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Edita: Instituto Juan de Herrera. Av. Juan de Herrera 4. 28040 MADRID. ESPAÑA. ISSN: 1578-097X
Marta Román Rivas[1]
Madrid (España), 2000.
"Niños, en la calle no se juega. En la acera no se enreda". Esa es
la enseñanza que se transmite a las nuevas generaciones de
ciudadanos. Los peatones y sobre todo, los niños que cometen
imprudencias son tachados de peligrosos. Según esta versión de la
seguridad vial, el comportamiento arriesgado de los pequeños es la
causa de sus accidentes.
El mensaje que social e institucionalmente se está implantando
considera que un individuo de treinta kilos de peso corriendo
detrás de su pelota es un ser peligroso al que hay que adiestrar.
En cambio, una máquina de mil kilos surcando las calles a más de
sesenta kilómetros por hora no lo es. Quien debe tener cuidado y
retirarse para no causar problemas es el menor de edad, el que
todavía no tiene responsabilidad civil; por el contrario, el
conductor, que por su condición supera los dieciocho años, tiene
todas las prerrogativas y bendiciones para campar por sus respetos
en las calles de la ciudad. Cuanto más corra, mejor, más fluido
será el tráfico.
Esta jerarquía de valores, esta concepción del peligro, ha
desembocado en la práctica desaparición de niños "sueltos" por las
calles de la ciudad. En España no hay datos al respecto, pero
asumiendo que este fenómeno es similar al de otros países, se habla
de que en los años setenta el 90% de los menores de siete años iban
solos al colegio y en tan sólo veinte años esta cifra ha caído al
10%. Los niños son ahora como animales peligrosos a los que hay que
tener encerrados, bien en casa o bien en recintos vigilados, y
cuando se les saca a pasear deben ir permanentemente controlados.
Las repercusiones que tiene el haber convertido a los niños en
ciudadanos non gratos son enormes para todos los habitantes de la
ciudad. Podremos empezar a evaluar las repercusiones que tiene para
ellos mismos, para su salud, por falta de ejercicio físico. Si no
pueden jugar en las aceras de la ciudad, si no pueden correr
libremente a diario cerca de su casa, si no les permiten cruzar la
calle solos para acceder a una plaza o a un parque ¿dónde van a
explayarse? ¿en un piso de setenta metros cuadrados? Todos los
problemas de obesidad infantil o de colesterol que hoy en día tanta
alarma causan a sus padres, son un reflejo de esta vida sedentaria
y no sólo un problema de mala alimentación, como se está
planteando.
Si no pueden ir solos, no pueden relacionarse autónomamente con los
de su talla o con otras personas. Su desarrollo psicosocial se ve
comprometido tanto como su desarrollo físico. Los adultos de ahora,
miran extrañados a los niños como si fueran teleadictos, pegados a
las pantallas de ordenador, manipulando como obsesos la máquina de
videojuegos. Pero ¿qué espacio les hemos dejado? Las nuevas
tecnologías aparecen como máquinas salvavidas que consiguen
entretener a los niños en espacios cerrados. Ellos, a través de la
televisión, conquistan otros mundos y viven las aventuras que se
les venden en este entorno acotado. Para los que cuidan de ellos
estas máquinas permiten que sus fieras estén temporalmente
sosegadas.
Cuando se les saca a la calle y entran en contacto con el espacio
público, el lugar por antonomasia de relación social, perciben la
jerarquía de valores imperantes donde el más fuerte manda sobre el
más débil. Perciben un espacio crispado por las prisas, cargado de
ruidos, de humos. Ellos siempre bajo consignas y gritos para que no
corran, para que no crucen, para que no se muevan. ¿Cómo van a
aprender valores de solidaridad en un escenario de estas
características? No nos engañemos, los niños aprenden lo que ven.
No hay más que observar a las nuevas generaciones de jóvenes
conductores que, en vez de haber aprendido a convivir con los
coches tras años de motorización y tras tantas enseñanzas de
seguridad vial, se lanzan desbocados a las calles y carreteras y
hacen gala de su posición de poder apretando el acelerador. Es
difícil que los nuevos individuos se incorporen y se integren como
adultos en la colectividad sin problemas, después de varios años de
cautividad. Jóvenes que han podido ir conociendo paulatinamente su
entorno, que no saben orientarse, que se pierden en su propia
ciudad. Su irrupción en las calles como seres adultos, sin etapas
intermedias de socialización, sin una vinculación e identificación
con el lugar donde viven, genera problemas a toda la colectividad.
Los graves accidentes de carretera de tantos jóvenes se fraguan en
esas concepciones colectivas. Ellos son víctimas de una escala de
valores sociales que da preeminencia y poder a los que van sobre
cuatro ruedas frente a los que caminan. Ellos sólo hacen uso y
disfrutan de esa mueva condición de reyes del asfalto.
La seguridad vial que actualmente se enseña no evita el
encontronazo de los jóvenes con la libertad. La seguridad vial ha
permitido reducir los atropellos entre los grupos de población
infantil, no porque las calles sean más seguras sino porque los
niños han desaparecido de la escena pública y porque los adultos
que les cuidan han extremado la vigilancia y control.
Por eso, otra de las repercusiones de este recorte de libertad es
la exigencia de tener carceleros permanentes. Los padres y sobre
todo las madres -sobre quienes sigue recayendo el cuidado de los
hijos- se han visto convertidos en acompañantes, vigilantes y
guardianes de estos seres considerados como peligrosos. Ahora
tienen que suplir con dinero, imaginación o resignación las
deficiencias de esta construcción urbana. Acompañarles hasta la
puerta del colegio, aguantar sus energías dentro de casa, llevarles
y traerles a diversas clases extraescolares para tenerles
entretenidos, vigilarles en el parque mientras juegan. Soluciones
individuales para hacer frente a un problema colectivo.
Esto no ha sido siempre así, seguro que buena parte de las personas
adultas que leen este artículo asocian una calle a su infancia.
Seguro que quienes diseñan y planifican esta ciudad del automóvil,
conocieron palmo a palmo su itinerario al colegio, el disfrute de
este momento de libertad, de ese encuentro con lo imprevisto, con
el otro, con la posibilidad de desviarse y transgredir normas, de
irse convirtiendo en personas.
El hecho de que a los pequeños habitantes de la ciudad se les haya
truncado esta entrada paulatina en el mundo exterior amenaza su
desarrollo como ciudadanos sanos y equilibrados, sometidos como
están a una condena entre diez y doce años de cautividad por haber
nacido en una ciudad "moderna".
Fecha de referencia: 25-2-2002
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