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Edita: Instituto Juan de Herrera. Av. Juan de Herrera 4. 28040 MADRID. ESPAÑA. ISSN: 1578-097X
Madrid (España), 1997 [1].
Partiendo del enfoque estructural-funcionalista de Talcott Parsons,
se desarrolló entonces la "Escuela de la modernización", que
sostenía la existencia de un proceso de modernización único (con un
carácter fuertemente normativo), por el que las estructuras
sociales de los países pre-modernos o tradicionales se iban viendo
sometidas a cambios de valores, actitudes y creencias cada vez más
racionales conforme se incrementaba progresivamente su
diferenciación institucional. El concepto de "diferenciación
institucional" fue acuñado por Parsons y hace referencia a la
subdivisión, diversificación y especialización de las formas
organizativas de la sociedad. Responde a la tradición durkheimiana
de la creciente división del trabajo y es considerado un concepto
clave por la Escuela de la Modernización.
Las consecuencias sociales y políticas de la industrialización y,
por supuesto, las económicas, serían entonces semejantes en todo el
mundo al "modelo europeo" así construido; por lo tanto,
modernización pasó a ser sinónimo de occidentalización. El
desarrollo fue concebido como el crecimiento de la economía de
mercado y la expansión de los lazos comerciales internacionales. Se
creía que superados ciertos umbrales de pobreza a través de la
formación de capital, de experiencia empresarial y de cualificación
de mano de obra, las fuerzas del mercado impulsarían
espontáneamente el desarrollo económico primero y el desarrollo
político después.
De esta Escuela sociológica de la Modernización (algunos de cuyos
autores más destacados o conocidos son Rostow, Smelser, Küznets,
Macllelland, y, en América Latina, Gino Germani) se derivó una
Escuela de Desarrollo Político, también enmarcada en el modelo
te.rico estructural-funcionalista parsoniano, que postulaba una
especie de determinismo socioeconómico según el cual, conforme se
desarrollara el proceso de industrialización, sus efectos se
trasladarían espontáneamente al subsistema político, generándose
así una tendencia hacia la democratización. Englobados en la
etiqueta genérica de lo que se conoce como pluralismo, se produjo
entonces la institucionalización de la sociología política como
disciplina académica autónoma, con el impulso de autores como
Lipset, Dahl, Almond y Verba y Rostow, entre otros. Lo importante
para toda esta corriente era determinar las precondiciones
económicas que hacían posible el establecimiento de democracias de
tipo occidental.
El término clave para este proceso era el de crecimiento de la
renta per capita, como indicador infalible de la salud económica de
un país. Los aspectos que se consideraban claves en esta concepción
gradualista del desarrollo eran la industrialización, los flujos
migratorios del campo a la ciudad, los procesos de urbanización, la
alfabetización y la escolarización, los cambios demográficos
(mortalidad/fecundidad), el crecimiento de los medios de
comunicación de masas y el desarrollo político entendido como la
instauración de democracias liberales. Se sostenía que el sector
urbano de la economía era el verdaderamente importante para la
acumulación de capital, para el ahorro e inversión, para la
instrucción pública y la capacitación profesional, ya que se
observaba que era donde los beneficios de las inversiones eran más
elevados y los nexos comerciales, más fuertes. El sector agrario de
la economía pasaba a tener un papel subordinado a las necesidades
urbanas, como proveedor de alimentos, mercado para los productos
industriales y ejército de mano de obra de reserva, en caso de
necesidad. Las estrategias económicas debían basarse en el mercado
como motor del desarrollo, dejándose al Estado el papel de
movilizar recursos y crear las condiciones que favorecieran la
expansión del primero.
A finales de los años cincuenta comenzaron a ponerse en marcha
estas políticas que serían englobadas bajo el rótulo de
"desarrollistas". En 1960 se inauguró la Primera Década del
Desarrollo, propuesta por las Naciones Unidas y al principio
pareció que se estaba en el buen camino: la mayor parte de las
economías de los países latinoamericanos presentaron incrementos
del Producto Interno Bruto per capita durante los años sesenta e
incluso esta tendencia se prolongó hasta principios de la década
siguiente. Las empresas transnacionales, fundamentalmente de origen
norteamericano, trasladaron parte de su producción a los países
latinoamericanos, instalando importantes plantas industriales, por
ejemplo en sectores como el automotriz y el químico, produciendo
cierto dinamismo en el mercado.
Hoy es posible afirmar, sin suscitar ninguna polémica, que el
programa desarrollista resultó un fracaso: en muchos países del
Tercer Mundo el elevado crecimiento del comercio mundial generó
incrementos de la renta per capita pero ello no se tradujo, en
general, en un proceso de desarrollo económico autosostenido ni,
mucho menos, en una ampliación y profundización de la democracia
política y social. La descomposición del sector agrícola y el
proceso de industrialización fueron acompañados por una enorme
migración hacia las ciudades, que se vieron completamente
desbordadas e incapaces de generar y extender los servicios
básicos que requerían los nuevos pobladores. Los barrios marginales
surgieron como hongos, habitados por personas que más pronto que
tarde empezarían a percibir que el sueño del desarrollo no iba con
ellos y que el crecimiento del PBI per capita (por cabeza) tenía
mucho de truco contable. En gran parte de estos países, el descuido
del sector agrícola se tradujo en una caída de la producción de
alimentos, viéndose obligados a importarlos, como ya se hacía con
las maquinarias y otros insumos para el sector industrial; en
otros, tradicionalmente exportadores de cereales y otras materias
alimenticias, la falta de inversión en el sector agrícola fue
llevándoles a una progresiva pérdida de competitividad en el
mercado internacional. Todo ello llevaría a un progresivo
desequilibrio de la balanza de pagos: se gastaba en comprar fuera
mucho más de lo que se ganaba vendiendo en el exterior.
Las políticas desarrollistas impulsadas tanto por los gobiernos
como por los organismos internacionales de ayuda partieron de la
convicción de que una población abundante era un bien positivo,
porque suponía contar con un amplio ejército de mano de obra. En
esta primera etapa, las políticas de desarrollo se centraron en las
familias y se partía del presupuesto normativo de que la maternidad
era el rol primordial de las mujeres y que esa era su aportación
principal a la riqueza de los países. Así, con la modernización
venía también la agudización de los roles asignados según sexo:
mientras que la inversión económica internacional se dedicaba a
incrementar la capacidad productiva de la fuerza de trabajo
masculina, reforzando la idea de que el rol productivo es de los
hombres, las estrategias de bienestar social se centraban en la
familia, percibiendo a la mujer únicamente en términos de su rol
reproductivo, canalizadora de alimentos y prestadoras de servicios
para su núcleo familiar. En este sentido, las mujeres fueron vistas
como beneficiarias pasivas del desarrollo.
Cabe señalar que, a partir de los años cincuenta, la región en su
conjunto experimentó el proceso conocido como "transición
demográfica": en un número importante de países la mortalidad
comenzó a descender rápidamente, mientras que la caída de la
fecundidad no se manifestó hasta mediados de la década de los años
setenta. La tardanza en el ajuste entre ambas variables y los
problemas de desnutrición infantil condujeron a un nuevo supuesto:
que el problema de la pobreza podía disminuirse reduciendo la
fertilidad, a través de una política amplia de difusión de los
métodos de control de la natalidad entre la población femenina.
Incluso se pusieron en práctica algunos programas de esterilización
de mujeres, en muchos casos sin su conocimiento. Este tipo de
intervención autoritaria, de inspiración maltusiana, fue denunciado
en una película de la época titulada "Sangre de cóndor", que
mostraba la forma de instrumentalización de las mujeres por parte
de un equipo médico norteamericano impulsor de un programa de
reducción demográfica en Bolivia. El problema estaba planteado como
una agresión a la comunidad pero no como una cuestión que tuviera
que ver con la autonomía de las mujeres sobre sus vidas y sobre el
control de su fertilidad; es decir, con los derechos reproductivos.
Independientemente de los fines y los medios, lo cierto es que
estas políticas de control de la natalidad pusieron el foco sobre
las mujeres, iniciándose un creciente interés en torno a cuestiones
relativas a ellas. Con el fracaso de estas estrategias
autoritarias, los planificadores tuvieron que reconocer que había
otras variables que podían incidir en los índices de fertilidad,
relacionadas con las condiciones de vida de la población femenina,
tales como la educación y la participación en el trabajo
remunerado.
El fin de un período de expansión de la economía mundial, con el
aumento de la competencia entre Estados Unidos, una Europa
recuperada de los desastres de la primera y segunda guerras
mundiales y un Japón emergente, por un lado, y la crisis petrolera
de 1973 por otro, suscitó el debate sobre la viabilidad del
crecimiento económico indefinido en sí mismo, tal como había sido
concebido hasta entonces. Los años setenta se iniciaron en medio de
un gran descontento con la llamada Estrategia de bienestar llevada
a cabo en la década anterior, cuyo fracaso en términos de
desarrollo se hacía cada vez más patente. Como señala Moser [Moser
, 1991], las críticas provenían de tres posiciones diferentes:
Las diversas aportaciones desde estas posiciones institucionales y
sociales distintas, fueron confluyendo en una sinergia que llevaría
a la emergencia progresiva de las mujeres y sus problemas o, en
otras palabras, a arrancarlas de su situación de invisibilidad
social, política y económica.
Por otro lado -y en forma paralela-, comenzó a socavarse el mito de
la neutralidad del desarrollo económico en términos de su impacto
sobre los sexos. El foco se centró mucho más en las mujeres y los
estudios sobre la dinámica de desarrollo en el Tercer Mundo
comenzaron a poner en evidencia los fenómenos de marginación y
discriminación alimentados por los proyectos de desarrollo, en el
marco de la teoría de la modernización. Investigaciones sobre el
papel de la mujer mostraron que la brecha en la productividad
laboral entre hombres y mujeres se había acrecentado a lo largo de
los años sesenta y que las políticas de formación y adiestramiento
laboral llevadas a cabo tenían como consecuencia una creciente
descualificación de las mujeres de cara a su inserción en el
mercado de trabajo.
A partir de las críticas surgidas de grupos diversos comenzó a
emerger el enfoque de las necesidades básicas, que concedía
especial importancia a dimensiones sociales y humanas. Se partía
del supuesto de que era necesario garantizar un trabajo adecuado a
todas aquellas personas que lo requirieran y que era una tarea del
Estado el impulsar los cambios para conseguirlo, para lo cual debía
introducir políticas redistributivas que acompañaran a los
objetivos de crecimiento económico. Esta manera de abordar el
problema, centrado ahora en la satisfacción de las necesidades
básicas del conjunto de la población, generó otras preguntas y
abrió la posibilidad de desarrollar nuevas perspectivas de estudio.
Teniendo como eje las necesidades básicas, algunos de los
interlocutores implicados en los problemas de desarrollo se
plantearon quién o quiénes se ocupaban más directamente de
resolverlas, tanto en lo que se refiere a las familias como a las
comunidades. Por primera vez se tomaba seriamente en consideración
a las mujeres como agentes económicos aunque la familia continuaba
siendo la unidad fundamental de análisis: el supuesto de que el
bienestar de sus familias era el objetivo principal de las mujeres
y que su consecución garantizaba su propio bienestar, continuaba
vigente.
Los planteamientos de un nuevo orden económico internacional habían
puesto de manifiesto los problemas estructurales de las relaciones
de intercambio desigual y su impacto negativo para los países peor
situados, pero no contemplaba los problemas estructurales de
subordinación de las mujeres, sometidas a unas relaciones también
de intercambio desigual. Habría que esperar para que pudiera
abrirse camino la consideración acerca de la potencialidad de las
mujeres como agentes económicos e independientes, con necesidades
propias y específicas. La historia de los países periféricos se
parece mucho a la de las mujeres: una historia de subordinación en
la que las necesidades y los objetivos a alcanzar vienen definidos
y enmarcados por las exigencias y objetivos de otros, sean los
países centrales, sea el sector masculino de la población. La
experiencia de los pueblos y de las mujeres parece demostrar que el
manido argumento de que si a los sectores dominantes les va mejor,
automáticamente les irá mejor a los dominados, es completamente
falso.
Otros impulsos importantísimos durante la década de los años
setenta se sumaron a esta corriente emergente: la consolidación de
la llamada "segunda ola" del movimiento feminista constituyó una
presión importante para que el debate se extendiera y para que la
problemática de las mujeres comenzara a entrar en las agendas
académicas y políticas. Es así como se fue configurando una
corriente crítica a lo largo de esos años que, bajo el rótulo común
de 'Mujer en el Desarrollo' (MED), dio por resultado el
planteamiento de distintas estrategias alternativas respecto a las
mujeres: las de equidad, anti-pobreza y eficiencia [Moser , 1991 :
28]. Es en este contexto cuando comienza a utilizarse y a
extenderse el término 'género', que dará lugar a no pocas
incomprensiones y controversias, pero que establece un marco muy
importante en el debate sobre las relaciones de poder, a partir de
los años setenta. Antes de seguir adelante con las estrategias que
se van creando, detengámonos un momento en este concepto, sin el
cual los desarrollos posteriores se vuelven difíciles de
comprender.
Se denomina 'género' a un grupo de atributos y conductas
culturalmente configurados, asociados a las mujeres o a los
hombres. Creado a partir del trabajo de Margaret Mead (1935) en
Sexo y temperamento, se sostiene que el sexo es biológico mientras
que el comportamiento de género es una construcción social. Dos
feministas norteamericanas, K. Millett y S. Firestone,
radicalizaron en sus obras la utilización del término. En su libro
Dialáctica del sexo, Firestone sostiene que las distinciones de
género estructuran todos los aspectos de nuestra vidas, a través de
la constitución de un marco incuestionado desde el cual las
sociedades miran a las mujeres y a los hombres. La diferencia de
género, afirma, es un sistema elaborado de dominación masculina. El
desafío teórico de las feministas es comprender ese sistema; el
desafío político es acabar con él [Humm , 1989].
En la construcción de los géneros, la polaridad es esencial ya que
cada género es construido en oposición al otro. Cuando Simone de
Beauvoir escribió El segundo sexo (Le Deuxième Sexe, 1949), fue la
primera que describió a la mujer como Otro o 'no-hombre'. Y muestra
como este concepto de 'otredad' está subyacente en las categorías
contrastantes de las etiquetas de 'femenino' y 'masculino', que
expresan expectativas sociales de comportamiento según género. Lo
mismo ocurre, por ejemplo, cuando las etiquetas raciales operan en
la definición social, estableciéndose atributos y expectativas
sociales en torno al color de la piel; o con los términos polares
rico/pobre. Quienes tienen la capacidad de definir y de imponer sus
definiciones al conjunto de la sociedad, disponen del poder de
estructurar el mundo de lo simbólico y de lo ideológico (entendidos
como cosmovisiones) y, con ello, de legitimar y perpetuar las
relaciones de dominación existentes.
Igual que en el caso del racismo, los estudios tradicionales sobre
las diferencias entre los sexos se diseñan para probar que esas
características no son construidas socialmente sino que derivan de
diferencias biológicas. Por el contrario, numerosos estudios
sociológicos han mostrado cómo los atributos que la sociedad
occidental considera 'naturales' para las mujeres son creados a
través de presiones y condicionamientos sociales, que producen su
internalización. También desde la antropología, el psicoanálisis,
la historia, la filosofía o la economía han ido desarrollándose
estudios y aportaciones a la perspectiva de género.
Más allá de los debates que suscitan las diversas líneas de
investigación, lo que parece importante es la aceptación de que las
relaciones de género constituyen una dimensión colectiva, como las
relaciones de clase. Y esta premisa ha coloreado también las
reflexiones y prácticas en torno a los problemas del desarrollo,
tanto en los ámbitos académicos como políticos.
Este grupo buscaba no sólo la reflexión en el plano teórico sino su
plasmación en los proyectos y acciones concretas impulsadas por los
países centrales y los organismos internacionales. El esfuerzo
inicial fue muy operativo ya que se tradujo en la inclusión, por
primera vez, de 'los temas de la mujer' en las agendas de discusión
de varias reuniones internacionales. Inmediatamente, en 1972, un
grupo de organizaciones no gubernamentales comenzó a trabajar para
que se estableciera un año internacional de la mujer. Al año
siguiente, como resultado del trabajo de presión en el Congreso, se
aprobó la enmienda Percy a la Ley de Cooperación Externa de Estados
Unidos, en la que se afirmaba que la cooperación debía ayudar a
"incorporar a la mujer dentro de sus economías nacionales" para
mejorar su situación y estimular su incorporación al proceso de
desarrollo. Aunque no se reconocía explícitamente la contribución
que las mujeres han hecho siempre a las economías nacionales y
comunitarias, el paso era importante porque se establecía
claramente que debían tomarse en consideración sus problemáticas
concretas en todos los planes y proyectos de cooperación
internacional y de ayuda al desarrollo. Se incorporó al grupo MED
en la agencia norteamericana para el desarrollo internacional (AID)
y aunque no se lo dotó de muchos recursos, se oficializó su
existencia y se le dio participación en la evaluación de los planes
y proyectos, para que dictaminara su pertenencia o no a la
perspectiva MED [Portocarrero et al op.cit: 23].
Inicialmente, la propuesta MED se basaba en lo que se ha denominado
como 'estrategia de la equidad', que partía de la asunción de que
las mujeres son participantes activas en el proceso de desarrollo,
contribuyendo de manera decisiva (aunque generalmente no
reconocida) al crecimiento económico, a través de sus roles
productivo y reproductivo. Así como en el plano de la macroeconomía
se argumentaba, desde los análisis cepalinos, que el modelo de
desarrollo establecido había beneficiado más a los países centrales
que a los periféricos, en forma paralela se argumentaba que ese
modelo de desarrollo había beneficiado más, globalmente, a los
hombres que a las mujeres. Por ello, un proceso de redistribución
implicaba que el conjunto de las mujeres ganara terreno en todos
los ámbitos, para conseguir una mayor igualdad entre los géneros y
el consiguiente incremento del desarrollo económico, derivado de un
aprovechamiento más racional de todos los recursos humanos
disponibles. Y si los frenos para conseguirlo eran muy fuertes,
debía recurrirse a políticas de discriminación que favoreciesen el
cambio.
Tanto en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Alimentación,
celebrada en Roma en 1973, como en la Conferencia de las Naciones
Unidas sobre Población de 1974, en Bucarest, se reconocía la
importancia de la participación activa de las mujeres frente a los
retos planteados en estos ámbitos. Al mismo tiempo, la iniciativa
para la celebración del Año Internacional de la Mujer fue recogida
por Naciones Unidas y se comenzó a editar un "Boletín del Año
Internacional de la Mujer", con el objeto de constituir una red de
apoyo entre quienes estuvieran interesadas en la 'integración de la
mujer en el desarrollo' y para informar sobre las actividades
preparatorias de la Conferencia Mundial sobre la Mujer, a celebrar
en México, en 1975. Los objetivos de esta primera Conferencia
estaban expresados en los siguientes términos: "La Conferencia
busca analizar en qué medida la organización del sistema de las
Naciones Unidas ha cumplido con las recomendaciones del Comité
sobre la situación de la mujer, con respecto a la necesidad de
eliminar la discriminación en contra de la población femenina (...)
Se trata también de emprender un programa internacional de acción
dirigido a lograr la integración de la mujer en el esfuerzo total
al desarrollo (...) como partícipe plena y en iguales condiciones
que el hombre. "Además de los temas que se estaban trabajando en
las Naciones Unidas, como el desarrollo, la equidad y la paz, la
Conferencia buscaba priorizar el debate sobre el papel de la
mujeres en 'la consolidación de la paz mundial y en la eliminación
de la discriminación social' [Naciones Unidas , 1976].
El carácter marcadamente participativo que acompañó a la
Conferencia contrastó vivamente con el ambiente formal oficial que
envolvía normalmente a las Conferencias internacionales y
sorprendió a los responsables políticos. En su transcurso fueron
aflorando las diversas posiciones que se estaban conformando en
torno a la problemática de las mujeres y que implicaban estrategias
de acción también diferentes. Siguiendo a Portocarrero
[Portocarrero op.cit.], se pueden destacar los siguientes
aspectos:
De las posiciones expresadas en esta primera conferencia se
derivaron políticas y estrategias diversas que se han desarrollado
en forma sucesiva o superpuesta. Ya se han mencionado la estrategia
del bienestar, ligada estrechamente al modelo desarrollista de los
años sesenta y la estrategia de la equidad, en el marco de los
planteamientos de un nuevo orden económico internacional que
caracterizaron a los años setenta. Con posterioridad a la
Conferencia de México, vino a sumarse un tercer enfoque: la
estrategia de la anti-pobreza. Esta se desarrolló como un segundo
momento teórico del marco de análisis MED, ante la evidencia de la
pobreza creciente en los países del Tercer Mundo y la necesidad de
pensar sobre las relaciones entre mujeres y pobreza ("las más
pobres de los pobres") y las acciones que éstas podían poner en
marcha para paliar y combatir su situación. Se partía de la
comprobación de que los beneficios del crecimiento acelerado no
sólo no había repercutido en mejoras para los sectores más pobres,
sino que las estrategias de desarrollo habían ahondado la posición
de desventaja de las mujeres en su conjunto y de las más pobres en
concreto.
En cierto sentido, constituye una versión "suavizada" de la
estrategia de la equidad: mientras ésta centró sus análisis en la
identificación de las posiciones subordinadas de las mujeres en
términos de su relación con los hombres y, en consecuencia, planteó
como principal desafío la transformación de las relaciones de
dominación/subordinación entre los géneros, apuntando a las
necesidades estratégicas de género, en la perspectiva de la
anti-pobreza se trataba de aprovechar la posición reproductiva de
las mujeres en un sentido también productivo, a través de la
extensión de sus actividades domésticas, para orientarlas
parcialmente hacia el mercado. El objetivo era conseguir mejoras en
las condiciones de vida (necesidades prácticas de género), sin
cuestionar el orden social.
En 1972 el Banco Mundial había planteado oficialmente un cambio de
perspectiva: el objetivo fundamental no era ya alcanzar un
crecimiento acelerado sino erradicar la pobreza absoluta y promover
un desarrollo centrado en los más necesitados. La 'estrategia de
las necesidades básicas' (alimentación, vestido, vivienda y
combustible, educación, derechos humanos y participación social y
política) pasó a ser la piedra angular de la nueva etapa. Una de
las primeras iniciativas internacionales fue el Programa Mundial de
Empleo, surgido de la Conferencia Mundial de Empleo de la OIT, en
1976, en la que la clase trabajadora pasó a ser considerada el
grupo más necesitado de atención y en la que se asumió que el
sector informal era una vía de solución al problema del desempleo,
por su supuesta capacidad intrínseca de generar puestos de trabajo.
En este marco, la mujer de bajos ingresos se convirtió en un
objetivo prioritario (o grupo meta): se reconocía la importancia
del rol tradicional que ésta desempeña en la satisfacción de las
necesidades básicas de la familia (como esposa, madre, hija) pero
se ponía el énfasis en la necesidad de incrementar sus ingresos
como una manera de equilibrar el desarrollo y combatir la
precariedad relativa y absoluta. [Moser , 1991]; [Portocarrero
, 1990]. El acento se puso en la importancia del rol productivo de la
mujer y aunque se partía de la hipótesis de que el origen de la
pobreza y de la desigualdad radicaba en la falta de acceso a la
propiedad privada de la tierra y el capital, así como en la
discriminación sexual en el mercado de trabajo, en la práctica los
proyectos impulsados tendieron más a incrementar la productividad
de las mujeres en las actividades femeninas tradicionales que a
incrementar su campo de acción hacia áreas laborales más rentables
o novedosas.
Al respetar el statu quo y no cuestionar el poder masculino ni
plantear las dificultades que enfrentan las mujeres derivadas de su
posición subordinada de género y de la asignación de las
responsabilidades familiares, es decir, al no tener un
planteamiento crítico, esta estrategia resultó más funcional y no
fue percibida socialmente como una amenaza, generando menor
rechazo. El problema es que tendió a perpetuar la situación de
dependencia y precariedad de las mujeres.
Las estrategias que han sido dominantes en el campo de la
planificación para el desarrollo han sido básicamente las del
bienestar y de la antipobreza. Según estudios realizados por Evans
[Evans , 1985], el 90 por ciento de los fondos MED entre 1975 y
1985, se han utilizado para apoyar proyectos y políticas enmarcados
en estas perspectivas, tales como proyectos productivos artesanales
basados en habilidades tradicionalmente femeninas, intensivos en
mano de obra y generadores de muy bajos ingresos [Portocarrero
, 1990]. Este tipo de proyectos ha supuesto una notable ambigüedad
sobre los verdaderos beneficiarios (la familia, la comunidad, la
mujer) y la aceptación de hecho de la división sexual del trabajo,
con la consiguiente desigualdad tanto en la unidad doméstica como
en el mercado laboral.
Una última estrategia dentro del marco MED es la que Moser (1991)
señala como 'estrategia de la eficiencia', que sería el producto de
un sutil deslizamiento desde mediados de los años setenta, desde el
énfasis puesto en la mujer al énfasis puesto en el desarrollo,
partiendo del supuesto de que una mayor participación económica de
la mujer genera automáticamente una mayor equidad. Se corresponde
en el tiempo con un proceso de deterioro creciente de la economía
mundial, cuyo impacto fue muy duro en América Latina y devastador
en 'Africa.
Como señalan De Barbieri y De Oliveira [De Barbieri y De Oliveira
, 1989: 16], "la recesión en los países centrales y las políticas
económicas aplicadas para su superación han repercutido en los
países latinoamericanos al provocar la contracción en la producción
en las economías centrales; el cierre de los mercados
internacionales que significan las medidas proteccionistas de los
países centrales y la caída de los precios de la mayor parte de las
materias primas han provocado una serie de desequilibrios en las
balanzas de pagos, a lo que se suma la baja o casi nula inversión
privada."
Para aliviar la situación, la mayoría de los gobiernos de América
Latina fueron adoptando las políticas de estabilización y de ajuste
económicos, diseñadas por los organismos financieros
internacionales (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial) y
amparadas en dictaduras militares brutales que viabilizaron un
proyecto político amplio de disciplinamiento social para reubicar
a las clases trabajadoras en una posición política e institucional
lo más débil posible.
La filosofía última de los programas de ajuste estructural se basa
en el desplazamiento de los costos de la economía remunerada a la
no retribuida, especialmente mediante el uso del tiempo libre de
las mujeres. Aunque en este discurso de la eficacia y la
productividad se pone el énfasis en una mayor participación de las
mujeres en la economía, más bien se trata de una participación de
las mujeres "muy económica". La estrategia de la eficiencia se
apoya en la intensificación del milenario 'voluntariado
involuntario' que las mujeres vienen ejerciendo: el elemento clave
de todo el invento es "la elasticidad del trabajo femenino, tanto
en su rol reproductivo como productivo y comunitario, que satisface
las necesidades prácticas de género de las mujeres a costa de
extender su jornada de trabajo e incrementar su tiempo de trabajo
no pagado." [Moser op.cit: 36]. Esta es la estrategia hegemónica
en la actualidad, en el contexto de protagonismo de las relaciones
de mercado y de desmantelamiento creciente de los servicios
públicos.
Diversas autoras [Elson , 1991]; [Moser , 1991] han identificado tres
"tipos de sesgos masculinos" que subyacen a las políticas de ajuste
estructural:
En 1979 se aprobó la "Convención para la eliminación de todas las
formas de discriminación contra las mujeres" y su "Comité de
Seguimiento" se constituyó en 1981. El Tratado que surgió de allí
había sido ratificado en 1993 por 138 países: es uno de los seis
Tratados Mundiales de las Naciones Unidas y significa el
reconocimiento de los derechos humanos para las mujeres, tal como
se plasmaría ese año en la declaración oficial de la Cumbre de
Derechos Humanos celebrada en Viena: "los derechos de las mujeres
son también derechos humanos", aprobándose entonces el puesto
institucionalizado de Relatora de Naciones Unidas encargada de
recoger todas las denuncias y violaciones de esos derechos. Tanto
la Cumbre de la Tierra de 1992, en Río de Janeiro, como la
Conferencia de Población de 1994, en El Cairo, y la Cumbre de
Desarrollo Social en Copenhague de 1995, fueron encuentros en los
que los discursos de las mujeres, desde perspectivas de género,
consiguieron hacerse oír, en el camino preparatorio hacia la IV
Conferencia Mundial de la Mujer, que tuvo lugar en Pekín, en
septiembre de 1995.
Oficialmente, esta cuarta Conferencia tuvo como objetivos hacer un
balance del decenio transcurrido desde Nairobi y adoptar una
plataforma de acción para los cinco años siguientes, a fin de
responder "a los problemas más preocupantes que constituyen los
obstáculos para la promoción de la mujer en el mundo" [Naciones
Unidas , sept.1994]. En el contexto de las políticas de ajuste
estructural ya señaladas, que comporta una ofensiva tanto
ideológica como concreta contra los derechos de las mujeres y a
pesar de las dificultades añadidas que supuso la designación de
Pekín para su realización, la movilización y la participación de
organizaciones no gubernamentales y asociaciones de mujeres de todo
tipo saltó por encima de las innumerables barreras que fueron
poniéndose en el camino. El Informe Mundial sobre Desarrollo Humano
1995, de Naciones Unidas, ya había señalado los dos ámbitos en los
que la situación de las mujeres se ha agravado especialmente: la
pobreza y la representación política. Mientras que la primera se ha
doblado en los últimos veinte años, representando las mujeres en la
actualidad el 60% de los millones de pobres de las regiones
rurales, la segunda ha disminuido respecto a diez años atrás: "Si
bien las mujeres constituyen la mitad del electorado, no disponen
más que del 10% de los escaños en el seno de los parlamentos y del
6% de las funciones ministeriales en el mundo".
Sin dejar de reconocer los avances, las limitaciones del marco de
análisis MED han ido generando un proceso de desencanto y la
intensificación de la búsqueda de alternativas.
En contraposición, a partir de escritos de feministas y de las
experiencias de organizaciones de base de mujeres del Tercer Mundo,
fue estructurándose una estrategia que corrió paralela a la de la
equidad, pero que ocupó un espacio más marginal, acorde quizás a
sus orígenes doblemente periféricos: la estrategia de la generación
de poder (empowerment). Desde este enfoque se entra de lleno en el
problema del poder -que feminismo de corte más liberal tiende a
obviar-, y se centra en uno de los supuestos básicos sobre la
concepción de poder implícita en los demás enfoques: el poder como
dominación. Se sostiene que no se trata de que las mujeres consigan
participar en las relaciones sociales desde una posición de
dominación en vez de hacerlo desde una posición subordinada ("que
la tortilla se vuelva"), sino de transformar las relaciones mismas,
apoyándose en otra concepción de poder.
En la teoría política es posible diferenciar dos definiciones
clásicas de poder: 1) como capacidad de forzar a alguien a hacer
algo (estableciendo una dinámica de juego de suma cero); y 2) como
capacidad de potenciación, que puede resultar cuando cuerpos
autónomos cooperan, cuando diferentes fuentes de energía
contribuyen a un objetivo común. La estrategia de generación de
poder se adscribe más bien a la segunda y se sostiene que se trata
de la capacidad de las mujeres de incrementar su propia
autoconfianza en la vida y su fortaleza colectiva e influir en la
dirección del cambio, mediante las habilidades de ganar y tener
control sobre recursos materiales y no materiales. [Ajamil , 1995];
[Moser , 1991].
Una agrupación amplia de mujeres y de organizaciones feministas
creadas poco antes de la Conferencia Mundial de la Mujer en Nairobi
(1985), con el nombre de DAWN (Desarrollo Alternativo con Mujeres
para una Nueva Era), sintetizó esta estrategia de generación de
poder en los siguientes términos:
"Queremos un mundo libre de las desigualdades de clase, género y
raza, tanto dentro de cada país como entre los países. Queremos un
mundo donde las necesidades básicas se transformen en un derecho
inalienable y donde la pobreza y toda forma de violencia sean
eliminadas. Donde cada persona tenga la oportunidad de desarrollar
sus potencialidades y creatividad plenas y donde los valores
femeninos de formar y cuidar a los otros y de solidaridad,
caractericen las relaciones humanas. En un mundo como ese, el papel
reproductivo de la mujer tendrá que ser redefinido: el hombre, la
mujer y la sociedad en su conjunto compartirán la crianza y el
cuidado de los hijos...Solamente estrechando los vínculos entre el
desarrollo, la igualdad y la paz podremos mostrar que estos
'derechos inalienables' de los pobres están entrelazados con la
transformación de las instituciones que subordinan a la mujer. Todo
esto puede lograrse generando poder por y para las propias
mujeres". [DAWN , 1985]
Los objetivos son semejantes a los del enfoque de la equidad pero,
atendiendo a una concepción no individualista del poder sino
colectiva, los medios son diferentes: la estrategia de generación
de poder se asienta en el esfuerzo sistemático y sostenido de las
organizaciones de mujeres: la movilización y la acción política
directa, la toma de conciencia de género y la educación popular son
las cuestiones claves a desarrollar. Las organizaciones que
comparten esta estrategia de generar poder y fortalecer a las
mujeres, rechazan las estructuras burocráticas rígidas y son
partidarias de estructuras flexibles, abiertas y horizontales tanto
en las relaciones internas como en sus interrelaciones. Sus
planteamientos y sus prácticas tienen un potencial de cambio que
suele ser percibido como una amenaza para el orden establecido, por
lo que tanto los gobiernos como las agencias financieras
bilaterales prácticamente no les dan apoyo. Sólo algunas agencias
no gubernamentales internacionales o gobiernos del Primer Mundo se
muestran dispuestos a brindarles alguna ayuda.
Este cambio de perspectiva respecto a los supuestos implícitos en
MED ha ido avanzando también en el Primer Mundo, cristalizando en
una propuesta que se conoce como GED (GAD en inglés, de Gender and
Development). Este enfoque parte de cuestionar y replantear el
desarrollo desde una perspectiva de género. Se centra en el
análisis de las relaciones que se establecen entre los géneros,
pero consideradas como un proceso histórico y dinámico cuya
configuración, permanencia y cambio están asociados a premios,
sanciones, normas, valores, representaciones y fantasías sobre lo
masculino y lo femenino en cada sociedad [Portocarrero , 1990]. Ello
no es óbice para que se tomen en cuenta la multiplicidad de
factores (económicos, políticos, étnicos, religiosos, culturales)
que conforman lo social y la necesidad de estudiar cómo juega el
género en esas configuraciones multideterminadas. Por otra parte,
se sostiene que la ruptura entre un ámbito público y otro privado
debe superarse, ya que la eliminación de las relaciones de
dominio/subordinación requiere el cambio simultáneo tanto de los
condicionantes económicos y políticos como la transformación de los
arreglos sociales privados. Con la incorporación de las mujeres al
mercado laboral sin un cuestionamiento profundo de la división
sexual del trabajo, sostiene GED, las mujeres trasladan su
situación de sujetos subordinados en el hogar y en la sociedad al
mercado de trabajo: su ingreso al mismo no supone necesariamente
una mejora de status, como se plantea desde MED.
Dado que el proceso de desarrollo es complejo y multideterminado
por diversos factores, es necesario realizar análisis concretos de
las situaciones concretas y evaluar constantemente las políticas de
acción y los cambios que se generen, a través de preguntas muy
precisas a las personas implicadas, tanto hombres como mujeres. A
partir de ello, pueden irse proponiendo proyectos alternativos en
los que las mujeres vayan convirtiéndose en propulsoras activas del
cambio. Al mismo tiempo, se trata de conseguir que los hombres
vayan asumiendo una actitud más activa en la esfera privada, para
que hagan desde allí el trabajo doméstico que se ha atribuido a la
mujer.
GED se presenta como una perspectiva en construcción, tentativa,
dinámica y abierta, movida por la voluntad expresa de construir una
sociedad en la que el concepto de desarrollo tenga un significado
progresista, igualitario y democrático. De lo que se trata es de
construir una sociedad donde hombres y mujeres se relacionen en
forma equitativa, más rica, para lograr juntos una vida más plena
para todos. Esa es la propuesta, para cuya concreción no se
descarta la necesidad de establecer alianzas "mediante estrategias
amplias que permitan conjugar los intereses de las mujeres con
otros más globales y crear así un lenguaje común entre grupos que
impulsen el cambio social" [Portocarrero op.cit: 60]. Un desafío
nada fácil, pero que posiblemente que merezca la pena, en la
búsqueda de salida del círculo vicioso de la interdependencia
desigual.
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Fecha de referencia: 27-11-1998
Boletín CF+S > 7 -- Especial: MUJER Y CIUDAD > http://habitat.aq.upm.es/boletin/n7/aalop.html |
Edita: Instituto Juan de Herrera. Av. Juan de Herrera 4. 28040 MADRID. ESPAÑA. ISSN: 1578-097X
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