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Edita: Instituto Juan de Herrera. Av. Juan de Herrera 4. 28040 MADRID. ESPAÑA. ISSN: 1578-097X
Bosco Parra
Santiago (Chile), enero de 2000.
El capitalismo prosigue su expansión. No se ha producido la
crisis generalizada e irreversible anunciada por cierto marxismo
científico y que operó como supuesto básico y justificación
teórica de diversos proyectos socialistas. En ausencia de
pronósticos convincentes que aseguren la inminencia del cambio
revolucionario, muchos asumen un pragmatismo desalentado que les
propone la disminuida meta de competir por el poder estatal de
acuerdo a los requerimientos del desarrollo capitalista.
Ante esta situación, sin embargo, uno puede reaccionar de
distinta manera, planteándose entonces el siguiente problema:
¿cómo llevar a cabo una lucha anticapitalista en condiciones de
expansión capitalista? Este es el asunto que preocupó a los
primeros socialistas, pre-marxistas o utópicos. La similitud
entre su situación y la nuestra induce a pensar que buena parte
de sus actitudes puede resultar apropiada a la coyuntura actual.
Hay una que parece primordial: en presencia de un avance del
capitalismo y de un Estado indiferente o represivo, aquellos
socialistas optaron por la experimentación autónoma e inmediata
de formas económicas y sociales de solidaridad y mutualidad. La
creación de un orden propio les resulta prioritaria, hasta el
punto de mostrar una cierta indiferencia frente a los regímenes
políticos dominantes.
Esta radicalidad anticapitalista, explicada por el auge y no por
la declinación del capitalismo encuentra ahora otra expresión,
la protesta ecologista, que, ante la magnitud del daño que
provoca la voracidad del sistema sobre la especie y la
naturaleza, opta por poner trabas a su desenvolvimiento y a
experimentar de inmediato valores alternativos. La similitud de
ambos rechazos autoriza la propuesta de un concepto que englobe
a los dos y ayude a pensar el problema político que los afecta
por igual.
Por «discrepancia radical» se entiende aquí la caracterización
del derroche capitalista, consecuencia ineludible de la búsqueda
de ganancias ilimitadas, como amenaza para la vida de la especie
humana y de la naturaleza. En consecuencia:
Esta política consistirá en aquello que hacen los que, al sufrir
una necesidad vital insatisfecha, trabajan por cuenta propia para
suplir su carencia, desconocen las normas que entraban su acción,
organizan de manera autónoma su vida y sus labores y, así,
obligan a la sociedad y al Estado renuentes a aceptar una nueva
situación.
Se trata, por supuesto, de aquellas tomas de sitio que han
logrado de alguna manera asentarse. Hay relatos periodísticos de
las que se han realizado en Santiago en los últimos tiempos (por
ejemplo: El Mercurio de 14 de julio de 1999, de 18 de julio de
1999, de 25 de septiembre de 1999 y el programa «El Mirador», de
TVN, del 20 de julio de 1999). Como se adelantó, lo que llama la
atención en estas experiencias se refiere al trabajo, al
autogobierno y a la obtención de un arreglo que suspende el
conflicto abierto. El término trabajo encuentra aquí dos
acepciones. Primera: la de una labor concreta que produce bienes
como casas, instalaciones sanitarias y de recreo, calles,
negocios, etc. Segunda, la de un «modo de acción» de la táctica,
que «organiza» el terreno para facilitar el movimiento propio y
neutralizar el de las formaciones policiales.
El autogobierno se refiere a la regulación autónoma de los
trabajos y los días, y se traduce en una perceptible elevación
de la calidad técnica de la cotidianeidad. El trabajo por cuenta
propia rinde más al adoptar diversas formas de cooperación, y la
anomia y desmoralización del medio externo son reemplazadas por
una disciplina estricta y dignificante. Las formas
representativas y directas de democracia se combinan de manera
flexible, con una tendencia aparente al predominio de esta
última. En la medida en que los factores anteriores se
manifiestan sólidos, el conflicto con la autoridad alcanza lo que
se puede llamar un arreglo: de alguna manera, la gente se da un
derecho; el «orden» debe reconocer que no era un orden para los
marginados y que, ahora sí, y en cosas muy importantes para la
vida, ellos tienen uno propio. ¿Cómo calificar esta nueva
realidad?
Interpretada desde el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil,
de John Locke (1632-1704), la respuesta es obvia: se ha
constituido, por separación del medio en que se encontraba
inserto, un cuerpo político, cuya eficiencia dependerá de la
forma en que resuelva sus problemas internos y regule las
relaciones de conflicto y cooperación que deberá entablar con el
medio estatal del que ahora se distingue.
¿Por qué recurrir a un clásico del siglo XVII? Porque el Segundo
Tratado se puede leer como una simple y razonable indicación del
recurso instrumental adecuado a la persecución de un propósito
ético entorpecido. Se trata de la teoría del conflicto que se
produce entre un grupo que trabaja para conservar su vida en
buena forma y una rémora social que perturba su esfuerzo. La
separación y la posterior redefinición de las relaciones con el
entorno aparecen como la conducta racional del grupo menor
perjudicado.
En su estructura más elemental, este conflicto ético aflora en
diversos contextos histórico-sociales. Por eso, rasgos de la
separación lockeana pueden encontrarse tanto en los intentos de
los primeros socialismos como en la espontaneidad de las tomas
que se han mencionado. Por la misma razón puede ayudar a pensar
los problemas que enfrenta una minoría que busca transformar la
sociedad, no porque presuma haber descubierto el curso necesario
de la historia, sino porque decide enfrentar los riesgos de
muerte que se le vienen encima.
El discurso lockeano puede sintetizarse en los siguientes
aspectos:
En el caso de un Estado de formas democráticas, los derechos que
éste enuncia y no conceden, hacen perceptibles, a un tiempo, un
déficit ético, la necesidad de una separación y las condiciones
para refundar ese Estado, que no son otras que los sucesivos y
acumulables arreglos que impliquen la realización honesta de sus
lemas. Lo dicho lleva a considerar la importancia del lenguaje.
La enunciación del discurso democrático crea la oportunidad para
arreglos democratizadores porque, mientras habla, «el que habla
está atrapado en sus palabras» [Maturana, 1990:70]. Después,
cuando el discurso resulta mentiroso, es ocasión de denunciar la
hipocresía y de legitimar las perturbaciones que, como sanción,
introduzca el cuerpo menor en las rutinas del mayor.
La construcción lockeana se puede entender como un algoritmo para
realizar transformaciones: se empieza y se debe empezar con la
acción directa, con la realización autónoma de un trabajo de
conservación de vida; sigue a ella la construcción de un cuerpo
político separado que regula el conflicto mediante un principio
«federativo»: sólo entonces puede pensarse en «participar» en las
ceremonias estatales y, aún así, de manera cínica[1].
Teniendo en cuenta lo anterior, un proceso de transformaciones
que no puede contemplar la toma revolucionaria del poder estatal
debiera recorrer las siguientes fases.
En primer lugar, anclar la política de discrepancia radical en
un trabajo de conservación de vida. Se ha aceptado que la
justificación de toda política se encuentra en la necesidad de
proteger un trabajo. Ahora bien, esta política específica, la de
la discrepancia radical, se justifica, sólo puede justificarse,
por la existencia de un trabajo discrepante, esto es, de un
trabajo concreto que busque conscientemente, de manera libre,
esquivando hasta donde sea posible su conversión en capital
variable, la producción de bienes de buen uso. Podemos verificar
la existencia actual de dos clases de este trabajo, ambas
explicadas por los perjuicios que el modo de producción dominante
provoca, ya sea en la fuerza de trabajo o en la naturaleza o
ambiente:
Simone Weil, ya a principios del siglo XX, oponía al optimismo
industrial de capitalistas y soviéticos, la dinámica liberadora
del trabajo manual, de la relación no mecánica con el mundo. En
cuanto el recurso técnico resulte necesario, el único trabajo que
puede dar sentido a la vida es el que, en el curso de todo su
proceso, sea gobernado por el pensamiento metódico del ejecutor
directo. Para ella, sólo el obrero «plenamente calificado,
próximo a la figura histórica del artesano, podría de verdad
enfrentar la opresión social de los diversos regímenes estatales
[Weil, 1957:114-124]. En el siglo que se inicia, el programa
resultaría realizable. La programación computadorizada de series
cortas abriría, si hubiera voluntad política para ello,
perspectivas amplias para una producción artesanal moderna, de
talleres pequeños controlados localmente, que satisfaciera la
demanda de consumidores específicos [Friberg &
Hettene, 1985:256]. Entre nosotros, Maturana ha propuesto:
«desindustrializar Chile, generar grandes espacios artesanales,
rescatar el dominio manual» [Mendoza, 1994:36-37]. Chile puede
ser un parque de naturaleza.
La discrepancia radical y las experiencias que la materializan
implican también un rechazo ascético a la cultura del derroche.
Ascesis significa aquí la decisión consciente de ir buscando lo
que resulte necesario para bien vivir, de manera que no se
demanden excesos intolerables para la justicia social, la vida
de la especie y reproducción y equilibro de la naturaleza. Buscar
lo necesario y limitarse a ello es un buen consejo que proviene
de diversas fuentes.
Resulta sugerente que Marx en El Capital recuerde la Política (I,
8) de Aristóteles. El filósofo griego opone el concepto de
economía al de crematística. La economía es el arte de adquirir
lo necesario para vivir una buena vida, y ese necesario tiene
límites, cuya determinación corresponde a los responsables del
hogar y del Estado. La crematística o arte de hacer dinero no
conoce límites en su despliegue; pero, según se sabe ahora, la
naturaleza sí los tiene y el derroche los hace cada día más
cercanos. Obedeciendo a la sabiduría que debiera ser común, el
«hogar» suele levantarse contra la «polis» sometida a la lógica
crematística. La ascesis es uno de los «temas del cinismo»
[Rivano, 1991:32].
La filosofía de Diógenes y la del Eclesiastés tienen un punto de
encuentro: ambas buscan «la medida en la satisfacción de nuestras
demandas, de manera que no se produzca más de lo necesario
consumir y baste para mantenerse». Existe un «producto
innecesario»: el plusproducto del plustrabajo. La ascesis
representa la vieja reivindicación de no tener que matarse
trabajando para poder vivir. El Padre Nuestro nos enseña a pedir
el pan que es necesario y suficiente cada día [Raissa
Maritain, 1961?:77]. Repetir la petición cotidianamente es cosa
distinta a acumular sin límites.
Si el trabajo tiene la importancia que se le ha asignado,
entonces, hay que dar la palabra a Gramsci y a su concepción
sobre el «nuevo intelectual». El militante, el nuevo intelectual
sólo puede llegar a ser dirigente si satisface la fórmula
«especialista + político» [Gramsci, 1974: 392]. El
«especialista» significa aquí el entendido en cooperativismo,
mutualismo, sindicalismo, contabilidad, resistencia, etc. El
«político» en cambio, es el que tiene «ojo cínico». El ojo cínico
no se deja engañar por los nombres de fantasía del mercado
electoral, ve las igualdades reales y trata a todos con igual
irrespeto. Si las promesas se cumplen, no se tratará de un
regalo, sino del pago del sueldo de Diógenes, que se debe a quien
hace la experiencia de la ascesis y el consumo mínimo
[Rivano, 1991:36].
El ejercicio en terreno de su especialidad, de sus artes y
oficios propios potencia la independencia del militante. Ya no
es un simple orador sino un transformador práctico y cuando
habla, ya no lo hace sólo para repetir lo que dicen más arriba.
En vez de los partidos de antes, asociaciones de militantes, se
propone que sean «ligas de apoyo a iniciativas comunitarias». Si
no se recrean radicalmente, las formaciones revolucionarias no
tienen nada que hacer, y sin especialistas, las nuevas
experiencias sociales van a ir a parar a la vulgaridad
clientelista.
Si por transformación social entendemos la ejecución de trabajos
diversos que necesitan, por un lado, homogeneizarse y, por otro,
defenderse, esta transformación requiere de un «gobierno» propio.
Al hablar de «gobierno» se está siguiendo a Buber
[Buber, 1950:63], el cual entendía las proposiciones de
Kropotkin y Proudhon como «acracia», o ausencia de dominación,
y no como «anarquía», o ausencia de todo gobierno. El gobierno
que requiere el trabajo autónomo de conservación de vida es la
democracia - ojalá directa - practicada en cualquier territorio
geográfico o espacio comunicacional que permita a los
discrepantes efectuar deliberaciones ordenadas, y adoptar
decisiones que vinculen a los que participaron en ellas. La
denominación de «comuna» señala la voluntad de conectarse con las
antiguas tradiciones socialistas y libertarias y evoca la
búsqueda de convivencia, comensalidad, ayuda mutua. La
calificación de «ecológico-cooperativa» sirve para identificar
los ámbitos desde los que, según se dijo al principio, pueden
provenir los grupos pioneros.
El aspecto cooperativo, en especial, apunta a que una
organización como la comuna, en cuanto potencie el resultado
económico del trabajo de autoreproducción de la «población
sobrante», va a incidir directamente en la disminución del grado
de sometimiento de la clase trabajadora al capital. Según Marx
en El capital (I: cap. 25; sec. 3, final), su «dependencia
absoluta» se explica por la existencia del ejército de reserva.
Esto debiera entenderse en el sentido en que el área crítica del
conflicto no se encuentra tanto en la fábrica, como fuera de
ella, en la masa redundante, en la desocupación y en la forma
como ella sobrevive. Ahora bien, el cooperativismo en su sentido
más amplio tiende, precisamente, a ser una forma «independiente»
de reproducción de la fuerza de trabajo; y, su misma estructura
orgánica puede llegar a constituir aquella cooperación regular
entre ocupados y desocupados que, teniendo a la vista la «ley
general de la acumulación capitalista», se convierta en el
prerrequisito básico para toda posible eficacia del movimiento
obrero. La «precarización» del trabajo es el dato clave del
actual proceso de expansión capitalista. El trabajo de
sobrevivencia de los «precarizados» pasa a ser un factor de
importancia difícil de exagerar: o bien, se convierte en un área
social de relativa independencia, o en un elemento adicional de
sujeción. Para intentar lo primero habría que dejar de ver en el
esfuerzo propio puras reminiscencias pequeñoburguesas o
autoexplotación. En todo caso, si se entiende la política como
la continuación del trabajo de conservación de vida por los
medios de la integración y la defensa, resulta lógico esperar que
la entidad que realice tal política presente características como
las que se exponen seguidamente.
Ciudadanía amplia. Todo el que trabaja y se interese por los
asuntos comunes es ciudadano. Pero el concepto de amplitud
ciudadana debiera abarcar hasta los niños, y ello, por tres
razones. Primero, porque son muchos los que trabajan para comer,
y no pocos los que lo que hacen con duro sufrimiento. Enseguida,
porque todos ellos sufrirán las peores consecuencias de la
irresponsabilidad que reina hoy día y por último, por la gran
inclinación que tienen para decir, al pan, pan y al vino, vino:
si hasta los niños entienden la necesidad de alguna operación
desenfadada, ella podrá hacerse con tranquilidad moral.
Determinación del déficit de cargo estatal. La «minga», la
cooperación, la ayuda mutua elevan la eficiencia del trabajo
autónomo. Pero, aún así, quedarán necesidades insatisfechas y
programas pendientes. La diferencia entre lo que se ha hecho por
cuenta propia y lo que debería contarse para lograr una mejoría
real de la vida constituye el déficit de cargo estatal.
Establecer ese monto puede considerarse tarea principal de la
comuna, a la que sigue la organización de las presiones que se
ejercerán sobre el Estado, desde sus municipios hacia arriba,
para obligarlo a pagar. La comuna debiera verse como un agregado
de conocimientos contable-presupuestarios y tácticos. Para
justificar las presiones, el trabajo autónomo ya desplegado
serviría de justo título moral. Por otra parte, la determinación
precisa del déficit permitiría a la comuna llamar a los
interesados en poder estatal a presentar «propuestas públicas»
para saldarlo. Quizás pudiera decirse que la comuna es la fuerza
que hace imposible al capital y al Estado seguir desentendiéndose
de las externalidades positivas que generan los trabajos
autónomos de conservación de vida. Pagar lo debido es cosa
distinta a conceder beneficios.
Empleo de la descentralización, de la gestión local, etc., sin
confundirlas con una verdadera transformación. Se habla mucho de
la sociedad civil. Habrá que tener en cuenta esta reserva: «La
sociedad civil no debe ser mitologizada. No tiene ni siquiera por
qué ser progresista. A decir verdad, la sociedad civil chilena
del presente es la misma que derribó a Allende, sólo que su
componente izquierdista es ahora mucho más débil, machacada y
amedrentada.» [Cifuentes, 1997:156]. La idea de «comuna» se
propone al componente discrepante de la sociedad civil; nace de
la historia del «bajo pueblo» y quiere continuarla.
Debe continuarla, porque las condiciones que afectan a los
transformadores sociales de hoy son similares a las que debieron
enfrentar los primeros socialistas: necesidades impostergables,
y un sistema estatal que las ignora y no puede ser asaltado
revolucionariamente. Ese es el cuadro que llevó a Luis Emilio
Recabarren a formular su teoría «mancomunal» y de «socialismo
municipal», cuya «pasión y muerte» analizan Salazar y Pinto
[Salazar y Pinto, 1999:281 ss.]. Puede que haya que subrayar en
la explicación de su muerte el factor subjetivo, la adecuación
al viraje táctico a que empujó el triunfo de la revolución rusa.
El eje de la mancomunal, el mejoramiento autónomo e inmediato de
la vida por «organizaciones culturales y educativas -
cooperativas y mutuales», propias de los momentos de «reflujo»,
debía ceder el lugar a la organización leninista de asalto,
exigida por la crisis generalizada del capitalismo y la
consiguiente revolución proletaria [Stalin, 1924:90 ss.]. Del
viraje táctico se pasará a una ideología de desconfianza a todo
lo que no sea estrictamente fabril, la cual culmina en la
identificación represiva de todo lo que pueda llamarse
genéricamente «autoconstrucción», con la «autoexplotación» de la
fuerza de trabajo.
Después de suceder lo que sabemos, hay que volver a dar la
palabra al Recabarren original, al de, por ejemplo, El balance
del siglo... Su proyecto era el de: a) un progreso autónomo, que
opera b) como «acusación perenne a la indolencia común y c) como
acción proletaria que empuja la acción de la sociedad»
[Godoy, 1971:299 ss.]. Para una perspectiva como la enunciada,
las ventajas de la acción local resultan evidentes: facilidad
para conectar a los iguales y posibilidades de acción en el
ámbito municipal, pero también deja a la vista la necesidad de
enfrentar los poderes centrales.
Testimonio, prohibición y participación desconfiada. Una eficacia
no puramente testimonial supone un testimonio previo, un ejemplo
concreto. El trabajo concreto produce, debe producir, una vida
mejor, perceptible como tal por el común de la gente. Con la
solidaridad y la cooperación también se pueden hacer buenos
negocios. Pero el ejemplo y el testimonio no sólo tienen
significación «privada», también acusan. Con relación a los
poderes centrales, el trabajo por cuenta propia opera legitimando
la acción directa que busca prohibir al Estado la persistencia
en errores magnos, los atropellos y destrucciones a que induce
el interés mercantil de corto plazo. Los textos menos azucarados
de acción desarmada no sólo contemplan la no-cooperación y la
persuasión. La «intervención» consiste en el estorbo y hasta en
la supresión de las actividades contumaces del poder
[Sharp, 1973:357 ss.]. La «prohibición» por «intervención» puede
verse como la coacción popular de la coacción estatal mediante
«fuerza civil», que es el empleo del movimiento y la capacidad
de trabajo corporales como modos de acción en los encuentros
físicos.
Para estos efectos, el «hogar» opera como contrapartida y
corrección del Estado, para obligarlo a someterse a la «economía»
que debiera ser la norma común a ambos. El ámbito doméstico
proporciona a la resistencia-prohibición, masa y, en cuanto
proveedor de energía y alimentos, duración. Las acciones por
cuenta propia adquieren envergadura estatal cuando, combinadas,
se enfilan a los poderes centrales. Así y todo, no pierden su
condición negativa o «abrahámica»: son expresión de una minoría
enérgica y hábil que, en el mejor de los casos, impide la
catástrofe para una mayoría indolente y, en el peor, puede salvar
a los suyos. Hay que decir, por último, que la «prohibición por
intervención» tiene una cara positiva: la iniciativa popular en
asuntos legislativos, la cual el movimiento discrepante debiera
intentar realizar, con o sin respaldo de los textos legales.
Después de estos trámites plebeyos correspondería estudiar las
condiciones de la «participación» tan solicitada por las élites.
No podrá sino ser «desconfiada»: quienes pueden concursar por las
cumbres del poder lo hacen porque ya han aceptado pagar los
elevados derechos de entrada que los empresarios y funcionarios
cobran por ingresar a dichas competencias. No existen títulos
pre-adquiridos para representar a la discrepancia. La
discrepancia no debiera privarse del derecho a averiguar
fríamente cuál de los aspirantes ofrece mejores servicios a la
acción por cuenta propia. Combinando (nacional e
internacionalmente) testimonio, prohibición y participación
desconfiada, puede pensarse en la posibilidad de que mayorías
suficientes comprendan las razones que hay para que el mundo
cambie de fase.
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Fecha de referencia: 15-11-2002
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