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Momo, Michael Ende.
Cuanto más carreteras [...] construimos, menos tiempo parece que
tiene la gente [...] Cuanto más énfasis se pone en el ahorro de
tiempo, más se orienta el conjunto del sistema de transporte a
servir las necesidades de los sectores más ricos de la sociedad.
La Contaminación del Tiempo, John Whitelegg
La ampliación y globalización de los mercados y el crecimiento
imparable de la movilidad motorizada son las dos caras de una misma
moneda. El modelo productivo, las estructuras territoriales y los
procesos de urbanización que todo ello genera, tienen en el sistema
de transporte uno de los elementos centrales que garantiza su
funcionamiento. Y al mismo tiempo, la creación de dicho sistema de
transporte incentiva los procesos de globalización, urbanización y
extensión de la movilidad motorizada. "El actual proceso de
globalización de las economías es un proceso que crea lejanía de
modo continuo, reclamando crecientes desplazamientos motorizados de
personas y mercancías [cada vez a más] larga distancia y a
velocidades también en aumento" [Estevan y Sanz , 1996]. Como
afirmaba un informe encargado por la CE: "El transporte afecta al
corazón mismo de la sociedad [...] El funcionamiento de ésta, de
hecho su misma naturaleza, dependen ampliamente de la calidad y el
diseño de su sistema de transporte" [G.T. 2000 Plus , 1990].
Esto contrasta con el funcionamiento de los ecosistemas terrestres,
donde el desplazamiento horizontal (masivo) de seres vivos o
materiales asociados es un fenómeno relativamente singular. En la
vida terrestre, formada fundamentalmente por la biomasa vegetal,
predomina en general el transporte vertical (de carácter cíclico)[1].
Y la pequeña fracción de vida que se condensa en forma de biomasa
animal "economiza de modo bastante estricto su gasto energético en
trabajo muscular". En general, salvo excepciones, sus
desplazamientos son más o menos limitados, y están ligados a
habitats o territorios concretos. "La naturaleza está, en esencia,
fija, (desde el punto de vista espacial, aunque internamente sea
extremadamente móvil y fluida). Sin embargo, en relación con el
movimiento, como en tantos otros aspectos, las modernas sociedades
industriales se han organizado completamente de espaldas a los
principios básicos de la Naturaleza [...]. [Además] la
generalización del transporte motorizado exige la utilización de
enormes cantidades de materiales y energía[2], cuya extracción,
transformación y consumo produce grandes masas de residuos sólidos,
líquidos y gaseosos, tan extrañas a la Naturaleza como lo es el
propio concepto de movimiento horizontal masivo" [Estevan y Sanz
, 1996].
En el informe antes mencionado [GT 2000 Plus , 1990], elaborado por
un grupo de expertos, se alertaba sobre los problemas que se
estaban derivando, y que se iban a plantear en el porvenir, como
resultado de esta expansión incontenible de la movilidad
motorizada: "Desde hace algunos años, Europa parece haber
sobrepasado el punto más allá del cual cualquier incremento del
tráfico es contraproducente. La suma de efectos negativos parece
cancelar los incrementos de riqueza, eficiencia, confort y
accesibilidad que deberían resultar del crecimiento del volumen del
tráfico". Esta, indudablemente, no es la postura de la CE, que
reclama la urgente necesidad de un ambicioso programa de creación
de infraestructuras de transportes (las Redes Transeuropeas, ya
comentadas), que permita acoger el muy abultado incremento de
tráfico futuro que se avecina. Pero sí es ilustrativo de un cierto
cambio de opinión que se está manifestando en diferentes sectores
y estudiosos del tema.
La situación aquí en España es, por el momento, muy otra. Existe un
fuerte consenso, institucional y social (por supuesto inducido), en
torno a la pretendida bondad de incrementar continuamente las
magnitudes de transporte. Hecho que se considera un bien en sí
mismo. Un símbolo de modernización. Y se da una debilísima
conciencia de la compleja diversidad de problemas que lleva
aparejado este incremento constante de movilidad motorizada. Al
mismo tiempo, se plantea como una necesidad ineludible la
construcción de más, mejores y más costosas infraestructuras de
transporte, con el fin de intentar superar el "ancestral déficit"
que "todavía" nos separa, en este terreno, de los "países de
nuestro entorno". Pero la situación, como se intentará expresar a
continuación, es muy distinta. El esfuerzo público dedicado a la
creación de infraestructuras de transporte ha sido ingente a lo
largo de los últimos años, especialmente desde la ingreso en la CE,
y la evolución de la movilidad motorizada está suponiendo ya
múltiples y graves hipotecas de cara al futuro. Para cuya
evaluación adecuada se requiere considerar la totalidad del ciclo
productivo del transporte[3].
"Lo más preocupante del transporte [...] no es la dimensión que ha
alcanzado esta actividad, sino la velocidad a la que ha venido
creciendo, y a la que tiende a crecer en el futuro". A lo largo de
las dos últimas décadas, se denota la existencia de una "Triple A"
del transporte -Automóvil, Avión y AVE- "que concentra los más
altos costes económicos y los más elevados efectos ambientales. Los
medios de locomoción que forman parte de esa Triple A son,
precisamente, los más favorecidos por las políticas llevadas a cabo
en los últimos años y los que han absorbido el mayor incremento de
la movilidad en las dos últimas décadas" Estevan y Sanz , 1996.
Mientras que se ha ido marginando conscientemente el papel que
juega el ferrocarril convencional, el menos impactante desde el
punto de vista ambiental.
Entre 1970 y 1992, el tráfico por carretera se multiplicó por más
de tres, al tiempo que el tráfico aéreo se multiplicó del orden de
cuatro veces. Como contraste, el tráfico ferroviario se ha
mantenido prácticamente estancado desde los años setenta.
Existiendo dos segmentos de gran dinamismo: el transporte aéreo de
viajeros y el transporte por automóvil, que multiplicaron su
tráfico respectivo casi por cuatro en ese periodo. En un segundo
escalón, cabría considerar al transporte de pasajeros en autobús
interurbano y en ferrocarril de cercanías, así como al transporte
de mercancías por carretera, que crecieron entre 2 y 2,5 veces. En
suma, se podría decir que la movilidad motorizada global de la
sociedad y la economía española se ha triplicado aproximadamente
3entre 1970 y 1992. Por el contrario, en el mismo periodo la
población española apenas creció un 13%, mientras que la economía,
medida a través del PIB, en terminos reales, apenas se duplicó
[Estevan y Sanz , 1996]. Y el volumen general de empleo, en términos
absolutos, se mantuvo prácticamente constante. Desde 1992 el ritmo
de crecimiento se ha mantenido también en niveles muy altos en los
medios ya señalados[4].
Por otro lado, durante esos años, el número de automóviles por mil
habitantes se multiplicó por más de cuatro, y su número absoluto
por más de cinco. En la actualidad el nivel de motorización español
supera al de Dinamarca e Irlanda, es similar al del Reino Unido,
Japón o Noruega, y está cercano a la media comunitaria, aunque
todavía es menor al de Francia y sobre todo Alemania [Galán , 1998].
Al mismo tiempo, el resultado del gran esfuerzo inversor realizado
desde mediados de los ochenta, es que "la extensión de red de
carreteras de alta capacidad [autopistas y autovías] ha alcanzado
la de países como Francia o Italia, está próxima a la de Alemania
y supera de lejos la del Japón y el Reino Unido" [Estevan y Sanz
, 1996]. Se ha pasado de 71 km en 1960, y unos 2000 km en 1980, a
8500 km en 1996 [Galán , 1998] (ver figura 14). Es decir, el
presunto desfase en cuanto a la movilidad y, sobre todo, en lo que
se refiere a la red viaria de gran capacidad, no es tal ni mucho
menos. Y los problemas de sobremovilidad que atenazan a otros
países de Centro, en concreto al territorio centroeuropeo (donde se
caracteriza la situación como de infarto circulatorio
-Verkehrsinfarkt-), están afectando ya a numerosas zonas del país,
a ciertos corredores de gran intensidad de tráfico, y especialmente
a los espacios altamente urbanizados.
En gran medida, allí donde más inversiones en infraestructuras de
transporte, en concreto viarias de alta capacidad, se han realizado
a lo largo de los últimos tiempos. Estas inversiones se han
orientado a completar la red viaria radial de alta capacidad, y a
mejorar las conexiones con el arco mediterráneo -y a lo largo del
mismo, incluida Andalucía Occidental-, del Valle del Ebro y de la
Cornisa Cantábrica. Y una parte muy considerable se ha dedicado
desde finales de los ochenta, a través del llamado Plan Felipe, a
las cinco mayores concentraciones urbanas, destacando las
inversiones que absorben Madrid y Barcelona, que han supuesto las
dos terceras partes del mismo. Dentro de este Plan, y aunque el
grueso de la inversión se destina al sistema viario de gran
capacidad (y en especial a los cinturones de circunvalación y
nuevos accesos), se incluye también una inversión considerable en
ferrocarril de cercanías y, algo menor, en Metro; la inversión en
Metro no sólo se realiza en Madrid y Barcelona, sino igualmente,
por primera vez, en Bilbao y Valencia. Inversiones que se
relacionan con las tendencias de dispersión poblacional periférica
y reestructuración terciaria de las áreas centrales, con el fin de
garantizar los fuertes flujos domicilio trabajo que ello genera
3[Fdez Durán , 1993].
De cualquier forma, destaca también la inversión realizada por los
principales ayuntamientos en facilitar el acceso del automóvil a
los centros urbanos, a través de la construcción de pasos elevados
y subterráneos, resaltando por encima de todos ellos el caso de
Madrid. Así como la política que impulsan de creación generalizada
de aparcamientos en los centros de las ciudades, que, aparte de
suponer un muy sustancioso negocio privado y público, incentiva
adicionalmente la movilidad en vehículo privado hacia las áreas
centrales[5]. En paralelo, se socavan las tímidas políticas a favor
del transporte colectivo, y de domesticación del uso del automóvil,
que se habían aplicado a finales de los setenta y primeros ochenta
como resultado de la crisis energética y la situación durante la
transición política. La euforia económica que se desata tras el
ingreso en la CE, el fuerte crecimiento del parque automovilístico
en dicho periodo (las matriculaciones anuales se duplican entre el
85 y el 89) (ver figura 15), y la bajada del precio de los
combustibles en esos años (que se reduce en un 40%, en pesetas
constantes, respecto del principio de la década), están en la base
de este fuerte cambio de orientación de la política de transporte,
que redunda en un acusado deterioro de la calidad de vida urbana
[Fdez Durán , 1993].
Es decir, las costosas inversiones en infraestructura de transporte
se han destinado a impulsar el crecimiento (y reestructuración) de
las principales regiones metropolitanas y a garantizar
primordialmente las conexiones entre las grandes concentraciones
urbanas, así como a aquellas regiones donde se concentra el
crecimiento económico, al tiempo que se reforzaba la capacidad de
los grandes ejes de relación internos y externos (es decir, de
conexión con la UE). La capacidad inversora se multiplica por seis,
en pesetas constantes, desde principios de los 80 a finales de la
década [Bello Carro , 1991]. Dicha inversión procede
fundamentalmente del Estado pero también de las diferentes
comunidades autónomas. Y sobre esta capacidad inversora inciden, de
forma adicional, las importantes ayudas para la creación de
infraestructura provenientes de la UE, a través de los fondos
estructurales y de cohesión[6]. El dinero que llegaba de Bruselas se
ha utilizado, entre otras actuaciones, desde para cerrar el tramo
más impactante de la M-40 a través del Monte de El Pardo, hasta
para ampliar el aeropuerto de Barcelona, pasando por la
financiación de la polémica autovía de Leizarán o del controvertido
enlace Madrid-Sevilla en alta velocidad. Eso sí, contando todos
ellos con el preceptivo informe de impacto ambiental.
Mientras que se dedicaba una importantísima inversión al AVE, hecho
que detraía cuantiosos recursos para la mejora del ferrocarril
convencional, y lo endeudaba, se producía, en paralelo, un
sustancial recorte en el personal laboral de Renfe (de 80.000
trabajadores a menos de 40.000 en la actualidad), se cerraban
líneas (más de 1000 kms), se reducían y abandonaban servicios, y se
degradaba la infraestructura (por falta de inversiones de
mantenimiento) en gran parte de lo que no es la llamada Red Básica
(es decir en más de la mitad de los aproximadamente 13000 kms de la
Red Renfe), con el riesgo que ello supone de que desaparezca el
servicio ferroviario a medio plazo fuera de la misma. Al mismo
tiempo, la mejora en los tiempos de recorrido por autobús entre los
principales núcleos urbanos, como resultado de la fuerte inversión
en autopistas y autovías, las tarifas en general más baratas del
transporte por carretera, y la falta de voluntad política para
invertir estas tendencias, han ido erosionando, paralelamente, la
cuota de mercado del ferrocarril en lo que al servicio de pasajeros
se refiere. Especialmente en largo recorrido y servicios
regionales.
Por otro lado, la considerable inversión en transporte público, en
Cercanías y Metro, en las principales aglomeraciones urbanas, no ha
logrado detener la tendencia a la progresiva pérdida de peso de
éste dentro del conjunto de la movilidad motorizada metropolitana.
Donde crecen claramente los viajes en vehículo privado,
especialmente en las crecientes relaciones que existen entre las
periferias metropolitanas. Si bien se logra cambiar la tendencia a
la pérdida de viajeros, como consecuencia de la creación de los
consorcios metropolitanos de transporte, los abonos de transporte,
el billete joven y de tercera edad, etc. Y en gran parte, también,
porque los poseedores de este tipo de tarjeta utilizan el
transporte colectivo para viajes de muy corto recorrido que antes
realizaban andando. Sin embargo, la mayor longitud de los trayectos
a realizar (en especial en Cercanías ferroviarias, que experimentan
un fuerte crecimiento), la concentración de los viajes en puntas
más acusadas, el creciente nivel de congestión que tiene que
soportar el transporte colectivo de superficie, y la mayor
extensión de las redes, disparan los costes de explotación y
agravan los déficits de explotación de los sistemas de transporte
colectivo urbanos y en concreto metropolitanos. Déficits que tienen
que ser cubiertos con cargo al erario público.
En paralelo, la movilidad peatonal se va reduciendo paulatinamente,
por los cambios que se producen en la configuración de las regiones
metropolitanas, que incrementan la longitud de los viajes a llevar
a cabo, y por las políticas de transporte que se aplican, en las
que ni los viandantes, ni mucho menos los ciclistas, gozan en
general de ninguna prioridad. En el caso del área metropolitana de
Madrid, el porcentaje de viajes andando ha caido del 54% del total,
en 1974, al 33%, en 1996 [CTM , 1994]. Por el contrario, en otros
países europeos se asiste, desde hace años, a una mayor
consideración hacia los medios de transporte no motorizados, al
menos en el interior de las ciudades. También como consecuencia de
la mayor sensibilidad social respecto a estos medios de transporte.
Indudablemente, todo esto se traduce en un creciente consumo
energético. En los países de la UE el sector transporte es el
responsable de aproximadamente el 30% del total de energía
consumida. Una cifra de por sí ya muy abultada. Sin embargo, en el
Estado español el peso sobre el consumo total de la energía final
directa empleada por el transporte es aún mayor, se aproxima al
40%. Ello es así, por la menor base industrial, por las necesidades
más reducidas de calefacción, debido al clima, pero también por la
promoción que han experimentado los modos más consumidores de
energía y el menor papel del ferrocarril, sobre todo en lo que al
transporte de mercancías se refiere, en comparación con la media
europea; del orden de cuatro veces menor [M. de Fomento , 1997]. Sin
embargo, si se considera el ciclo del transporte en su totalidad,
y no sólo la energía utilizada para impulsar los vehículos, resulta
que del orden de la mitad de la energía final consumida en todo el
territorio español se destina, directa o indirectamente, a la
"producción" del transporte [Estevan y Sanz , 1996]. Algo asombroso,
en cuanto a su magnitud, que parece desconocerse.
Si bien no es de extrañar que así sea pues, como ya se ha señalado,
se ha estado impulsando una expansión constante de la movilidad
motorizada, sustentada además en los medios más energívoros. En las
condiciones que se dan dentro de la geografía española, "el
transporte por carretera, considerado globalmente, se mueve en un
entorno de consumo[7] doble [de energía] que el ferrocarril
[convencional], mientras que el modo aéreo se mueve en un entorno
de consumo más de tres veces superior". El consumo unitario del AVE
se sitúa en un nivel tan sólo ligeramente inferior al del avión.
Confirmándose, en cualquier supuesto, el automóvil como el menos
eficiente de todos los medios de transporte desde el punto de vista
energético[8]. "Esta ineficiencia alcanza extremos insospechados en
el caso de los vehículos de gran cilindrada [cuyo parque ha
experimentado un crecimiento espectacular tras el ingreso en la CE]
[...], [que manifiestan un] nivel de consumo [...] casi dos veces
superior al del avión" [Estevan y Sanz , 1996].
Las consecuencias medioambientales de la expansión del actual
sistema de transporte y del consumo energético que ello supone son
patentes. El transporte es uno de los sectores que más contribuye
a las emisiones de CO2, y por lo tanto que más refuerza el efecto
invernadero, contribuyendo al tan temido cambio climático. Por otro
lado, las infraestructuras de transporte implican el consumo de una
gran cantidad de espacio, y esto sin contar el crecimiento y la
dispersión urbana inducida (muy superior, por supuesto) que
generan. Todo lo cual disminuye el suelo fértil disponible, pues
normalmente las infraestructuras de transporte se localizan en los
fondos de valle, afectan a cursos de agua y escorrentías, y trocean
aún más el territorio, sobre todo los ecosistemas frágiles,
acentuando la de por sí grave pérdida de biodiversidad. Eso por no
hablar de que muchas de ellas, de reciente construcción, afectan a
áreas protegidas por las propias directivas comunitarias (de
protección de aves, de hábitats...), mientras la UE mira
conscientemente hacia otro lado [Bowers , 1995]. Además de los
impactos ambientales, existen otros efectos "externos" que
normalmente se silencian, se enmascaran, o se presentan como
sacrificios necesarios a realizar para acceder al altar del
"progreso", a la hora de abordar el análisis del sector transporte.
En lo que se refiere a los accidentes de tráfico, "la situación
española es una de las peores del continente y además está -en este
caso sí- verdaderamente alejada de la que presentan los principales
países europeos". Desde finales de los cincuenta, esta "guerra de
baja intensidad [...] se ha cobrado más de 200.000 vidas humanas y
ha dejado malheridas a más de tres millones y medio de personas. La
guerra civil ha pasado al segundo lugar como causa de muertes
violentas en España durante el siglo XX [...] La cultura del
automóvil ha logrado imponer [...] la legitimación y la aceptación
social de la inseguridad en su más cruda expresión" [Estevan y
Sanz , 1996]. En este terreno, el Estado español en los ochenta
caminó en dirección contraria al resto de los países de la UE
-salvo Grecia-, pues incrementó claramente su número de accidentes
(al contrario que la mayoría, que los redujo), situándose entre el
pequeño número de países con mayor tasa de siniestralidad y
mortalidad. El número de automovilistas muertos en el último cuarto
de siglo casi se ha triplicado. En los noventa parece que la
tendencia se ha estabilizado (en cuanto al número de muertos), si
bien la situación de la accidentabilidad y siniestralidad en
carretera adquiere una enorme gravedad.
El Director General de Tráfico señalaba, en una comparecencia en el
Senado, que "los accidentes de tráfico constituyen la principal
causa de muerte natural en España; [...] y la primera causa de
muerte, incluida la natural, en el tramo de edades comprendido
entre los 18 y los 25 años; y [...] que los accidentes constituyen
la principal causa de minusvalías y discapacidades de la población
de nuestro país; [pudiendo ser responsables de hasta el 80% de las
mismas]". Una parte considerable de las víctimas de esta "guerra de
baja intensidad" son inocentes, los peatones y ciclistas[9]. De esta
forma, y rizando el rizo, los medios de transportes no motorizados
son acusados de ser especialmente "peligrosos". Esta escalofriante
realidad, aparte de suponer un tremendo drama humano, personal,
familiar y colectivo, implica un coste económico impresionante para
el sistema de salud pública, que algunas fuentes habían evaluado en
más de un billón de pesetas anual, a principios de los 90 [Estevan
y Sanz , 1996]. Si bien ello colabora, paradójicamente, a
incrementar las cifras del PIB.
Igualmente, el transporte contribuye de forma decisiva al deterioro
de la salud. Muchos elementos y compuestos contaminantes emitidos
a la atmósfera por la circulación de vehículos tienen importantes
efectos sobre la salud humana[10]. Todos ellos tienen consecuencias
más o menos graves, según las concentraciones, pudiendo en
ocasiones llegar a ser mortales, e inciden sobre los desórdenes
cardiacos, el sistema nervioso, el aparato respiratorio, las
irritaciones, náuseas y dificultades de respiración, y la
aceleración de los procesos cancerígenos. Además, en las grandes
ciudades, en torno al 50% de su población está sometida a niveles
de ruido superiores a 65 decibelios, debido al tráfico. Hecho que
tiene graves repercusiones fisiológicas, psicológicas y
sociológicas [Whitelegg , 1996a].
A pesar de todo, los efectos negativos del transporte motorizado,
y en concreto del transporte viario, quedan "ocultos" para la
opinión pública. Ello es resultado de los patrones culturales
dominantes y de la fuerte presión mediática que se ejerce por parte
de la industria del automóvil, y de la carretera en general. En la
sociedad actual, como ya se apuntó, se valora el transporte (en
especial el privado) y la velocidad como bienes en sí mismos que
conviene acrecentar. El más lejos y más deprisa, se imponen como
valores indiscutibles. Parece como si sólo importara vivir para
moverse. Al tiempo que la publicidad nos bombardea diariamente con
anuncios de vehículos de gran potencia y gran número de
prestaciones, símbolo de status y poder social.
En este contexto cultural, artificialmente construido por las
instituciones y los mass media, los efectos negativos se presentan
como sacrificios "marginales", necesarios para alcanzar una
movilidad motorizada privada "generalizada" que se considera
positiva en sí misma. Pero esta movilidad motorizada privada, ni es
universal, pues una gran parte de la población no tiene ni coche ni
carnet de conducir, en especial las mujeres[11]; o no puede acceder
al mismo por cuestiones de edad, discapacidad o disponibilidad. Ni
es equitativa, pues los sectores de rentas más altas disfrutan de
una movilidad considerablemente superior. Ni mucho menos es
sostenible. Y además, el desarrollo de esta movilidad, que ejercen
fundamentalmente determinados sectores sociales, étnicos, de género
y edad, y el modelo social y urbano que implica, repercute en un
paralelo deterioro de la accesibilidad y movilidad (autónoma) de
extensos ámbitos de población en su vida diaría (niños, ancianos,
mujeres y colectivos étnicos sin ciudadanía europea -como
resultado, entre otras cuestiones, del Convenio Schengen-)
[Estevan y Sanz , 1996], [Whitelegg , 1996b].
Fecha de referencia: 25-07-2000
Documentos > Globalización, territorio y población > http://habitat.aq.upm.es/gtp/arfer4.html |