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Resumen: En este trabajo realizo una propuesta de definición sociológica de la participación en el urbanismo y de interpretación de los problemas que la asolan. Para ello se extraen conclusiones teóricas de otras propuestas semejantes y, sobre todo, del análisis de experiencias en esta materia. Defenderé que existe una participación urbana más amplia que la referida a los procesos de ordenación y gestión territorial, para la cual, además, la primera es condición de posibilidad. En ese sentido, se expondrá una visión de la participación ciudadana en materias espaciales de acuerdo con tres dimensiones principales: la capacidad dialéctica de explorar potencialidades de cambio social, los procesos contradictorios de construcción de alternativas democráticas y la creación de ámbitos públicos de coexistencia de la diversidad y complejidad urbanas. Por último, se señalan las principales taras participativas que presenta el urbanismo actual.
¿Qué significa participar en la vida pública en general y en la transformación del territorio en particular? ¿Con qué sentido y finalidades --latentes o manifiestas-- se ejercen las prácticas de participación social? ¿Qué particularidades tiene el ámbito del urbanismo (especialmente, en materia de planeamiento y de gestión) para facilitar o para condicionar la participación social? Señalemos cuatro dilemas iniciales para ver desde distintos ángulos las aristas de este problema:
Intentaremos demostrar aquí, por lo tanto, que junto al análisis de las experiencias puntuales (frustradas o exitosas) de participación social en el urbanismo, es razonable adoptar una estrategia de definición que comprenda la diversidad y el conflicto social subyacentes. Lo haremos en tres pasos, sucesivos y complementarios. Después se pondrán de relieve los obstáculos más frecuentes de la participación en el urbanismo, de forma tal que dichas observaciones puedan contribuir a promover procesos en los que se superen esos límites de la realidad, sin perder coherencia con las dimensiones de la participación definidas antes.
Debemos al geógrafo David Harvey la construcción de una aguda perspectiva dialéctica en el estudio de los fenómenos socioespaciales (Harvey, 1973; 1996). Así, podemos afirmar que el espacio es socialmente producido, transformado, reproducido, configurado, ordenado e incluso inventado simbólicamente. Sus cualidades varían a medida que varían la organización social y las formas de relación social. En consecuencia, una sociedad capitalista traslada a todos los problemas socioespaciales sus contradicciones y conflictos entre grupos sociales: por causa de encontrados intereses materiales, de opuestas visiones ontológicas e ideológicas del mundo, de diferentes situaciones coyunturales y condiciones de vida, etc.[2]
Esbocemos, pues, la primera propuesta de definición de la participación urbana: un proceso en el que, a partir de diversas contradicciones y conflictos sociales, se exploran (y se ponen en práctica, se experimentan) las potencialidades de las situaciones concretas y de los grupos implicados para conseguir cambios sociales.
Una implicación epistemológica de la misma nos obligaría a reconocer que, así entendida, la participación exige procesos de conocimiento o autoconocimiento colectivos. Pero se trata de una exploración: no se predeciría el futuro, ni se producirían verdades; se propondrían posibilidades y se producirían compromisos (es lo que se hace en procesos de investigación-acción participativa: Fals Borda, 1985; Salazar et al., 1989; Blackburn et al., 1998; Martínez, 2001). Una asociación vecinal, por ejemplo, va reconstruyendo la percepción social de necesidades espaciales a medida que recibe asesorías técnicas, que discute con las autoridades, que realiza acciones en el barrio y que va sistematizando toda esa información.
Una implicación teórica nos apuntaría a señalar tanto los conflictos que proceden del contexto económico, político y cultural de los agentes que participan, como los que provienen de sus propias relaciones mutuas e internas. La exclusión del punto de vista de los comerciantes o de la infancia de los proyectos urbanísticos generados por una asociación vecinal, serían ejemplares confluencias de lo apuntado.
Y no convendría soslayar las implicaciones ontológicas-ideológicas: los cambios sociales, para ser radicales (con capacidad para influir en los pilares de la opresión económica, política o cultural) tendrían como horizonte prioritario alterar, paralizar, disminuir, revertir o eliminar las desigualdades, dominaciones y separaciones que produce el capitalismo en primera instancia, y otros modos de producción y relación social que coexisten con él (el patriarcado, el etnocentrismo, el burocratismo, etc.), en otras instancias. En las prácticas participativas, sin embargo, tal autoconciencia rara vez podrá aparecer en estado puro (por ejemplo, que la asociación plantee su reivindicación de equipamientos culturales de acuerdo con un estudio de la distribución equitativa de dichas necesidades en el ámbito municipal y comarcal y junto con otros colectivos sociales) y serán más bien la combinación y la invención de tácticas las que coparán las superficies discursivas.
Propongamos un segundo conjunto de fenómenos asociados a la participación urbana: con ella se promoverían, potencialmente, ejercicios de poder popular y de democracia directa, mas siempre susceptibles de reproducir aquello que dicen combatir. Es decir, lo primero no siempre es conseguido (a veces, ni siquiera pretendido), mientras que lo segundo acecharía desde el proceloso fondo de conflictos que son consustanciales a un proceso con múltiples actores y del que nunca se sabe cómo acabará. Esclarezcamos, por partes, las implicaciones de esto:
La participación social en materias urbanísticas puede dedicarse a radicalizar la democracia representativa, a proponer la creación de instituciones alternativas a ella o, simplemente, a transformar relaciones sociales no acogidas por institución presencial o virtual alguna. Las actividades del primer tipo mejorarían, supuestamente, la información, la elaboración y la aceptación de las políticas públicas. Las restantes se caracterizarían por protestas, campañas, reuniones y acciones creativas en forma de algún contrapoder legítimo, no necesariamente confrontado directamente y a corto plazo con las instituciones y el gobierno: por ejemplo, instituciones comunitarias amparadas en la fuerza de la costumbre (juntas de aguas, de fiestas y de montes comunales) e iniciativas constructivas con carácter duradero (ocupaciones de tierras, fábricas o viviendas) (aa.vv., 2001; Martínez, 2002). Pero la simple movilización ciudadana no garantiza pasar de uno a otro modelo, aunque externamente percibamos las potencialidades subyacentes.
Esta definición nos conduciría, pues, a entender la participación como activación de algún tipo de alternativa a los procedimientos preeminentes en la política institucional, a saber: el ejercicio del sufragio electoral, la competencia entre partidos políticos por acceder al gobierno, el regateo y las presiones particulares y corporativas (lobbies) sobre ciertos niveles administrativos, etc. Incluso en uno de los casos más básicos de participación, consistente en exigir la aplicación estricta de la ley y la garantía de los derechos constitucionales, se estaría ejerciendo alguna acción entusiasta y efusiva (es decir, alternativa a la normalidad) para alterar el curso institucional de los acontecimientos (a veces, simplemente agotando todos los recursos legales disponibles). En los casos más exigentes, se propondrían avances en la construcción de una mayor democracia directa: la descentralización local, el uso frecuente de consultas populares tipo referéndum, la politización --con recursos públicos para informar y debatir-- de numerosos ámbitos vitales, etc. Pero ni siquiera muchos de estos últimos retan explícitamente a la democracia representativa. Un ejemplo son las experiencias de presupuestos participativos instigadas precisamente desde las élites gobernantes, aunque contando casi siempre con un magma previo de experiencias ciudadanas participativas (Giacomoni, 1996; Abers, 1998; Villasante et al., 2002).
Ahora bien, no todo lo que se adjetiva como participación modifica los principales defectos de la democracia liberal (a saber: la despolitización, la privatización, el corporativismo, el elitismo, la redistribución desigual de los recursos, etc.). Algunos procesos no albergarían ni siquiera las potencialidades mencionadas, mientras que otros combinarían dos pasos adelante y uno atrás. El ejemplo más destacado de lo primero serían las demandas de flexibilidad institucional solicitadas por las élites capitalistas o por sus mediadores (asociaciones profesionales, directivos empresariales, medios de comunicación afines, etc.). Siguiendo al dedillo el precepto liberal de reducir la regulación pública (y, en el urbanismo, las limitaciones al ejercicio de la propiedad privada sin injerencia de su perturbadora función social) y la búsqueda de consideración como una parte más de la sociedad civil (en pie de igualdad a sindicatos, asociaciones, minorías culturales, mujeres, etc.), dichas élites reclamarían sus derechos de participación con gran eficacia y profesionalidad cada vez que solicitan audiencia pública, negocian operaciones de inversión y cooperan entre sí para controlar precios --con oligopolios-- o para eliminar --con monopolios-- la competencia. Más que su propia participación, le reclamarían al Estado acciones reproductivas (garantizar a la fuerza de trabajo aquellas condiciones de vida no cubiertas por las empresas), instrumentales (garantizar la distribución desigual de la propiedad privada de los recursos con base en la acumulación de los beneficios) y legitimadoras (justificar el orden social existente y los beneficios de la estabilidad y continuidad del sistema en ausencia de conflictos) (Alford y Friedland, 1985; Pickvance, 1995).
Un ejemplo destacado de lo segundo (dos pasos adelante y uno atrás) se suscita cuando una organización ciudadana exige transparencia en la adquisición y gestión del patrimonio municipal de suelo, con iniciativas creativas proponiendo usos para esos espacios (por ejemplo, para ubicar en ellos experiencias de trueque que vinieran funcionando al aire libre en la ciudad), con iniciativas de resistencia y protesta ante las deudas históricas relativas a la insuficiencia de vivienda social (por ejemplo, impugnando en su totalidad, por dicha causa, un plan general de ordenación municipal), y reproduciendo dominaciones sociales, de forma más o menos visible, como ocurre cuando excluyen a otras asociaciones de la zona de sus iniciativas (por ejemplo, al arrogarse en exclusividad la representatividad de la población afectada por el planeamiento o la gestión urbanísticas en juego) (Martínez, 2000).
Nuestra tercera aproximación a la participación ciudadana en el urbanismo, complementaria a las anteriores, nos lleva a sostener que los procesos participativos desencadenan nuevas formas de coexistencia de los sujetos sociales, reconstituyen prácticas urbanas diversas, relaciones sociales, la autonomía de las organizaciones y, en último extremo, el ejercicio de la autoridad. De nuevo nos vemos obligados a preguntarnos hasta dónde pueden llegar esos procesos de reconstrucción social sin eliminar los cimientos de diversidad urbana sobre los que se levantaron. Es la pregunta que se le ha dirigido al comunitarismo propio de autores como Bookchin, Barber y otros para quienes la participación social debería desembocar en la constitución de pequeñas comunidades altamente soberanas, en las que primen las relaciones cooperativas y de proximidad y en las que se desarrolle una democracia lo más directa, local y consensual posible (y no sólo en los municipios, también en los centros de trabajo).
Las objeciones críticas al comunitarismo, no obstante, nos resultan familiares (son, en cierta medida, problemas centrales de la modernidad):
O sea, que todas las virtudes que encierra la participación en lo local entrarían en constante conflicto con la imperiosa necesidad de cooperación (y, probablemente, menor participación) en lo global (por ejemplo, en lo relativo a la gestión entre municipios del agua, de hospitales comarcales, de carreteras compartidas, de centros regionales para el tratamiento de los residuos, etc.).
Sin embargo, al mismo tiempo parecen insustituibles las acciones de participación urbana en ausencia de intervención estatal pronta o de rentabilidad empresarial lucrativa: como hacen las comunidades de montes que utilizan sus propios recursos para construir infraestructuras comunitarias de saneamiento y electricidad, por ejemplo; o como manifiestan las extensas periferias urbanas en las que la autoconstrucción de viviendas ha contrarrestado con creatividad y organización las penurias materiales. Volvemos, pues, a indicar desbordamientos y fricciones. La gente participa para cambiar aquellas situaciones que percibe opresivas, no cuando lo decidan las autoridades y en los temas, plazos y límites normativos que ellas marquen. Pero Young tiene razón, a nuestro entender, en proponer una participación social que fomente, sobre todo, cuatro tipo de procesos enriquecedores de la diversidad urbana:
Lo más esclarecedor de este último planteamiento es que nos permite valorar la insuficiencia de algunas políticas públicas pretendidamente fomentadoras de la participación ciudadana. Estoy pensando en los programas de promoción de un tipo de voluntariado que coarta las posibilidades de opinar, reclamar, organizarse, decidir y modificar los espacios de vida de las personas que participan en tales actividades (Gutiérrez, 1995). También ha ocurrido con las técnicas de participación experimentadas en numerosos planes estratégicos recurriendo a encuestas simplificadoras de la opinión ciudadana (accidentalmente, también a estudios más cualitativos) y a reuniones de expertos y organizaciones líderes de la ciudad que dejan fuera a muchas otras entidades sociales y a movimientos sociales y procesos de participación ya existentes (Stoker, 1995; Martínez, 1999).
La participación en el urbanismo abarca un amplio rango de temáticas e iniciativas, superando incluso al ya de por sí amplio abanico existente de regulaciones urbanísticas. La población puede movilizarse ante la video-vigilancia de las calles, ante el deterioro residencial de un centro histórico, ante las deficiencias del alcantarillado o del transporte público, o también para apropiarse simbólicamente de los espacios públicos, para conocer su propia historia urbana y local, o para acometer independientemente obras de interés público. Los procesos de planeamiento urbanístico representan, por lo tanto, unos momentos de oportunidad para interaccionar con aquellos procesos participativos, pero al mismo tiempo establecen unas constricciones tales que nos invitan a considerarlos como excepcionales en todo lo que tiene que ver con el urbanismo y con la participación. Más específicamente, en la planificación de la ciudad (de los usos del suelo, fundamentalmente) recaen sobre los técnicos responsables tantos conflictos de intereses y racionalidades, que la participación ciudadana parece introducir excesivo ruido suplementario (Zárate, 1991; Pickvance, 1994). Pero todos los análisis históricos (Mumford, 1961; Lynch, 1981; Friedmann, 1987) demuestran que la herencia de la omnipotencia tecnocrática es una contingencia variable y modificable, aún a pesar de que ilustres representantes de la modernidad la hayan defendido hasta muy recientemente: el máximo exponente de ello sería, tal vez, Le Corbusier (Ramón, 1967; Scott, 1998); mientras que, por el contrario, no han sido casuales las coincidencias de planteamientos ecologistas y participativos en el urbanismo (Mumford, 1968; Arnstein, 1969; Goodman, 1971; Alexander, 1976; Masijuán, 1992).
Pero aceptemos el interés de la elaboración del planeamiento urbano para la participación ciudadana y analicemos ahora por qué ha sido tan inusual esa mutua amistad[3]. En general, se han reconocido los escasos avances en esta materia y se han señalado tres conjuntos de condiciones que han dificultado la participación social en el urbanismo (Fernández Durán, 1993; Knox, 1993; Saravia, 1998):
Nuestra propia experiencia trabajando desde dos de los bandos (una vez, casi completamente del lado de un conjunto de organizaciones comunitarias, como investigador y como asesor; otra vez, como sociólogo dentro de un equipo redactor) nos ha revelado que existen otras condiciones particulares igualmente impertinentes: los apretados plazos temporales que se marcan para aprobar el planeamiento dentro de la legislatura del equipo gobernante que lo ha promovido; los ajustados presupuestos económicos que limitan cualquier gasto que vaya más allá del cumplimiento de redactar los documentos acordados (la información, el avance y el plan); la ausencia de suficiente comunicación y coordinación entre todas las áreas técnicas implicadas (arquitectos, ingenieros, abogados, biólogos, geógrafos, economistas, sociólogos, etc.); la existencia de proyectos urbanos decididos por las élites políticas o económicas con antelación a la redacción del planeamiento; la carencia de debate público suficiente y suficientemente abierto a asociaciones vecinales y a otros colectivos sociales, con mayor o menor organización formal, limitándose a exposiciones divulgativas y a foros excesivamente restringidos...
No extenderé más el listado, de momento. Lo que pretendo argumentar es que un examen realista de esta situación nos sugiere limpiar el camino de esos obstáculos técnicos, antes que diseñar ambiciosos programas participativos en el aire. La participación ciudadana en materias territoriales preexiste y subsiste --es decir, trasciende-- a los períodos de ordenación normativa. Lo contraproducente, a mi juicio, es ponerle más trabas de las usuales o mirar para otro lado. Ahora bien, las trabas usuales no son menos insidiosas debido a que proceden, en gran medida, del contexto de una sociedad capitalista y de una democracia liberal. Veamos, por lo tanto, una síntesis de ellas en relación directa con el urbanismo:
Nos hemos propuesto en este trabajo volver a definir el sentido de la participación social en el urbanismo debido a que se han encontrado demasiadas paradojas y reveladores problemas prácticos a la hora de hacerle un hueco en las concepciones tradicionales de ordenación, gestión y transformación del territorio. Nuestra estrategia, por lo tanto, ha consistido más en examinar la complejidad sociológica que albergan los procesos participativos y menos en elaborar un modelo cerrado que los incentive operativamente. No obstante, convendría recordar algunas de las sugerencias contenidas en la perspectiva aquí defendida:
Con esta evaluación, como se puede deducir, no sale muy bien parada la práctica actual del urbanismo democrático. La participación ciudadana sigue siendo una asignatura pendiente. Algo comprensible cuando se descubre que una buena parte de los procesos participativos no sólo buscan colaborar en la transformación del territorio, sino promover también modelos de ciudad alternativos al desarrollismo especulativo predominante. Incomprensible, no obstante, cuando se pervierten las cláusulas mínimas de estudiar, planificar y urbanizar de acuerdo a un conocimiento compartido y consensuado acerca de las necesidades sociales y del tipo de calidad de vida deseado a escala local e, incluso, planetaria. Por esas razones he dedicado el último punto de este texto a enunciar los lastres tecnocráticos más incisivos en la participación urbana. El objetivo, como resulta evidente, era sugerir que es preciso primero liberar el camino de tamaños obstáculos y después, o simultáneamente, dinamizar activamente, de forma abierta y amplia, una participación de mayor alcance, asumiendo los riesgos que necesariamente comportará. La participación ciudadana, en definitiva, puede ser impredecible (en cuanto a sus destinos) y también satisfactoria (en cuanto a su caminar), pero reprimirla, por acción o por omisión, no conduce más que a nuevas formas de despotismo ilustrado.
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[1]: Miguel Martínez López es profesor en la
Universidade da Coruña.
[2]: «La conducta transformadora --la
creatividad-- emerge de las
contradicciones ligadas a la vez a la heterogeneidad obviamente presente en
cualquier sistema. [...] La exploración de mundos posibles es central en un
pensamiento dialéctico [...] la exploración de potencialidades para el
cambio, para la autorrealización, para la construcción de nuevas
identidades y órdenes sociales, nuevas totalidades, nuevos ecosistemas
sociales» (Harvey, 1996: 54-56).
[3]: Entre las experiencias participativas en
el urbanismo de las dos
últimas décadas, me he basado en algunas como las referenciadas en:
Darke (1990); Brand et al. (1991); Fainstein y
Fainstein (1993); Villasante (1995).
Boletín CF+S > 34: Polémicas, reincidencias, colaboraciones... > http://habitat.aq.upm.es/boletin/n34/ammar.html |