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La Trashumancia como Reliquia del Paleolítico, Jesús Garzón.
Antes de abordar un sucinto recorrido sobre la impronta que los
modelos productivos y sociales preindustriales dejaron sobre la
Península, sería conveniente apuntar, aunque sea brevemente, las
características diferenciales del territorio y de los principales
ecosistemas peninsulares para mejor entender la actividad humana
que se fue desarrollando sobre los mismos. Lo cual ayudará, en
definitiva, a comprender la configuración y evolución de los
diferentes modelos territoriales que posteriormente se fueron
consolidando e interrelacionando entre sí.
La primera caracterización que cabría realizar del territorio
peninsular sería la distinción de dos grandes espacios: la "España
húmeda" y la "España seca". La "España húmeda" (más de 600 mm de
precipitación promedio anual), coincide en términos generales con
el Norte del territorio español, un área predominantemente abrupta,
o muy abrupta; aunque también se registran altas precipitaciones en
las principales cordilleras. La "España seca", la típicamente
mediterránea, se extiende sobre el resto, esto es, la gran parte
del territorio español. El gradiente pluviométrico disminuye de
norte a sur, y de oeste a este. La división entre la "España
húmeda" y la "España seca" coincide, aproximadamente, con los
espacios abarcados por la flora eurosiberiana (bosques
caducifolios), y mediterránea (bosques de tipo mediterráneo de hoja
perenne). Los suelos de bosques húmedos (hayedos, robledales) son
más ricos en materia orgánica, mientras que los suelos de
vegetación mediterránea (encina, robledal) son, en general, más
pobres y están sometidos a mayores peligros de erosión. Por otro
lado, existen otras áreas que albergan vegetación intermedia
(rebollares, melojares...), y también cabe resaltar que
determinadas especies de pinos forman parte del bosque primitivo
peninsular.
Asimismo, cuando se contempla el territorio de la "piel de toro" en
el contexto europeo, llama la atención la dimensión del núcleo
central mesetario, que abarca prácticamente a todo el interior
peninsular. La pobreza en general de sus tierras ha hecho que la
densidad de población en este amplio espacio siempre haya sido baja
en comparación con los espacios costeros y principales valles
fluviales (en especial el valle del Guadalquivir), salvo (de forma
relativa) en determinados periodos históricos (baja Edad Media y
siglos XV y XVI) y en ejes y localizaciones específicas (grandes
valles fluviales -Ebro, Duero, Guadiana, Tajo...; y enclaves como,
p.e., Madrid o Valladolid). En el Sur y Levante la densidad de
población siempre ha sido (también en términos relativos) alta, y
ello fue debido al temprano desarrollo de la agricultura de
regadío, que permitió sustentar volúmenes de población que no eran
factibles en otras partes del territorio. Por otra parte, en el
Norte la riqueza de la tierra, la abundancia de pastos y frutos del
monte, y el carácter agreste del territorio, facilitó el
surgimiento de modelos de asentamientos de población muy
diseminados.
Cuadro 1: Evolución de la presencia humana en la península ibérica
Fecha | Tipo de sociedad | Tamaño población* |
De 1.000.000 a 100.000 años a.C. | Era del oportunismo recolector y carroñero | |
De 100.000 al 8.000 a.C. | Cazadores y recolectores especializados | 500.000 individuos |
De 8.000 al 500 a.C. | Diversificación, agricultura y ganadería | 5 millones |
De 500 a.C. a 300 d.C. | Modelo "antigüedad clásica" centralizado | 7 millones |
De 300 al 1.000 d.C. | Modelo "siglos oscuros" descentralizado | 7 millones |
De 1.000 al 1.500 | Intensificación medieval | 9 millones |
De 1.500 al 1.800 | Un imperio ultramarino en la era preindustrial | 12 millones** |
De 1.800 al 1.900 | Islotes de industrialización en una economía dual | 18 millones** |
De 1.900 a 1.950 | Segunda revolución industrial | 28 millones** |
De 1.950-60 hasta el presente | La gran intensificación | 40 millones** |
Una vez apuntadas, de forma esquemática, estas características
diferenciales del territorio español, se pueden intentar esbozar
las diferentes etapas de poblamiento humano de la península ibérica
(ver cuadro 1). La evolución de dicho poblamiento, y de su
expresión territorial, tiene una relación directa con la ubicación
geográfica del territorio peninsular, su orografía y las
peculiaridades de sus distintos ecosistemas. E indudablemente tiene
que ver también con las particularidades de los flujos humanos que
alcanzaron en distintas etapas históricas el espacio ibérico, su
dependencia o no de otros sistemas de dominio externo, su devenir
propio, y su relación de intercambio con el resto del mundo.
Los primeros homínidos hacen su aparición en la Península hace
probablemente un millón de años. Estos homínidos tuvieron un
comportamiento recolector y carroñero más que cazador. Pero el Homo
sapiens sapiens, es decir los primeros seres propiamente humanos,
no alcanzan el territorio ibérico hasta hace unos 100.000 años.
Huellas de su actividad perduran todavía en distintas partes de la
geografía, siendo las más conocidas las existentes en diferentes
puntos de la Cornisa Cantábrica (p.e., las cuevas de Altamira). En
todo el período que va hasta el advenimiento de los primeros
vestigios del neolítico, con la introducción de la agricultura,
hace aproximádamente unos 10.000 años, el ser humano sobrevive en
base a la caza especializada y a la recolección de frutos, en un
entorno de muy alta diversidad biológica (abundante fauna y flora).
Situación facilitada asimismo por el clima existente en aquel
entonces; de hecho, hace unos 12.000 años la gran fauna empieza a
escasear como resultado del cambio climático [Garzón , 1992]. Se
estima que al final de este periodo unos 500.000 individuos
habitaban la Península, con una densidad de un habitante por km2,
aproximadamente.
El paso a la agricultura, y a la ganadería doméstica, fue un
proceso complejo, y compartido en muchos casos con actividades de
caza y recolección, y no se dio de forma homogénea en el conjunto
del territorio. Este cambio se plasmó prioritariamente, en un
primer momento, en el sur y el levante, probablemente por las
mejores relaciones de estos espacios con las culturas de oriente
próximo. Al igual que fue en esa zona donde se llevaron a cabo muy
tempranas transformaciones humanas para impulsar la agricultura de
regadío, hace ahora unos 5000 años, con el fin de incrementar la
productividad agraria en un clima ya seco, especialmente durante la
época estival. Lo cual hace que la población se concentre
fundamentalmente en estas zonas. Más tarde, con un retraso en
ocasiones considerable, estas transformaciones se extienden de
forma paulatina, con sus peculiaridades agrícolas y ganaderas
propias, al resto de la Península. "El crecimiento de la población
asociado al modelo agrícola y ganadero fue explosivo en comparación
con la estática estructura demográfica asociada al modelo
cazador-recolector" [Alonso Millán , 1995]. La población en este
periodo, hasta la irrupción de la dominación romana, se multiplica
por diez y alcanza los cinco millones de habitantes (ver cuadro
1).Lo que equivale a una densidad de unos 10 habitantes por km2.
De esta forma, cuando llegan los romanos se encuentran incipientes
núcleos urbanos (de los pueblos íberos y tartesos), que se habían
ido desarrollando principalmente en el levante y en el sur (en
torno al valle del Guadalquivir), a partir de las posibilidades que
brindaba un desarrollo agrícola que combinaba el secano con el
regadío. Desarrollo que permitía generar excedentes suficientes
para destinar parte al intercambio comercial, una vez garantizado
el abastecimiento urbano. En el interior y en el norte los
asentamientos humanos (celtibéricos) existentes tenían un carácter
prioritariamente rural y una dimensión en general muy limitada,
debido al carácter seminómada en ocasiones de la población [Caro
Baroja , 1991]. De hecho, en la meseta, vestigios de trashumancia se
apuntan hacia esa época, ligada a los movimientos estacionales de
la fauna silvestre provocados por el cambio de clima[1]; fauna que
posteriormente sería domesticada [Garzón , 1992]. La irrupción de la
dominación romana impone un nuevo orden de tipo colonial sobre el
sistema territorial previo, con el objetivo de extraer recursos
agrícolas (trigo, aceite, vino, esparto...) y mineros (de forma
prioritaria oro y plata) para orientarlos fundamentalmente a cubrir
las demandas de la "metrópoli" (es decir, de Roma), mediante la
utilización de abundante mano de obra esclava. "Los sistemas
romanos de regadío se superpusieron, ampliándolos y reforzándolos,
sobre los ya existentes, [...] en el sur y el levante
principalmente" [Alonso Millán , 1995].
En este período se van consolidando muchos de los principales
núcleos urbanos que existen hoy en día (ver figura 1) [2]. En
especial en todo el arco mediterráneo, en torno al curso del
Guadalquivir, y en menor medida en relación con el valle del Ebro
y del Guadiana. Fuera de esos ámbitos la presencia romana fue menos
intensa, a pesar de la importante red de vías de transporte
(puentes y calzadas romanas) que se construyó durante esta época y
de los distintos núcleos, de mayor o menor importancia, que las
jalonaban (Toledo, Segovia, Alcalá de Henares..., en sus acepciones
actuales), que en muchos casos incorporaban importantes obras
hidráulicas (p.e., el acueducto de Segovia). Y hubo zonas, en
concreto el norte cantábrico (habitada por galaicos, astures,
vascones, cantabros...), que prácticamente permanecieron fuera de
la influencia romana, quizás debido a su carácter agreste y de
difícil acceso, y tuvieron que esperar hasta casi los albores de la
Edad Media para contar con un embrión de sistema de ciudades. La
razón principal que permite explicar el mayor desarrollo del
levante y el sur peninsular es su mayor accesibilidad por mar de
cara a las relaciones que se establecían con el centro del imperio.
Es preciso recordar que el transporte terrestre presentaba
muchísimas más dificultades en esa época (y era por lo tanto
bastante más costoso) que el marítimo y fluvial.
Cuando se produce el progresivo colapso del imperio romano, a
partir del siglo III, se va pasando a un modelo más autárquico, de
grandes propiedades, antecesor directo del modo de producción
medieval. Se entra en un proceso de progresiva ruralización, y
autosuficiencia local, perdiendo las ciudades importancia como
centros de organización del territorio. Hecho que coincide con la
desaparición de la moneda (romana) como instrumento de cambio
común, y su sustitución por el oro, que sólo los grandes
propietarios podían acumular. La concentración de la propiedad de
la tierra, por primera vez sometida a una regulación legal, había
sido más acusada, si bien limitada, allí donde la presencia romana
había sido más intensa, en especial en el valle del Guadalquivir.
En gran medida la estructura de grandes pueblos andaluces tiene sus
antecedentes directos en la estructura territorial de la dominación
romana. Más tarde, tras el paréntesis visigodo (época en que se
crea una aldea en el centro de la península de nombre Matrice
-Madrid-), cuando parece que se produjo una inflexión en el
crecimiento poblacional, el Islam haría su aparición en la
Península ibérica, dejando una acusada huella en su territorio.
La cultura islámica afectó a gran parte del territorio peninsular:
Levante, Andalucía, La Mancha, valle del Ebro, Extremadura y la
Castilla al sur del Duero. Su presencia en suelo ibérico volvió a
impulsar la intensificación agrícola y los procesos de
urbanización, en concreto allí donde éstos ya habían tenido lugar
previamente. Especialmente durante el Califato de Córdoba, cuando
esta ciudad adquirió su mayor esplendor y llegó a situarse en torno
a los 100.000 habitantes, en los mejores tiempos de Al-Andalus, lo
que la convertía en la mayor ciudad del occidente europeo [Torres
Balbás , 1992]. Los árabes desarrollan una importante tecnología
hidráulica, sin duda la más avanzada de su tiempo, mejorando
sustancialmente las regulaciones del recurso agua alcanzadas en
épocas anteriores. Esa cultura se extiende de forma prioritaria por
todo el sur y el levante, y dentro de éste especialmente por el
área murciana y la zona de Valencia. El Tribunal de las Aguas de
Valencia es una supervivencia casi directa del sistema andalusí de
gestión de las aguas de la época.
A partir del siglo XI se inicia lentamente el declive de la
dominación musulmana. Se asiste pues a la fragmentación del estado
único islámico en reinos de taifas, y a la aparición de un influjo
cristiano que provenía del norte de la península, resultado de la
progresiva fusión política de los pueblos que habitaban dicho
espacio, generándose unidades de poder cada vez más fuertes que
presionaban hacia el Sur. "Por primera vez, la húmeda franja
cantábrica y pirenaica tomó la iniciativa en la intensificación"
[Alonso Millán , 1995]. Durante muchos años el conflicto entre ambos
dominios se materializó prioritariamente en tierras de Castilla,
mientras que el área abarcada por la dominación musulmana iba
retrayéndose hacia el sur. En el avance de las fuerzas cristianas
se procedió a un auténtico proceso de colonización y reparto de los
territorios conquistados, siendo la actual estructura de la
propiedad de la tierra en buena parte una herencia del periodo de
la "Reconquista". Esa es la razón fundamental de la concentración
de la propiedad de la tierra que se observa de manera manifiesta en
la mitad sur de la península (especialmente en Extremadura y
Andalucía).
Durante este período se produce una intensificación de la actividad
agrícola en todo el interior peninsular para abastecer a una
población en ascenso, despues de su estancamiento durante varios
siglos. La mayor pobreza de estas tierras, que obligaba en muchos
casos a formas de cultivo al tercio[3], lo que exigía un amplio
espacio tocado, así como la presión demográfica con la consiguiente
demanda creciente de leña, fueron causas que determinaron el
encogimiento de las masas forestales en el interior mesetario. A
ello se sumó a partir del siglo XIII la presión que supuso la
fuerte expansión del ganado lanar como resultado de la
institucionalización de la Mesta[4] que operó básicamente en la
meseta (figura 2), y del crecimiento de las ciudades, y de sus
demandas derivadas. En estos años se produce un fuerte desarrollo
del sistema de ciudades del interior, que ven florecer su actividad
como resultado del progresivo dominio de los reinos de León y de
Castilla (León, Zamora, Burgos, Segovia, Toledo...; y en menor
medida Magerit, primer nombre cristiano de la actual Madrid[5]. Aún
así su tamaño fue bastante limitado y no tuvieron ni con mucho la
dimensión de las grandes ciudades del sur o levante. Mientras tanto
las ciudades de la Cornisa Cantábrica eran extremadamente pequeñas;
siendo muchas de ellas puertos de una incipiente actividad pesquera
que empezaba a explotar recursos lejanos. Barcelona vive en esa
época un importante desarrollo, si bien su tamaño no alcanzaba
todavía los 50.000 habitantes. Es curioso constatar que gran parte
de todo este desarrollo y de sus necesidades de transporte
gravitaba en gran medida sobre el sistema viario romano, cuyas
resistentes calzadas perduraron durante siglos.
"Las islas Canarias constituyen un mundo aparte. Entraron en
contacto con los sistemas sociológicos peninsulares en el siglo XV,
y su colonización constituyó un ensayo general del exterminio de
los pueblos locales y de los cambios en los ecosistemas que un
siglo después empezarían a tener lugar a gran escala en América"
[Alonso Millán , 1995]. Por ejemplo, los que acontecieron con la
introducción de los monocultivos del azúcar y del tabaco en el
Caribe.
En el siglo XV, la ciudad de Sevilla se conforma como el principal
núcleo de la Península, con más de 100.000 habitantes, consolidando
su primacía urbana tras el "Descubrimiento" de América, por la
función que cumple de charnela entre la periferia colonial y el
centro del imperio español. El primer imperio en la historia de
proyección mundial con carácter preindustrial. Era a través de esta
ciudad como se canalizaba la expansión del capitalismo comercial de
la época, y por donde circulaban las corrientes de oro y plata que,
extraídos del "Nuevo Mundo", se orientaban luego hacia Europa para
la compra de mercancías, o que se dedicaban al costoso
mantenimiento de los ejércitos que sostenían el imperio. Lo cual ha
hecho que muchos historiadores hayan llegado a afirmar que, durante
la existencia del imperio, España nunca se desarrolló. En
definitiva, "en los mejores momentos del Imperio, Sevilla que nunca
llegó a ser área metropolitana en el sentido más urbanístico del
término, fue metrópoli mundial" [López Groh , 1988].
Esta supremacía planetaria duraría lo que auge del imperio español,
es decir los siglos XV y XVI. Más tarde, con el lento declinar de
la hegemonía española, se asiste a la decadencia de la capital del
Guadalquivir, y a un cierto declive urbano general, así como a un
menor crecimiento poblacional global, si bien más adelante se van
afianzando paulatinamente la mayoría de las capitales provinciales
actuales y otros núcleos de importancia. En 1561, durante el
reinado de Felipe ll, la capital se traslada a Madrid, hecho que
iba a incidir en su paulatino despegue, a pesar de las dificultades
que suponía estar situada en la mitad de la Meseta. Por otro lado,
algunas ciudades como Barcelona, Málaga, La Coruña, Valencia y en
concreto Cádiz, adquieren una dinámica propia por su especial
relación con las colonias. Las ciudades de esa época eran
principalmente centros de intercambio comercial, así como de
servicios bastante rudimentarios, derivados de ser sede local de la
estructura de poder existente, con una base productiva más bien
artesanal.
Las necesidades de abastecimiento alimentario de una población en
lento ascenso, las crecientes demandas de consumo energético (a
partir de leña) que manifestaba la proliferación de forjas y
pequeños hornos por todo el territorio, la exigencia de madera que
provenía de la creciente construcción de buques que demandaba el
mantenimiento y las relaciones con el imperio ultramarino, y las
necesidades alimenticias (y por consiguiente de tierras de labor)
que se derivaban de un número en ascenso de mulas, necesarias para
solventar las necesidades de transporte y abastecimiento de las
ciudades de la época, como consecuencia de la difícil orografía
española, fueron la causa de que "a mediados del siglo XVII gran
parte de la piel de toro estuviera ya desollada" [Alonso Millán
, 1995].
Asimismo, desde el siglo XV, con el aumento de la población en el
interior mesetario se empieza a dar un conflicto cada vez más
manifiesto entre agricultores y grandes ganaderos trashumantes.
"Durante casi 500 años, los labradores pelearon contra los
privilegios de los ganaderos. Conflicto que enfrentó al modelo
agrícola y ganadero comunal con el de ganadería trashumante
especializada, centralizada y comercial [...] Los documentos sobre
pleitos entre la Mesta y los campesinos llenan buena parte de las
estanterías en los archivos de la Real Cancillería de Valladolid.
Los ganaderos conocieron épocas de auge, desde la constitución de
la Mesta en el siglo XIII, hasta bien entrado el siglo XVI. Pero
después fueron lentamente derrotados, [...], hasta la práctica
desaparición de su poder en el siglo XVIII" [Alonso Millán , 1995].
A lo largo del siglo XVIII, la costa cantábrica adquiere un
considerable dinamismo, manifestándose por primera vez como una de
las zonas de mayor crecimiento de toda la Península. Su especial
relación con las colonias, incluidas las corrientes migratorias
hacia ellas, la incorporación dentro de su producción agraria de
nuevos alimentos provenientes de las Indias (como el maíz, de forma
prioritaria en Galicia), y la expansión de su flota pesquera por
lejanos caladeros (Terranova y El Labrador), que abastecían de
proteínas (p.e., bacalao en salazón) al interior de la Península,
hacen que sus ciudades experimenten un importante crecimiento en
esta época. Al mismo tiempo, durante esos años se aborda la
construcción de una red radial de carreteras que convergía en
Madrid, lo que realza el papel de la capital del Reino, hasta ese
momento considerablemente aislada en el interior de la meseta. Como
parte de ese esfuerzo se mejoran los pasos por los principales
puertos o travesías de montañas (Guadarrama, Somosierra, camino
real de Reinosa, paso de Orduña...)[6], que permiten solventar, sólo
en parte, los principales obstáculos a la expansión del transporte.
En paralelo, al calor del empuje de la Ilustración, se aborda la
construcción de importantes obras hidráulicas como el Canal de
Castilla o el Canal Imperial de Aragón, que buscan mejorar tanto
las condiciones de transporte, intentando emular (con poco éxito)
el importante (y barato) transporte fluvial que se daba en amplios
territorios de otros países europeos, como ampliar las capacidades
de riego.
Fecha de referencia: 25-07-2000
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