Documentos > Globalización, territorio y población > http://habitat.aq.upm.es/gtp/arfer5.html |
La Presión sobre el Agua en Europa, Agencia Europea del Medio
Ambiente.
El agua es un elemento trascendental para el desarrollo de la vida.
Y, por lo tanto, es un condicionante de primer orden para la
sostenibilidad de los asentamientos de población, de la actividad
agrícola, industrial y turística que los acompaña, y de los
ecosistemas en donde se inserta la actividad humana y productiva.
El hecho de que el Estado español se encuentre situado en un lugar
del mundo de clima semiárido, con una precipitación media
relativamente escasa (650 mm anuales) [MOPTMA , 1993], y en general
irregular, repercute (y repercutirá aún más en el futuro) en la
relación que se establece con este recurso clave y en la viabilidad
de las actividades que se sustentan en el uso del mismo.
El territorio español, dentro de esas características generales,
presenta, sin embargo, una climatología desigual que condiciona el
dispar reparto de esta fuente de vida. Las áreas de clima
mediterráneo: Cataluña, País Valenciano, Murcia, Andalucía,
Baleares... así como las Islas Canarias, son las zonas donde las
precipitaciones tienen un volumen más escaso; destacando, en la
península, la cuenca del Segura con una precipitación media de tan
sólo 350 mm anuales. Mientras que, p.e., las cuencas del Norte, con
clima húmedo, tienen una media de 1350 mm al año, similares en
orden de magnitud a otras áreas centroeuropeas [MOPTMA , 1993],[1].
Ello hace que, p.e., los ríos en la "piel de toro" lleven
considerablemente menos agua que los existentes al norte de los
Pirineos; en concreto, en comparación con Francia, nuestros ríos
llevan solamente el 4% del caudal del sistema fluvial galo. Lo que
condiciona no sólo las posibilidades de abastecimiento de agua
superficial, sino especialmente la capacidad de dilución de los
vertidos a los cauces fluviales. Máxime en época de estiaje, debido
a la mayor irregularidad de los caudales de nuestros ríos [Naredo
y Gascó , 1996].
Al mismo tiempo, como consecuencia del elevado grado de radiación
solar, y de las consiguientes altas temperaturas medias, el
territorio español tiene, en general (salvo en el Norte), una mayor
demanda de evapotranspiración potencial[2] que la precipitación media
que recibe; al contrario, p.e., que en Francia o, en general, las
áreas de clima húmedo. Lo cual supone límites precisos al
desarrollo de biomasa vegetal (ya sea con fines productivos o
ecológicos), acentuando la aridez de amplias zonas del territorio
español. A lo que se suma, en una especie de círculo vicioso, la
menor capacidad de retención hídrica superficial, debido a la
preponderancia de suelos más pobres, hecho que incide en la menor
humedad del suelo, la más reducida presencia de acuíferos
superficiales, y el incremento de los riesgos de erosión, debido a
la pobre (o, en muchos casos, nula) vegetación existente. Nuestros
acuíferos suelen encontrarse a cotas bastante más profundas, y por
lo tanto más difíciles y costosas de acceder, que los de
territorios septentrionales europeos [Naredo y Gascó , 1996].
Por otro lado, a lo largo del presente siglo se ha ido produciendo
una disminución y un aumento preocupante de la irregularidad
(espacial y, sobre todo, temporal) de las precipitaciones,
especialmente acusada en todo el Sureste peninsular; en línea,
probablemente, con lo que apuntan las consideraciones que sobre el
previsible cambio climático se efectúan en relación con nuestro
entorno geográfico [CNC , 1994]. Y, al mismo tiempo, se ha producido
un desplome en los caudales de los ríos, superior al descenso de
las precipitaciones. Fruto, con toda seguridad, del creciente uso
humano (especialmente agrícola) que se efectúa de los recursos
hídricos. Con lo que el problema de la disponibilidad de éstos se
ha acentuado en los últimos tiempos [Naredo y Gascó , 1996], y de
forma claramente manifiesta durante el fuerte período de sequía
sufrido en la primera mitad de los noventa.
Sin embargo, no nos enfrentamos solamente a un problema de cantidad
del recurso agua, sino, y muy especialmente, de calidad natural del
mismo. Y eso sin considerar el deterioro de la calidad como
resultado de su uso humano y productivo, que luego se abordará. "La
aridez a la que se encuentra sometida la mayor parte del territorio
español hace que la mala calidad de las aguas vaya las más de las
veces asociada a su escasez [...] El contenido en sales del agua va
aumentando [sobre todo en las zonas áridas] hasta llegar al mar"
[Naredo y Gascó , 1996]. Esta mala calidad se da en mayor o menor
grado en todas las cuencas salvo en las del Norte y Duero, máxime
en época de estiaje, y no se puede cambiar a golpe de depuradoras.
Siendo las diferencias de calidad, dentro de las cuencas y entre
ellas, abismales. "En la España meridional y costera, los problemas
de calidad contribuyen tanto o más que los de cantidad a la escasez
de agua para abastecimiento, por lo que carece de sentido
preocuparse sólo de la cantidad y no conservar, gestionar e,
incluso, rectificar la calidad de agua disponible en esos
territorios. P.e., la masiva instalación de aljibes en esas zonas,
hoy desbaratados por el "progreso", buscaba más la calidad del agua
de lluvia que la cantidad, que normalmente ofrecían los pozos y
fuentes locales, utilizando así aguas de calidades diferentes para
satisfacer usos diferentes, con más juicio de lo que comúnmente
hacen los abastecimientos centralizados y polivalentes hoy en día
[Naredo , 1997a].
De cualquier forma, el inicio de la percepción pública del agua
como un recurso escaso y frágil no se ha dado hasta muy
recientemente. Y se produjo como consecuencia del brutal periodo de
sequía que sacudió a gran parte del territorio español
recientemente. La situación de extrema penuria alcanzó a más de
doce millones de personas, localizadas prioritariamente en la mitad
sur de la península, el arco mediterráneo y los archipiélagos. Las
reservas de los embalses y abastecimientos de estas zonas
permanecieron en mínimos históricos, poniendo en peligro el
abastecimiento humano de grandes poblaciones, que estuvieron en su
práctica totalidad sometidas a severas restricciones. Sin embargo,
una vez alejado (por el momento) el fantasma de la sequía extrema,
la modificación en cuanto al estado de opinión es muy limitada e
incompleta, y no se traduce en cambios mínimamente relevantes ni en
la política oficial (que continúa, en general, con todas sus
inercias) ni en cuanto a las pautas de uso. ¿Cuáles son las causas
de que se haya asentado una cultura del agua despilfarradora en un
territorio que ha estado sometido desde siempre a problemas de
escasez y calidad?. Máxime cuando históricamente las diferentes
culturas del agua que se han desarrollado en la península han
tenido muy en cuenta los condicionantes naturales para la obtención
y utilización de este recurso.
Quizás la razón fundamental sea la abultada (y costosa) actuación
de creación de infraestructuras de regulación y distribución de
este recurso acometida a lo largo de los últimos 40 ó 50 años[3] (ver
figura 16), que ha permitido obviar, transitoriamente, la sensación
de escasez, haciendo factible un incremento constante y
espectacular de la utilización de los recursos hídricos. Y el hecho
de que se ha consolidado una gestión tecnoburocrática del agua al
margen de condicionantes físicos, acorde con los intereses
económicos dominantes generales, y los específicos del sector
(empresas de construcción, de equipamiento hidráulico, sector
eléctrico...), así como en línea también con las presiones
corporativas (ingenieros de caminos). Al tiempo, que el incremento
del poder adquisitivo, y la expansión del mercado de lo que se
conoce como aguas de mesa, ha permitido soslayar, por el momento,
y a costa de un elevado impacto ambiental (proliferación de
residuos, consumo energético[4]...), y un creciente gasto económico,
el grave problema que plantea, en muchas zonas y espacios urbanos,
el consumo de agua para uso humano directo.
España dispone de más de 1300 embalses, que regulan más del 40% de
los recursos hídricos globales, siendo el país del mundo con más
superficie proporcional de embalses [MOPTMA , 1993]. La orografía
sumamente movida del territorio español ha posibilitado tamaño
alarde ingenieril, que ha conllevado por supuesto una elevadísima
inversión en obra civil, y ha ocasionado el despoblamiento,
desplazamiento y reasentamiento de numerosos núcleos de población
rural, aparte de importantes impactos ecológicos. Ello ha hecho
factible que el Estado español se convierta en el cuarto consumidor
mundial de agua "per capita" por detrás de EEUU, Canadá y la
ex-URSS [Ruiz , 1993], y que comparados con nuestra vecina Francia
se disponga de una capacidad de agua embalsada varias veces
superior, para dar abastecimiento a un territorio y a una población
menores [Naredo , 1997b]. Todo lo cual ha generado la falsa
expectativa de una abundancia sin límite, y ha permitido impulsar
políticas agrícolas, turísticas y urbano-industriales que sin este
"colchón de seguridad" hubieran sido sencillamente inviables.
Ello ha hecho factible la importantísima intensificación de la
política de regadío ya comentada, que más que duplicó la superficie
irrigada de los 50 a los 90 (pasando de 1,5 millones de has a 3,4
millones en la actualidad)[5] [García Rey y Martín Barajas , 1997]
(ver figuras 17 y 18); al tiempo que colapsaba, paradójicamente, la
población activa agraria. Dos de cada tres Has puestas en regadío
en este periodo fueron de iniciativa pública [Rosell, Alcántara y
Viladomiú , 1995], destacando en un primer momento el famoso Plan
Badajoz (1952) en las Vegas del Guadiana. Lo cual fue posibilitando
la orientación progresiva del sector agrícola hacia la exportación
y al sostenimiento (parcial) de una creciente cabaña ganadera
estabulada. Esta es la causa fundamental de que sea el sector
agrícola (fundamentalmente de la "España seca") el responsable del
orden del 80% del consumo total de agua en el conjunto del
territorio (la industria consume el 4% y los usos urbanos -incluído
el turismo- el 16% restante) [MOPTMA , 1993]. Este porcentaje cobra
todo su significado cuando se compara con el correspondiente a
otros países de la UE, especialmente centroeuropeos; en Alemania,
p.e., cerca del 90% del agua lo consume la industria y menos del 5%
lo consume la agricultura [EEA , 1997]. En Centroeuropa, debido al
clima húmedo, la agricultura no necesita, en general, del aporte de
agua para desarrollarse y ser competitiva en los mercados
comunitarios y globales. Y en la vecina Francia, toda una potencia
agrícola mundial, la agricultura de regadío utiliza cinco veces
menos de agua que aquí [Naredo y Gascó , 1996].
"Los países mediterráneos son la huerta de la UE. Una huerta que
necesita de mucha agua -cada día más- para satisfacer la demanda
proveniente de los países comunitarios de productos agrícolas y
frutales" [García Rey y Martín Barajas , 1997]. Un tercio
aproximadamente de las zonas de regadío se basan en la utilización
de acuíferos subterráneos, que están siendo progresivamente
esquilmados, contaminados y salinizados por intrusión marina (en
las áreas costeras). Ello ocurre, principalmente, en importantes
extensiones del litoral mediterráneo, Baleares, Canarias, el Sur y
Castilla-La Mancha [MINER-MOPTMA , 1994]. En general, las áreas
donde se localiza la agricultura, más "competitiva", de tipo
mediterráneo. Y también donde se ubica la actividad turística (y
gran parte de los casi 200 campos de golf existentes) [García Rey
y Martín Barajas , 1997], así como los principales procesos
urbanizadores, lo cual somete a los recursos hídricos a una presión
sin precedentes. Especialmente en la época estival, cuando se
incrementa fuertemente la población, a consecuencia del turismo
interior y exterior, coincidiendo con el periodo de mayor escasez
hídrica. Hecho que llega a casi duplicar la demanda de agua durante
el verano en algunas conurbaciones costeras [Estevan y Ballesteros
, 1996].
La situación es particularmente grave en los archipiélagos balear
y canario, especialmente por la presión que supone una población en
ascenso y un incremento constante de la actividad turística.
Durante el pasado periodo de sequía se llegaron a habilitar, p.e.,
barcos que transportaban agua dulce de la desembocadura del Ebro a
Mallorca. En Canarias se han construido depuradoras de agua marina
para solventar las crecientes demandas hídricas de ciertas grandes
conurbaciones y áreas turísticas. Esta política se está ya
trasladando a Baleares y existen planes de construcción de grandes
desaladoras en distintos lugares de la costa mediterránea
(Alicante, Cartagena, Marbella, Almería...). El problema es el
precio que alcanza el agua obtenida de esta forma (en torno a diez
veces el precio del agua corriente), y el considerable consumo
energético que supone. En la actualidad están ya funcionando
catorce desaladoras [Barciela , 1997].
La expansión de las regiones metropolitanas, la proliferación de
nuevas tipologías residenciales (chalets adosados, viviendas
unifamiliares), y sus correspondientes equipamientos (piscinas,
plantas ornamentales, césped...), la amplia construcción adicional
de segundas residencias en los entornos de las grandes ciudades, la
creación de numerosos parques artificiales metropolitanos, cuyo
mantenimiento demanda considerables volúmenes de agua, etc, etc,
etc, ha implicado también una verdadera explosión del consumo de
agua urbano. Lo que está derivando en una nueva demanda añadida,
que se incrementa mucho más rápidamente que la poblacion urbana o
metropolitana. En la región metropolitana madrileña, entre 1985 y
1995, la población apenas creció el 8%, y el consumo de agua superó
el 30% de incremento; es decir, cuatro veces más [COPUT , 1996]. Y
eso que durante un cierto tiempo el consumo hasta llegó a disminuir
como consecuencia de las campañas y políticas aplicadas a resultas
de la sequía. Este crecimiento exponencial del consumo urbano está
chocando ya, en muchos casos, con los límites de los recursos
hídricos de las cuencas, y hasta entornos geográficos, donde se
asientan las principales aglomeraciones (Barcelona, Madrid,
Bilbao...).
El impacto ambiental de este modelo de gestión del agua es cada día
más palpable. Aparte de otros efectos ya comentados, como la
inundación de valles fértiles generada por la construcción de
embalses y el impacto sobre la biodiversidad que esto supone, se
produce una importante reducción de los caudales de los ríos que
afecta a toda la flora y fauna aguas abajo. Amén de que ello
provoca una pérdida de la fertilidad de los suelos en cotas más
bajas y una reducción de los deltas, al disminuir los materiales en
suspensión que acarrean los cursos de agua, al tiempo que se
aterran los embalses. Por otro lado, la contaminación por
fertilizantes químicos (nitratos) y plaguicidas utilizados
crecientemente por la agricultura, junto la contaminación puntual
de la ganadería estabulada (purines), está afectando ya de forma
grave a muchos de los acuíferos subterráneos y a los propios cursos
de agua. A lo que se suma el impacto de la actividad humana
(adicionalmente agravados por el uso de detergentes con fosfatos)
y los efluentes industriales, en muchos casos altamente
contaminantes por su contenido en metales pesados. Estos últimos
difíciles y costosos de eliminar a través de sistemas de
depuración. Finalmente, los lixiviados de vertederos urbanos e
industriales, altamente tóxicos, se suman al ciclo del agua,
propiciando una grave degradación de los recursos hídricos
subterráneos.
Para el mantenimiento futuro de todo este modelo se propone, entre
otras actuaciones, la "necesidad" de realizar importantes
trasvases, de la "España húmeda" a la "España seca", tal y como
contempla el Avance del Plan Hidrológico Nacional, con el fin de no
dejar que el agua se "pierda" sin más en el mar. La
sobreexplotación de los acuíferos, el cada día mayor coste de
bombeo (por el acusado descenso, especialmente en la costa
mediterránea, de la capa freática), y el deterioro del recurso agua
para riego, plantea la "urgencia" de acometer la construcción
adicional de unos 200 nuevos embalses en la "España húmeda", con el
fin de llegar a trasvasar hasta 4000 hm3 a la "España seca"
[MOPTMA , 1993]. Indudablemente, esto implicará, si se lleva a
cabo, un alto coste económico, un acusado impacto ambiental (de
embalses y conducciones), un importante rechazo social (caso de
Itoiz) y un elevado gasto energético, pues este ingente volumen de
agua tendrá que ser bombeado, en muchos casos, atravesando
cordilleras, antes de que pueda llegar a sus usuarios finales.
Por otro lado, la puesta en regadío de áreas injustificables, desde
todo punto de vista, como el entorno de las Tablas de Daimiel, o de
las lagunas de Ruidera, está afectando a humedales de gran valor
estratégico[6]. Humedales que están en franco retroceso y desecación
como consecuencia de haber impulsado en las últimas décadas
cultivos altamente consumidores de agua como el maíz y la alfalfa,
con destino principalmente a alimento para el ganado estabulado,
primando la rentabilidad a corto plazo. "Los agricultores manchegos
[...] decidieron apuntarse a la modernización con sus ahorros. Y
ese manto de agua que creían ilimitado se vuelve hoy contra ellos
[...]. Los Ojos del Guadiana se secaron y con ellos las lagunas y
humedales. Los cauces de los ríos alterados y usurpados, como todo
el dominio público de este país, ya casi no se conocen. La estepa
y el erial avanzan y empiezan a neutralizar el espacio de esa gran
mancha verde, que irá cediendo terreno a medida que el agua se
acaba [...] Y dicho agotamiento lo está pagando el agricultr [por
el endeudamiento] cada día más caro" [Gaviría y Serna , 1995]. En el
caso de Castilla-La Mancha, área tradicional de secano, donde hay
poca industria y el turismo es prácticamente inexistente, el
consumo de agua en los cientos de miles de has de agricultura de
regadío está suponiendo el 95% del total del consumo hídrico. Un
porcentaje absolutamente récord [López Fuster , 1994].
Pero el endeudamiento amenaza también a los miles de agricultores
del sureste español, principalmente de Murcia, y asimismo de
Alicante y Almería, que se entramparon ante las expectativas que
prometía el trasvase Tajo-Segura, pensando que les permitiría
dedicarse a la agricultura hortofrutícola destinada en gran medida
a la exportación. Se dedicaron importantes inversiones para poner
en regadío más de 40.000 has de tierras de secano, ante las
perspectivas de rentabilidad que se ofrecían. Pero estas
expectativas nunca llegaron a cumplirse, pues ni aún en las mejores
épocas se pudo trasvasar la cantidad prometida de 1000 hm3 anuales,
ni tan siquiera la mitad. Este escenario se agravó sustancialmente
durante los últimos años de sequía, cuando ni siquiera existía agua
en la cabecera del Tajo para atender un riego de urgencia de unos
50 hm3, cuyo objetivo era simplemente que no quedaran arrasados los
arboles frutales valorados en medio billón de pesetas que se habían
plantado ante el espejismo del trasvase [Fdez Durán , 1996]. Y dicha
decisión implicó serios conflictos sociales, entre diferentes
comunidades autónomas, que se llegaron a conocer como las "guerras
del agua"; conflictos que se vienen reproduciendo con diferente
intensidad los últimos años.
Distintos estudios y reflexiones ponen seriamente en cuestión no
solo el contenido, sino las bases mismas sobre las que se asientan
las propuestas del Avance del Plan Hidrológico Nacional, y sobre
todo los supuestos de hipotéticos excedentes de las cuencas
llamadas "superavitarias". Los datos de recursos hídricos
potenciales sobrevaloran los realmente existentes, pues los
caudales aforados han descendido en proporciones muy superiores a
las caídas de precipitación, que tampoco han sido adecuadamente
consideradas, debido a las diferentes intervenciones humanas sobre
el territorio. Entre otras, p.e., la aparición de nuevas prácticas
como los masivos riegos de apoyo a cultivos hasta ahora típicos de
secano como el olivar y la vid, de cara a incrementar su
productividad para una mayor penetración de sus productos derivados
en el mercado europeo y mundial. "En el último decenio han
disminuido de forma significativa las aportaciones de las cuencas
supuestamente excedentarias (Duero, Ebro y Tajo), pero lo hacen de
forma más marcada aquellas otras con mayor presión de usos, como la
atestigua la reducción del 50% registrada en la cuenca del
Guadalquivir"[7] [Naredo y Gascó , 1996].
Además, desde 1975, y aunque la construcción de embalses ha ido en
aumento, el volumen de agua retenida en los mismos apenas ha
sufrido variación [Ruiz , 1993] (ver figura 16). Esto se debe a
diferentes causas. La tendencia general hacia una menor
precipitación sobre el territorio español. La dificultad técnica de
regular volumenes adicionales de recursos hídricos, debido al alto
grado de regulación ya existente. Y el creciente nivel de
aterramiento que amenaza en general a todos embalses; en el caso
español se apuntaba ya, a primeros de los noventa, un 20% (en
aumento) de reducción de la capacidad de los embalses debido al
aterramiento por erosión [CSCB 92 , 1991]. Erosión incentivada
adicionalmente, como ya se comentó, por la política de
repoblaciones forestales. A ello se añade el hecho de que el 50% de
los embalses están eutrofizados por el exceso de nutrientes [CODA
, 1993][8]; es decir, su calidad del agua, sobre todo para uso humano
directo, se encuentra seriamente deteriorada, siendo necesarios
procesos de depuración muy costosos para su rehabilitación. Todo
ello permite hacerse una idea de que, se quiera o no se quiera, se
está llegando al final de un ciclo, que ha estado caracterizado por
la gestión tecnoburocrática, y absolutamente dominado por la
política de oferta, con el fin de poder hacer frente a unas
necesidades hídricas en crecimiento constante. En donde estaba
ausente, además, no sólo la consideración de la eficiencia en la
utilización del recurso agua o el impacto social y ecológico de
este enfoque, sino la más mínima preocupación por los costes
económicos que suponía.
"Los gastos de gestión del agua duplican los ingresos del agua en
su conjunto" [Naredo y Gascó , 1996], y ello sin incluir la
repercusión de la amortización de la inversión en infraestructuras
hidráulicas, es decir sólo considerando gastos de mantenimiento.
Por otro lado, el agua envasada, el sector de menor demanda (el
0,009% del total), ha facturado en 1995 mayor cantidad de dinero
que la suma del resto del agua consumida en todos los sectores (es
decir, por el 99,991% restante); [García Rey y Martín Barajas
, 1997]. Una situación verdaderamente paradójica. ¿Cómo es todo ello
posible?. Las razones son simples: el agua de regadío se factura
entre 1 ó 2 pts el m3; el agua urbana entre 100 y 200 pts el m3; y
el agua de mesa embotellada a unas 60.000 pts el m3. "No tiene
sentido económico destinar gratuitamente, o a muy bajo precio,
grandes volúmenes de agua potable de buena calidad a usos de escasa
eficiencia o rentabilidad, cuando los usuarios domésticos (en
muchas zonas) tienen que comprarla embotellada o traída en
cisternas a precios relativamente astronómicos" [Naredo y Gascó
, 1997].
Todo este aparente absurdo económico cobra su verdadero significado
cuando se analiza el funcionamiento del modelo en su conjunto. La
introducción de regadíos está fuertemente subvencionada por fondos
públicos (estatales y, en la actualidad, también, comunitarios), y
favorece, cada vez más, a los grandes propietarios rurales y a las
grandes empresas del agrobusiness, que operan en gran medida para
los mercados foráneos. Hace años que los nuevos regadíos han dejado
de estar acompañados de procesos de colonización, con el
asentamiento paralelo de nuevos agricultores. Las transformaciones
agrarias en regadío para agricultura de exportación no serían
rentables si tuvieran que pagar el "coste real" del recurso agua
[Rosell, Alcántara y Viladomiú , 1995]. "Es más, ni siquiera los
ingresos brutos que cosechan los agricultores de regadío por cada
metro cúbico de agua aplicada alcanzan, en muchos casos, las más de
doscientas pesetas a las que se está facturando en muchos casos el
metro cúbico de agua para abastecimiento" [Naredo y Gascó , 1996].
En paralelo, la industria no abona el alto coste de depuración que
implica el tratamiento de sus vertidos, que se mezclan normalmente
con los efluentes residenciales, lo que dispara aún más los costes
de depuración[9]. Pues si la industria tuviese que pagar el verdadero
coste de abastecimiento, y especialmente depuración de sus
vertidos, dejaría en la mayoría de los casos de ser competitiva.
Por lo que se convierte en humo esa máxima de que "el que contamina
paga". Y son los usuarios residenciales los que pagan, en mucha
mayor proporción, los gastos (en ascenso) de abastecimiento y,
sobre todo, depuración de las aguas en las grandes áreas
urbano-industriales, a pesar de su menor contribución a los niveles
de contaminación. Por último, a estos mismos usuarios
residenciales, una vez que el agua en su zona de residencia ha
dejado de ser válida para su consumo humano directo, se les obliga
a tener que recurrir al mercado para satisfacer la necesidad vital
del agua de mesa, abriéndose un área de negocio potencial enorme
para las grandes empresas suministradoras. Vistas así las cosas, el
conjunto del cuadro del consumo y tarificación del agua cobra un
mayor significado.
En definitiva, el modelo de gestión del agua en el territorio
español parece que está llegando al final de un ciclo. Si la
situación en el resto de la UE ya es de por sí grave en este
terreno, tal y como avanzaba la cita que abría este apartado,
resaltando el hecho de la creciente contaminación de sus acuíferos
subterráneos[10], debido principalmente a las prácticas agrícolas
imperantes durante las últimas décadas. Acuíferos de los que se
abastecen dos tercios de su población, debido a la orografía menos
movida de su territorio (la cifra correspondiente aquí es de un
tercio) [EEA , 1997]; y que tienden también paulatinamente a
disminuir en muchas zonas. La situación aquí, al sur de los
Pirineos, es sustancialmente más delicada, pues al deterioro de los
recursos hídricos, se suma la acusada escasez en general de los
mismos, con el agravante de que la actividad agrícola,
urbano-industrial, y turística, demanda cantidades crecientes de
agua, especialmente allí donde este líquido elemento es más exiguo.
Habiendo sido posible hasta ahora este modelo, porque se han
estrujado al máximo los recursos hídricos superficiales, y se ha
estado tirando de agua fósil a un ritmo muy superior a su velocidad
de reposición. Todo ello con altos costes ecológicos, económicos y
sociales, que ahora afloran cada vez con más fuerza.
Fecha de referencia: 25-07-2000
Documentos > Globalización, territorio y población > http://habitat.aq.upm.es/gtp/arfer5.html |