Boletín CF+S > 19 -- (EN)CLAVES INSOSTENIBLES: tráfico, género, gestión y toma de decisiones > http://habitat.aq.upm.es/boletin/n19/aamas.html |
Edita: Instituto Juan de Herrera. Av. Juan de Herrera 4. 28040 MADRID. ESPAÑA. ISSN: 1578-097X
Alejandra Massolo[1].
Barcelona (España), 1999
Entre globalizadas y fragmentadas, las ciudades de América Latina
se han producido y extendido en gran parte «a pulmón» del trabajo
comunitario y la autoconstrucción de la vivienda. El repetido
paisaje urbano de masivos asentamientos precarios en inhóspitas
periferias y de barrios hacinados en los deteriorados centros,
contiene un prolongado y tenaz esfuerzo social por ocupar y
consolidar un lugar de vida en la ciudad, bajo un Estado que nunca
fue del todo ni en serio «de Bienestar» sino más bien mezquino y
populista. Así se conformó la territorialidad de la vida cotidiana
de la mayoría de las mujeres: dimensión de interacción y
experiencia que vincula al género con el proceso de urbanización.
El género es intrínseco al análisis de la urbanización en los
países en desarrollo, en tanto ésta afecta y cambia los roles y
relaciones de género, y a la inversa, puesto que los roles y
relaciones de género influyen sobre y moldean el proceso de
urbanización [Chant, 1996]. Cabe recordar, de paso, que desde
mediados de la década de los setenta se comenzaron a desarrollar en
Inglaterra y los Estados Unidos de Norteamérica los estudios y
debates feministas en torno a la relación entre género y
urbanización capitalista, creando nuevas perspectivas de análisis
y trabajos empíricos focalizados en la mujer dentro de las
estructuras y procesos espaciales urbanos. Se combatió la
neutralidad y «ceguera de género» en las teorías así como en las
políticas urbanas del Estado, y se introdujo la noción de
diferencia y especificidad del género femenino dentro de la
dinámica de la urbanización, la arquitectura, el diseño de la
vivienda, la producción y distribución de servicios y equipamientos
públicos, la planeación y los movimientos sociales urbanos. Las
diferencias de percepción, uso, necesidades, restricción y acceso
respecto al género masculino se fueron entonces haciendo visibles
en la ciudad, aun dentro de las mismas clases sociales, categorías
ocupacionales y características habitacionales [Massolo, 1992].
El enfoque de género en el estudio de las estructuras urbanas
-particularmente de los hábitat populares- nos revela más
nítidamente el empalme entre espacio y experiencias cotidianas; la
interacción fluida entre el «hacia afuera» y «hacia adentro» de la
vivienda; las continuidades y rupturas de los modos de vivir
cotidianamente las condiciones materiales, sociales y políticas del
«orden urbano»; los núcleos de opresión y desigualdad de las
mujeres, coexistiendo con la segregación y desigualdad social en el
espacio urbano [Massolo, 1991]. Como bien se ha planteado, el
estudio de los sistemas de género en la urbe permite entender
procesos de «jerarquización sexual que están anclados en
esencialismos biológicos», y apreciar que «la construcción del
espacio urbano está más orientada a mantener a las mujeres en los
espacios destinados a los roles familiares que a promover su
incorporación a la sociedad en general» [del Valle, 1996]. Ante la
sentencia de que el lugar de la mujer en la ciudad es la casa y
ante el rol codificado de la mujer como ama de casa, estallan los
impresionantes cambios económicos, sociales, políticos y culturales
producidos por la urbanización acelerada del mundo, que han
cambiado a las mujeres al tiempo que ellas mismas transforman y
mejoran los espacios de la vida social urbana, imprimiéndoles su
marca de género, la que innegablemente primero registra la acción
de sus roles tradicionales.
Sobre todo el espacio local, asociado a la vida cotidiana de la
familia y las tareas domésticas, es el mundo público más accesible
y con el que están más familiarizadas: el barrio, la comunidad
vecinal y la localidad representan los lugares donde las mujeres se
han desenvuelto y proyectado sus roles, intereses, habilidades y
luchas. La adscripción social y cultural a los roles genéricos de
madre-esposa-ama de casa resultó ser, paradójicamente, tan
restrictiva como permisiva de tal suerte que el control y
limitación a la inmediatez espacial facilitaron el entrenamiento y
activa participación femenina en la gestión de los asuntos públicos
cotidianos, en asociaciones vecinales y redes de solidaridad
comunitaria, demostrando capacidad de influencia, liderazgo y
eficacia política [Massolo, 1996]. No existe tal separación entre
la vida privada doméstica de las mujeres y la vida pública en el
espacio local, puesto que sus prácticas, iniciativas de acción,
gestiones y desplazamientos hacen borrosas las fronteras que
supuestamente delimitan la presencia y trabajos femeninos en el
ámbito privado familiar del ámbito público colectivo.
El espacio local alrededor del lugar de habitación en la ciudad
funciona como un resorte que impulsa la salida de las mujeres a la
escena pública -lo que no quiere decir que no encuentren
obstáculos, censuras y violencia en el camino-, y es un potencial
terreno fértil para que crezcan como sujetos sociales y ciudadanas.
Ciertamente la actuación de la mujer en el espacio exterior a
menudo reafirma su pertenencia al espacio interior, y lo que
realiza afuera tiene sentido a partir de las actividades,
responsabilidades y personas del espacio interior [del
Valle, 1996]. Y también es cierto que en nuestros países de
América Latina profundamente compenetrados de la ideología
maternalista, «el poder maternal representa inclusión social y
política», y es el que les da a las mujeres «ese derecho a
intervenir públicamente y el que transforma sus acciones políticas»
[Luna, 1996].
Pero el rol y poder maternal se desempeñan sobre una
territorialidad cotidiana afectada de carencias materiales básicas
(«déficits»), marginación e inseguridad, en la mayor parte de la
superficie de las ciudades. La pobreza urbana no es ninguna novedad
del proceso de urbanización latinoamericano a lo largo del siglo
XX. En consecuencia, las estrategias y redes de sobrevivencia han
estado siempre presentes y activas entre las familias
pertenecientes a las mayorías populares. Sus espacios
habitacionales son testigos y testimonios de la segregación
espacial y exclusión social, aun durante épocas de crecimiento
económico y Estados populistas redistribuidores. Por lo tanto, los
hábitat populares y sus mujeres cuentan con una larga trayectoria
de enfrentar y resolver las necesidades de sobrevivencia, por medio
de diversas estrategias y formas de ayuda mutua. Sin embargo, al
decenio de los años ochenta le corresponde el tenebroso mérito de
haber hecho aparecer el fenómeno del aumento de la pobreza urbana,
asociado a la crisis de las economías latinoamericanas, al pago de
la deuda externa, a las políticas de ajuste estructural y las
reformas estatales de corte neoliberal.
La UNICEF lo señaló oportunamente advirtiendo sobre el «ajuste
invisible» sufrido por las mujeres: «Los procesos de
empobrecimiento, agudizados a partir de la crisis, han acentuado
restricciones y antiguos patrones de deterioro. Tal como se señala
en el trabajo sobre Argentina, un aspecto central que define la
situación de pobreza de estos años recientes consiste en que el
nivel de incertidumbre que enfrentan los sectores populares se ha
ampliado; de esta manera, las personas y fundamentalmente las
mujeres, deben actuar como permanentes organizadoras de crisis
cotidianas, operando con horizontes temporales en donde el día en
que se vive es la unidad de tiempo manejable» [UNICEF, 1989].
Además de organizadoras de crisis cotidianas, los mecanismos del
ajuste estructural le imponen a las mujeres «una sobrecarga de
tiempos de trabajo orientados a garantizar la dotación y
distribución de los escasos recursos para la supervivencia de la
familia» [UNICEF, 1989]. La «feminización de la pobreza» y la
«feminización de la jefatura de las unidades domésticas»
[Chant, 1996], son otros de los rasgos que dibujan el cuadro
abigarrado, polifacético y pauperizado del hábitat popular urbano
producto de la «década perdida». Aclarando que concebimos al
hábitat en su integralidad, es decir que excede la mirada
«viviendista» implicando la interrelación del ambiente construido
y natural, así como la cultura, las relaciones sociales de los
diversos sujetos sociales, aspectos todos que se traducen en
calidad de vida [Falú, 1997]. Y que nos referimos al hábitat
urbano poblado por los sectores sociales de más escasos recursos,
muchos de origen migrante del campo a la ciudad, cuya composición
laboral es heterogénea y cuya pobreza también lo es, a pesar de la
homogenidad visible.
También en materia de política y planeación urbana las perspectivas
y asuntos de género corresponden a las distinciones y
controversias, entre los dos macro enfoques de la relación entre
desarrollo-cooperación internacional-mujeres: Mujer en el
Desarrollo (MED) frente a Mujer y Desarrollo (MID). Ambas se
reflejan y tienen implicancias en los hábitat populares de las
mujeres [Chant]; [Moser y Levi, 1988]; [Ajamil, 1995];
[Moghadam, 1990]; [Buvinic y Yudelman, 1989]; [CEPAL, 1997];
[Massolo, 1993]; [Huamán, 1996].
El enfoque llamado «asistencial», o «de bienestar», surgido en la
década de los años sesenta, es el más antiguo y socorrido.
Identificaba a la mujer en su rol reproductivo convirtiéndola en
principal beneficiaria de programas asistenciales por su rol de
madre, considerando que ese rol es fundamental no sólo para la
mujer sino para todas las cuestiones referidas al desarrollo
económico de cada país. Son políticas que en lo ideológico y en su
implementación, conciben a la mujer como un ente pasivo y receptor
de beneficios gratuitos o subsidiados. Estos programas tienen
amplia acogida ya que son políticamente seguros y porque no
cuestionan la visión tradicional del papel de la mujer. Asimismo,
porque resulta más fácil poner en ejecución proyectos de asistencia
social que incrementar la productividad e ingresos de los pobres
[Moser y Levi, 1988]; [Buvinic y Yudelman, 1989]. En términos de
desarrollo, la ayuda para el bienestar de la familia se dirige a
las mujeres identificadas con los minusválidos, enfermos y grupos
socialmente «vulnerables» [Ajamil, 1995].
Según Menchu Ajamil, el primer enfoque del MED es el de «la
equidad», que no desplazó al de «bienestar» o «asistencial» (por
cierto aún vigentes), pero resalta la importancia del rol
productivo de las mujeres, y abre la perspectiva a la «igualdad de
oportunidades» en las relaciones entre hombres y mujeres en el
mercado de trabajo, enfatizando la independencia económica de las
mujeres como sinónimo de igualdad. El segundo enfoque del MED es el
de «la antipobreza», que liga la desigualdad económica entre
hombres y mujeres a la pobreza y no a la subordinación, enfatizando
el rol productivo de la mujer bajo el supuesto de que la mujer
dispone de más tiempo libre. Con este enfoque se inventaron
proyectos productivos para que la mujeres pudieran generar
ingresos, frecuentemente vinculados a las actividades domésticas.
Buvinic y Yudelman han concluido que, «los organismos
internacionales de desarrollo respaldan los proyectos que se
centran en la mujer en su papel doméstico o que tratan de generar
ingresos a través de los oficios tradicionalmente femeninos, tales
como la costura. Casi universalmente estos proyectos no han rendido
ingresos sostenidos» [Ajamil, 1995: 52]
En los hábitat populares aterrizó con gran impacto el enfoque
antipobreza desde la crisis de los ochenta en adelante: programas
de autoconstrucción de la vivienda e introducción de servicios,
obras públicas de mejoramiento urbano, en síntesis, una nueva
versión de la urbanización popular dirigida por una explícita
política estatal de utilizar la mano de obra de hombres y mujeres
(«participación»), compartiendo los costos con los pobres. En el
paisaje urbano vemos a las mujeres cumpliendo una tercera jornada
de trabajo en la construcción y mejoramiento del hábitat, cargando
la jornada de quehaceres domésticos y la de generación de ingresos.
El tercer enfoque del MED es el de «la eficiencia», derivado de las
políticas económicas de ajuste y de la crisis de financiamiento
público. Es el que goza de mayor popularidad y apoyo por parte de
los organismos de cooperación y financiamiento internacional. El
énfasis se traslada de la mujer al desarrollo, reconociendo que las
mujeres son esenciales para el esfuerzo del desarrollo en su
conjunto. Sin embargo: «En la práctica este enfoque ha significado
un desplazamiento de costos de la economía remunerada a la sin
paga, particularmente mediante el uso del tiempo sin salario de las
mujeres. Se privilegia su rol reproductivo y de gestora comunal»
[Ajamil, 1995].
Este enfoque de «eficiencia» -que detecta muy bien la mayor
dedicación y responsabilidad de las mujeres en el logro de
objetivos de bienestar para el hogar y la comunidad-, reconoce
incorporar las necesidades más sentidas de las mujeres, sus
capacidades para el mejoramiento del hábitat popular y su carácter
de principal usuaria de la vivienda y de los servicios públicos. Es
un enfoque volcado a los intereses prácticos de género que, junto
o mezclado con el «antipobreza», han apoyado el acceso de las
mujeres jefas de hogar a la vivienda, al crédito para la vivienda,
a ciertos equipamientos comunales para la salud, la alimentación,
la educación y proyectos productivos, todo basado en el servicio
público gratuito que prestan las mujeres, el que se da por
descontado y ellas mismas lo consideran «normal». Especialmente el
enfoque de «eficiencia» en el contexto del ajuste estructural, ha
tratado de aprovechar el trabajo de las mujeres en función del
alivio a la pobreza, y ha tendido a que trabajen para el desarrollo
en vez de que el desarrollo trabaje para las mujeres
[Chant, 1996]. La cruda verdad es que: «A través de contar con el
trabajo gratuito de las mujeres para actividades tales como el
abastecimiento de combustible, autoconstrucción, procesamiento de
alimentos, etc, se pueden reasignar recursos para otra áreas y
recortar gastos en servicios. Se asume entonces que muchos de los
recortes, pueden ser amortiguados por la elasticidad del trabajo de
las mujeres» [Ajamil, 1995].
El enfoque de Mujer y Desarrollo (MID), está más cercano a la
década de los noventa y al propósito de romper con el «círculo de
cambio sin cambio» [Ajamil, 1995]. Se da un viraje y cambia el
foco de mujer a género, de manera de que en vez de visualizar a las
mujeres como un grupo homogéneo basado en sus diferencias
biológicas con los hombres, enfatiza la construcción social del
género y sus variaciones a través del tiempo y el espacio, inserto
en otras categorías sociales como la clase y la raza. Al introducir
el concepto de género, el enfoque MID apunta a la construcción
cultural e histórica de los roles sexuales, de lo «femenino» y lo
«masculino», a las relaciones asimétricas entre hombres y mujeres
y su impacto en el desarrollo, a las relaciones de poder y a la
organización social de la desigualdad. Al ser el género un concepto
relacional, este enfoque involucra a hombres y mujeres quienes
deben compartir la responsabilidad del cambio en todos los niveles
del proceso de desarrollo [Chant, 1996]. El MID abarca tres
posiciones según las investigadoras dedicadas al mismo: la de
integración vinculada a la teoría de la modernización; la de la
marginalidad considerada la primera teoría de mayor influencia
sobre la mujer en el desarrollo y compatible con la teoría de la
dependencia; y la de explotación, consistente con los análisis
feministas marxistas sobre el rol de las mujeres en las sociedades
capitalistas [Moghadam, 1990].
Del MID se desprende el más reciente enfoque «de adquisición y
generación de poder» el que, como dice Menchu Ajamil más que un
enfoque es «una estrategia de intervención que se basa en una
determinada concepción sobre el poder» [Ajamil , 1995]. Pone a
circular e impulsar la noción de empowerment, de espantosa
traducción literal al español como «empoderamiento», que mejor
denominamos adquisición y fortalecimiento del poder de las mujeres.
De lo que se trata es de propiciar los cambios y condiciones para
que las mujeres descubran e incrementen sus capacidades de
autoestima y valoración, de influencia, eficacia política y
liderazgo en la vida pública, reconociendo los triples roles que
desempeñan. El énfasis y desafío están puestos en la formulación,
concertación y aplicación de políticas públicas que favorezcan los
intereses estratégicos de género, a la par de que responden a los
interes prácticos de género, los que en el universo mayoritario de
las mujeres pobres siguen gravitando fuertemente. La visión de la
mujer como víctima pasiva del medio urbano -que tendía a prevalecer
en la primera etapa de los estudios de la relación entre mujer y
urbanización capitalista- ya no se sostiene, por todas las
evidencias empíricas que disponemos y por una reorientación de la
perspectiva de género hacia lo relacional y lo transformador
[Massolo, 1992]. Como acertadamente se ha puntualizado: «Las
mujeres no son solamente víctimas de malas políticas, sino actores
en su propio derecho y agentes del cambio social»
[Moghadam, 1990].
Desde el marco de MID, entonces: «Las dimensiones centrales del
enfoque de género serían: la división del trabajo por sexo entre
labores productivas y reproductivas y al interior de ambas
categorías; las asimetrías por sexo en el acceso y en el control de
recursos y servicios; y los factores económicos, sociales,
culturales y ambientales que inciden sobre los diferenciales
anteriores» [Ajamil, 1995]. El hábitat le da contención a todas
estas dimensiones, ancladas en la territorialidad de la vida
cotidiana de las mujeres y familias pobres de las ciudades, ya sea
en las periferias como en los intersticios de los centros.
En las postrimerías de los noventas las tendencias de los cambios,
algunos vertiginosos, dan la impresión que las ambivalencias se
acentúan y confunden más que nunca en lo que toca a las cuestiones
de género, particularmente en el universo de las mujeres de
sectores populares. Por un lado se han realizado notables avances
por parte del movimiento amplio de las mujeres latinoamericanas,
las ONGs feministas, los estudios e investigaciones, las
instituciones y políticas gubernamentales a favor de la mujer, y la
incorporación explícita de las necesidades y demandas de género en
declaraciones y agendas de eventos internacionales y agencias de
cooperación para el desarrollo. Por el otro, parece que el
tradicional estado de sobrevivencia en las urbes cobra nuevos bríos
y predominio bajo las nuevas ondas de la globalización, de la
crisis y ajuste económico, de la concentración de la riqueza y la
polarización social. Desde el punto de vista de la CEPAL: «La
globalización acentúa las diferencias sociales, discrimina a las
personas de menor movilidad y flexibilidad, a las menos preparadas,
a las que reciben menores salarios y a las de regiones más
aisladas, todo lo cual agrava la situación de las mujeres que ya
sufren discriminación salarial» [CEPAL, 1997]. Y desde otro punto
de vista se observa que: «La contradicción entre la cotidianeidad
femenina y el hábitat urbano está agudizándose; mientras que la
participación de la mujer en el trabajo asalariado y en la
recreación va creciendo, la separación de funciones sigue
reflejando la ideología de la domesticidad» [Falú y
Rainero, 1996].
Por un lado encontramos múltiples evidencias en varios países de
que el hábitat popular puede ser un semillero de beneficios para
las mujeres, no solamente en términos de satisfacción de algunos
bienes y servicios básicos para la familia y los quehaceres
domésticos, sino para sí mismas en cuanto reconocen y reivindican
sus derechos como ciudadanas y mujeres. «Las condiciones de pobreza
de las mujeres se cruzan además con su necesidad de emancipación de
la subordinación, y con la búsqueda de igualdad, equidad y poder»
[CEPAL, 1997]. La defensa de la vida que enarbolan las mujeres
organizadas desde las bases territoriales, implica no
exclusivamente enfrentar y resistir las temibles políticas
neoliberales, sino la toma de conciencia de los derechos
indivisibles sociales, civiles, políticos y humanos que deben ser
respetados y llevados a la práctica. A través de sus consistentes
y habilidosas prácticas colectivas para el mejoramiento de las
condiciones de vida en el hábitat y la subsistencia de las
familias, las mujeres efectivamente logran visibilidad protagónica,
adquieren y ejercen poder en el radio del espacio social y político
local [Massolo, 1996]. En las organizaciones funcionales de
subsistencia alimentaria, por ejemplo, se manifiesta «lo político
del género en varios sentidos: por un lado responden a la
invocación ideológica de las mujeres/madres y por otro, a lo largo
del proceso histórico, aparecen transformando la relación
dependiente con el Estado, en otra de confrontación y de
negociación desde su identidad de actoras reales independientes»
[Luna, 1996].
Empero, cabe hacer la salvedad respecto del hecho de que las
mujeres mantengan una relación más intensa y directa que los
hombres con la situación de la vida cotidiana en la hábitat, no
significa que éste sea el lugar «natural» que le corresponde a las
mujeres. Nuestra perspectiva feminista rechaza y combate la
naturalización de la mujer dentro del espacio local alrededor de la
vivienda, que las confina a estar y pertenecer nada más que «ahí»,
excluyéndola de otros espacios y actividades sociales y políticas
que existen en la ciudad. El derecho a la ciudad -en sentido amplio
e integral- es también un derecho de las mujeres; una concepción
integral y democrática del hábitat debe incluir la noción y
ejercicio de los derechos y garantías individuales y colectivas de
las mujeres. Tal concepción del hábitat abierta a la libertad e
igualdad de derechos y oportunidades para las mujeres, implica
además concebir el esparcimiento, la sociabilidad festiva y el
descanso, en fin, reconocer el legítimo derecho de las mujeres al
disfrute de la vida social urbana. Así también el desarrollo le
aporta a las mujeres pobres.
No obstante las contradictorias ambivalencias que se experimentan,
los temas de género en el marco de la estrategia de intervención
«adquisición y generación de poder», se están insertando de una u
otra manera en las declaraciones y agendas post Beijing y Estambul
(HABITAT II), no por «arte de magia» sino por años de diversos
trabajos y muchas luchas. En América Latina hace una década que
opera La Red Latinoamericana Mujer y Hábitat, perteneciente a la
HIC (Habitat International Coalition), bregando por políticas
urbanas y territoriales equitativas asociadas al ejercicio de la
ciudadanía de las mujeres. Esta Red se comprometió con los ejes
centrales del Foro de las ONGs en HABITAT II: el derecho a la
vivienda; el reconocimiento a la producción social del hábitat; y
las gestión democrática y sustentable del territorio. Estos ejes se
vincularon a los ejes del Foro de ONGs de Beijing: ciudadanía
activa de las mujeres; pobreza y ajuste económico; participación
política; y contra la violencia [Falú, 1997]. Por otra parte, el
Programa «Entrenamiento y Creación de Capacidades» del organismo
Hábitat de las Naciones Unidas, sostiene que los temas de género
representan una de las áreas que se tienen que trabajar a nivel
global. En la Declaración de Compromisos de Río de Janeiro «La
Agenda Hábitat y las Ciudades» -reunión de alcaldes, alcaldesas y
autoridades municipales de América Latina y el Caribe sobre la
implementación de la Agenda Hábitat, llevada cabo en octubre de
1997-, se hace explícito en el punto 4: «Incorporar un enfoque de
equidad entre géneros en todas las políticas, programas y
actividades de nuestro accionar, así como en todos los mecanismos
constituyentes de la democracia local». Y la CEPAL plantea que el
desarrollo sostenible exige la integración explícita de la
perspectiva de género.
La cooperación para la sobrevivencia y la cooperación para el
desarrollo en el hábitat popular urbano, más que una disyuntiva
excluyente se presenta como una coexistencia tensa, desequilibrada
y azarosa en las que se juegan día a día la suerte de las
condiciones de la sobreviviencia, y la congruencia de las políticas
y prácticas dirigidas al desarrollo con equidad de género, ya sean
éstas de las agencias de cooperación internacional hasta de los
gobiernos locales, las ONGs feministas y las propias organizaciones
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Fecha de referencia: 26-9-2001
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