Ciudades para un Futuro más Sostenible
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Ciudades sostenibles
Mariano Vázquez Espí
Madrid (España), noviembre de 1998.

«Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas.»
Bertrand Russell

Los temas agazapados bajo la cada vez más popular expresión `ciudades sostenibles' son de tal complejidad y extensión que me sentiré satisfecho si, con este trabajo, consiguiera arrojar alguna luz acerca de lo que los conceptos de ciudad y sostenibilidad significan.

La tarea no está exenta de dificultades. Hoy denominamos ciudad tanto a Nueva York como a Segovia, tanto a la conurbación de Madrid como a uno de sus trozos, por ejemplo, a Móstoles, que en algunos años superó en población a casi todas las capitales de provincia de España.

Del lado de la sostenibilidad la cosa no está mucho mejor: en no pocos discursos políticos se empieza hablando del `desarrollo sostenible' en una pomposa introducción, para acabar reclamando instrumentos y políticas que permitan un `crecimiento económico sostenido', cuando ya el auditorio está bastante amodorrado.

Quizás en estas páginas no sería necesario empezar por definir lo que sostenibilidad e insostenibilidad significan. Pero es tal la confusión reinante, que no me parece una pérdida de tiempo el repasar algunas características fundamentales de este asunto. Afortunadamente, al tratarse de fenómenos globales, planetarios, es fácil dar una imagen simple que los explique y los modele.

Modelos sostenibles e insostenibles

Imagínense una botella de vidrio, herméticamente cerrada, bañada diariamente por la radiación solar. Imagínense que en ella hay aire, agua, una buena cantidad de nutrientes variados y un pequeño número de ejemplares de una bacteria `animal', una bacteria que denominaré en lo sucesivo con la letra A. Nuestro pequeño sistema cuenta así con una reserva de recursos y un flujo constante de energía en forma de luz. En este suculento ambiente, las bacterias proliferan muy bien al socaire de la abundancia de alimento y a la ausencia de competidores. De hecho, mientras queden nutrientes, agua y aire, la población crece brusca, exponencialmente: cada bacteria, llegada su hora, se divide en dos, y la población se va duplicando a cada paso... (Volveré más tarde sobre esta importantísima particularidad.)

A pesar de tan prometedor principio, y de forma inevitable, al final la población acaba por hundirse y morir, y quizás no porque se acaben los recursos (que es el primer problema que a uno se le ocurre), quizá la población muera ahogada en el veneno de sus propios desechos y residuos, puesto que estando la botella cerrada ni entran nuevos nutrientes, ni tampoco los venenos pueden ser expulsados. La insostenibilidad consiste, en definitiva, en algo tan simple como esto.

A una mente creativa podría ocurrírsele inmediatamente una sencilla solución que mata los dos pájaros de un solo tiro: basta con que una segunda bacteria de otro tipo, digamos la B, utilice como recursos los desechos de la bacteria A, y produzca como residuos los nutrientes que precisa esta última. Noten ustedes que el carácter de residuo o de recurso no es una característica de las substancias, se trata más bien de una valoración de quien las usa, en este caso nuestras bacterias. De ser esto posible y si el diseño de ambas bacterias resulta adecuado, todo parece perfecto: los materiales se transforman en un ciclo cerrado, y las poblaciones de las bacteria A y B alcanzan una proporción de equilibrio, en la cual a ninguna le falta alimento, y en la que el grado de contaminación del ambiente resulta tolerable para ambas. Ante nuestra pequeña sociedad bacteriana se abriría en el horizonte un futuro estable, un equilibrio dinámico en el que las generaciones se sucederían sin interrupción. Sería como un tiovivo que una vez puesto en funcionamiento, sigue dando vueltas por toda la eternidad.

Pero ¿es posible? Aquí aparece una mala noticia: una de las leyes fundamentales de la física, la ley de la entropía, también denominada `segunda ley de la termodinámica', descarta por imposible la existencia y el funcionamiento de este segundo modelo. Esta ley es sutil, técnicamente difícil de explicar, y continuamente su significado es debatido. Pero nadie ha conseguido rebatirla. La ley tiene varios enunciados alternativos, técnicos y rigurosos, pero he preparado para esta ocasión algunos más coloquiales:

Todo lo que espontáneamente cae, queda en el suelo... salvo que algo venga y lo alce de nuevo. Todo lo que espontáneamente se descompone, queda descompuesto... salvo que algo venga y lo componga de nuevo. Todo lo que espontáneamente se agrupa, queda agrupado... salvo que algo venga y lo separe otra vez.

Como ven, todos estos enunciados describen situaciones cotidianas y familiares: un vaso puede romperse espontáneamente, pero necesita de algo u alguien que lo recomponga con mimo: aun así, en el vaso pegado apreciaremos las juntas, las heridas del destrozo: incluso si con el vidrio de aquel vaso roto fabricamos otro, no es el vaso el que se fabrica a sí mismo... ¡y ni siquiera se trata del mismo vaso! Cuando empujamos un pequeño tiovivo infantil sabemos que acabará por pararse, y que nuestras criaturas, si es que la experiencia les agrada, nos pedirán interminablemente redoblados empujones... ¡hasta agotarnos! Los procesos del mundo que nos rodea parecen tener un sentido preferente, mientras que en sentido contrario las cosas no ocurren espontáneamente. Los procesos son espontáneamente irreversibles. Todo proceso tiene un coste energético inevitable: todo cuesta algún esfuerzo: en todo lo que hacemos perdemos algo de vida (finalmente morimos).

Pero hay también buenas noticias: la historia misma es irreversible, y el tiempo fluye en un sentido (pero no en el contrario): con esta ley física intentamos dar explicación y sentido al tiempo, una de las categorías fundamentales de nuestra percepción y disfrute del mundo. Sin el tiempo muchas de las cosas y fenómenos que contribuyen a nuestro bienestar no existirían.

En todos estos enunciados existe un `todo', un sistema que puede definirse mediante un marco de observación elegido arbitrariamente: la población de bacterias A, la población de bacterias A y B, el conjunto de todo lo contenido en la botella de vidrio... El sistema, cualquiera que sea, desarrolla alguna actividad con resultados observables, con modificaciones de la forma y organización del entorno: el sistema produce espontáneamente cambios. La ley afirma tajantemente que sólo `algo o alguien', venido de fuera del sistema, podrá `deshacer' estos cambios: la madre que ayuda a reordenar los juguetes de su hija, aquel que pega los trozos del vaso roto, quien quiera que vuelve a poner en marcha el tiovivo sin estar montado en él. En definitiva, el funcionamiento cíclico y completo de vida y muerte, composición y descomposición, no puede ser espontáneo: un agente externo tiene que ayudar a cerrar el ciclo, dando el impulso necesario para recorrer la mitad no espontánea del círculo. La población mestiza de bacterias A y B no podría alcanzar un equilibrio sostenible en el tiempo, según el segundo modelo que he descrito, pues entonces realizaría espontáneamente un ciclo completo de degradación y recuperación de los nutrientes originales de la botella. Por supuesto, podemos imaginar tal cosa, pero la ley de la entropía descarta que nuestra ilusión llegue a encajar alguna vez con el mundo que nos rodea. Sencillamente, las cosas no ocurren así. La bacteria B, a lo más, podrá usar como nutriente los desechos de la A, pero sus residuos serán materiales aún más degradados, con menos energía, inservibles para la bacteria A como alimentos (aunque quizás sean ahora inofensivos e inocuos para ella).

¿Cómo es entonces que la vida es posible? ¿Cómo es que estamos aquí? Como poco necesitamos una tercera bacteria, la C, distinta de las anteriores en algo esencial: necesitamos una bacteria que sea `vegetal', con habilidades suficientes como para que la energía venida desde fuera de la botella pueda recomponer lo espontáneamente descompuesto por las demás bacterias. A través de tales bacterias el Sol puede convertirse en la madre que ayuda a ordenar los juguetes, ser quien pega los trozos del vaso roto. Las inmensas complejidades del funcionamiento de la población de bacterias A, B y C no me interesan ahora: baste decir que la botella de vidrio que las contiene, junto al aire, el agua y los nutrientes es una imagen cabal de nuestro planeta. Junto al Sol, esta imagen es suficiente para explicar los procesos realmente cruciales de la vida, de ese estar juntos aquí y ahora. Contemplando el Sol y la botella, la estrella y la Tierra, vemos un proceso espontáneo con un sólo sentido: durante su lento morir como estrella, el Sol hace posible la vida. Nuestra vida, por tanto, es un don gratuito del Sol.

Quizás alguien pueda argüir que en este tercer modelo con bacterias `animales' y `vegetales' falta algo esencial: nosotras, las personas humanas. Pudiera ser. Pero hay un dato escalofriante que merece la pena recordar: todas las personas humanas que poblamos el planeta cabríamos en la cercana presa del Atazar (después de ser convenientemente trituradas, por supuesto)[1]. Sin embargo, las bacterias que pueblan la Tierra son varios órdenes de magnitud más numerosas, tanto en peso como en volumen. La desaparición de la humanidad no perturbaría apenas el despliegue de la vida, que permanecería evolucionando, imperturbable.

Por otra parte, la civilización urbano-industrial es como la bacteria A de nuestro primer modelo: se afana por vivir a costa de `nutrientes' que apenas se renuevan (combustibles fósiles, minerales, etc.) y produciendo nuevos residuos y desechos. La insostenibilidad no afecta a la vida en su conjunto, ni aun a la humanidad considerada como un todo: sólo la civilización urbano-industrial la produce, y sólo ella y sus vecinos (otras culturas humanas, animales y vegetales que han tenido la mala suerte de estar `cerca') se ven amenazados tanto por el agotamiento de recursos como por el veneno de sus residuos.

Aunque nuestra población no aumenta de manera alarmante, nuestro impacto sobre el planeta sí lo hace: hay varias razones estructurales para ello: conforme los yacimientos de alta calidad se agotan, para extraer la misma cantidad de mineral útil hay que remover más y más materiales inútiles para la industria; conforme la petición de un ambiente `más sano' se generaliza en los autodenominados países desarrollados, cada vez más quitamos de la vista nuestros desechos bajo la vigilancia de los `policías verdes', de las `Agencias de Medio Ambiente' , etc... pero, para ello, consumimos las mismas fuentes energéticas convencionales y producimos, por tanto, más y `mejor' contaminación. Por éstas y otras razones, nuestra producción de residuos no reciclables por la biosfera podría experimentar un crecimiento exponencial incluso si la población humana dejara de crecer.

Éste es el panorama en el que se sitúan nuestras ciudades. ¿Tienen ellas que ver con esta situación? ¿Podría de ellas surgir el impulso para una transformación radical de nuestra civilización dominante? ¿Qué podemos o qué debemos hacer con nuestras ciudades? Éstas son las preguntas cuyas respuestas hay que explorar.

La insostenibilidad de las ciudades globales

El desaforado consumo de recursos, del tipo de la bacteria A, no presenta las mismas características en unos lugares u otros del planeta. Un hecho comúnmente aceptado es que los países autodenominados desarrollados, con un veinte por ciento de la población, consumen un ochenta por ciento de los recursos. Imaginemos una humanidad dividida en dos clases homogéneas, `ricos' y `pobres', e intentemos percibir cómo se reparten cien unidades de recursos entre cien personas. A cada uno de los veinte `ricos' le tocan cuatro unidades; mientras tanto los ochenta pobres se conformarán cada uno con un cuarto de unidad de recurso. Tenemos una primera conclusión: los `pobres' se comportan de forma mucho menos insostenible que los `ricos' pues a fin de cuentas hacen lo mismo (nacer, crecer, reproducirse y morir) consumiendo 16 veces menos recursos que sus vecinos.

De los veinte ricos, 16 viven en ciudades en el sentido moderno del término y suponiendo que se reparten los recursos equitativamente con sus cuatro colegas rurales, se quedan en su ciudad `rica' con 64 unidades de recursos. Entre los ochenta `pobres', solo veinticuatro viven en ciudades `modernas' y suponiendo de nuevo un reparto equitativo con sus colegas del campo, se quedan en su ciudad `pobre' con seis unidades de recursos. En total, por tanto, el sistema urbano moderno alberga cuarenta personas entre `ricos' y `pobres' y consume setenta unidades de recurso, es decir, casi dos unidades per capita. El mundo rural, con sus campos, pueblos y aldeas, alberga a sesenta personas que utilizan para su subsistencia sólo treinta unidades de recursos, es decir, sólo media unidad de recurso por campesino. De este modo, la conclusión es que nuestro moderno y aparatoso sistema de ciudades resulta casi cuatro veces más despilfarrador, contaminante e insostenible que el mundo rural y agrícola. Ésta es una estimación muy, pero que muy prudente, puesto que en realidad, el reparto de los recursos dista mucho de ser homogéneo: tanto entre `ricos' como entre `pobres', las ciudades se quedan con mayor parte del pastel que el campo; pero además una parte de los recursos que el campo gasta no es en realidad para la subsistencia de los campesinos que allí viven, sino para la futura alimentación de los habitantes de las ciudades. Si se consiguiera transformar el sistema urbano de manera que redujera su consumo al nivel del medio rural, el consumo global de recursos de la humanidad podría disminuirse como poco a la mitad: ¡un objetivo impensable para los burócratas que se reúnen en Buenos Aires! En todo caso, queda claro que la insostenibilidad de la civilización industrial se encuentra íntimamente unida al desarrollo de las actuales conurbaciones. Dentro de ellas, el récord mundial de consumo y contaminación pertenece a las `ciudades globales': Los Ángeles, Nueva York, Tokio, Londres, París, etc.[2].

¿Es sostenible la ciudad de Nueva York? Depende. Si el actual orden internacional se sostiene, la ciudad de Nueva York podrá seguir consumiendo fantásticas cantidades de recursos a la vez que, a través de una economía internacionalizada, la contaminación producida por su funcionamiento se manifestará muy lejos de la isla de Manhattan[3]. Vista así, es una ciudad sostenible por la simple razón de tener el poder político necesario para sostenerse.

Pero el concepto de sostenibilidad que me interesa es el que José Manuel Naredo (1996) ha denominado sostenibilidad fuerte: ¿puede extenderse el funcionamiento de Nueva York a toda la botella herméticamente cerrada, es decir, al planeta en su conjunto? Les ahorraré los cálculos: si en todas las ciudades del planeta se adoptara la fisiología de Nueva York u otras ciudades semejantes, las reservas de combustible tardarían en agotarse unos cincuenta años. Sin embargo no estaríamos allí para verlo pues, mucho antes, la atmósfera se habría vuelto altamente contaminante para los animales superiores. Por tanto, ninguna de las denominadas `ciudades globales' sirve como modelo sostenible para el conjunto de las ciudades del planeta. La sostenibilidad fuerte presupone, como ven, la equidad entre los miembros de la especie y, en consecuencia, no sólo asegura la viabilidad ecológica y física, también sienta las bases, al menos las necesarias, para una convivencia pacífica y justa con nuestros semejantes.

Para que las `ciudades globales' se sostengan sin destruir el medio físico y biológico que las alberga, la condición necesaria (aunque quizás no suficiente) es muy clara y precisa: las `ciudades globales' tendrán que impedir, incluso por la fuerza, que el resto del mundo alcance sus mismas cotas de consumo y disfrute de recursos (evitando la consiguiente producción de contaminación). Hay datos recientes que confirman esta desalentadora conjetura. Así, mucho se ha alardeado acerca de que el consumo per capita de energía en todo el mundo ha permanecido casi estable en la última década, queriéndose indicar con ello que el sistema global comenzaba a corregir sus disfunciones. Sin embargo, como ha señalado Antonio Estevan (1998), un análisis más meticuloso de los datos disponibles revela que el consumo per capita de energía ha crecido en los países `ricos' un diez por ciento, lo que como contrapartida pone de relieve que los países ya de por sí `pobres' han sido obligados a reducir su consumo en un siete por ciento. Supongo que no se les escapará que esta política será en el futuro una fuente inagotable de conflictos, que algunas veces serán sangrientos y dramáticos. Las imágenes que nos llegan o llegaron de la antigua Yugoslavia, de Ruanda, y de tantos otros lugares del mundo pueden ser leídas ahora con nuevas pero inquietantes perspectivas...

Condiciones necesarias para una ciudad sostenible

Plantear un modelo sostenible sobre el papel es tarea extraordinariamente simple: basta con dos condiciones que deben cumplirse simultáneamente: que todos nuestros procesos, simples o complejos, funcionen como `norias', cerrando los ciclos de materiales, y que tales `norias' sean movidas por la energía libre de origen solar (la propia radiación solar, el viento, etc.). La simultaneidad de ambas condiciones merece subrayarse: no basta con que a los enchufes de nuestras casas nos llegue electricidad de origen solar, en vez de térmico o nuclear: si seguimos con la misma forma de vida los ciclos de materiales que utilizamos seguirán sin cerrarse, y contaminarán el ambiente en cuanto su concentración supere ciertos umbrales. En este punto se reconoce a los grupos ecologistas más sensatos cuando simultáneamente solicitan energía solar y reciclaje. También se reconoce la habilidad empresarial de las divisiones de `energías renovables' de las grandes multinacionales petrolíferas: planeando la construcción de grandes centrales eólicas o solares, responden bien a los intereses de la empresa: seguir con el negocio a la vez que mejoran su imagen pública. Por supuesto es preferible una megacentral eólica a una térmica o nuclear, pero de no cambiar nada más, seguiremos viviendo de forma globalmente insostenible.

Por tanto, para construir una `ciudad sostenible' en el mundo real lo que se impone es transformar radicalmente nuestras insostenibles ciudades modernas, y nuestra forma de vivirlas. No se trata de construir otras nuevas. Muy al contrario: en conurbaciones como Madrid, con viviendas vacías suficientes como para albergar holgadamente un millón más de personas, resulta urgente parar de construir. Tenemos que reciclar nuestras ciudades. Debe quedar claro que la simple enunciación teórica del problema y de su solución no basta: desde mediados del siglo XIX (quizás antes) lo que yo denominaría `movimiento ecologista' (nutrido por personas de muy distinto origen y especialidad) ha puesto sobre la mesa los instrumentos técnicos y analíticos necesarios, pero una y otra vez éstos han caído en saco roto. Debemos concluir que otro género de fuerzas opera en el fenómeno urbano y que, sin contar con ellas, nada podrá hacerse.

Para buscar alguna luz podemos volver la mirada hacia el pasado: hubo ciudades insostenibles y sus vacías y románticas ruinas nos han permitido vislumbrar algo de su antiguo esplendor. También las hubo sostenibles, y muchas de ellas dan hoy cuerpo a los llamados `cascos históricos' de nuestras conurbaciones.

La ciudad del pasado fue muchas cosas a la vez. Desde luego fue y es uno de los medios físicos utilizados por el ecosistema humano para controlar y mantener su estructura. Tal y como sugieren algunas observaciones de Ramón Margalef, la ciudad humana tiene un cierto paralelismo con un árbol. En ambos, sólo una pequeñísima fracción del peso total es materia viva. La mayor parte de un árbol es materia mineral que asegura que esa pequeña fracción de biomasa pueda mantener una forma estable, disputar por la radiación solar y por los nutrientes del suelo.

Tanto en la ciudad sostenible del pasado como en el árbol, la estructura material es expresión del devenir de la materia viva: así como la tenue capa viva del árbol va dejando cada año su anillo en la estructura interna del tronco, la ciudad fue ante todo expresión directa de la voluntad colectiva y libre de estar juntos, de vivir con otros, generación tras generación. La ciudad es un espacio ideal para la convivencia. La mirada pictórica en seguida descubre el carácter `orgánico' de los trazados de los `cascos históricos', y las analogías con otras formas orgánicas resultan legítimas y esclarecedoras.

La ciudad moderna perdió su alma colectiva: claramente desde el Barroco, la ciudad comenzó a ser planificada como una máquina, y ha dejado de ser expresión de la materia viva en su continuo nacer y morir. En un sentido preciso, la ciudad planificada ha significado la vuelta al trogloditismo: a sus habitantes sólo les queda conseguir un agujero, que no han construido ni organizado a su capricho y necesidad, e intentar convertirlo en un nicho ecológico, rodeado de trogloditas compitiendo por recursos escasos. Paradójicamente, el sueño de construir un hogar sólo se alcanza, a veces, al acceder a la `segunda residencia' de fin de semana.

¿Por qué la ciudad creada por los habitantes para alojarse comenzó a transformarse en Europa en la ciudad propuesta y construida para alojarlos?

De entre los varios factores que pueden invocarse, el colonialismo que siguió al `descubrimiento' de América podría tener especial relevancia. Imagínense a los conquistadores intentando convertirse en tales: intentando dominar un territorio ya primorosamente ocupado por el indígena tanto en lo rural como en lo urbano: por pura necesidad militar, el conquistador descubre, de nuevo, que es posible proponer e imponer una ciudad a una población sin contar con ella, dando lugar a las cuadrículas de la ciudad colonial, desprovista de esas formas orgánicas que podemos apreciar en las ciudades europeas del medievo. Nada más natural que aplicar esos mismos principios en la propia metrópolis. En un sentido preciso, la ciudad moderna europea, extendiéndose alrededor del villorrio medieval, se ha autocolonizado a sí misma, produciendo el mismo efecto que en la ciudad ultramarina: la pérdida de la condición de verdaderos ciudadanos de sus habitantes. Con la conquista aparece la separación entre colonizador y colonizado, que será reproducida en la metrópoli, entre administrador y administrado. Con ella comienza otra vez el transporte horizontal a larga distancia y la explotación de otros territorios. En el campo colonial sólo vive el indígena, así que nada más espontáneo que elevar de categoría a la ciudad habitada por el conquistador y su corte, degradando así lo rural, como territorio salvaje e incivilizado. Con el tiempo, la lógica del colonialismo se universalizó comenzando a ser percibida como un bien en sí mismo.

Hay otro factor de fundamental importancia, sobre todo en este siglo: la implantación de la agricultura química en el mundo rural y la consiguiente drástica disminución de la mano de obra necesaria, empujó y forzó a un buen número de campesinos hacia la ciudad. Difícilmente esas corrientes migratorias podían tratar como propia una ciudad que era el destino del exilio. Se encontraron en un mundo ajeno, en el que nunca se les ha ofrecido la oportunidad de hacerlo propio. Como cabía esperar, ambos factores, junto a otros, se reforzaron mutuamente en la destrucción del alma colectiva de la ciudad.

El transporte en árboles y ciudades

A través de la ciudad y del árbol, los recursos y los residuos circulan, y una buena parte de la energía consumida se emplea en asegurar ese transporte. Mientras que la energía empleada provenga del Sol, ciudad y árbol están ligados a sus ciclos: el transporte debe asegurar el abastecimiento según los días y las estaciones. Esto tiene implicaciones estructurales muy importantes: conforme el tamaño del árbol o la ciudad aumenta, así la velocidad del transporte debe aumentar para asegurar un abastecimiento puntual dentro de un ciclo temporal de duración fija. Pero la velocidad significa consumo extra de energía: esencialmente, duplicar la velocidad significa cuadruplicar el gasto energético en transporte. Por ello existe para cada árbol un tamaño insuperable, a partir del cual toda la energía capturada del ambiente tendría que emplearse en transporte y no quedaría ni una gota para otra cosa. En una ciudad sostenible, ligada al flujo solar, nos encontramos con límites similares (aunque por supuesto otros factores podrían imponer límites más estrictos).

El arquitecto Sáenz de Oiza definió alguna vez la ciudad como el espacio geográfico que una persona humana puede recorrer entre el amanecer y el ocaso. Una sugerente definición, que desde luego tiene más que ver con la ciudad moderna, que con ninguna otra. Una definición que en todo caso revela a la vez cómo puede sobrepasarse el límite energético al transporte sostenible y cómo el transporte constituye una de las causas principales de la actual insostenibilidad urbana: para ciertos privilegiados existe la ciudad Madrid/Barcelona o la ciudad París/Londres gracias al voraz consumo de energías fósiles: desayunan en su casa, viajan para una comida de negocios muy importante, y vuelven a dormir al hogar. Como ha sugerido Margalef, «la contaminación es principalmente una enfermedad del transporte».

Cualquier ciudad presenta una notable diferencia con el árbol: en éste el transporte es vertical y las reglas del juego básicas son claras: esencialmente cada ejemplar dispone de unos recursos y una radiación solar dados, los correspondientes al suelo ocupado, de manera que su tamaño insuperable dependerá de las particularidades de sus sistemas de transporte y aprovechamiento de energía. En la ciudad el transporte es esencialmente horizontal, y los yacimientos de recursos no están en principio acotados. Ahora, además, los propios sistemas de transporte `compiten' por el suelo disponible con los edificios y otros usos, de suerte que la mayor velocidad requerida por el crecimiento sostenido de las ciudades no sólo demanda más energía, demanda más suelo en forma de nuevas calles, circunvalaciones, autopistas cada vez más extensas, y por tanto una ciudad a su vez más grande, que a su vez precisa de mayor velocidad aún, etc.: una espiral exponencial sin límite... Por dar un dato, en las últimas décadas Madrid ha multiplicado por dos la superficie ocupada por habitante, sin que esta duplicación haya significado ninguna mejora apreciable en el grado de bienestar de sus ciudadanos. Por supuesto que, explotando yacimientos energéticos cada vez más lejanos, la ciudad moderna puede seguir aparentando que resolverá sus problemas de transporte y continuar con su crecimiento, pero las más elementales leyes de la física permiten apostar por que la solución nunca llegará: el sueño de la movilidad sin fin sólo engendrará la pesadilla del atasco perpetuo. Lo cierto es que cuando la movilidad resulta imprescindible para la supervivencia, nuestros compañeros nómadas (personas humanas, aves, ballenas, etc) nos enseñan que es mejor no hacer ciudad, echarse al camino y andar.

Diferencias entre el transporte horizontal y vertical

La diferencia entre el transporte horizontal y vertical es, ante todo, geométrica: los árboles, para hacer crecer su estructura mineral no viva, están a expensas de que sus propios residuos caigan al suelo, se reciclen y vuelvan a entrar por las raíces. Cuando un árbol agota los recursos bajo sí, muere y deja paso al siguiente. Un bosque puede explotar a los ecosistemas que le rodean pero, debido a la naturaleza vertical del transporte de los nutrientes, sólo puede hacerlo a través de las fronteras que le separan de ellos. La tasa de explotación es pequeña y lo es tanto más cuanto más grande es el bosque, pues según crece, la frontera que lo define es una fracción cada vez más pequeña de la masa total. Algunos bosques, dejados a su arbitrio, llegan a acumular tanta materia combustible respecto a la masa total que acaban incendiándose por una u otra causa, y el ciclo de la vida se renueva. Si me permiten la metáfora, el árbol y el bosque `sienten' y `perciben' hasta qué punto han cerrado sus ciclos de nutrientes y desechos y, si la situación lo demanda, `deciden' tomar cartas en el asunto, incluso con un admirable y oportuno suicidio. Ello es posible gracias a que la parte crucial del ciclo de materiales se cierra en un espacio pequeño: sólo entonces un sistema puede `medir' sus costes y autorregularse. El coste físico de un objeto es una propiedad `emergente' que no pertenece al objeto, tal y como ocurre con otras propiedades: peso, volumen, color, etc. Pertenece, como vimos, al proceso en el que el objeto participa. Dos objetos en apariencia idénticos y de igual precio pueden requerir muy distintos costes físicos: todo depende de cómo se hayan fabricado. Esta diferencia es la que percibimos al comparar un sucedáneo con el producto original. Por ello la medida del coste de un objeto es elusiva, más difícil que, por ejemplo, medir su peso. Pero el árbol, dominando sensitivamente el territorio que contiene los procesos que le afectan, puede tener un control adecuado sobre sus propios costes.

Por el contrario, el transporte horizontal permite que quedemos a merced de una percepción parcelaria, local, inconsciente del derredor, y por tanto insuficiente para una gestión adecuada de recursos y residuos. Así ocurre las más de las veces en la ciudad contemporánea y, especialmente, en las `ciudades globales'. La solución más sencilla para la basura en nuestra casa es obvia: sacarla a la calle. Para la basura en la calle, nada más fácil para un ayuntamiento que llevarla al vertedero. Y así sucesivamente. El camino de los recursos es simplemente el contrario. Sin realizar el penoso esfuerzo de pensar y meditar, resulta cuando menos raro que alguien nacido y educado en tal ambiente pueda percibir la conexión entre un flujo y otro, y los beneficios o daños que pueda ocasionar más allá. Lo único que cuenta es la limpieza del cubo bajo el fregadero y la abundancia dentro del frigorífico. Y nada más espontáneo que considerar que los artefactos que posibilitan estas `sencillas' soluciones a nuestros problemas domésticos sean un estupendo logro de la civilización. Así ocurre con el automóvil, tal y como lo expresó con su habitual claridad Félix Candela (1985): «la invención y el desarrollo patológico de este instrumento de transporte son un producto típico de nuestra generación, y su evolución, uno de nuestros mayores orgullos. Sin embargo, resulta evidente que no es posible hacer habitables nuestras ciudades mientras exista. Ni siquiera un gobierno, por autoritario que fuera, podría enfrentarse al problema con soluciones drásticas. Veinticinco centavos de cada dólar americano se gastaban en algo relacionado con el automóvil. Su supresión significaría la bancarrota del país. La tragedia de los hombres de mi generación es que estamos ayudando a crear un mundo en el que no creemos.»

Todo tiene un coste y exige un esfuerzo, ya lo vimos. La propia gestión no escapa a esa regla. Mientras que para el árbol, debido a su autosuficiencia, ese coste es marginal, en la ciudad global resultaría insoportable, aun si sus habitantes tuvieran la voluntad de ser conscientes de dónde vinieron o a dónde fueron, y qué impactos ocasionaron cada uno de los objetos que consumieron o desecharon. La ciudad global no puede autorregularse. Citando otra vez a Candela (1985), «un creciente número de personas tienen la errónea sensación de dominio sobre los productos de la técnica puesto que, a pesar de su ignorancia, pueden comprarlos con dinero, y una fe ciega en que la ciencia les resolverá todos sus problemas».

Transporte y moneda

Mientras que el transporte horizontal fue escaso, las ciudades y pueblos funcionaron de forma parecida al árbol: residuos y recursos podían compararse y relacionarse. Las distintas mercancías podían incluso trocarse directamente sin necesidad de dinero. La propia moneda era mercancía: para ver su valor se pesaba. De manera consciente o inconsciente, era posible una percepción suficiente de la globalidad de los costes como para que su control fuera efectivo ¡incluso sin sistemas contables! La explosión del transporte horizontal exigió una reformulación intensa de la moneda y del dinero, hasta auparlo a la categoría de valor simbólico de poder que hoy nos resulta familiar. Se trata del mecanismo imprescindible para que el tráfico de mercancías pueda funcionar de manera ágil a largas distancias y sólo en un sentido. Como tal símbolo puede crearse de la nada siempre que el emisor tenga suficiente poder para ello. Con él se intenta comprar todo: últimamente incluso el derecho a contaminar el planeta, tal como planea EE UU con la reducción de emisiones contaminantes de la antigua Unión Soviética. El moderno dinero no es ya siquiera el papel moneda: los sofisticados activos financieros son ya tan sólo anotaciones en cuentas electrónicas en instituciones con suficiente poder para hacerlas y a las que otorgamos nuestra confianza, por la simple y comprensible razón de mantener en orden la cocina de nuestra cueva. Con este admirable instrumento y su creación a medida, el transporte permite a las `ciudades globales' la explotación sin límite del resto de los ecosistemas y territorios, propiciando el crecimiento sostenido de aquel abismo entre `ricos' y `pobres' que examinábamos con anterioridad. Los valores monetarios amenazan con convertirse en nuestra única forma de percepción ecológica, encubriendo todo aquello que el árbol puede sentir y controlar de forma tan barata. Mientras que el árbol alcanza la sostenibilidad a través de su autosuficiencia en el territorio que habita, en la ciudad motorizada y monetarizada ni siquiera podemos percibir con claridad lo insostenible de nuestra vida, atrapados en un mundo de cuevas sobre el que no podemos hacer otra cosa que vender y comprar cosas que vienen y van. Bajo esta luz es fácil entender la prisa de la civilización urbano-industrial por suprimir las fronteras para las mercancías y la moneda, y los obstáculos que encuentran las personas para atravesarlas. Las sedentarias `ciudades globales' no quieren ni oír hablar de la posibilidad de que los `pobres' decidan volverse nómadas.

La construcción de la ciudad sostenible

La construcción de la ciudad sostenible pasa por recuperar el control del ciclo completo de energías y materiales que permiten nuestra existencia. Y para empezar debemos recuperar su percepción eliminando la lejanía. Calmar el tráfico en todos los planos y distancias resulta por tanto una labor prioritaria ¡y no me refiero sólo al automovilístico! Una vez podamos ver, podremos conocer, valorar y controlar. La recuperación de la ciudad construida, modificada, rehabilitada por sus ciudadanos es por tanto una condición imprescindible para su sostenibilidad. El ciudadano tiene que recuperar la posibilidad de dejar huella en la ciudad que habita, como pasó y pasa en algunas ciudades, como siempre hizo la célula viva en el árbol. Una democracia entendida como un proceso electoral no ayuda mucho aquí. Idealmente, en el ágora de la ciudad deberían caber representantes de todas sus familias y tribus, que deberían poder realizar el deseo primero de lo urbano: estar juntos, verse y tocarse las caras. Es necesario por tanto un tamaño de ciudad, de espacio urbano, acorde con la posibilidad de percibir la totalidad o la mayor parte posible de personas, objetos, energías, información que la forman. La ciudad tiene que ser abarcable apenas sin esfuerzo. Para nuestras grandes metrópolis se ha sugerido y en ocasiones experimentado su troceo en barrios-ciudad, tal y como ha propuesto Agustín Hernández. Trozos de tamaño suficiente como para dar cabida a la complejidad de lo urbano y a su diversidad, pero no tan grandes que el ciudadano los desconozca. Trozos en los que la población pueda, para empezar, construir por sí misma su propia centralidad, su identidad colectiva. No se trata desde luego de construir fronteras arbitrarias: igual que fue posible construir la ciudad global mediante el diseño de redes de comunicación e ingentes inversiones en infraestructuras, es posible trocear la ciudad reformando sus sistemas de transporte: si las circunvalaciones y las autopistas nunca fueron expresión de un proyecto colectivo, su remodelación podría serlo. Lo que digo no es una utopía: hay ya experiencias de ciudades que iniciaron, quizás por circunstancias insospechadas, su propia transformación: Curitiba en Brasil, Adelaida en Australia, Zurich, Vancouver y otras. A medida que la conciencia de nuestros problemas ha ido creciendo, gracias a una paciente y pertinaz labor de denuncia del movimiento ecologista, a veces basta con una cierta masa crítica de personas informadas y alguna circunstancia favorable para que el proceso, al menos, comience. Cada experiencia tiene sus propias particularidades, aciertos y fracasos, de manera que no tendría sentido aquí una exposición de recetas, trucos y reglas para la rehabilitación ecológica de la ciudad: lo que en unos sitios puede servir en otros puede fracasar. Lo único que las distingue a todas ellas es, precisamente, ese afán por una nueva acción política democrática que permita reconstruir el alma colectiva de la ciudad. Desde luego las conclusiones muy generales que pueden sacarse de todo lo que llevamos visto son ideas-fuerza que deben concretarse sobre el terreno. Insistiría en dos: primera, la reducción del transporte por todas las razones apuntadas. Segunda: la recuperación de una agricultura sostenible. Este punto ofrece muchas ventajas, pero para la ciudad una en especial: para una agricultura sostenible volverá a necesitarse un montón de gente a pie de campo, lo que daría oportunidades significativas para recuperar el medio rural y su posición superior en el proceso productivo, a la vez que descongestionamos nuestras conurbaciones más grandes. La transformación de la agricultura y de la ciudad tienen que entenderse como caras de una misma moneda. De otro modo, la reforma ecológica pasará a la historia como una moda arquitectónica más, una moda epidérmica, impúdicamente lingüística.

¿Cuánto tiempo tenemos?

Cuando planteé al principio el primer modelo de la botella hermética, vimos que la población de la bacteria A crecía exponencialmente para luego sucumbir. Les prometí entonces volver más adelante sobre este particular. Para acabar cumpliré con mi promesa. Los crecimientos exponenciales son apreciados por los matemáticos, pues tienen algo de mágico: al principio parece que el objeto en estudio apenas es un poco más grande, pero al cabo de un tiempo, casi de repente es ya tan enorme que apenas alcanzamos a verlo. La velocidad en crecer va pareja exactamente con el tamaño: tanto más grande, tanto más rápido crece. Un antiguo cuento chino explica bien y gráficamente las consecuencias del carácter exponencial de muchos de los procesos que hemos examinado. Imagínense un pequeño estanque, donde viven nenúfares hipotéticos, con la extraña habilidad de que, cada día, se dividen en dos de igual tamaño. Un cierto día, tan sólo la mitad de la superficie del estanque está cubierta por los nenúfares. La otra mitad permanece libre, de manera que la luz puede penetrar en el agua y otros seres vivos pueden medrar en aparente armonía. Todo está en calma, peces y larvas bucean despreocupados. Sin embargo, al día siguiente, tras la reproducción de los nenúfares, toda la superficie del estanque aparece cubierta: nada de luz llega al agua: peces y larvas comienzan a preocuparse seriamente: pero es tarde: nada pueden ya hacer para controlar su situación. La vida comienza a extinguirse. No como en una explosión. Al decir de Margalef, como un globo que se deshincha.

Referencias

Candela, Félix  (1985)   En defensa del formalismo y otros escritos   Xarait Ediciones, s.c. 
Estevan, Antonio  (1998)   «El nuevo desarrollismo ecológico»,   Archipielago, número 33, pp. 47-60 
Naredo, José Manuel  (1996)   «Sobre los orígenes, el uso y el contenido del término sostenible»,   Biblioteca Ciudades para un Futuro más Sostenible, Documentos: La construcción de la ciudad sostenible, junio de 1997, http://habitat.aq.upm.es/cs/p2/a004.html 


Notas


 [1]: 6.000 millones de personas a razón de 70 litros por persona son 420 millones de metros cúbicos, 420 hectómetros cúbicos. El embalse de El Atazar, cercano a Madrid, tiene una capacidad de 426 hectómetros cúbicos, ligeramente superior.
 [2]: Los datos en que me he basado para la estimación anterior son algo `viejos' y han quedado desfasados. Sin embargo, con datos más actuales (aunque menos unánimemente admitidos) las conclusiones cualitativas son semejantes.
 [3]: Nótese que si Manhattan es una ciudad muy limpia, al menos en relación a su producción de residuos, ello se debe también a unas muy favorables condiciones de su clima local.

Edición del 10-3-2004

Documentos -- Textos sobre Sostenibilidad > http://habitat.aq.upm.es/select-sost/ab1.html

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