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Edita: Instituto Juan de Herrera. Av. Juan de Herrera 4. 28040 MADRID. ESPAÑA. ISSN: 1578-097X
Jaume Curbet
Barcelona (España), junio de 2002[1].
Los desastres son el producto de la interacción de individuos que
no se entienden entre sí y que se temen unos a otros.
Jonathan Glover
Quien pueda ver más allá del miedo siempre estará a salvo.
Lao Tse
La amenaza de violencia contenida en los riesgos y en los
conflictos producidos socialmente constituye el núcleo de la
inseguridad pública. Lo cual explica, aunque pueda parecer obvio,
la imposibilidad de lograr una seguridad sostenible en nuestras
vidas. Éste es un hecho crucial que nos urge comprender
plenamente en todas sus implicaciones, por tantas razones
decisivas, para el futuro de la Humanidad.
Pero no es ésto lo que hacemos. Más que a descifrar la realidad
de la inseguridad, dedicamos nuestras energías a la búsqueda de
seguridad. Como aquel hombre que al regresar, de noche, hacia su
casa vio que alguien estaba agachado debajo de una farola como
si buscara alguna cosa. Al llegar ahí, le preguntó qué se le
había perdido. A lo que aquél respondió que se le habían caído
las llaves del coche y que no conseguía encontrarlas. Con
intención de ayudarle, volvió a preguntarle si era justo ahí,
debajo de la farola, dónde se le habían caído las llaves. No,
dijo aquél, se cayeron por allí, y señaló hacia una parte alejada
y especialmente oscura de la calle. Sorprendido, el hombre que
pretendía ayudarle, le replicó: Pero, entonces ¿por qué las busca
aquí? Y el hombre que seguía agachado bajo la farola respondió:
Pues porque aquí hay luz.
Y, sin embargo, ahí estamos todos, agolpados bajo la luz de la
farola, entrechocando y pisándonos los unos a los otros, buscando
empecinadamente una seguridad que hemos perdido en otra parte.
De nada parece habernos servido la sabia advertencia de Albert
Einstein: cuando un problema, por más que uno haga por
resolverlo, se resiste, es que está mal planteado. Y éste, parece
indudable que lo está. Pero, por alguna oscura razón, preferimos
la cómoda aunque inútil búsqueda de seguridad al pie de la farola
antes que admitir (en el sentido fuerte del término) que el
problema está en otra parte: en la creciente inseguridad generada
socialmente.
Si dispusiéramos de un improbable indicador relativo al enorme
dispendio de energía que consumimos, tanto en nuestras relaciones
interpersonales como en las colectivas, en los esfuerzos por huir
de los efectos temidos de riesgos y conflictos, ya sean reales
o bien imaginarios, y lo contrapusiéramos a otro indicador que,
a su vez, diera cuenta de la escasa atención que prestamos a los
procesos de generación y desarrollo de estos mismos riesgos y
conflictos, es decir de la fuente real de nuestra inseguridad,
probablemente nos fuera difícil seguir manteniendo este
descomunal despropósito. Pero lo cierto es -y sólo esto cuenta-
que, contrariando toda lógica, preferimos seguir imaginando
mundos seguros antes que afrontar conscientemente, es decir con
una atención plena, el inseguro mundo real. Y así,
paradójicamente, vemos como se aleja de nuestro horizonte
cualquier opción razonable de seguridad humana.
La búsqueda de seguridad, al margen del proceso que produce la
inseguridad pública, no es el camino. Y es que, en la búsqueda
ansiosa de soluciones, nos alejamos del problema y lejos del
problema ¿qué solución podremos hallar? No se trata de estar de
acuerdo o bien en desacuerdo. Examinémoslo. Veamos, como un caso
paradigmático, qué sucede con esa catástrofe cotidiana que viene
asolando, desde hace más de un siglo, las sociedades
desarrolladas y que, en las últimas decádas, se extiende
imparable al resto del mundo: me refiero a la siniestralidad
provocada por los accidentes de automóvil, a la que Antonio
Estevan -en un artículo [Estevan, 2001] que, por su insólita e
implacable lucidez, puede ser nuestra mejor guía en esta
indagación- cualifica de "matanza calculada".
El "Observatorio del Riesgo de Catalunya", en su primer informe,
correspondiente al año 2001 [Pedragosa y Aragall, 2001:50], nos
recuerda que el accidente de automóvil (1.171.000 muertes en todo
el mundo durante el año 1998[2] y con una tendencia claramente
creciente) ya es la primera causa externa de muerte en el mundo,
superando ampliamente las muertes provocadas por las guerras, las
catástrofes naturales, los homicidios, los accidentes laborales
o deportivos y, en definitiva, cualquier muerte violenta.
Constituye, asimismo, el factor de riesgo que, en nuestra
sociedad, más muertes provoca entre los jóvenes comprendidos
entre los 16 y los 35 años. Y no sólo eso, porque un estudio
relativamente reciente[3] de las repercusiones económicas
mundiales de los accidentes de automóvil estimaba su coste anual
en 500.000 millones de dólares, en rápida progresión, en especial
en los países en desarrollo, los cuales pierden por esta causa
un volumen de recursos muy superior al monto que reciben en
concepto de Ayuda al Desarrollo. Asimismo, los análisis
prospectivos indican que en el año 2020 la atención a las
víctimas de accidentes de tráfico podría llegar a consumir el 25
por ciento de todos los recursos sanitarios mundiales,
condicionando severamente la viabilidad financiera de las
políticas globales de salud.
No puede, pues, sino resultar sorprendente la aparente
naturalidad con la que hemos asumido, no sólo socialmente sino
también psicológicamente, esa "matanza calculada", así como
tantas otras, como inevitables efectos colaterales del progreso
que, incuestionablemente, parece tener que asumir la
colectividad. Ello explicaría, quizás, la perplejidad con que
Narcís Mir concluye su análisis de la incidencia de las políticas
de seguridad vial en la evolución de la siniestralidad debida a
los accidentes de automóvil en España entre los años 1972 y 1996:
«Creo que si tenemos en cuenta, por una parte, las numerosas
medidas aplicadas a corregir la accidentalidad en el período
estudiado y, por la otra, los resultados obtenidos, deberemos
concluir que es probable que exista una fuerza latente que empuje
hacia el crecimiento relativo del riesgo». Dado que esa
misteriosa fuerza latente se hace visible también en otros
riesgos, como el laboral y en los de accidente en la industria
química o en el transporte de mercancías peligrosas, «parece
posible afirmar la existencia de indicadores inquietantes que
reflejan la existencia de fuerzas estructurales que impiden una
reducción o bien el mantenimiento de los valores de riesgo y que
confirman el cumplimiento de una ley de desbordamiento del
riesgo[4]» [Mir, 1999:17](la cursiva es mía).
No nos hallamos pues ante una fuerza natural e inevitable, sino
estructural, que resulta imprescindible identificar y a la que,
llegado el caso, deberemos responsabilizar por esta "masacre
calculada". Es justo ahí, cuando la pusilanimidad acostumbra a
diluir el proceso indagatorio, de dónde arranca el vigoroso
examen de Estevan: «Los accidentes de tráfico mortales han sido
considerados hasta hace muy poco tiempo como una consecuencia
inevitable de la existencia de los automóviles, cuya utilización
se supone imprescindible para el desenvolvimiento económico y
social en el mundo moderno. Nunca se ha planteado, en
consecuencia, la posibilidad de atribuir responsabilidades
globales sobre tales muertes a ningún estamento económico o
institucional. Sin embargo, en los últimos años se han producido
avances significativos en la comprensión del problema de los
accidentes de tráfico, que pueden abrir el camino a la
identificación de claras responsabilidades industriales: se
perfila la idea de que las "matanzas" diarias del tráfico son
algo muy distinto a una acumulación de fatalidades de
responsabilidad individual, que es como son presentadas por las
industrias interesadas y por las administraciones competentes»
[Estevan, 2001].
No cabría pues, por más tiempo, seguir contemplando esas
"matanzas calculadas" como un efecto colateral transitorio que
sólo con más progreso podremos, quizás algún día, eliminar; sino
como un elemento intrínseco de ese progreso y, consecuentemente,
como una pieza insustituible del desarrollo descomunal de la
industria automovilística a lo largo del siglo XX. Hasta tal
punto que no hubiera sido posible, ni siquiera imaginable, la
extraordinaria acumulación de riqueza debida al éxito de esta
industria, de haber existido reglamentaciones precisas que
limitaran drásticamente el aumento desmesurado del número de
automóviles, su masa y su velocidad; esto es, de los componentes
esenciales del peligro generado por la circulación masiva de
estos vehículos. Pero resulta, como destaca Estevan, que la
prosperidad de la industria del automóvil depende, justamente,
del aumento simultáneo y constante de estos tres factores
primordiales de peligro e inseguridad, es decir, de la venta de
más automóviles, más grandes y más potentes.
En otras palabras, probablemente más desconsoladas, la cuestión
que reclama una atención prioritaria es ésta: el peligro, y por
consiguiente la inseguridad, que nos amenaza en las carreteras
y en las calles es la macabra materia de la que se nutre el
lucrativo negocio de la industria automovilística (no sólo de los
empresas fabricantes de automóviles, sino también de las
constructoras de carreteras, de las explotadoras de autopistas,
de las aseguradoras o de las petroleras).
Planteadas así las cosas, resultan evidentes las limitaciones que
presentan las tradicionales "políticas de seguridad vial": unos
30 millones de muertos y varios cientos de millones de heridos,
buena parte de ellos discapacitados de por vida, es el balance
de la "seguridad vial" en el siglo XX. Ante todo, porque no cabe
dentro de sus atribuciones el atajar las causas reales de la
inseguridad, es decir el crecimiento incontrolado del número de
automóviles, de su masa y de su potencia. Pero también porque ni
siquiera disponen de la capacidad efectiva para reducir los
riesgos a límites realmente, es decir humanamente, asumibles; lo
cual supondría, por ejemplo, imponer medidas verdaderamente
efectivas (es decir no eludibles) de limitación de velocidad en
los automóviles. De esta forma, las políticas de seguridad vial,
en lugar de centrarse en la eliminación de los peligros que
produce el automóvil, se ocupa en hacernos tolerable la
inseguridad que su uso masivo nos genera y, con ello, contiene
la posibilidad de que acabemos por cuestionar políticamente el
coste insostenible para la sociedad (no sólo en muertes e
incapacidades permanentes, sino también en degradación del medio
ambiente y en ocupación desmedida del espacio público) del
desarrollo incesante y sin límites de la industria
automovilística.
No se trata pues de una función subordinada, la que tiene
asignada la "seguridad vial" en -tomando prestado el término
utilizado por Zygmunt Bauman [Bauman, 2001:133-141]- la economía
política de la inseguridad, sino determinante; porque
probablemente bastaría con dirigir nuestra atención al verdadero
problema para reducir a escombros la estrategia, impulsada desde
el entorno de los intereses económicos ligados al automóvil, que
pretende y consigue reducir la seguridad vial, prioritariamente,
a una cuestión de responsabilidades individuales. Ello es así,
hasta el punto que, como dice Estevan, «en el hipotético
escenario de un proceso político democrático y transparente, sin
interferencias publicitarias ni corporativas, ni siquiera hubiera
sido descartable el establecimiento de ciertos grados de
prohibición legal del uso del automóvil, como ha ocurrido con la
tenencia de armas en los países culturalmente desarrollados, o
está ocurriendo más recientemente con el tabaco. Cualquiera de
estas evoluciones hubiera supuesto enormes reducciones de volumen
de negocio en los diversos mercados de bienes y servicios ligados
al automóvil. Con la ayuda de la ingeniería de seguridad vial,
este peligro ha sido conjurado, al menos hasta el momento»
[Estevan, 2001].
Retomemos ahora la proposición que pretendíamos verificar: la
búsqueda de seguridad, al margen del proceso que produce la
inseguridad pública, no es el camino. El caso de la "seguridad
vial", como hemos visto, resulta paradigmático en la medida en
que nos muestra, en su crudeza, la paradójica función de las
políticas tradicionales de seguridad en nuestra sociedad:
legitimar la inseguridad requerida para el progreso de los
negocios y, a su vez, para el mantenimiento del orden. Es decir,
la fase actual de desarrollo del capitalismo necesita inseguridad
global para seguir expandiéndose sin limitaciones y, a su vez,
genera la estricta seguridad local requerida para contener el
cuestionamiento político de este modelo.
Así se explica que las políticas de seguridad, mediante una
adecuada combinación de acción represiva e intervención
humanitaria, se apliquen únicamente a mantener dentro de unos
límites socialmente tolerables los efectos extremos -es decir las
violencias y los desastres y, por consiguiente, la inseguridad
pública- de los conflictos y los riesgos intrínsecos a la buena
marcha del negocio global. Este es el papel residual que el nuevo
desorden mundial parece haber reservado al Estado; es decir, lo
más parecido al papel de una comisaría local de policía. Al mismo
tiempo, no parece detenerse el proceso de vaciamiento de las
capacidades efectivas de los Estados para limitar, con fines de
protección de la seguridad personal de los ciudadanos, la
producción vertiginosa de nuevos riesgos y conflictos que no
cesan de anunciar nuevos y mayores desastres y violencias. Excusa
decir que este vaciado de los poderes estatales no revierte en
otras instancias susceptibles de garantizar una mejor
participación democrática de las colectividades humanas en la
regulación de estos procesos críticos para la consecución de un
desarrollo y una seguridad sostenibles.
Llegados a este punto, es más que probable que hayamos topado con
uno de los déficits más lacerantes del pensamiento contemporáneo:
la profunda incomprensión -no necesariamente inocente- del papel
ejercido por la simbiosis existente entre inseguridad y seguridad
en el ascenso de lo que Manuel Castells denomina el capitalismo
informacional global [Castells, 1998:191]. Y, sin embargo, no
parece exagerado decir que tenemos ante nosotros una tarea
ineludible y apremiante: se trata de desvelar los mecanismos y
los propósitos que constituyen la economía política de la
inseguridad. Ello supone que deberemos detectar y desenmascarar
los procesos de generación (en términos de riesgo-desastre y de
conflicto-violencia) de todas y cada una de las "matanzas
calculadas" que sustentan la inaudita acumulación de riqueza en
unas pocas manos. Sólo así lograremos cuestionar la raíz misma
de la paradójica función de las tradicionales "políticas de
seguridad"; las cuáles, lejos de intervenir en las fuentes de los
desastres y las violencias, es decir en los riesgos y en los
conflictos, no les queda sino legitimar la inseguridad pública
requerida para el progreso del negocio global y, llegado el caso,
frenar la impugnación política del coste insostenible, en
términos de seguridad humana, de la explotación inmisericorde de
la inseguridad pública como medio, indudablemente ilegítimo, de
apropiación de los recursos y del poder.
Bauman, Zygmunt (2001) "Los usos de la pobreza" (en La
sociedad individualizada. Madrid, Cátedra)
Castells, Manuel (1998) La era de la información: economía,
sociedad y cultura (Volumen III: Fin de milenio. Madrid, Alianza
Editorial)
Estevan, Antonio (2001) "Los accidentes de automóvil: una
matanza calculada" (en Revista Sistema, n. 162/163 (Junio 2001);
ahora también en
http://habitat.aq.upm.es/boletin/n19/aaest2.html)
Pedragosa, Josep Lluís y Josep Maria Aragall (2001) "Com ens
movem" (en Institut d'Estudis de la Seguretat, Observatori del
Risc de Catalunya. Informe 2001. Barcelona; Beta Editorial,
septiembre 2001)
Mir, Narcís (1999) Societat, Estat i Risc (Barcelona; Beta
Editorial, diciembre 1999)
Fecha de referencia: 22-07-2002
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Edita: Instituto Juan de Herrera. Av. Juan de Herrera 4. 28040 MADRID. ESPAÑA. ISSN: 1578-097X
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