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Alfonso Sanz
El tráfico y la movilidad en sus expresiones motorizadas forman
parte de lo que se ha venido en denominar el núcleo duro o menos
moldeable de la crisis ecológica de la ciudad. Primero porque
parecen eludir la discusión racional acerca de su compatibilidad
con los recursos disponibles o con la habitabilidad de los
lugares que les sirven de soporte; simplemente se admite con
frecuencia que el tráfico crece en número y velocidad y que ello
contribuye a satisfacer los deseos y necesidades de la población.
Y segundo, porque son la causa principal de los aspectos más
conflictivos del medio ambiente urbano tales como la
contaminación, el ruido, el consumo excesivo de recursos o la
ocupación extensiva del espacio. Sin transformar la movilidad no
parece posible racionalizar o hacer más habitable el entorno de
nuestras ciudades.
Por eso cabe calificar figuradamente de escollo a esa tarea
ingrata y difícil que supondría contrastar las ventajas del
tráfico y la movilidad motorizadas con sus consecuencias
ambientales. No sólo con el fin de establecer mejores condiciones
de habitabilidad y una mayor racionalidad en el uso de los
recursos escasos, sino con la meta de garantizar su
sostenibilidad, es decir, de su perduración en el tiempo.
El concepto de sostenibilidad que se ha mencionado al principio
de este catálogo exige, obviamente, el análisis global de los
flujos de materia y energía, de los ciclos completos de recursos
implicados en un proceso. De esa manera, no puede calificarse
como sostenible una práctica que reduce los inconvenientes
ambientales locales pero los traslada hacia otros lugares o
multiplica los perjuicios ambientales globales, de escala
planetaria.
Esa propensión a calificar como sostenible una actividad que
expulsa hacia el exterior de las ciudades algunos de los
perjuicios ambientales de la actividad urbana puede ilustrarse
con ciertas propuestas ligadas a la movilidad.
La aplicación, por ejemplo, de fuentes energéticas alternativas
en el transporte urbano ha de analizarse no sólo a través de las
ventajas locales que supone -disminución de la contaminación
atmosférica-, sino también en el cómputo de sus repercusiones
globales; el empleo de energía electrica en la propulsión de
vehículos elimina buena parte de las emisiones a la atmósfera
urbana, pero implica la emisión de contaminantes en el lugar de
generación, generalmente fuera de las ciudades.
La sostenibilidad también exige la consideración de las facetas
sociales del uso de los recursos; apelar a la responsabilidad con
el futuro no puede ser más que fruto de un compromiso con el
cambio en relación a los conflictos sociales presentes. La
exigencia de transformaciones en la manera en que se utilizan los
recursos está vinculada necesariamente a cambios culturales y
sociales sobre los que hay que pronunciarse. Es inaceptable
calificar de sostenible una práctica que reduce los
inconvenientes ambientales locales o globales a costa de la
equidad, la autonomía, la comunicación social o la igualdad entre
géneros.
Desde ese punto de vista, es insuficiente señalar que el tráfico
y la movilidad representan buena parte del núcleo duro de la
crisis ecológica de la ciudad, pues realmente son la clave
también de múltiples distorsiones sociales y culturales presentes
en las ciudades: el peligro y el riesgo de las calles y vías, la
ruptura de la multifuncionalidad del espacio público, la
reducción de la comunicación vecinal o la pérdida de autonomía
de los grupos sociales más débiles.
En definitiva, se puede considerar que el tráfico y la movilidad,
en sus expresiones motorizadas, representan un conflicto crucial,
un verdadero escollo, para la calidad de vida urbana en su
acepción más amplia, para la sostenibilidad ambiental y también
para la sostenibilidad social de las ciudades.
Si el tráfico y la movilidad motorizadas arrastran una pesada
carga de consecuencias ambientales y sociales la pregunta
inmediata es ¿cómo aligerarla? Obviamente no todas las respuestas
parten de las mismas premisas ni se orientan a los mismos fines.
De entrada, la sencilla pregunta se puede responder desde dos
puntos de vista completamente diferentes.
El primero se corresponde con la intención de paliar los
inconvenientes del tráfico a través de la sustitución de unos
medios de transporte motorizados por otros de mayor eficacia
ambiental y social, en particular, la potenciación del transporte
colectivo como alternativa al automóvil privado.
El segundo punto de vista supone reducir las consecuencias
ambientales y sociales del tráfico mediante la disminución de la
movilidad motorizada, tanto en lo que se refiere al número como
a la longitud de los desplazamientos. Los cambios se orientan a
facilitar las conexiones peatonales y ciclistas o la propia
reducción de la necesidad de los vehículos a motor.
Esta bifurcación de respuestas se corresponde bastante
aproximadamente con la distinción teórica entre los conceptos de
movilidad y accesibilidad manejados en la planificación del
transporte. Una distinción ya clásica por cuanto su formulación
clara data de hace más de veinte años.
En efecto, la movilidad es un concepto vinculado a las personas
o mercancías que desean desplazarse o que se desplazan; se
utiliza indistintamente para expresar la facilidad de
desplazamiento o como medida de los propios desplazamientos
realizados (pasajeros-km, toneladas-km). Mientras que la
accesibilidad es un concepto vinculado a los lugares, a la
posibilidad de obtención del bien, del servicio o del contacto
buscado desde un determinado espacio; y por extensión se utiliza
el término para indicar la facilidad de acceso de clientes y
suministros a un determinado lugar. La accesibilidad, por
consiguiente, se valora o bien en relación al coste o dificultad
de desplazamiento que requiere la satisfacción de las
necesidades, o bien en relación al coste o dificultad de que los
suministros o clientes alcancen el lugar en cuestión.
A la luz de esa diferenciación conceptual los conflictos del
transporte o del tráfico cobran un nuevo aspecto. Si el objetivo
del transporte y del tráfico es facilitar el movimiento de
personas y mercancías, indudablemente la sostenibilidad se ha de
procurar a través de la promoción de los medios de transporte que
faciliten los desplazamientos con un menor impacto ambiental y
social. Pero si el objetivo del transporte es facilitar el acceso
a bienes, servicios y contactos, la sostenibilidad puede
repensarse a partir de la reducción de las necesidades de
desplazamiento motorizado y del aprovechamiento máximo de la
capacidad autónoma de transladarse que tiene el ser humano
andando o en bicicleta.
Habiendo mencionado que el tráfico y el transporte forman parte
del núcleo duro de la crisis ecológica, se puede entender que,
en las primeras etapas del camino hacia la sostenibilidad, sean
imprescindibles, en dosis equilibradas, esfuerzos dirigidos hacia
los dos objetivos: hacia la creación de alternativas de menor
daño ambiental en el marco de la movilidad existente y, también,
hacia la mejora o incremento de la accesibilidad sin el concurso
del motor.
En ese sentido no debería escandalizar que, en dichas primeras
etapas, el balance ambiental y social de alguna de las medidas
arroje algún resultado globalmente poco satisfactorio. Como suele
decirse, muchas veces con un afán conservador que aquí no se
quiere trasmitir, "lo mejor es enemigo de lo bueno"; las mejores
prácticas de sostenibilidad urbana pueden ser tan extemporáneas
que no sean buenas.
Lo importante en todo caso es establecer los cimientos de un
cambio de orientación más hondo, la preparación de las siguientes
etapas del camino a la sostenibilidad, en las cuales habrá que
poner más el acento en la accesibilidad y en su significado, y
menos en la mejora de la eficacia ambiental de la movilidad
existente.
La accesibilidad sostenible se convierte así en un enfoque de
mayor calado y envergadura que la movilidad sostenible. Al
facilitar la reflexión sobre las necesidades, facilita la
reflexión sobre la construcción de las relaciones urbanas y, por
tanto, la reflexión sobre el modelo de ciudad. Se pone así, de
nuevo, sobre el tapete la conveniencia y urgencia de explicitar
los objetivos y propósitos del sistema urbano.
No se trata del rescoldo nostálgico de las utopías urbanas o,
peor aún, de las supuestas rigideces teóricas de algunos periodos
de la planificación y "ciencia" urbanística, sino de la imperiosa
necesidad de comprender la contrautopía urbana en proceso de
desarrollo y de contrastarla con la idea de sostenibilidad.
La accesibilidad sostenible es así un concepto a partir del cual
se pueden filtrar, analizar y criticar las construcciones
teóricas que hay detrás de la planificación urbanística y
territorial e incluso detrás de la gestión cotidiana de las
administraciones implicadas en la ciudad, desbordando el estrecho
campo de análisis que habitualmente encorseta a quienes se ocupan
del tráfico y del transporte.
En efecto, la planificación urbanística se traduce en
determinadas necesidades de desplazamiento motorizado y en un
patrón de accesibilidades concreto. La segregación/integración
de actividades en el espacio, la ocupación del mismo por las
infraestructuras de transporte, la distribución y tamaño de los
equipamientos, son factores clave en el modo y frecuencia de los
desplazamientos, es decir, en las exigencias de movilidad
motorizada y en las posibilidades de acceso sin recurrir a los
vehículos de motor.
De la misma manera, la gestión urbana no sólo concreta y matiza
las grandes decisiones de la planificación, sino que además
interviene en la accesibilidad a través de múltiples instrumentos
complementarios: desde los incentivos económicos a las políticas
de descentralización administrativa, pasando por las regulaciones
y ordenanzas de todo tipo que, sin tener que pertenecer al
planeamiento urbanístico, establecen el marco para muchos
comportamientos colectivos ligados a la accesibilidad.
En el marco de interpretación teórica señalado más arriba, y
también a efectos de la mayor comprensión de este catálogo de
"buenas prácticas", la movilidad y la accesibilidad pueden
configurar dos subáreas diferenciadas.
La primera, la movilidad sostenible, presenta como objetivo
principal la reducción del impacto ambiental y social de la
movilidad motorizada existente, es decir, la búsqueda de la
mejora en la eficacia ambiental y social de los desplazamientos
motorizados que se realizan en las ciudades.
Para la consecución de ese objetivo la estrategia más directa es
la sustitución de desplazamientos realizados en los medios de
transporte de mayor impacto -singularmente el automóvil privado-,
por desplazamientos en transporte colectivo.
Entre las políticas que conforman una estrategia de sustitución
de desplazamientos en automóvil privado por desplazamientos en
transporte colectivo destacan:
La primera es la reducción de los desplazamientos urbanos de
larga distancia que requieren el concurso del motor para su
realización. Y la segunda es la creación de unas condiciones
favorables para que se desarrollen los desplazamientos no
motorizados, andando o en bicicleta.
La primera estrategia se sintetiza en lo que podrían denominarse
políticas de creación de proximidad, de las que pueden ser
ejemplos las siguientes:
En cuanto a la segunda estrategia, la que facilita o incrementa
la accesibilidad peatonal y ciclista se nutre de distintas líneas
de actuación:
La reducción del número de vehículos en la ciudad se muestra como
una condición necesaria para la mejora de la accesibilidad
peatonal y ciclista. Sin ella, la mera competencia por el espacio
escaso acaba con la ocupación de éste por los modos motorizados
de transporte en detrimento del que da vida a los no motorizados.
Hace falta, por tanto, una discriminación positiva hacia dichos
modos alternativos, es decir, la penalización del uso del
automóvil tanto desde el campo económico como desde la propia
regulación de la circulación y el aparcamiento. Se trata entonces
de suprimir los privilegios y posiciones dominantes que
permanecen en favor de la movilidad motorizada en la
administración del espacio como aparcamiento o en las
regulaciones, normas y ordenaciones de la circulación favorables
a los vehículos a motor y penalizadoras de los peatones y
ciclistas.
Por último, al repensar la accesibilidad desde los medios de
transporte no motorizados surge otro requisito de la
accesibilidad sostenible como es el del control de la velocidad
de la circulación motorizada. Se reconoce cada vez con más fuerza
que la velocidad es un parámetro clave para la habitabilidad de
las calles y para la gravedad de los impactos ambientales del
tráfico.
El establecimiento de nuevas jerarquías del viario urbano
fundamentadas en velocidades de diseño inferiores a los 50 km/h.
es una estrategia básica de recuperación de la habitabilidad
urbana pero, además, en la medida en que reduce la peligrosidad
de las calles, facilita la circulación peatonal y ciclista y
reduce el dominio de los vehículos motorizados, es también una
estrategia ligada a la accesibilidad sostenible.
La creación de áreas de 30 km/h de velocidad máxima o la
implantación de las denominadas áreas de coexistencia de
tráficos, con limitaciones de velocidad aún más estrictas y en
las que se invierten las prioridades de diseño y función de la
vía en favor de los modos no motorizados, suelen ser los primeros
pasos en pos de esa nueva jerarquía viaria del conjunto urbano.
Del conjunto de prácticas o actuaciones realizadas en el país en
los últimos años en el campo de la movilidad/accesibilidad la
mayoría aplastante sigue apostando por el incremento del número
y longitud de los desplazamientos motorizados y, por
consiguiente, se aleja de la sostenibilidad.
Sin embargo, existe un grupo de prácticas que presentan, con
mayor o menor coherencia, una intención más cercana a la
sostenibilidad y que cabe incluir bajo conceptos de racionalidad
y habitabilidad. Racionalidad en el sentido de eficiencia, de
adecuación entre los recursos empleados y la satisfacción de las
necesidades y objetivos establecidos; y habitabilidad en el
sentido que comúnmente se emplea de aumento de la comodidad,
salubridad y belleza del entorno habitado.
En contraste con la sostenibilidad, la habitabilidad y la
racionalidad se cierran en el tiempo y en el espacio; no
consideran las consecuencias que tienen esas condiciones de
comodidad, salubridad y belleza en lugares y periodos diferentes
a aquellos sobre los que se aplica el término.
Es evidente que estirando hasta el extremo todos esos términos
lo sostenible es identificable a lo racional o a lo habitable,
pero las matizaciones que introducen cada uno de ellos pueden
resultar útiles a los efectos del presente catálogo, tal y como
se muestra con el ejemplo de las prácticas orientadas a la
accesibilidad y la movilidad.
Racionalizar el sistema urbano parece el término más cercano a
prácticas como la de incrementar la oferta del transporte
colectivo, las cuales podrían atribuirse intenciones de
sostenibilidad únicamente cuando estuvieran vinculadas a la
modificación de las tendencias expansivas del sistema de
movilidad (incrementos en el número, la velocidad y la distancia
de los desplazamientos motorizados), es decir, cuando la creación
o mejora del transporte colectivo se acompaña de una autentica
política de control de la movilidad en automóvil privado.
De la misma manera, el conjunto de proyectos que han tenido
especial cuidado en los impactos ambientales o sociales de la
obra pública, con el fín de reducir las incomodidades, el ruido
y la intrusión visual que genera el tráfico, pero que no han
puesto en cuestión el crecimiento de éste -las mencionadas
tendencias expansivas de la movilidad-, no pueden alcanzar la
categoría de buena práctica para la sostenibilidad, aunque
indudablemente tengan repercusiones positivas para la
habitabilidad local.
Desde ese punto de vista, la mayoría de las prácticas presentadas
como "sostenibles" responden más adecuadamente a intenciones de
racionalización y mejora de la habitabilidad que a intenciones
de sostenibilidad, intenciones que exigen un mayor compromiso con
la transformación de las tendencias dominantes en la movilidad.
Filtrando con ese tamiz fino de la sostenibilidad las actuaciones
realizadas durante los últimos años se corría el riesgo de no
contar con casos ejemplares que describir y comentar. Por ello,
se optó por abrir la trama del tamiz y buscar prácticas en las
que se adivinara una orientación más sostenible dentro del grupo
de las que claramente permitían la racionalización y el
incremento de la habitabilidad. Se han seleccionado así cinco
actuaciones o prácticas que ejemplifican, cada una desde una
perspectiva diferente y con propósitos distintos, los cambios
emergentes que más se orientan a la sostenibilidad.
Para la selección se ha valorado sobre todo su carácter ejemplar,
es decir, su capacidad de servir de acicate a otras iniciativas
semejantes y la valentía en la intervención, es decir, su
decisión al desviarse de las tendencias técnicas y políticas más
trilladas.
Dado que seleccionar un puñado de prácticas es subrayar sus
valores, puede opinarse que la mejor manera de divulgarlos y
extenderlos consiste en glosar sus excelencias. Sin embargo, a
poco que se reflexione con calma se reconocerá que el método más
sabio de difundir su orientación es describir sus aciertos y
junto a ellos repasar sus defectos o contradicciones. Esta
opción, seguida aquí, permite establecer con mucha mayor nitidez
la envergadura de la tarea que espera a otras ciudades y las
trampas, a veces poco visibles, de los procesos puestos en
marcha; allana también los caminos de otros ayuntamientos,
instituciones y colectivos y facilita la continuación del propio.
Las primeras peatonalizaciones realizadas en ciudades españolas
datan de finales de los años sesenta y se van generalizando poco
a poco desde entonces, especialmente a partir de la constitución
de los ayuntamientos democráticos. De hecho, a principios de los
años ochenta, un buen número de ciudades españolas grandes y
medias ya disponían de alguna calle o área peatonal.
En los últimos años ochenta y primeros noventa se detecta una
nueva oleada de peatonalizaciones realizadas desde un doble punto
de partida. Por un lado se amplía el carácter de las zonas objeto
de actuación de forma que algunas ciudades que ya disponían de
calles peatonales, especialmente en las áreas centrales
comerciales, cierran al tráfico también otros tipos de vías en
el exterior del casco antiguo.
Por otro lado, un grupo de ciudades, que todavía estaban ancladas
en la pretensión de no poner límites al acceso de automóviles a
los centros urbanos, se suman a las peatonalizaciones
convirtiendo a éstas en un equipamiento estándar de las ciudades
españolas, pudiéndose repetir la afirmación realizada poco antes
en otros países europeos de que una ciudad sin espacio peatonal
parece extremadamente anticuada.
De la última oleada de peatonalizaciones e incluso del conjunto
de las efectuadas hasta el momento destaca la realizada en
Oviedo, cuya extensión en un solo proceso no tiene parangón en
otras ciudades españolas, habiéndose cerrado al tráfico la
totalidad de las calles integradas en el casco antiguo de la
ciudad.
La singularidad de este caso se acentúa además al superar el mero
concepto de peatonalización de un casco histórico, pues la
actuación se prolonga en la mejora sustancial de las condiciones
de la circulación peatonal de otras calles y plazas exteriores
al recinto cerrado al tráfico. En dichas calles se han ampliado
y arbolado las aceras mediante la reducción de la anchura de la
calzada y se han mejorado las condiciones de la circulación del
transporte colectivo, reservando un tramo a la circulación
exclusiva de autobuses y taxis.
La experiencia de Oviedo se adentra así en lo que es la
consideración más actual de la circulación peatonal: los
conflictos entre los viandantes y los vehículos motorizados se
tienen que resolver de esa manera extrema en algunos puntos de
la ciudad pero, en general, la ganancia peatonal se ha de
verificar en el conjunto del viario urbano, allí donde conviven
con mayor o menor fortuna los diferentes tipos de tráfico.
La peatonalización de Oviedo ha sido aprovechada para un cambio
sustancial en el pavimento, el mobiliario urbano, la limpieza de
fachadas, el arbolamiento y la creación de parques o jardines,
es decir, la aplicación de una política no meramente de movilidad
sino de mejora de la habitabilidad general.
La actuación no está exenta, como lógicamente tiene que ocurrir
en esta faceta tan díficil de compatibilizar ambiental y
socialmente, de algunas sombras. Se han creado, por ejemplo, casi
un millar de nuevas plazas de aparcamiento, casi el doble de las
suprimidas en el proceso de peatonalización, con lo que se ha
podido incrementar el atractivo del centro para el acceso
motorizado al mismo, en detrimento del transporte colectivo y los
modos no motorizados.
Tampoco parece haberse establecido ningún mecanismo precautorio
para evitar la expulsión de algunos grupos sociales o modalidades
de comercio poco especializadas; fenómeno que sin duda se
prolongará en el tiempo a la vista de que la transformada imagen
de las calles peatonalizadas no puede por menos que significar
su revalorización en el mercado, con la consiguiente selección
de los nuevos moradores y usos. El éxito ciudadano obtenido con
la peatonalización puede revolverse así contra algunos de los
objetivos que la impulsaron.
Los visitantes de la ciudad de San Sebastian suelen percibir en
ella un rasgo singular: la facilidad del paseo, la comodidad de
una buena parte de los desplazamientos peatonales realizados en
el núcleo central. Un rasgo que a veces los propios donostiarras
pasan por alto, acostumbrados a lo que en otros lugares es
excepcional y conocedores también del indudable deterioro sufrido
en las últimas décadas.
Desde ese punto de partida, las perspectivas posibles de
evolución de la movilidad se encaminaban en dos direcciones. Una
significaría la continuación del declive paulatino de la calidad
peatonal del espacio público, como consecuencia del incremento
de la presencia del automóvil privado en el conjunto urbano y de
la pérdida de accesibilidad peatonal. Otra perseguiría la
transformación de los criterios de planificación y gestión del
tráfico con el fin de dar prioridad a los desplazamientos de los
viandantes, los ciclistas y el transporte colectivo.
A finales de los años ochenta el discurso teórico en favor de
esta última opción, que se podía encontrar en otras muchas
ciudades españolas, empieza a plasmarse en documentos de
planeamiento y actuaciones concretas, lo cual sí representaba una
singularidad en el panorama del país.
Los documentos preparatorios del Plan General de Ordenación
Urbana y la planificación parcial realizada en paralelo
integraron sólidamente algunos de los elementos del nuevo
discurso. Se trazó así una red de itinerarios peatonales y
ciclistas, es decir, se estableció la prioridad peatonal y de la
bicicleta en un conjunto articulado de vías e intersecciones.
En el mismo periodo fueron redactados diversos planes de
Transporte y Circulación para los barrios Centro, Gros, Amara y
Altza, en los que se aplicaron nuevas prioridades y principios
para el tratamiento del tráfico local, siempre en el marco del
esquema de circulación de la ciudad: exclusión del tráfico de
paso en la mayoría del viario, creación de espacios peatonales
y áreas de coexistencia de tráficos, mejora del acerado,
ordenación del aparcamiento, etc.
El punto de inflexión en el lanzamiento de la nueva política de
tráfico fue la puesta en marcha durante 1993 del Plan de
Circulación y Transporte, el cual supuso la reordenación completa
del tráfico en las áreas centrales de la ciudad, incluyendo
mejoras para el transporte colectivo. Dicha reordenación fue
considerada una necesidad previa para el arranque de la red de
itinerarios peatonales y ciclistas y, en particular, para el
primer "eje peatonal" a lo largo del ensanche clásico de San
Sebastian, inaugurado en 1995.
El talón de Aquiles de toda esta nueva estrategia de tráfico
parece estar en la política de aparcamiento. Por un lado, la
gestión de las restricciones establecidas (O.T.A.) en las plazas
de bordillo o superficie ha ido perdiendo efectividad al
relajarse la disciplina. Por otro, se han creado nuevas plazas
de aparcamiento de rotación subterráneas en áreas centrales de
la ciudad. Sumando ambos factores se puede afirmar que en su
conjunto se ha incrementado el atractivo para el acceso al centro
en vehículo privado, en contradicción con el objetivo expreso de
disminuir la presión del automóvil y aumentar los grados de
libertad de peatones y ciclistas.
Los resultados a medio y largo plazo de esta estrategia de
tráfico son, por consiguiente, todavía inciertos en lo que atañe
a la sostenibilidad. No sólo se ha de clarificar esa
contradicción entre facilidad de acceso motorizada y necesidades
peatonales y ciclistas, sino que ha de comprobarse que el resto
de las estrategias urbanísticas y de transporte se corresponden
con las mismas lógicas de reducción de las necesidades de
desplazamiento con vehículos a motor.
Existiría en caso contrario el riesgo de convertir el centro de
la ciudad en una bella, incluso culta y lujosa, área comercial,
accesible cómodamente en automóvil desde dispersos y alejados
barrios, como si de una gran superficie a pie de autovía se
tratara.
Habitualmente los análisis sectoriales del tráfico y del
transporte tienen escasa relación con las raices de los problemas
de movilidad, con la generación de necesidades de desplazamiento
y con la configuración de la accesibilidad.
La principal virtud que presentan las actuaciones realizadas en
los últimos años en el distrito de Ciutat Vella es su capacidad
de ejemplificar precisamente la mejora en la accesibilidad no
motorizada, es decir, el incremento de las posibilidades de
satisfacción de bienes y servicios múltiples a través de los
desplazamientos andando o en bicicleta.
Algunos de los pasos fundamentales en la estrategia de
transformación fueron el Area de Rehabilitación Integrada (ARI),
los Planes Especiales de Reforma Interior de diferentes barrios
del distrito, y la aplicación de un Plan de Actuación Municipal
1991-95. Esta secuencia de intervenciones ha significado una
mejora sustancial de la habitabilidad y, consecuentemente, del
enraizamiento de la población existente en este distrito
barcelonés.
Así, por ejemplo, se han creado numerosos equipamientos
(deportivos, educativos, culturales, asistenciales, etc.) que
permiten satisfacer las necesidades básicas sin desplazamientos
lejanos. Se han creado, amueblado e iluminado también nuevos
espacios públicos (jardines, plazas, parques) y transformado los
antiguos (plantación de 4.000 árboles en las calles), de manera
que la calle ha empezado a ser de nuevo un lugar de estancia,
comunicación y convivencia en vez de un agujero negro que fomenta
la huida hacia el exterior, en especial de grupos sociales como
los ancianos o las parejas jóvenes con niños.
Otro aspecto destacable de las operaciones urbanísticas llevadas
a cabo es el esfuerzo de fijación de la población residente.
Frente a otros procesos de renovación y rehabilitación urbana,
el de Ciutat Vella ha tenido el objetivo de reubicar a los
residentes afectados en el mismo barrio originario, con lo que
disminuyen las tensiones de transformación de los usos de la
edificación y la expulsión de las clases de rentas más bajas,
diluyéndose cualquier criterio de proximidad.
Junto a esas mejoras ligadas a la accesibilidad no motorizada,
la actuación sobre la Ciutat Vella ofrece algunos apuntes
interesantes de tratamiento de la circulación a través del
denominado Plan de Movilidad. Se ha establecido un control del
acceso automovilístico al barrio de La Ribera, mediante un
sistema de tarjetas que facilitan el paso a los residentes. Se
ha cambiado las secciones de muchas calles para incrementar la
anchura peatonal y se han realizado algunas actuaciones
destinadas a incrementar el atractivo del transporte colectivo
y la bicicleta.
Los aspectos más discutibles de cara a la sostenibilidad son
también en este caso los relacionados con la política de
aparcamientos, sobre la que planea la sombra de su capacidad de
atraer tráfico hacia un espacio especialmente apto para estar
servido por medios de transporte colectivo y bien conectado con
el resto de los barrios de la ciudad mediante itinerarios
peatonales y ciclistas.
El tranvía, un medio de transporte colectivo que desapareció de
las ciudades españolas hace dos décadas, concita sin embargo un
caluroso apoyo en la mayoría de la población. No se trata en
general de un recuerdo nostálgico de los que vivieron su declive
y muerte, sino más bien de esperanzas depositadas por quienes han
visto en otras ciudades la amabilidad con la que penetra en el
tejido urbano, su capacidad de transportar gente de manera limpia
y silenciosa.
Por esa razón, la reintroducción del concepto tranvía, con el
añadido de las nuevas comodidades y tecnologías que hoy acumula,
es de entrada una noticia positiva para el desarrollo del
transporte colectivo en las ciudades españolas en su competencia
con el vehículo privado.
En el caso de Valencia, el tranvía forma parte de un Plan de
Ampliación del Metro, que no es otra cosa que la mejora,
reformulación y extensión de la red de ferrocarriles de vía
estrecha transferida por el estado central a la Generalitat
Valenciana en 1986, y constituida por cinco líneas que conectaban
el núcleo central metropolitano y diversos núcleos periféricos.
En aquellos fechas estaba en construcción el actual enlace
subterráneo de las líneas procedentes del norte con las del sur
a través del centro urbano.
La nueva línea de tranvía dicurre por el anterior trazado
ferroviario de vía estrecha entre Ademuz y el Grao
correspondiente a tramos de dos de las líneas transferidas, con
una estación común en Pont de Fusta. Por esa razón, su carácter
es relativamente periférico en el conjunto de la red, lo que
tiene importantes repercusiones para su utilización y función
actuales.
En el resto de las líneas que constituyen la red del ferrocarril
metropolitano se ha optado extensamente por la solución
subterránea, no existiendo en un horizonte cercano la intención
de completar la línea de tranvía con nuevas penetraciones hacia
el centro urbano. Se diluye así el potencial efecto red, es
decir, las ventajas que para la explotación tendría una red
tranviaria de mayor extensión y complejidad. Y se pierde,
también, la capacidad de recuperar para el transporte colectivo
parte del espacio de superficie sobre el que hoy impera el
vehículo privado, principal causante de los conflictos
ambientales y sociales del tráfico urbano.
En cualquier caso, la introducción de esta línea de tranvía ha
supuesto la mejora de la habitabilidad, especialmente en diversos
tramos anteriormente degradados, al realizarse en paralelo la
urbanización del entorno de la vía. El paso de un espacio
residual a una calle con calidad peatonal/residencial ha
representado casi una cuarta parte del coste de la implantación
del tranvía. Esa misma transformación no se ha realizado sin una
confrontación de intereses y pareceres, pues distintos sectores
presionaron para convertir la traza en una calle de tráfico
general al servicio del automóvil privado.
Desgraciadamente, en esa confrontación de intereses no tuvo éxito
la bicicleta, cuyos usuarios reclamaron infructuosamente la
compatibilización de la nueva urbanización del tranvía con sus
necesidades de circulación.Tampoco parecen haberse exprimido
todas las posibilidades de gestionar las intersecciones, sin
interrupciones o con interrupciones mínimas de la marcha del
nuevo vehículo, lo que contribuiría a la mejora de la
regularidad, velocidad y economía del transporte colectivo y a
la moderación del tráfico general.
Esa disminución de la potencialidad del tranvía, de la tecnología
con la que se diseñó tanto el vehículo como el sistema de gestión
de su circulación, tiene repercusiones en el ámbito de la
eficiencia energética y en el atractivo para los viajeros y,
consiguientemente, en la economía de la empresa explotadora.
Obviamente, las interrupciones de la marcha en las intersecciones
incrementan el consumo energético, a pesar de la capacidad
recuperadora de que dispone este tranvía en las frenadas; pero,
sobre todo, disminuyen la velocidad comercial y la frecuencia,
significando una fuerte lacra en el atractivo de este medio de
transporte como alternativa al vehículo privado.
El legítimo interés por impulsar el concepto y el desarrollo del
tranvía ha conducido con frecuencia a mitificar la eficacia
energética de este medio de transporte, lo que a la larga puede
ser contraproducente para su deseable recuperación. Los
mecanismos para esa mitificación suelen ser la comparación de los
consumos energéticos finales -independientemente de las fuentes
primarias propias de cada medio de transporte- y la reducción de
la contabilidad a la fase de circulación o tracción, excluyendo
consumos energéticos como los empleados en la fabricación de los
vehículos o la construcción de las infraestructuras.
Es habitual, por ejemplo, encontrar comparaciones entre la
energía eléctrica consumida por el tranvía y el combustible
empleado por el autobús. Sin embargo, esa comparación sólo puede
realizarse en términos de energía primaria equivalente, es decir,
considerando en cada tipo de energía final las pérdidas
correspondientes a los procesos de generación, transformación y
transporte. De ese modo, los medios de locomoción que emplean
electricidad pierden al menos dos terceras partes de su
eficiencia energética aparente. En el caso del tranvía de
Valencia, el consumo de energía primaria tiene el mismo orden de
magnitud que el correspondiente a los autobuses urbanos.
Situado el tranvía en una más rigurosa posición entre los medios
de transporte colectivo, el siguiente criterio de análisis ha de
ser el grado de ocupación que alcanza, pues permite el contraste
de los rendimientos económicos y energéticos teóricos o
potenciales con los realmente conseguidos en la práctica. Los
datos del primer periodo de explotación del tranvía de Valencia
muestran una baja ocupación, lo que multiplica el coste monetario
y el consumo energético por cada viajero transportado.
Desde el punto de vista de la sostenibilidad, por tanto, estos
primeros registros de viajeros deben suscitar una reflexión sobre
la propia concepción y gestión del sistema de transporte urbano,
sobre la extensión y concepción de la red del ferrocarril
metropolitano y sobre el papel reservado en ella al tranvía. En
definitiva, el tranvía resitúa el debate sobre la planificación
del tráfico y del transporte en la ciudad de Valencia.
La transformación urbanística y territorial que ha vivido el
denominado corredor de la carretera N-VI en los últimos años
puede calificarse de espectacular, por su rapidez y por su
extensión. Escaparate de la urbanización residencial dispersa y
de una terciarización de nuevo cuño, el corredor ha sufrido una
auténtica convulsión en lo que se refiere a la oferta de
infraestructuras de transporte.
La ampliación de la autovía de La Coruña se ha acompañado de la
creación de nuevos ejes complementarios de penetración al centro
metropolitano (eje del Pinar) y del anillo de circunvalación
(M-40). Estas actuaciones poco compatibles con la sostenibilidad
se han realizado en paralelo con una política de reforzamiento
del transporte colectivo cuyos elementos más importantes son el
incremento de los servicios de cercanías en al línea de
ferrocarril de Villalba, la mejora de la calidad del servicio de
autobuses mediante la creación de un carril bus-vao (para
autobuses y vehículos de alta ocupación) en la autovía de la
Coruña y, sobre todo, el desarrollo de los intercambiadores para
el transporte colectivo en Principe Pío y Moncloa.
En Moncloa la terminal incluye una nueva línea de metro circular
además de la línea anteriormente existente, así como una nueva
estación para los servicios de autobuses procedentes del corredor
de la N-VI.
Por su parte, en Príncipe Pío la reforma de la antigua estación
ferroviaria supuso la creación de una auténtica terminal del
ferrocarril de cercanías, que se prolonga mediante el nuevo
Pasillo Verde Ferroviario hasta Atocha, la estación nodal del
sistema de cercanías. Además, este nuevo intercambiador enlaza
dos nuevas líneas de metro con otra preexistente y una gran
estación para los autobuses procedentes del corredor de la N-V
o autovía de Extremadura.
La importancia de estos intercambiadores del transporte
colectivo, que se espera que utilicen medio millón de viajeros
diarios, puede quedar oculta ante la opinión pública por el
brillo novedoso de la construcción de la primera plataforma
reservada para el bus y vehículos de alta ocupación.
Dicha plataforma se configuró como una alternativa a la
ampliación convencional de la autovía, operación que
indudablemente venía a realimentar el fuego del uso del vehículo
privado en este corredor de acceso a las áreas centrales de la
capital.
Entre las virtudes del diseño escogido para dicha plataforma
destaca el tramo final, que permite la circulación exclusiva de
los autobuses y también la penetración directa de los mismos al
citado intercambiador de Moncloa.
Una vez construida y diseñada, es decir, aceptada la ampliación
de la capacidad de esta carretera de penetración, la mayor
objeción que cabe presentar a la plataforma bus-vao que incluye
es la decisión de aplicar un laxo concepto de "vao", de vehículos
de alta ocupación, pues se admite la circulación de vehículos con
dos o más ocupantes, es decir, con grados de ocupación inferiores
al 50 por 100.
Una consecuencia de esa decisión es la existencia de retenciones,
aunque comparativamente mucho más reducidas que en los carriles
del tráfico general, en las salidas de la plataforma reservada
debido al excesivo uso de la plataforma en determinados periodos
punta. La penalización a los usuarios del autobús hubiera sido
mínima en caso de aplicar el concepto de "vao" a partir de
ocupaciones superiores al 50 por 100 de la capacidad, es decir,
admitiendo la circulación por la plataforma de automóviles con
tres o más ocupantes.
En cualquier caso, la mejora en los servicios ofrecidos por los
autobuses se ha traducido en dos consecuencias que permiten tirar
un poco más del hilo de la reflexión sugerida a lo largo de este
artículo. La primera es que se ha incrementado sustancialmente
el número de viajeros del autobús y, la segunda, es que se han
estabilizado o disminuido la cifra de viajeros del ferrocarril
de cercanías que atiende a las poblaciones del corredor.
Dado que simultáneamente a las mejoras del transporte colectivo
se han producido fuertes incrementos de la capacidad del viario,
de la motorización y del uso del automóvil, la posición del
transporte colectivo en la distribución de viajes ha seguido
siendo secundaria en relación al vehículo privado. De esa manera,
el modelo de urbanización y usos del suelo del corredor de la
autovía de La Coruña encuentra ahora una mayor capacidad de
expansión sin tener que modificar su patrón de movilidad y
accesibilidad.
Se pone así sobre el tapete la insuficiencia de los
planteamientos que buscan la sostenibilidad en el campo del
tráfico y del transporte mediante el exclusivo incremento y
mejora de la oferta de los medios alternativos al automóvil. La
reducción del volúmen del tráfico privado mediante medidas de
regulación de la circulación y el aparcamiento vuelve a aparecer
como elemento imprescindible de una estrategia sostenible de
movilidad y accesibilidad que vaya más allá de la racionalización
de los procesos urbanísticos vigentes.
La revisión del panorama nacional de actuaciones referidas a la
movilidad y la accesibilidad confirma la hipótesis de que este
campo presenta unas especiales condiciones de rigidez y
dificultad para la introducción de criterios de sostenibilidad.
La calificación de escollo para la sostenibilidad parece quedar
plenamente justificada.
Se puede afirmar que la mayoría aplastante de las ciudades
españolas siguen presas del afán de incrementar la movilidad del
automóvil, manteniéndose cuantiosas inversiones públicas -en
infraestructuras para la circulación y el aparcamiento- y
privadas -en la compra y funcionamiento de los vehículos-.
La inercia de los últimos diez años, que presenciaron un fuerte
salto en la motorización, en la creación de infraestructuras y
en la expansión de las distancias recorridas, no está siendo
frenada por políticas rigurosas que busquen invertir dichas
tendencias en aras de la sostenibilidad. Al contrario, la
generalidad de las propuestas que atañen a la movilidad y la
accesibilidad parecen realimentar la espiral de las necesidades
de desplazamientos motorizados.
No es así de extrañar que no existan indicios de políticas
rigurosas de moderación general o local de la circulación, es
decir, de políticas que busquen la reducción del número y de la
velocidad de los vehículos motorizados, en particular de los
automóviles.
Se mantienen y desarrollan, eso sí, las políticas que
tradicionalmente se habían aplicado con el fin de resolver
problemas localizados de congestión, incluyendo las que suponen
la peatonalización de algunas calles céntricas, y se sostienen
también los esfuerzos de mejora/mantenimiento de las redes de
transporte colectivo.
De ese modo, se puede hablar de una generalización de los
sistemas de restricción localizada del aparcamiento de vehículos.
Las operaciones de restricción del aparcamiento se han implantado
con diversos nombres (O.R.A., O.T.A., S.A.R.E., A.R.E.A),
mecanismos de control (vigilancia, parquímetros) y reglas en gran
parte de los núcleos urbanos del país. Es significativo al
respecto que más de un centenar de ciudades cuenten con concesión
privada de sistemas de regulación del aparcamiento, cubriendo del
orden de 150.000 plazas de sus áreas centrales, y que otras
muchas apliquen la normativa desde los propios servicios de la
administración municipal.
Se puede hacer también referencia a la amplia difusión de las
zonas peatonales en los centros urbanos, que alcanza hoy a la
mayoría de las ciudades españolas, habiéndose convertido casi en
un equipamiento estándar. E incluso se aprecia una dispersa e
inmadura pero ya numerosa aparición de tramos aislados de vías
para bicicletas, que denotan como mínimo una nueva posición de
la opinión pública en favor de este medio de transporte.
Igualmente se puede hablar de un sostenimiento general del
sistema de transporte colectivo público, aunque con muy
diferentes grados de calidad y de prioridad en la inversión y en
la gestión viaria. Además de las grandes áreas metropolitanas
(Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia y Sevilla), otras ochenta
ciudades españolas mantienen subvencionado el transporte regular
en autobús.
Pero todas esas políticas de control leve del aparcamiento, de
peatonalización o de subvención al transporte colectivo siguen
cabiendo en el epígrafe de la racionalidad o de la habitabilidad,
sin aproximarse a la sostenibilidad del sistema urbano y
desvelando la auténtica dimensión del escollo al que aquí se hace
referencia. Por esa razón, en este contexto de insostenibilidad
creciente, las prácticas seleccionadas, con sus contradicciones
y limitaciones, son signos esperanzadores de que también en este
país se puede cambiar de rumbo en materia de movilidad y
accesibilidad, aunque la tarea que queda por delante parezca, y
lo es, gigantesca.
Fecha de referencia: 30-06-1997
Documentos > La Construcción de la Ciudad Sostenible > http://habitat.aq.upm.es/cs/p3/a013.html |