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Edita: Instituto Juan de Herrera. Av. Juan de Herrera 4. 28040 MADRID. ESPAÑA. ISSN: 1578-097X
Jacobs, Jane (1961). The Death and Life of Great American Cities.
(Edición original publicada por Random House, Inc., Nueva York.
Traducción española de Ángel Abad, Muerte y vida de las grandes
ciudades. 2. edición 1973 (1. ed. 1967), ) Ediciones Península,
Madrid.
Al exponer unos principios diferentes, me referiré esencialmente a
cosas y temas perfectamente comunes y ordinarios. Por ejemplo, los
tipos de calle seguros y los tipos de calle inseguros; la razón de
que algunos parques urbanos sean tan maravillosos y otros
vicetrampas y hasta trampas mortales; por qué ciertos barrios bajos
siguen siendo los infectos barrios bajos de siempre y otros han
conseguido regenerarse venciendo resistencias oficiales y hasta
financieras; por qué se desplazan los "centros de ciudad" y las
áreas comerciales; qué es una vecindad auténtica y cómo se puede
levantar una verdadera vecindad en las grandes ciudades. En una
palabra, me referiré siempre a cosas reales, a ciudades reales y a
la vida real de las ciudades, pues sólo así conoceremos los
principios de urbanización y prácticas de reordenación susceptibles
de promover una efectiva promoción social y económica en las
ciudades, y también aquellos otros principios y prácticas que
alejarán o apagarán ese horizonte de promoción.
Existe un mito muy extendido y socorrido según el cual, si
tuviéramos suficiente dinero disponible -normalmente, se adelanta
la cifra de cien mil millones de dólares-, liquidaríamos en diez
años todos nuestros barrios bajos, remozaríamos los grandes,
tristes y grises cinturones que ayer y anteayer eran nuestros
suburbios, ofreceríamos un asentamiento a las trotonas clases
medias y a sus aleatorias obligaciones fiscales, y, inclusive,
resolveríamos el problema del tráfico.
Echemos una ojeada a lo que hemos construido con los primeros miles
de millones que tuvimos a nuestra disposición: los barrios de
viviendas baratas se han convertido en los peores centros de
delincuencia, vandalismo y desesperanza social general, mucho
peores que los viejos barrios bajos que intentábamos eliminar; los
proyectos de construcción de grupos de viviendas de renta media -auténticas maravillas de monotonía y regimentalización- sellaron a
cal y canto las perspectivas de una vida ciudadana llena de
vitalidad y dinamismo; los barrios residenciales de lujo, que
teóricamente debían mitigar la sordidez de las ciudades, o
intentarlo al menos, son hoy escaparates de una insípida
vulgaridad; y no hablemos de los centros culturales, en los cuales
es difícil encontrar una buena biblioteca; o los centros cívico-recreativos, cuidadosamente evitados por todo el mundo a excepción
de los vividores de rigor, esos que no tienen tantos remilgos como
los demás para escoger sus lugares de esparcimiento; amén de los
centros comerciales imitación sin lustre de los supermercados
suburbiales y de todos esos paseos que no vienen de ningún sitio y
no van a ninguna parte, pero que tampoco exhiben a ningún paseante;
y esas autopistas que destripan las grandes ciudades... Esto no es
reordenar las ciudades. Esto es, simplemente, saquearlas.
Si escarbamos un poco por debajo de lo superficial, estas
realizaciones nos parecerán aún más pobres que sus ya bien míseras
motivaciones. Todos estos centros y barriadas rara vez son de
alguna ayuda o alivio para las zonas urbanas a cuyo alrededor
proliferan, aunque en teoría éste es su cometido. Lo que hacen es
desarrollar una gangrena galopante muy característica. Para
albergar a la gente de esta suerte, se aplican a la población una
serie de tarifas discriminatorias o una etiqueta con su precio
correspondiente; cada paquete segregado de populacho etiquetado y
tarifado vive en creciente sospecha y rencor contra los paquetes
circundantes. Cuando dos o más de esas islas hostiles se
yuxtaponen, oímos decir que el resultado es una "vecindad
equilibrada". Los centros comerciales monopolistas y esos otros
centros culturales monumentales ocultan, bajo el artificio de las
relaciones públicas, una verdadera substracción de substancia
comercial y cultural que antes constituía lo más familiar y normal
en la vida de las ciudades.
En sí misma, una acera urbana no es nada. Es una abstracción. Sólo
tiene significado en relación con los edificios y otros servicios
anejos a ella o anejos a otras aceras próximas. Lo mismo podríamos
decir de las calles, en el sentido de que sirven para algo más que
para soportar el tráfico rodado. Las calles y sus aceras son los
principales lugares públicos de una ciudad, sus órganos más
vitales. ¿Qué es lo primero que nos viene a la mente al pensar en
una ciudad? Sus calles. Cuando las calles de una ciudad ofrecen
interés, la ciudad entera ofrece interés; cuando presentan un
aspecto triste, toda la ciudad parece triste.
Y más todavía -y con esto topamos con el primer problema-, si las
calles de una ciudad están a salvo de la barbarie y el temor, la
ciudad está más o menos tolerablemente a salvo de la barbarie y el
temor. Cuando la gente dice que una ciudad o que una parte de la
misma es peligrosa o una jungla, quiere decir principalmente que no
se siente segura en sus aceras.
Pero las aceras y quienes las usan no son beneficiarios pasivos de
seguridad o víctimas sin esperanza de un peligro. Las aceras (la
utilidad que prestan) y sus usuarios son partícipes activos en el
drama de la civilización contra la barbarie que se desarrolla en
las ciudades. Mantener la seguridad de la ciudad es tarea principal
de las calles y aceras de una ciudad.
Es una tarea totalmente diferente a los servicios que están
llamadas a prestar las aceras y calles de las ciudades pequeñas o
de los suburbios residenciales. Las grandes capitales no son sólo
ciudades muy grandes; tampoco son arrabales muy densos. Se
diferencian de las ciudades y de los arrabales en aspectos
esenciales, uno de los cuales es que las ciudades están, por
definición, llenas de personas extrañas. Todo el mundo sabe que en
las grandes capitales hay más personas extrañas que conocidas. Y
extraños no son solamente quienes van a los mismos lugares
públicos, sino más aún los que viven en las otras viviendas del
mismo piso. Incluso las personas que viven muy próximas entre sí se
desconocen, y así tiene que ser en razón de la gran cantidad de
gente que vive dentro de reducidos límites geográficos.
La condición indispensable para que podamos hablar de un distrito
urbano como es debido es que cualquier persona pueda sentirse
personalmente segura en la calle en medio de todos esos
desconocidos. Es absolutamente necesario que no tenga
inmediatamente la impresión de que está amenazada por ellos. Un
distrito urbano que fracase en este punto irá mal en todos los
demás y será una fuente inagotable de dificultades para sí mismo y
para toda la ciudad.
Hoy, la barbarie se ha apoderado de muchas calles, o al menos así
lo supone y teme el ciudadano corriente, que en definitiva viene a
ser lo mismo. "Vivo en una área residencial tranquila y muy
bonita", dice un amigo mío que anda buscando afanosamente otro
sitio donde vivir. "Lo único molesto por la noche es algún que otro
grito ocasional de alguien a quien están robando". En las calles de
una capital no suelen tener lugar incidentes violentos que
provoquen el miedo de los ciudadanos en general. Pero en caso
contrario, éstos prefieren no utilizarlas en lo posible, lo cual
las hace aún más inseguras.
También es verdad que existen personas con muchos pájaros en la
cabeza, y que este tipo de individuos no se sienten seguros nunca,
sean cuales fueren las circunstancias objetivas. Pero se trata en
este caso de un temor diferente del que sienten esas otras personas
normales, prudentes, joviales y hasta tolerantes, quienes
demuestran su sentido común negándose precisamente a aventurarse en
cuanto oscurece por calles en las que corren el riesgo de ser
asaltadas sin que nadie se entere y de que los auxilios eventuales
lleguen demasiado tarde; y si es de día, estas mismas personas sólo
se aventuran por algunos lugares muy determinados y no por otros.
La barbarie y la inseguridad real -no imaginaria- que motivan
semejantes temores no es una lacra exclusiva de los barrios bajos.
En realidad, el problema es mucho más grave en ciertas "áreas
tranquilas y residenciales", de aspecto amable y atrayente, como
aquella en que vivía mi amigo.
Tampoco es un problema que afecte solamente a las partes antiguas
de las capitales. La cuestión alcanza sus más grotescas dimensiones
en ciertas zonas "reconstruidas", principalmente en grupos de
viviendas de renta media. El capitán de policía de un distrito
admirado en toda la nación por su atrayente disposición urbanística
(admiración que comparten urbanizadores y banqueros) ha advertido
recientemente a los vecinos que tengan mucho cuidado con las
llamadas a la puerta por la noche, insistiendo en que no deben
abrirla si no conocen a la persona que llama. El problema de la
inseguridad en las aceras o los descansillos de las casas es
igualmente grave, tanto en las capitales que han hecho grandes
esfuerzos de reordenación y reconstrucción como en las que no lo
han hecho. La responsabilidad por esta inseguridad urbana no hay
que achacarla ni mucho menos a ciertos grupos minoritarios, los
pobres o los desarraigados. Hay infinitas variaciones en el grado
de civilización y seguridad que presentan estos grupos y las zonas
en que viven. Algunas de las aceras más seguras de la ciudad de
Nueva York, por ejemplo, tanto de día como de noche, son
precisamente las de los barrios en donde viven esas minorías y
personas. Por el contrario, algunas de las más peligrosas son las
de ciertas calles ocupadas por los mismos tipos de individuos. Y
esto mismo puede decirse de muchas otras ciudades y capitales.
En las motivaciones de la delincuencia y el crimen -tanto en las
barriadas periféricas y en las ciudades provincianas como en las
grandes capitales- hay sin duda un substrato de profundas y
complicadas presiones sociales. En este libro no entraremos a
especular sobre estas profundas razones. Es suficiente que digamos,
a este respecto, que si queremos conservar una sociedad urbana
cualquiera capaz de diagnosticar sus males y de evitarse problemas
sociales graves, lo primero que ha de hacerse, en todos los casos,
es fortalecer todo tipo de fuerzas capaces de mantener la seguridad
y la civilización a niveles aceptables. Construir barrios, ciudades
satélite o grupos que son como un traje a la medida para el
surgimiento de la criminalidad es algo totalmente estúpido. Y esto
es precisamente lo que estamos haciendo.
Lo primero que se ha de comprender, y bien, es que la paz pública -la paz en las calles y en las aceras- de las ciudades no tiene por
qué ser garantizada de manera esencial por la policía, por muy
necesaria que ésta sea en otros aspectos. Esa paz ha de
garantizarla principalmente una densa y casi inconsciente red de
controles y reflejos de voluntariedad y buena disposición inscrita
en el ánimo de las personas y alimentada constantemente por ellas
mismas. En algunas áreas urbanas -bloques viejos de viviendas y
calles con un movimiento de población muy intenso- el mantenimiento
de la ley y el orden en las aceras corre enteramente por cuenta de
la policía y guardias especiales. Estos lugares son auténticas
junglas. Ningún contingente de policía puede llevar una pizca de
civilización allí donde se ha quebrado la estructura de base que la
hace posible en sus formas más elementales y normales.
Lo segundo que ha de comprenderse es que el problema de la
inseguridad no puede en absoluto resolverse dispersando o
desparramando las poblaciones, es decir, troncando las
características de una capital por las de las barriadas suburbiales
de tipo residencial.
Fecha de referencia: 27-11-1998
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