamente, las consecuencias de la
motorización no acaban ahí. La segregación espacial opera también
en la escala del barrio. El tráfico plantea barreras a veces
infraqueables entre las dos aceras de una misma calle..."
El uso generalizado del automóvil contribuyó así a alterar
profundamente el paisaje urbano, haciéndolo más inhóspito como
espacio de encuentro colectivo. Por una parte demandó
continuamente mayores superficies destinadas al transporte,
provocando la reconstrucción del tejido urbano de acuerdo con sus
exigencias, sacrificando no sólo la ciudad a la avenida, sino a
ésta en aras del tráfico rodado, con los consiguientes problemas
de segregación, ruido y contaminación atmosférica de todos
conocidos. Por otra contribuyó a salpicar la ciudad por todo el
territorio, prolongando las edificaciones a lo largo de todo el
viario circundante y extendiendo mucho más allá su radio de
influencia, a través de segundas residencias e instalaciones de
acogida de fin de semana y vacaciones. Con el agravante de que
la "puesta en valor" de nuevas zonas supuestamente "naturales",
o al menos rurales, atraía hacia ellas la aglomeración, la
edificación y las formas de vida que se pretendían dejar atrás,
provocando paulatiamente la pérdida de los valores que en
principio las hicieron atractivas. Recordemos que la dispersión
de la ciudad originada por el automóvil lejos de evitar la
congestión, la agravó con los obligados desplazamientos
pendulares que todo lo atascan. Una vez más surge la paradoja de
que la máquina que prometía la rapidez y libertad de
desplazamiento, origina diariamente en sus usuarios la
frustración del embotellamiento, a pesar de las costosas
infraestructuras que se ponen a su servicio, a la vez que
constituye uno de los principales factores de deterioro del medio
ambiente urbano.
El elevado coste que supone la instalación y el buen
funcionamiento y uso de las redes de las que hoy dependen la
habitabilidad y la calidad del medio ambiente urbano, plantea
serios problemas para hacerlo extensivo al conjunto de la
población y el territorio de las conurbaciones, sobre todo en los
países más densamente poblados, en los que este propósito exige
una ordenación y un maquillaje del territorio cada vez más
complicado y costoso. Lo que plantea nuevos problemas no sólo
sobre la sostenibilidad y habitabilidad globales, sino también
locales, de este modelo de asentamiento. Pues el hipercrecimiento
de las conurbaciones acrecienta los costes y la dificultad para
mantener en todo su territorio las mejoras que se habían ido
alcanzando en las condiciones locales de habitabilidad desde hace
más de un siglo. Ello no sólo en las conurbaciones de los países
"del Sur", que son teatro de graves problemas ambientales y en
las que buena parte de la población permanece al margen de estas
mejoras, sino también en las "del Norte", donde las condiciones
de habitabilidad tienden a flexionar para ciertas zonas "en
declive" y segmentos de población menos favorecidos.
En países tan densamente poblados como los europeos, estas formas
de poblamiento y ocupación extensivas culminan con la disolución
de los límites entre la ciudad y el campo. Asistimos en ellos al
panorama de continuos urbanos que se extienden y solapan, sin
límites precisos, a lo largo del territorio siguiendo el mismo
orden desordenado, en el que se alternan distintas variantes de
edificación en densidad, trazado y calidad, con territorios
ocupados por las redes e instalaciones que tales asentamientos
reclaman (viario, embalses, vertederos, canteras, graveras,...).
Pero ya ni la masa de edificaciones más densas puede decirse que
configure una ciudad, ni el territorio circundante que sea el
campo, el medio rural o la naturaleza, sino una prolongación de
ese continuo urbano que todo lo alcanza y mediatiza.
"Ningún ojo humano -señala Mumford en su monumental Cultura de
las ciudades- puede abarcar ya esa masa metropolitana en un
vistazo. Ningún punto de reunión, excepto la totalidad de las
calles, puede contener a todos sus ciudadanos. Ninguna mente
humana comprende más que de forma fragmentaria las actividades
complejas y especializadas de sus ciudadanos". Se plantea así la
paradójica existencia de un organismo colectivo que funciona
físicamente sin que los individuos que lo componen conozcan ni
se interesen por su funcionamiento global y, en consecuencia, sin
que tal engendro colectivo posea órganos sociales responsables
capaces de controlarlo. Se trata, en suma, de un organismo en
cuyo metabolismo fallan los feed back de información necesarios
para corregir su expansión explosivamente insostenible. Pues el
modelo de urbanización descrito no sólo se ha mostrado cada vez
más demandante de espacio, sino también exigente en recursos y
pródigo en residuos. Por ejemplo, cuando en la década del sesenta
Madrid dió el salto decisivo desde la antigua ciudad que fué
hacia la conurbación que hoy día es y se extendió en ella el uso
del automóvil, no sólo se duplicó el espacio ocupado por
habitante, sino que bastaron los ocho años que van desde 1960 a
1968 para que se doblara el consumo de energía per cápita,
pasando de media a una tonelada equivalente de petróleo por
habitante y año [Naredo, J.M. y Frías, J. , 1987].
En lo que concierne a la fisiología de las modernas
conurbaciones, cabe advertir que se ha caracterizado por apoyar
sus progresivas aglomeraciones de población sobre una creciente
exigencia per cápita de agua, energía y materiales (y emisión de
contaminantes). Este salto en la cantidad de recursos demandados
(y de contaminantes emitidos) es enorme con relación a las formas
antiguas de urbanización. Pues el funcionamiento de las actuales
conurbaciones requiere un uso directo e indirecto muy notable de
energía exosomática, es decir, ajena al organismo humano, para
mantener el trasiego horizontal masivo de materiales, personas
e información que requiere su funcionamiento diario. Lo cual hace
que tengan ya una responsabilidad importante en los problemas de
la contaminación atmosférica y del cambio climático, evidenciando
la inviabilidad de su extensión a escala planetaria. No es
necesario "imaginar", como hace Lynch [K. Lynch , 1965] la
"infinita monotonía", la "extrema vulnerabilidad", etc. que
resultaría extender a escala planetaria las prácticas actuales
de urbanización, para concluir sobre lo inhabitable y absurdo de
tal suposición. La simple respiración de la población que se
concentra en las aglomeraciones actuales plantea un déficit de
O2 y un exceso de CO2 que sólo puede paliar en una pequeña parte
la fotosíntesis de la vegetación del territorio ocupado. Por
ejemplo, en el caso del municipio de Barcelona se ha estimado que
el "verde urbano" sólo alcanza a aportar el 7 por 100 del oxígeno
y a absorber el 9 por 100 del carbónico emitido por la
respiración de la biomasa humana allí concentrada [Terradas, J.,
Pares, M. y Pou, G. , 1985]. Estas situaciones son localmente
sostenibles gracias al desplazamiento horizontal de las masas de
aire y su mezcla con las de los territorios circundantes con
menores densidades de población y mayor vegetación. De ahí la
imposibilidad de generlizarlas, ya que ni siquiera permitirían
abastecer a largo plazo las demandas que plantea la respiración
de la población implicada. Imposibilidad que se eleva a la
enésima potencia si consideramos la quema masiva de combustibles
que requiere la extracción, la elaboración y el transporte
creciente de materiales, personas e información sobre los que tal
modelo se apoya.
El calor emitido por la quema de combustibles y el uso de la
electricidad alcanza en todas las conurbaciones un peso
importante con relación al emitido por el sol (sobre todo en
invierno) originando los trastornos climáticos locales que se
conocen con el nombre de "inversión térmica" y explicando en
buena medida su condición de islas de calor y contaminación. Cabe
subrayar que la configuración misma de las modernas
aglomeraciones contribuye a agudizar tal estado de cosas. En
primer lugar, la conductividad de los materiales empleados en su
construcción es varias veces superior a la que tendría el
territorio en su estado natural, por lo que absorben con mayor
facilidad el calor emitido. En segundo lugar, la proliferación
de superficies lisas más o menos brillantes hace del paisaje
urbano un laberinto de espejos, favoreciendo la reflexión
múltiple de la energía emitida por el Sol. En tercer lugar, la
campana de partículas en suspensión, característica de la ya
mencionada "inversión térmica", y la altura de los edificios que
cortan el viento, dificultan la dispersión de los contaminantes
por aireación. Por último, en cuarto lugar, la eliminación
inmediata de las aguas de lluvia por el alcantarillado y el
pavimento de las calles reduce la evapotranspiración y, con ello,
el mantenimiento de una temperatura ambiente más elevada que la
que se produciría en estado natural. Una vez más vemos que las
soluciones que se dan a los problemas parciales de construcción,
pavimentación, alcantarillado, etc., acarrean disfunciones
locales y globales que no se habían previsto. Se advierte, así,
la tendencia de las conurbaciones actuales a ser "más cálidas,
más nubladas, más lluviosas, menos soleadas y menos húmedas que
su entorno rural..." [Gates, D.M. , 1972].
En resumidas cuentas que el problema de la sostenibilidad local
y global reside en que las conurbaciones europeas (menos pródigas
que las americanas en el uso de recursos y la generación de
residuos) entre otras cosas requieren una media diaria por
habitante de unos "11,5 kilos de combustibles fósiles, 320 de
agua y 2 de alimentos. También producen 300 kilos diarios per
cápita de aguas residuales, 25 de CO2 y 1,6 de residuos sólidos"
[Stanners, D. y Bourdeau, P. , 1991]. En la conurbación de Madrid
se cifraba en l983 [Naredo, J.M. y Frías, J. , 1987] un consumo
per cápita de energía de 2,6 kilos equivalentes de petróleo
diarios, de 252 kilos (o, en este caso, litros) diarios per
cápita de agua (neto de pérdidas), de algo más de 2 kilos de
alimentos y bebidas para el consumo final de la población y de
1 kilo para el consumo intermedio de la industria alimentaria que
alberga la propia conurbación, de 8 kilos de materiales de
construcción, siendo ya algo inferiores al kilo diario per cápita
las exigencias de productos siderúrgicos, papel y cartón, madera,
etc. Los vertidos de aguas residuales se cifraron para ese año
en 214 litros diarios per cápita y generaron cerca de 1/4 de kilo
diario per cápita de fangos de depuradora. Los vertidos
atmosféricos se estimaron en unos 5 kilos por persona y día. Y
entre los residuos sólidos destacan por su tonelaje los llamados
inertes (escombros) cuya importacia se estimó para esas fechas
en unos 6 kilos por persona y día, a los que se añade cerca de
1 kilo de residuos sólidos industriales (1/5 de los cuales se
consideran tóxicos o peligrosos) y otro de residuos urbanos,
siendo el reciclaje poco importante.
Ilustración: Los flujos de agua, materiales y energía en la
Comunidad de Madrid, respresentados en toneladas y en pesetas.
Estimaciones como las presentadas a título de ejemplo en el
párrafo precendente evidencian el trasfondo de insostenibilidad
global sobre el que se asienta el funcionamiento de las actuales
conurbaciones: consumen cantidades masivas de recursos no
renovables y generan cantidades ingentes de residuos que no se
reciclan, empujando hacia la insostenibilidad global a las
actividades que las nutren, incluida la propia agricultura. A
diferencia del ejemplo de sostenibilidad que presentan la
biosfera y los sistemas agrarios tradicionales, las actuales
conurbaciones apenas se apoyan en las fuentes de energía
renovables, sino que lo hacen directa o indirectamente en la
extracción de determinados depósitos de la corteza terrestre, y
tampoco cierran los flujos de materiales convirtiendo los
recursos en residuos, como exigiría un comportamiento globalmente
sostenible.
Cualquier intento serio de reorientar el comportamiento de las
actuales conurbaciones hacia bases más sostenibles en el sentido
fuerte y global antes apuntado, pasa por modelizar su
funcionamiento para replantearlo y seguir después con datos en
la mano los cambios que se operen en las cantidades de recursos
y de territorio que se venían inmolando directa o indirectamente
en aras de la sostenibilidad local de las mismas. Para hacer
operativo el objetivo propuesto, hace falta definir algún marco
de información generalnente aceptado que nos indique si una
ciudad camina o no hacia una mayor sostenibilidad local y global
o en qué aspectos una ciudad es más sostenible que otra.
Cuestiones éstas previas para poder clasificar y evaluar las
prácticas que se dicen "sostenibles", precisando si simplemente
tratan de apuntalar la sostenibilidad (y habitabilidad) locales
de sistemas que se revelan cada vez más globalmente
insostenibles, o si realmente apuntan a mejorar la sostenibilidad
global de tales sistemas.
Para lo cual hace falta, además de considerar los distintos
asentamientos de población como proyectos, establecer criterios
claros y generalmente aceptados para evaluar su sostenibilidad
local, precisando si ésta es más o menos dependiente, para poder
evaluar también su sostenibilidad global. Lo antes indicado con
relación a la sostenibilidad de los sistemas agrarios, nos puede
dar las pistas necesarias para evaluar la de los urbanos. Un
campo de cultivo no puede crecer indefinidamente sin perder su
sostenibilidad a todos los niveles. Hemos visto que su
sostenibilidad local autónoma dependía precisamente de que la
simplificación que suponían los aprovechamientos agrarios fuera
compatible con la diversidad estructural del territorio que
permitía reponer la fertilidad. Para enjuiciar la sostenibilidad
de los sistemas urbanos hace falta relacionar su tamaño y sus
exigencias en recursos y el modo de abastecerlas, con las
posibilidades que brinda el territorio local y global de
referencia. Este ejecicio se revela bastante más complejo que el
relativo a los sistemas agrarios antes esbozado como ejemplo:
enjuiciar la sostenibilidad global de los sistemas urbanos exige
enjuiciar la sostenibilidad de todos los sistemas extractivos,
agrarios e industriales de los que dependen. Pese a la mayor
complejidad de este ejercicio bastaría con considerar algunas
informaciones tan relevantes como el mapa del consumo mundial de
petroleo, para concluir no ya sobre la insostenibilidad global
de las conurbaciones, sino incluso sobre la de los actuales
países "desarrollados": el grueso de los recursos planetarios se
dirigen a abastecer los tres principales enclaves del mundo
"desarrollado", centrados en los EEUU, la Unión Europea y Japón.
Así, la sostenibilidad global de las actuales conurbaciones se
relaciona con aquella otra relativa a los patrones tecnológicos
y de comportamiento que se extendieron con la civilización
industrial. Tema éste cuya discusión se sale de las pretensiones
de este documento, aunque su mención resulte obligada.
N. | Programas y proyectos internacionales | Duración | Enfoque | Resultados | ||||
Inicio | Término | Parcial | Integral |
Sostenib. local |
Sostenib. regional |
Sostenib. global |
||
1 | Prog. MAB 11. Estudio ecológico integral de asentamientos humanos | 1974 | 1989 (*) | * | * | |||
2 | Ecoville | 1981 | 1989 (*) | * | * | * | ||
3 | Ciudades saludables (Healthy Cities Project) | 1986 | 1997 | * | * | |||
4 | Prog. Gestión Urbana (The Urban Environbmental Management Programme) | 1986 | 1996 | * | * | |||
5 | Ciudades educadoras | 1987 | Contin. | * | * | |||
6 | Prog. Ciudades sustentables (Sustainable Cities Programmet) | 1990 | Contin. | * | * | |||
7 | Ciudad Ecológica (Ecological City Project) | 1992 | Contin. | * | * | * | ||
8 | Ciudades Sostenibles (Sustainable Cities Project) | 1993 | 1995 | * | * | * | ||
9 | Innovaciones para la mejora del medio ambiente urbano | 1993 | 1995 | * | * | * | ||
10 | Ciudades de tamaño medio y evolución socioeconómica ambiental a nivel regional | 1993 | 1995 | * | * | |||
11 | Zonas rurales y sostenibilidad | 1993 | 1994 | * | * | |||
12 | Agenda Local 21 | 1994 | Contin | * | * | * | ? | |
13 | Construcción experimental de asentamientos sostenibles | 1994 | Contin | * | * | * | ? |
Pero los nuevos propósitos no deberían preocuparse sólo de mejorar la
eficiencia de los asentamientos de población en el uso de los recursos, a la
vez que se mantienen y generalizan las ventajas que para la convivencia y la
inteligencia han supuesto las ciudades, sino de evitar también que este uso
redunde en la simplificación y el deterioro desenfrenado del resto del
territorio. Cuando iban de la mano la escasa importacia planetaria de las
ciudades y lo limitado de los medios técnicos y de la energía exosomática en
ellas disponible, el conjunto del territorio podía absorber con facilidad las
prácticas extractivas y colonizadoras de éstas, al igual que la selva
tropical pudo soportar una práctica tan agresiva como la del cultivo de tala
y quema, mientras su extensión superficial fué reducida. Sin embargo, cuando
a la importancia cuantitativa de las actuales conurbaciones y a sus
poderosísimos medios, se añade el afán acrecentado de aumentar su poder sobre
el resto del territorio planetario, se desata un proceso que no puede más que
redundar sobre el deterioro global del mismo. Esta evidencia plantea la
necesidad de compaginar la posición secular de dominio y explotación que han
venido ejerciendo las ciudades sobre el entorno rural o natural, con otra de
colaboración con ese entorno que plantée como objetivo el mutuo
enriquecimiento. Pero este cambio de posición no ha sido todavía debidamente
explicitado ni, menos aún, asumido por la comunidad internacional.
Cuando las "huellas" de las conurbaciones llegan hoy hasta sus antípodas,
este alejamiento propicia la desatención por el deterioro ocasionado en los
territorios las abastecen o recogen sus detritus. A la vez que permanece bien
vivo e incluso se refuerza el afán dominador de las ciudades, sin que crezca
igualmente su responsabilidad hacia el conjunto del territorio. Es
sintomático advertir que el término "aldea global", tal y como fué acuñado
por McLuhan (1964) y posteriormente utilizado con profusión, en vez de
designar el nuevo objeto de precupaciones y cuidados fruto de un geocentrismo
renovado, fué utilizado para calificar el actual sistema de metrópolis hoy
conectadas por medios de comunicación, que gestionan y se disputan los
recursos del planeta. Así, en vez de hablar de cooperación, en el último
decenio se puso de moda hablar de competencia, no sólo entre individuos y
empresas, sino también entre ciudades. Se impone, pues, reconducir tales
afanes de competencia desde sus actuales orientaciones expansivas y
colonizadoras de mercados y territorios externos a la ciudad, hacia la
calidad, la creatividad y el disfrute internos a la misma, más compatibles
con el reforzamiento de la cooperación que exigen las nuevas precupaciones
por la sostenibilidad global. Y si estos logros internos se consiguen,
posiblemente acabarían teniendo también efectos positivos externos.
Para orientar el cambio de enfoque arriba mencionado, se ha de insistir en
que, además de preocuparse por mejorar la eficiencia en el uso de los
recursos, reduciendo así los residuos, hay que fijarse también en el origen
de aquellos y el destino de éstos. Los cuatro criterios tomados del ejemplo
de la biosfera y enumerados en la introducción de este capítulo como guía de
procesos globalmente sostenibles, pueden servir a estos efectos. Criterios
que apuntan hacia un mayor aprovechamiento de la energía solar y sus
derivados renovables y hacia un uso preferente de materiales abundantes,
próximos y propicios para reconvertir los residuos en recursos. De acuerdo
con estas orientaciones podría revelarse más sostenible globalmente un
proceso poco eficiente que se apoye en el uso de la energía solar y sus
derivados, que otro más eficiente que se nutre de combustibles fósiles. Lo
mismo que podría resultar más recomendable desde este punto de vista un
proceso que use menos eficientemente materiales abundantes y fácilmente
reutilizables (por ejemplo, materiales de construccción locales) que otro que
utiliza más eficientemente materiales más raros y que originan residuos
problemáticos. Porque lo que pueden ser soluciones eficaces desde los
enfoques parcelarios habituales, se pueden revelar inadecuados desde
perspectivas más amplias, al ocasionar deterioros graves más allá de la
parcela o la parte del proceso tomada en consideración. En cualquier caso
debe subrayarse que la aplicación de estos criteros no arroja soluciones
generales, ya que los proyectos y artefactos deben adaptarse a las
posibilidades y limitaciones que ofrecen las características de cada
territorio. Este es el caso de la edificación bioclimática, que debe apoyar
sus soluciones en el clima, la vegetación, la orientación, la pendiente,...y
los materiales locales (es decir, justo al revés de lo que hace el proceso
de construción estándar propio de las conurbaciones, que exporta por todo el
territorio un diseño industrial repetitivo y un uso invariable de
materiales). No debe soslayarse el hecho de que, para que estos criterios
puedan prosperar, tendrían que modificarse en consecuencia el presente marco
institucional y los criterios de valoración, alterando el actual sistema de
precios, tema éste sobre el que se volverá en el apartado siguiente.
Una vez desaparecida la frontera entre la ciudad y su entorno rural o
natural, y habida cuenta que las conurbaciones inciden ya, de forma más o
menos directa, sobre los puntos más extremos e inusitados del territorio,
parece clara la necesidad de adoptar políticas de gestión que se ocupen del
conjunto de éste, es decir, del total de la superficie geográfica, a partir
de criterios como los que se acaban de enunciar. Subrayemos que esto
presupone replantear la antigua política de salubridad y calidad mermante
urbana, que dió lugar a los "estándares" formulados hace más de un siglo, a
fin de referirlos ahora al conjunto del territorio. Lo que plantea la
necesidad de revisar con nuevos ojos los proyectos, los materiales, las
técnicas constructivas y las propias instituciones que condicionan el
funcionamiento de las conurbaciones, a fin de corregir disfunciones y
recortar el trasiego horizontal tan masivo que caracteriza a su fisiología
actual. Como señaló en su día el "Libro Verde (1990) del medio ambiente
urbano" de la Unión Europea, los problemas puntuales del tráfico, la
contaminación, etc., deben tomarse como manifestaciones de una crisis más
profunda, que conducirá tarde o temprano a replantear las actuales formas de
vida y urbanización, exigiendo, por lo tanto, un tratamiento integrado. De
ahí que sugiera profundizar en el análisis y modelización del funcionamiento
de los sistemas urbanos, para que los seres humanos puedan volver a
considerar la ciudad como un proyecto sobre el que puedan incidir y no como
algo ajeno que escapa a su control. El conocimiento y la discusión
transparentes del funcionamiento integrado de la ciudad como proyecto, es el
principal medio para acometer la necesaria reformulación conjunta de las
metas de habitabilidad y sostenibilidad y proceder a la revisión de los
actuales estándares y normativas para hacerlos acordes con los nuevos
propósitos.
A) Indicadores de modelos urbanos
1. Población Urbana
a) Población
b) Densidad de Población
Número de habitantes en ciudades (1) en
periferia (2)
Población pr Km2 (3)
Superficie por clase de densidad
2. Territorio urbano
a) Superficie total
b) Superficie total construida
Superficie en Km2 (5)
Superficie en Km2 (6)
Por uso de terreno (7)
c)Superficie abierta
Superficie en Km2 (8)
Porcentaje de zonas verdes (9)
Porcentaje de agua (10)
d)Red de Transportes
Autopistas (Km) (11)
Vías férreas (Km) (12)
Porcentaje de la superficie total urbana (13)
3. Areas urbanas abandonadas
Superficie total
Superficie en Km2 (14)
Porcentaje de superficie urbana (15)
4. Areas de renovación
Superficie total
Superficie en Km2 (16)
Porcentaje de superficie urbana (15)
5. Movilidad urbana
a) Medio de transporte
Número (18) y longitud media (19) de viajes
en km. por habitantes por medio de transporte
por día
b) Modos de transporte para ir al trabajo
Número de trayecto hacia y desde la periferia
(20)
Porcentaje de población urbana (21)
c) Volumen de tráfico
Total (22) y destinos ida/vuelta (23) en
vehículo
Número de vehículos en las principales rutas
(24)
B) Indicadores de flujos urbanos
6. Agua
a) Consumo de agua
Consumo por habitante en litros por día (25)
Porcentaje de agua subterránea en el consumo
total (26)
b) Aguas residuales
Porcentaje de las domésticas conectadas a un
sistema de depuración (27)
Número (28) y capacidad (29) de las plantas
de tratamiento por tipo de tratamiento
7. Energía
a) Consumo de energía
Electricidad en GWh por año (30)
Energía usada por tipos de fuel y sector (31)
b) Plantas de producción de energía
Número (32) y tipo (33) de energía y plantas
de calor en periferia
8. Materiales y productos
Transporte de mercancías
Cantidad de mercancías movidas desde y hacia
la ciudad en kg. per cápita por año (34)
9. Residuos
a) Producción de residuos
Cantidad de residuos sólidos contabilizados
en Tn por hab/año (35)
b) Reciclaje
Composición de los residuospor 100 de agua
reciclada por fracción (37)
c) Tratamiento de residuos y basuras
Número de incineradores (38) y volumen (39)
incinerado
Número de vertederos (40) y volumen (41)
recibido por tipo de residuos
c) Indicadores de la calidad del medio ambiente urbano
10. Calidad del agua
a) Agua potable
N. de días/año en que la media de agua
potable es rebasada (42)
b) Aguas embalsadas
Concentración de O2 en el agua embalsada en
mg por litro (43)
Número de días que el pH es >9 o <6 (44)
11. Calidad del aire
a) A largo plazo
Principales concentraciones anuales (45)
b) Concentraciones a corto plazo: O3, SO2, TSP
Excedentes de AQGs: O3 (46) SO2 (47), TSP (48)
12. Calidad acústica
Exposición al ruido (habitantes por período
de tiempo)
Exposición al ruido por encima de 65 dB (49)
y por encima de 75 dB (50)
13. Seguridad vial
Victimas (muertos y heridos) en accidentes de
tráfico
N. de muertos (51) y heridos (52) en
accidentes de tráfico por 10.000 habitantes
14. Calidad de las viviendas
Promedio de suelo por persona
M² por persona (53)
15. Accesibilidad de
espacios verdes
Proximidad a los espacios verdes urbanos
Porcentaje de gente a 15 minutos de distancia
(caminando) de los espacios verdes urbanos
(54)
Por lo tanto, la modelización del comportamiento de los sistemas urbanos y
el establecimiento de baterías de indicadores que faciliten su comparación
y seguimiento, deben de apoyarse mutuamente. Sería en extremo pretencioso
proponer en este documento nuevas baterías de indicadores y de diagramas
explicativos del comportamiento de los sistemas urbanos, cuando la literatura
disponible ofrece ya aplicaciones y propuestas razonables en los dos sentidos
indicados. Adjuntemos como ejemplo de batería de indicadores a la vez
escueta, estructurada y bastante completa, la incluida en el documento de la
European Environmental Agency editado por Stanners y Bourdeau (1991) antes
citado. En lo que concierne a la modelización, la aplicación más completa
disponible (que aborda a la vez aspectos físicos, monetarios y territoriales)
viene dada por los dos trabajos antes citados sobre Madrid cuya síntesis más
elaborada se publicó en su momento en la Monografía número 12 del Plan
Estratégico de Promadrid [Naredo, J.M., Frías, J. y Gascó, J.M. , 1989]. Cabe
destacar también la realizada para el municipio de Barcelona por Terradas,
J., Pares, M. y Pou, G. (1985). Siendo quizá la propuesta metodológica más
relevante, la contenida en la Nota técnica n. 14 del Programa MAB de la
UNESCO, titulada "Aproximación al estudio del medio ambiente. Implicaciones
de la urbanización contemporánea". En cualquier caso, la recopilación
bibliográfica que acompaña a este trabajo (ver segundo volumen), no sólo da
cuenta de los materiales disponibles, sino también de los diversos proyectos
internacionales que se han venido elaborando a lo largo de los últimos veinte
años, con el objetivo de mejorar el medio ambiente urbano y reducir la
incidencia negativa de la ciudad sobre el entorno.
Pero la modelización y el seguimiento más elemental de los sistemas urbanos
y de su relación con el entorno, propuestos como medio indispensable para dar
sentido práctico a la preocupación por su sostenibilidad, deben
complementarse con elaboraciónes teóricas de más largo alcance dirigidas a
formular, para estos sistemas, las relaciones entre estabilidad y complejidad
que la ecología plantea para los sistemas naturales. En este sentido apuntan
las reflexiones del siguiente capítulo sobre el "metabolismo urbano", cuya
adecuada comprensión y formalización debe ayudar a dotarlo del feed back
necesario para corregir su actual deriva insostenible.
En cualquier caso hay que subrayar que la viabilidad de las mencionadas
modelizaciones y sistemas de indicadores globales o completos como
instrumento útil para orientar la gestión de las actuales conurbaciones, no
depende tanto de las dificultades conceptuales o estadísticas que su diseño
plantea, como de los problemas mentales e institucionales que imposibilitan
su adecuada utilización en la sociedad actual, relegándolos comúnmente al
nivel de meros ejercicios o propuestas sin valor práctico, o bien derivando
sus pretensiones iniciales de globalidad hacia aplicaciones sectoriales o
parciales. Hecho éste que ha sido el sino de la mayoría de los programas y
proyectos internacionales que han venido preocupando, con pretensiones de
globalidad, de mejorar la sostenibilidad y el medio ambiente urbano durante
los últimos veinte años. El recuadro adjunto repasa la relación entre
propósitos y resultados de los principales programas cuyo detalle se ofrece
en la documentación que figura al final de este trabajo (ver). Reflexionemos
pues sobre los escollos que impiden que lleguen a puerto los planteamientos
y propuestas globales que desde hace más de veinte años se vienen haciendo
en este sentido.
En primer lugar hay que recordar que la configuración de los asentamientos
humanos ha sido y sigue siendo un reflejo de la propia configuración de la
sociedad. Por lo que no cabe modificar el modelo actual de urbanización
dominante con simples planteamientos tecno-científicos, si no se modifica
también el statu quo mental e institucional que lo había generado. La
racionalización de los problemas es condición necesaria, pero requiere
también cambios en las actitudes y en las instituciones lo suficientemente
capaces de aportar los medios para resolverlos. Así ocurrió con la
confluencia de intereses, sentimientos y reacciones que animaron hace un
siglo a los movimientos en favor de la salubridad urbana, consiguiendo la
implantación de los estándares necesarios para la mejora de ésta. Y así
ocurrirá, llegado el caso, con los actuales movimientos en favor de la
salubridad ecológica o de la sostenibilidad global de los asentamiento
humanos. Pero éstos han sido todavía débiles para conseguir logros prácticos
sustanciales: apenas han podido mover aún la maraña de valores, instituciones
e interesadas reacciones que produjeron y que siguen produciendo todavía el
modelo de orden territorial propio de las actuales conurbaciones. Interesa
desbrozar esa maraña para conocer cuales son los principales obstáculos que
cierran el paso a la por otra parte necesaria reconversión, ya que si no se
discuten difícilmente podrán modificarse o reorientarse con vistas a las
nuevas exigencias.
La configuración de las conurbaciones actuales y la mayor parte de sus
problemas han sido fruto combinado del despliegue sin precedentes de una
racionalidad científica parcelaria y de una ética individulista insolidaria,
que alcanzan su síntesis en las visiones atomistas de la sociedad y en las
divisiones administrativas de todos conocidas. Esta convergencia ha venido
socavando sistemáticamente el alma ciudadana que en otro tiempo posibilitó
la realización y el mantenimiento de esos proyectos de vida colectiva que en
su día fueron las ciudades. Pues la vida de estos proyectos dependió más que
de potentes medios técnicos, del apoyo de una sólida y sentida comunidad de
objetivos y de intereses, que se situaba por encima de los estamentos y
conflictos vigentes en cada caso. La ausencia de este aspecto tan obvio como
subrayado por tantos autores notables en la temática (Mumford, Plank,
Rossi,...) explica los fracasos que corrientemente han cosechado los actuales
intentos de fundar ciudades, a pesar la enorme potencia de los medios
técnicos disponibles. Pues bien, el proyecto de reconvertir las conurbaciones
actuales hacia la meta de la sostenibilidad global exige, para que sea
realizable, reavivar esa conciencia colectiva, no sólo en lo local, sino
también en lo global. Es decir, que exige, ligar en ese renacimiento la
antigua conciencia ciudadana con otra que abrace un nuevo geocentrismo que
trate de evitar que las mejoras locales se traduzcan en deterioros globales.
Para establecer después sobre esta base unas instituciones acordes con esa
conciencia que velen por la buena marcha de los proyectos. Ya que si no, los
propósitos de globalidad de tales proyectos se quedarían varados en el pensar
parcial de técnicos, administraciones y empresas, como ha venido siendo
ususal hasta el momento. Pero también su realización exigiría modificar, no
sólo el actual sistema de valoración ética y hedónica, sino también
económica.
En efecto, no podemos dejar de subrayar que el cálculo económico ordinario
valora los bienes que nos ofrece la naturaleza por su coste de extracción y
no por el de reposición. Por ello se ha primado sistemáticamente la
extracción frente a la recuperación y el reciclaje (cuyos costes se han de
sufragar íntegramente) y distanciado enormemente el comportamiento de la
civilización industrial del modelo de sostenibilidad que nos ofrece la
biosfera, que como hemos visto se caracteriza por lo contrario. Es más, a
medida que avanza el proceso económico hacia la terminación de los productos
y hacia los servicios de comercialización y gestión a ellos vinculados, nos
encontramos con que sistemáticamente la valoración monetaria por unidad de
producto crece en mucha mayor proporción que el coste físico y monetario de
los procesos. Lo cual explica en buena medida la paradoja que supone que,
mientras esa economía de la física que es la termodinámica salda todos los
procesos con pérdidas físicas, la economía lo hace con ganacias monetarias.
Esta tendencia general que hemos denominado la "Regla del notario" [Naredo,
J.M. , 1991] y [Valero, A. , 1991] se ejemplificaría de la siguiente manera en
un caso tan vinculado a las presentes reflexiones como es la construcción y
venta de un inmueble. Primero se excavan los cimientos y se obtienen los
materiales de construcción (ladrillos, hierro, cemento...) mediante
actividades muy costosas en energía y escasamente retribuidas, se va
construyendo y rematando el edificio con actividades menos costosas y mejor
retribuidas, hasta que finalmente se culmina el proceso formalizando la venta
del inmueble en la mesa del notario en la que éste y el promotor obtienen
elevadas retribuciones sin incurrir en coste físico alguno. Evidentemente las
personas y los países tratan de desplazarse hacia actividades con alto "valor
añadido" y bajo coste físico, pero sólo unos pocos lo consiguen. Lo
significativo a los efectos de la presente reflexión es que los notarios y
los promotores, están en las ciudades, al igual que casi todas las
actividades mejor retribuidas. Por lo que existe una marcada asociación entre
el porcentaje de población urbana de los países y su nivel de renta per
capita [Cfr. Alberti, M. , 1994]. Lo que a su vez explica, la emigración del
campo a la ciudad, dada las espectativas que ésta despierta, aunque buena
parte de ella acabe engrosando su cinturón de pobreza.
De hecho el diestro manejo de las redes de comunicación y transporte por las
actvidades comerciales y financieras permite, gracias a la regla de
valoración antes indicada, ejercitar la función primordial que según Max
Weber (1921) han desempeñado los flujos de información en la ciudad: la
consistente, no sólo en constituir una organización económica, sino una
organización reguladora de la economía orientada a garantizar establemente
sus abastecimientos a precios moderados mediante la explotación de un
territorio dependiente. La meta de la sostenibilidad global exige revisar esa
función primordial. La preocupación por la sostenibilidad global debe inducir
a relajar y a condicionar la presión que han venido ejerciendo las ciudades
sobre el resto del territorio, transformando las relaciones de simple
explotación y dominio unidireccional hombre-naturaleza o ciudad-campo, en
otras de mutua colaboración y respeto, conscientes de la simbiosis que a
largo plazo está llamada a producirse entre ambos extremos. Lo cual supone
alcanzar un nivel de racionalidad superior al que hasta ahora ha venido
imperando en los sistemas urbanos (y en los ecosistemas en general, en los
que ni los depredadores se preocupan por conservar las poblaciones de las que
se nutren, ni los parásitos de mantener la salud de los organismos
parasitados). Subrayemos que precisamente el objetivo de la sostenibilidad
global exige quebrar la mencionada tendencia valorativa ha venido ordenando
el territorio en núcleos más densos en población e información, que acumulan
y manejan capitales y recursos, y áreas de apropiación y vertido, que a
escala planetaria se refleja en el conflicto Norte-Sur.
La corrección de esta segregación territorial que se encuentra en la base de
las presentes conurbaciones, para reorientarla con vistas a la sostenibilidad
global de los procesos y sistemas que en ella se desenvuelven, pasa por
corregir también la "Regla del notario" antes mencionada y reequilibrar la
disparidad territorial de ingresos que de ella se deriva, mediante una
revalorización del "patrimonio natural". Hay que destacar la coincidencia que
en este punto se observa entre el planteamiento de la sostenibilidad fuerte
y global desde el que estamos razonando y el de la sostenibilidad débil. Pues
como advertía Solow en una de las publicacaciones a las que nos referimos en
el primer capítulo de este trabajo, para traducir con éxito la idea de
sostenibilidad al universo de la economía estándar hace falta "valorar el
stock de capital (incluido el "capital natural") con unos precios-sombra
adecuados", que deben ser asumidos por la colectividad. Para lo cual habría
que establecer el marco institucional y la conciencia social necesarios para
invertir la situación actual, a fin de primar el reciclaje y la producción
renovable frente a la extracción y el transporte horizontal a larga distancia
y de favorecer procesos de gestión que cierren mejor los ciclos de
materiales.
Pero ¿cuáles han de ser los "precios-sombra adecuados" para valorar el
"capital natural"? Nos encontramos aquí con una gran laguna teórica que se
traduce en la falta de orientaciones objetivas para ordenar con criterios
económicos ese reino difuso de la materia, del que se sirve la especie humana
en sus elaboraciones e industrias. En los últimos tiempos esta laguna está
llamada a revalorizarse, en la medida en la que se extiende la idea defendida
en los escritos de Daly, El Serafy y otros (1991) de que la escasez de
"capital natural" va camino de erigirse en el factor más limitante de la vida
económica cuya malversación se sugiere evitar, recomendando incluso, como
hacía Solow, invertir en "capital natural". El problema estriba en que, si
bien el cálculo del coste físico y del valor monetario de aquellos bienes de
capital producidos por el hombre puede realizarse por procedimientos
generalmente aceptados, no ocurre lo mismo para el "capital natural". De ahí
que si no queremos que los buenos propósitos enunciados se pierdan en el muro
de las lamentaciones tendremos que apoyarlas en formulaciones teóricas
solventes y operativas desde el punto de vista de la cuantificación.
Los trabajos arriba citados [Naredo, J.M. , 1991] y [Valero, A. , 1991]
incluyen una propuesta metodológica orientada a resolver el tema al menos en
lo que concierne a los yacimientos de minerales de la corteza terrestre, que
cabría resumir de la siguiente forma: La civilización industrial se
caracteriza por utilizar masivamente como materias primas determinadas
sustancias disponibles en la corteza terrestre en condiciones muy
particulares de concentración, estructura y tonelaje. Los yacimientos
minerales en explotación cuentan así con leyes en el contenido de las
sustancias deseadas muy superiores a la media de la corteza terrestre, que
la naturaleza se había encargado espontáneamente de concentrar y estructurar.
Una vez utilizados estos recursos acaban dispersándose, originando los
problemas de contaminación de todos conocidos. Evidentemente, al tomar estos
recursos como un don gratuito de la naturaleza se incentiva su uso (y su
deterioro) frente a otros sustitutivos, fruto de la industria humana, que
habría que producir y facturar (por ejemplo, se incentiva a usar el petroleo
extraido frente al etanol producido de forma renovable). Habida cuenta que
este proceder está empujando al planeta Tierra hacia una situación cada vez
más entrópica, la mencionada propuesta metodológica sugiere ordenar
económicamente las sustancias de los yacimientos de la corteza terrestre
atendiendo al coste físico que supondría obtenerlos (con la tecnología
actualmente disponible) a partir de los materiales que contendría la Tierra
si hubiera alcanzado el nivel de máxima entropía. Si expresamos este coste
físico en unidades de energía, podríamos calcular la potencia contenida en
la corteza terrestre, que la especie humana puede explotar más o menos
rápidamente, por contraposición al uso del flujo de energía emitido por el
sol y de sus derivados renovables. Lo cual plantea en términos meridianamente
cuantitativos el conflicto faústico de la sostenibilidad global al que se
enfrenta la sociedad industrial. Además de ofrecer un marco de información
física objetiva útil para revisar, en foros internacionales, la actual
asimetría que se observa entre los costes físicos y la valoración monetaria
de las materias primas minerales y sus derivados, que es a su vez fuente de
deterioro ambiental y de desigualdad social. Desigualdad y deterioro que se
plasman, tanto en el conflicto Norte-Sur, como, en general, en el producido
entre zonas de extracción y vertido y áreas de acumulación y gestión de
capitales y productos. La discusión internacional de un marco como el
indicado constituiría un sólido punto de apoyo para conseguir los cambios
éticos e institucionales necesarios para inclinar los procesos de valoración
hacia una sociedad más sostenible y solidaria. Pues sabido es que tras la
"mano invisible" del mercado se encuentra la mano bien visible de las
instituciones que condiciona sus resultados, al influir sobre costes, precios
y beneficios y, por ende, sobre las cantidades de productos intercambiados
y de residuos emitidos.
Los cambios mentales e institucionales a los que nos estamos refiriendo
resultan ciertamente difíciles de acometer en toda su magnitud: a nadie se
le oculta que el cambio de valoración indicado exige profundas modificaciones
en los valores e instituciones sobre los que se ha venido apoyando la
civilización industrial. Pero está claro que su planteamiento es condición
necesaria para su posible realización. Porque si ni siquiera se plantean es
seguro que no se realizarán. Y que si no se realizan, la civilización
industrial seguirá ordenando, con ligeras variantes, el territorio de acuerdo
con el modelo de las actuales conurbaciones que es solidario con las reglas
del juego que hasta ahora han venido orientando las decisiones económicas en
esta civilización. No estaba desencaminado, pues, el "Libro verde del medio
ambiente urbano" de la Unión Europea cuando planteaba la problemática que
suscita el actual modelo de urbanismo en términos de "crisis de
civilización".
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Fecha de referencia: 30-06-1997
Documentos > La Construcción de la Ciudad Sostenible > http://habitat.aq.upm.es/cs/p2/a007.html |