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Resumen: Desde que en la década de los setenta se acuña el concepto de género, son numerosos los trabajos realizados sobre el mismo, como categoría analítica y como marco de propuestas para la transformación de las desigualdades en las sociedades humanas. Los organismos internacionales, los gobiernos y las instituciones públicas y privadas hacen un uso cotidiano de dicho concepto, incluyéndolo en sus discursos y en sus acciones. Se trata de un concepto que surge en el ámbito académico, en el que continúa desarrollándose, y que ha tenido una amplia extensión en su dimensión social y política. La popularización y extensión del uso de este concepto no ha sostenido el contenido que académicamente y políticamente debería aplicarse. Por ello, en esta exposición nos detendremos brevemente en los usos de este concepto, para posteriormente analizar la desigualdad y la exclusión social desde un enfoque sensible al género.
Los usos de este concepto en muchas ocasiones no han sido apropiados, en algunos casos motivado por su uso político, existiendo gran confusión en lo que significa e implica. Retomando las reflexiones sobre esta categoría analítica de algunas autoras (Lagarde, 1996; Ortiz, 2002; García et al, 2005), el género se confunde o intercambia con otros conceptos.
En primer lugar, con sexo. En muchas ocasiones hablamos de diferencias de género cuando realmente estamos usando en nuestros análisis la variable sexo. Hablar de sexo, en lugar de género, implica la naturalización o biologización de las diferencias sexuales. El género implica ir más allá del dato diferencial entre sexos, supone comprender y explicar socio-culturalmente las desigualdades sociales asentadas sobre las diferencias sexuales. Para un primer paso, es necesario poder disponer de datos desagregados en los análisis y acciones que realizamos en la sociedad, que nos permitan aplicar la perspectiva de género. No podemos quedarnos en la mera constatación de diferencias sexuales sino que debemos describir cómo se construyen en las sociedades y cómo podemos transformar estas desigualdades. El sexo no es más que una aproximación para conocer las construcciones de género.
En segundo lugar, se utiliza género como sinónimo de mujeres, como asunto de mujeres. Hablamos y desarrollamos programas de intervención aludiendo al género cuando realmente se trata de programas centrados en las mujeres. Muchos programas cuyos destinatarios son las mujeres pueden surgir del análisis de género y otros, sin embargo, carecen de esta perspectiva. Género incluye a hombres y mujeres en todas las actividades de la esfera social, e incluye la conciencia de la desigualdad para generar las mismas oportunidades para todos.
En tercer lugar, se sustituye por feminismo o feminista. Esta acepción despolitiza y hace perder su poder reivindicativo, de lucha contra la desigualdad y la opresión que nace de las teorías feministas. Sin embargo, se hace más aceptable frente a las posiciones feministas y significados peyorativos adjudicados a estas corrientes teóricas (Ruiz y Papí, 2007), permitiendo una mayor comprensión y utilización. Debemos precisar que no podemos hablar de un único feminismo. La teoría feminista está atravesada por distintas corrientes, con diferentes concreciones y posiciones ideológicas y ontológicas. El género es un instrumento analítico de la teoría feminista y ésta no es otra cosa que un pensamiento crítico que describe la realidad social y ofrece una propuesta de transformación.
En cuarto lugar, se entiende que la aplicación de este concepto significa la lucha por el poder entre los géneros, que el dominio histórico de un sexo sobre otro cambie de sentido, que los hombres, que tradicionalmente han dominado y subyugado a las mujeres, pasen a una posición subordinada. Pero no significa eso. En muchas ocasiones son visiones androcéntricas y sexistas las que sostienen esta interpretación del género.
Estos usos inadecuados, junto con otros, se deben a una falta de comprensión de lo que significa e implica este concepto y su aplicación, a la escasa conciencia y sensibilidad hacia las desigualdades de género, que sostienen tanto los individuos como las organizaciones (García, 2005), y al mantenimiento de las desigualdades y privilegios que los grupos subyugadores poseen.
Cuando hablamos de género nos estamos refiriendo a un concepto que hace referencia a la organización social de la diferencia sexual (Nash y Marre, 2001); a una construcción social, no natural ni biológica, sobre los sistemas normativos, culturales, económicos, políticos y sociales de cómo se concibe la relación entre hombre y mujer; a una construcción sobre los roles que los sexos desempeñan en las sociedades, a cómo son socializados en estos roles y a cómo se organizan las relaciones de poder entre ambos. Se trata de una categoría analítica trasversal a los procesos socio-culturales que nos permite describir algunas de las desigualdades sociales.
Por tanto, el concepto de género hace referencia tanto a una categoría analítica como a un enfoque o perspectiva a adoptar en la acción social en su sentido más amplio. Es una categoría analítica porque nos permite estudiar, desde otra mirada, cómo las desigualdades se asientan en las diferencias, mirando las atribuciones que históricamente se han adjudicado a hombres y mujeres, poniendo al descubierto las relaciones de poder asimétricas entre ambos y señalando los sistemas socio-culturales que sostienen y reproducen las desigualdades entre sexos. Es una estrategia o perspectiva porque presta atención a las disparidades entre hombres y mujeres en las intervenciones sociales y políticas, intentado alcanzar la igualdad de oportunidades.
Por último, no podemos olvidar que el género es una categoría sobre la desigualdad social tan importante y trasversal como otras que nos permiten el análisis social. Entre las principales podemos señalar la edad, la etnia, la religión, la orientación sexual o la clase social. Sobre estas categorías son construidas muchas desigualdades sociales, otorgando privilegios a unos grupos sobre otros. El género está atravesando, en muchas ocasiones, por estas otras categorías, y no contemplarlas puede suponer homogeneizar la realidad de hombres y mujeres, convirtiéndolos en únicos sujetos.
La igualdad de oportunidades y la eliminación de las distancias en la participación social, económica y política entre hombres y mujeres han sido uno de los objetivos de la Unión Europea, el Gobierno de España y las administraciones autonómicas y locales. Se han producido muchos avances en los últimos treinta años pero, sin embargo, todavía persiste una brecha importante entre ambos sexos. Siguiendo algunos informes de la Comisión Europea[2], indicaremos a continuación las principales desigualdades que todavía persisten entre hombre y mujeres.
En primer lugar, el acceso al empleo y a las condiciones laborales sigue siendo desigual para hombres y mujeres en la gran mayoría de las sociedades. La tasa de empleo femenino continua siendo inferior al masculino, aunque la brecha entre ambos se ha ido reducido en algunos países. Todavía sigue siendo una meta la eliminación de las diferencias en remuneración, en la segregación ocupacional y la poca presencia de las mujeres en los puestos de dirección. Pero además, éstas son más vulnerables al desempleo y a la inactividad económica, sobre todo en los niveles educativos bajos y en edades avanzadas. El paro de larga duración es más frecuente entre mujeres que entre los varones. Las mujeres están más expuestas al riesgo de pobreza por su posición de desventaja en el mercado laboral.
En segundo lugar, las mujeres continúan asumiendo principalmente la mayor parte del trabajo doméstico y el cuidado de la familia, limitando sus posibilidades de acceso a puestos de responsabilidad. La conciliación de la vida familiar con la laboral sigue siendo más difícil para las mujeres, encontrándose pocos recursos sociales que puedan mitigar esta dificultad, sobre todo en las familias de bajos ingresos. Las familias monoparentales permanecen sostenidas por mujeres. Por otra parte, son éstas las que se encargan mayoritariamente del cuidado de los niños, de las personas mayores y de las personas discapacitadas. Todavía persiste en la sociedades la idea de que los principales roles de las mujeres son los de madres y esposas. Las creencias de que las mujeres deben prestar su principal atención a los niños y ocuparse de las tareas del sostenimiento del hogar impiden una redistribución del tiempo equitativa entre hombres y mujeres. Por otra parte, la valoración jerarquizada de las tareas realizadas por mujeres y hombres supone una infravaloración y poco reconocimiento de la contribución de las mujeres a las sociedades.
En tercer lugar, las diferencias y desigualdades entre varones y mujeres pueden producir desigualdades en salud. Las mujeres tienen una peor percepción de su salud, tienen más probabilidades de contagiarse en sus relaciones heterosexuales y más probabilidades de sufrir agresiones y lesiones como víctimas de la violencia. Los varones, sin embargo, muestran mayores índices de mortalidad y cánceres asociados al consumo de tabaco y alcohol, y más accidentes de tráfico que les generan graves lesiones. Estas diferencias están en relación con las desigualdades sociales.
En cuarto lugar, las mujeres alcanzan resultados educativos más exitosos en algunas esferas educativas que los varones (pruebas de selectividad, mayor escolarización universitaria, etc). Pero, sin embargo, sigue habiendo una segregación en los estudios que cursan relacionados con los estereotipos de género y se encuentran con muchas dificultades por cuestiones de género en el desarrollo de su carrera profesional.
En quinto lugar, en la toma de decisiones y la participación política todavía queda mucho por avanzar. La presencia de las mujeres como primeras ministras, diputadas y/o senadoras nacionales, diputadas europeas, alcaldesas, embajadoras, en altos cargos de la administración pública, en el poder judicial y en otros muchos ámbitos presenta una brecha importante a pesar de los esfuerzos sociales y políticos.
Con esta exposición no agotamos ni describimos exhaustivamente las brechas de desigualdad entre hombres y mujeres ni la necesidad de políticas e intervenciones que luchen por la equidad e igualdad de oportunidades. Como hemos señalado, la etnicidad, la clase social, la orientación sexual o religiosa constituyen desigualdades, entre otras, que deben ser tenidas en cuenta en las acciones y políticas sociales, y el género debe ser atravesado de forma horizontal en todas ellas. En ocasiones resulta difícil entender esta interseccionalidad y cuando se plantean acciones o políticas contra la desigualdad o la exclusión social la perspectiva de género queda diluida.
Cuando hablamos de personas o grupos en situación, o proceso, de vulnerabilidad o exclusión social nos referimos a un concepto multidimensional, es decir, hacemos referencia a múltiples factores y dimensiones de la integración de las personas en las sociedades actuales. La exclusión social se articula en torno a las fronteras de acceso a los espacios privilegiados en los que las personas están dentro o fuera de ellas (Cabrera, 2005). Se trata de los espacios de participación en la vida social y relacional, en la esfera económica y política que se concretan en la falta de oportunidades para muchos colectivos. Hablamos pues de un proceso, no de una situación estática, que tiene un carácter estructural e individual, fruto de las dinámicas de inclusión y exclusión social actuales. Sin embargo, las mujeres no son un grupo minoritario, ni un grupo social o grupo excluido, sino que son la mitad de la sociedad y no es sostenible que en sociedades democráticas la inequidad y desigualdad constituya un elemento estructural.
La noción de exclusión social emerge de los problemas y cambios en las sociedades actuales y es un concepto más amplio que el de pobreza. Se refiere a la participación, la redistribución y los derechos (Murie y Musterd, 2004). Ocurre cuando alguna de las esferas de integración social se rompe: en la vida familiar y comunitaria, en el mercado laboral, en los derechos de ciudadanía, en el sistema de protección social, en el acceso a los recursos y el conocimiento, en los problemas de salud o en la participación política. Por otra parte, es un concepto centrado principalmente en las ciudades donde la concentración de la deprivación, la polarización y la segregación de los grupos excluidos se muestra más acusada en ciertas zonas o barrios de las ciudades.
Los grupos vulnerables y excluidos están compuestos de ambos sexos, e incluso en la exclusión podemos distinguir ciertas diferencias de género. En la población sin hogar, reclusa o ex reclusa, o con problemas de drogodependencia prevalecen los varones, mientras que la violencia doméstica y la explotación sexual suelen afectar más a las mujeres. Sin embargo, en los grupos en excusión social donde predominan los varones, para las minorías femeninas, que se encuentran en esas situaciones (sinhogarismo, drogodependencia, etc), la exclusión resulta más acentuada y las desigualdades de género se refuerzan.
Al ser este un catálogo de buenas prácticas para la sostenibilidad de las ciudades y la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos y ciudadanas, no podíamos dejar de señalar brevemente la necesidad de equidad e igualdad de género en la planificación urbanística de los espacios públicos y privados, en los sistemas de transporte y en el acceso a los bienes y recursos de las ciudades. Se ha planteado, también, la necesidad de incluir la perspectiva de género en el diseño y construcción de las ciudades, teniendo en cuenta la utilización del espacio público, las necesidades de equipamientos y las preocupaciones específicas de hombres y mujeres. Sánchez de Madariaga (2004:11) ha señalado que incluir la perspectiva de género en el urbanismo «incide en cuestiones de igualdad, cohesión social, provisión de servicios, seguridad e inclusión/exclusión» y genera un modelo más sostenible ambientalmente. Estas diferencias las podemos apreciar en:
La división sexual del trabajo, con grandes diferencias en las cargas de trabajo, en las trayectorias, en las tareas cotidianas y en el uso de los recursos públicos, crea distintas necesidades del uso del espacio urbano. Las mujeres asumen en mayor medida las actividades de abastecimiento, del cuidado de los niños y las necesidades de estos, así como numerosas gestiones en el mantenimiento del hogar. Todavía en las sociedades actuales la distribución de las tareas de la esfera doméstica sigue siendo desequilibrada entre los sexos.
Los equipamientos y recursos públicos no siempre están al alcance de los ciudadanos, siendo las mujeres las que los utilizan en mayor medida. Los servicios de guardería, colegios, centros de salud, centros comerciales o mercados y servicios administrativos requieren una mejora en la organización espacial que sea inclusiva con las actividades de las mujeres.
Las mujeres son las principales usuarias del transporte público. Ellas realizan más desplazamientos cotidianos, como fruto de las tareas domésticas, que los hombres, centrados fundamentalmente en el desplazamiento al lugar de trabajo. Incluso las mujeres que trabajan fuera y dentro del hogar también asumen más desplazamientos por los mismos motivos. En las grandes ciudades, como resultado del diseño y la planificación de los recursos sociales, la utilización del transporte es un requisito imprescindible para satisfacer las necesidades de educación, salud, compras y gestiones. Muchos trasportes públicos no contemplan las dificultades que deben sortear para cubrir sus desplazamientos (carritos de la compra, cochecitos de los niños, acompañamiento de personas mayores o dependientes, etc.) y están diseñados desde patrones de utilización masculinos, desde el punto de vista de la comodidad y la ergonomía.
Los impedimentos físicos de las vías urbanas (iluminación, obstáculos, aceras estrechas, etc.) afectan a todos los ciudadanos y ciudadanas, pero especialmente a éstas cuando llevan los carritos de la compra, el cochecito los niños o acompañan a personas mayores o con escasa movilidad, haciendo imposible el uso del espacio público.
También se han señalado importantes diferencias y desigualdades en el acceso, la localización y la tenencia de la vivienda. Al ser menores los ingresos percibidos por las mujeres, especialmente aquellas que están solas y tienen bajos ingresos, se encuentran con menos opciones de obtener una vivienda, siendo las más alejadas de los equipamientos y transportes las que resultan más fáciles de arrendar o comprar, disminuyendo sus posibilidades de elección.
Las mujeres suelen ser en mayor medida víctimas de agresiones y situaciones de inseguridad, afectándoles a su movilidad en los espacios públicos poco seguros, poco iluminados y con difícil o distanciado acceso a los medios de transporte, especialmente las mujeres de avanzada edad.
Por último, no es cuestión de ser hombre o mujer para poder implementar en la planificación y gestión urbanística la perspectiva de género. Tanto técnicos como técnicas pueden reproducir los esquemas de desigualdad, discriminación o subordinación de género.
Los términos inclusión, solidaridad y cohesión social comienzan a ser usados como resultado de la desintegración de las sociedades post-industriales, producto de la polarización y segregación social común en las áreas urbanas y de la ausencia de ciudadanía (Atkinson, 2000).
Aplicar la perspectiva de género en los retos que plantea la innovación urbana es una propuesta de equidad, de creación de la igualdad de oportunidades para hombres y mujeres y el reconocimiento a la participación de ambos con las mismas posibilidades en las dimensiones sociales, económicas, políticas y culturales. Significa, además, poder mejorar la eficacia de los programas de inclusión e integración en las ciudades y ofrecer una mejor atención a las demandas y necesidades de los grupos humanos en los programas de urbanismo, ya sea en las propuestas o en la gestión de viviendas sociales, equipamiento o acondicionamiento territorial del espacio público. Todo ello permite un mayor impacto en el bienestar de hombres y mujeres y en las relaciones entre ambos.
La equidad de género y la perspectiva de género significan tomar conciencia y transformar la posición de desigualdad y subordinación de las mujeres en relación a los varones en la esfera económica, social, política, cultural y relacional, teniendo presente las circunstancias de etnicidad, orientación sexual, clase social, edad o identificación religiosa que pueden agravar o acentuar estas desigualdades. La perspectiva de género en los proyectos, actividades o intervenciones destinadas a la inclusión social de los grupos vulnerables debe contener al menos dos requisitos:
En primer lugar, el análisis de género. Este implica el estudio de las desigualdades entre los géneros en las necesidades básicas, en el acceso a los recursos y en la toma de decisiones, señalando las causas que las producen. Un paso importante para este análisis es disponer de datos desagregados por sexo, e indicadores de género que permitan una mejor explicación de las diferencias (Ruiz y Papí, 2007). En ambos casos se trata de variables que permiten poner de manifiesto la situación de hombres y mujeres. Por otra parte, estos indicadores nos permiten poner de relieve los estereotipos y actitudes sexistas y androcéntricas que sostienen la subordinación y discriminación entre los géneros.
En segundo lugar, aplicar el enfoque de género. No se trata meramente de constatar las desigualdades y discriminaciones en los grupos humanos, sino que debe actuarse en los distintos niveles para conseguir la equidad e igualdad. El enfoque de género puede tener dos formas de acercamiento: una de manera integracionista, en el que se introduce el género en los proyectos y políticas sin cambiarlas, o sin modificar las estructuras de desigualdad; es decir, se trataría de una introducción de la perspectiva de género de forma paliativa. La segunda contempla un acercamiento transformativo, esto es, con dichas acciones se pretende no sólo paliar las situaciones de desigualdad sino trasformar las estructuras que la sostienen y la generan. Se pueden realizar buenas prácticas contra la desigualdad y la exclusión social pero sin luchar contra los comportamientos y estructuras discriminatorias y la equidad de género. Aplicar el enfoque de género no es una cuestión de vulnerabilidad sino de discriminación.
Desde el Informe de Desarrollo Humano (PNUD, 1995), centrado en la igualdad de género, se ha avanzado en la consecución de algunas de las metas propuestas en ese momento, pero sigue sin existir la plena igualdad de oportunidades entre varones y mujeres en prácticamente todos los estados y sociedades. Conseguir la igualdad de condiciones y oportunidades requiere que la persona esté por encima de las diferencias y que el género, como otras categorías de diversidad, no necesite ser tenido en cuenta para combatir las desigualdades. Lograr esta meta supone un largo proceso de cambio en las normas sociales, culturales, políticas y económicas de todas las sociedades y sólo entonces se conseguirá también el desarrollo humano.
Atkinson, R. (2000) «Combating Social Exclusion in Europe: The New Urban Policy Challenge», Urban Studies, volumen 37, número 5-6, pp. 1037-1055.
Cabrera, P. (2005) Nuevas tecnologías y exclusión social. Madrid: Fundación Telefónica.
García Calvente, M.; Jiménez, L. y Martínez, E. (2005a) Informe de revisión de guías sobre la incorporación de la perspectiva de género a las políticas de investigación sobre salud. Observatorio de Salud de la Mujer. Dirección General de la Agencia de Calidad del Sistema Nacional de Salud. Secretaría General de Sanidad. Ministerio de Sanidad y Consumo.
García Calvente M.; Jiménez, L. y Martínez, E. (2005b)Políticas de investigación en salud, en Guía de recomendaciones para la incorporación de la perspectiva de género. Observatorio de Salud de la Mujer. Dirección General de la Agencia de Calidad del Sistema Nacional de Salud. Secretaría General de Sanidad. Ministerio de Sanidad y Consumo.
Lagarde, M. (1996) Género y Feminismo. Desarrollo humano y democracia. Madrid: Editorial Horas y Horas.
Murie, A. y Musterd, s. (2004) «Social Exclusion and Opportunity Structures in European Cities and Neighborhoods», Urban Studies, volumen 41, número 8, pp. 1441-1459.
Nash, M. y Marre, D. (2001) Multiculturalismos y género. Un estudio multidisciplinar. Barcelona: Bellaterra.
Ortiz, T. (2002)El papel del género en la construcción histórica del conocimiento científico sobre la mujer, en La salud de las mujeres: hacia la igualdad de género en salud. Madrid: Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. Instituto de la Mujer, pp.29-42.
PNUD (1995) Informe sobre Desarrollo Humano 1995. La revolución hacia la igualdad en la condición de los sexos México: Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). http://hdr.undp.org/es/informes/mundial/idh1995/ (consultado el 29 de octubre de 2009).
Ruiz, T. y Papí, N. (2007) Guía de estadísticas de salud con enfoque de género. Análisis de Internet y recomendaciones. Universidad de Alicante.
Sánchez de Madariaga, Inés (2004) Urbanismo con perspectiva de género. Instituto Andaluz de la Mujer. Junta de Andalucía.
[1]: Profesora en la Universidad Pontífica de Comillas
[2]: Como son:
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